Visa como arma: colonialismo diplomático en el siglo XXI
Mauricio Ramírez Núñez
En un mundo interconectado, las relaciones internacionales no son solo un juego abstracto entre Estados, sino una red de relaciones concretas que penetran los tejidos más íntimos de la vida política y social de los países. Lejos de actuar como garantes del respeto mutuo o de los valores democráticos que dicen defender, muchos actores siguen empleando mecanismos de dominación neocolonial para disciplinar a los gobiernos y actores políticos que no se alinean con sus intereses estratégicos. Uno de estos mecanismos, cada vez más evidente, es el uso del retiro de visas como arma geopolítica.
Estados Unidos ha perfeccionado un repertorio de instrumentos que van desde la ayuda financiera condicionada hasta las sanciones individuales, pasando por mecanismos diplomáticos como el retiro o la negación de visas a funcionarios públicos de otros países. Esto último, que en apariencia es una prerrogativa soberana, adquiere otra dimensión cuando se convierte en un mecanismo sistemático para castigar disidencias políticas.
En varios países de América Latina —Costa Rica entre ellos— funcionarios públicos y diputados han visto revocadas sus visas por parte de Estados Unidos bajo pretextos ambiguos como “corrupción”, “acercamientos con el Partido Comunista Chino” o “conductas antidemocráticas”. Estas acusaciones, notoriamente vagas y sin debido proceso, tienden a coincidir sospechosamente con momentos en que dichos funcionarios comienzan a criticar al gobierno de Rodrigo Chaves, denuncian su falta de transparencia o alertan sobre el deterioro institucional y el irrespeto a la democracia.
En otros casos, basta con que promuevan una postura de neutralidad tecnológica o reconozcan las oportunidades reales que países como China pueden ofrecer al desarrollo nacional. Esa sola apertura basta para que Estados Unidos, en un gesto abiertamente coercitivo, les retire la visa, dejando en evidencia cómo se instrumentaliza la política migratoria para imponer lealtades geopolíticas y castigar cualquier desviación del alineamiento hegemónico. ¿Puede haber una práctica más antidemocrática que esta? ¿Qué dirían los medios, las ONG internacionales y los gobiernos occidentales si estas mismas medidas fueran tomadas por China o Rusia? ¿Cuántas portadas y condenas acumularían entonces?
Este tipo de intervenciones encubiertas no responde a la defensa de principios universales como dicen, sino a la lógica imperial de amigos y enemigos en una época de competencia comercial y tecnológica. Si el gobierno en cuestión es aliado de Washington, entonces toda disidencia interna se convierte en sospechosa; si el gobierno es hostil o independiente, cualquier alianza con otros polos geopolíticos es inmediatamente criminalizada y sancionada moralmente.
La narrativa se sostiene en la vieja estructura binaria del excepcionalismo moral: EE.UU. como juez supremo de lo que está bien y mal, del quién es “democrático” y quién no. Esto reproduce un pensamiento profundamente supremacista, donde las decisiones soberanas de terceros países se subordinan a los intereses estratégicos de una potencia que sigue creyendo que su rol es “guiar al mundo libre”.
El retiro de visas no busca solo sancionar conductas: busca exigir lealtades. Es un mensaje claro a los actores políticos: “Si quieres mantener tu acceso, tus vínculos, tu legitimidad internacional, adopta la línea de nuestros intereses”. Esto revela una forma de colonialismo diplomático: quien no se subordina, es castigado; quien se opone, es marcado; quien mantiene autonomía, es excluido del círculo “respetable” de las naciones.
Así, el retiro de visas se convierte en mecanismos de coacción, diseñados para alinear la política interna de los países con las coordenadas geopolíticas de Washington. No se trata de combatir el autoritarismo o defender la democracia, sino de sostener regímenes afines, incluso si ellos mismos violan derechos, persiguen opositores o concentran el poder. Lo que importa no es la ética política, sino la obediencia política.
Este tipo de prácticas se parecen demasiado a aquello que el propio discurso hegemónico dice combatir: son rasgos típicos de regímenes totalitarios. Señalar, castigar, censurar y excluir a quienes piensan distinto, sin debido proceso ni transparencia, bajo criterios ideológicos y de conveniencia, es exactamente la lógica del totalitarismo que históricamente ha oprimido pueblos y silenciado disidencias.
La paradoja es escandalosa: se sanciona a otros en nombre de la democracia, mientras se emplean métodos que niegan sus fundamentos más elementales. Lo que se impone no es un modelo de justicia, sino un régimen de castigo selectivo, al servicio de una lógica geoestratégica que responde más al siglo XIX que al XXI. Es momento de nombrar las cosas por su nombre. Este tipo de prácticas no son “medidas diplomáticas” ni instrumentos legítimos de política exterior: son actos de intimidación que perpetúan una arquitectura mundial de asimetría, dependencia y miedo político.
Esta crítica no debe confundirse con antiamericanismo. Se trata de una defensa de la soberanía, de la pluralidad política, y sobre todo, de la coherencia democrática. Porque cuando una potencia actúa castigando disidencias, alineando actores internos a conveniencia, y utilizando su poder para callar al otro, no está defendiendo la libertad. Está replicando el manual de los regímenes que dice condenar.
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