Cerrando la puerta al Autoritarismo Populista
Cuando la manipulación y la demagogia no tienen ideología
JoseSo (José Solano-Saborío)
La historia política del último siglo nos ha dejado un catálogo inquietante de líderes que, desde trincheras ideológicas opuestas, han coincidido en algo esencial: la habilidad para seducir, manipular y someter a sus pueblos bajo un relato cuidadosamente diseñado. El fenómeno inicia en el Siglo XX y se sigue consolidando, con líderes carismáticos como Mussolini y Hitler, con su estética marcial y su retórica de destino nacional; Stalin, con su culto al proletariado y su maquinaria de terror; Bolsonaro, con su nostalgia militarista y su cruzada contra “enemigos internos”; Daniel Ortega, con su revolución convertida en feudo personal. Todos, a su manera, han entendido que el poder no se sostiene solo con armas, sino con narrativas que colonizan la mente colectiva. Y en esto, la psicología social tiene mucho que decir: la construcción de un “nosotros” virtuoso frente a un “ellos” corrupto o peligroso activa mecanismos tribales ancestrales, reforzados por la repetición constante y la simplificación de problemas complejos en consignas fáciles de digerir.
La politología observa que, más allá de la etiqueta ideológica, estos liderazgos comparten un patrón: concentración de poder, debilitamiento de contrapesos institucionales y uso estratégico de crisis —reales o fabricadas— para justificar medidas excepcionales. La sociología añade que, en contextos de desigualdad y frustración, el líder fuerte se presenta como el atajo emocional frente a la lentitud de la democracia deliberativa. Y la antropología recuerda que el mito del caudillo salvador es tan viejo como las primeras aldeas: siempre hay quien promete orden a cambio de obediencia, y siempre hay quien acepta el trato.
En el plano histórico, la popularidad inicial de estos personajes suele estar anclada en un momento de quiebre: la humillación de Versalles para Hitler, la crisis del liberalismo italiano para Mussolini, la devastación de la guerra civil rusa para Stalin, el colapso institucional brasileño para Bolsonaro, la transición fallida en Nicaragua para Ortega. El guion se repite: identificar un enemigo común, desacreditar a la prensa y a la academia, monopolizar la interpretación de la realidad y, cuando es necesario, reescribirla.
En este punto, resulta inevitable que algunos analistas tracen paralelismos con líderes contemporáneos, incluso en democracias consolidadas. En Costa Rica, el presidente Rodrigo Chaves Robles ha sido señalado por especialistas por su estilo autoritario, confrontativo y por el uso de la posverdad como herramienta política. Al igual que otros líderes populistas, ha atacado de forma sistemática a la prensa independiente, desacreditando a periodistas y medios para erosionar la confianza ciudadana en las fuentes de información verificable. La estrategia es conocida: si el mensajero es percibido como enemigo, el mensaje deja de importar. Además, su confrontación con otros poderes del Estado y su retórica de “yo contra la élite” encajan en el molde clásico del outsider que, paradójicamente, se convierte en el centro absoluto del poder.
El método es casi artesanal en su eficacia: conferencias de prensa convertidas en monólogos, interrupciones y descalificaciones públicas a colaboradores para reafirmar jerarquía, uso de un lenguaje que mezcla tecnicismos con frases coloquiales para proyectar simultáneamente autoridad y cercanía. El resultado, como en los casos históricos, es una polarización creciente que fortalece la base leal y margina a los críticos. Y aunque las circunstancias costarricenses distan mucho de los escenarios de represión abierta de un Stalin o un Ortega, la lógica subyacente —controlar el relato, debilitar contrapesos, personalizar el poder— es inquietantemente familiar.
La ironía, claro, es que muchos de estos líderes llegan al poder prometiendo devolverlo “al pueblo”. Pero, como bien sabe la historia, el pueblo rara vez recibe la factura completa hasta que es demasiado tarde. Y entonces, el “salvador” se revela como lo que siempre fue: un hábil narrador de epopeyas que, entre líneas, escribía su propio manual de permanencia. Porque, al final, la ideología puede ser de izquierda o de derecha, pero el molde del autócrata populista aspirante a dictador es universal… y, por desgracia, atemporal.
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