El fin de la Guerra Fría y la decadencia de Occidente (II-IV)
Gilberto Lopes
San José, 6 mayo de 2024
I – La decadencia de Occidente
- Quebrando a los sindicatos
- Los implacables intereses del capital
- El fin del poder popular
- El fin de la historia
En su trabajo, Fritz Bartel incursiona en un cuidadoso y original análisis sobre el Fin de la Guerra Fría y el surgimiento de las políticas neoliberales, a fines de los años 80’s y principios de los 90’s del siglo pasado.
El libro nos deja una propuesta de interpretación de estos eventos que no es el tema de este artículo. No es sobre el pasado que pretendo hablar, sino del mundo vencedor de la Guerra Fría, proceso en el que quedaron sembradas las raíces de su decadencia. A eso me refiero cuando hablo de “Fin de la Guerra Fría y la decadencia de Occidente”. Tema sobre el que, como veremos, el libro de Bartel nos da un sólido sustento de datos, aunque su análisis no va orientado en esa dirección.
Quebrando a los sindicatos
Uno de los detonantes del proceso que determinó el resultado de esa guerra fue el cambio de política económica cuando, en agosto de 1979, Jimmy Carter reemplazó a William Miller por Paul A. Volcker al frente de la Reserva Federal. El escenario económico en los Estados Unidos era mediocre: la tasa de paro era de 7,5%; la inflación, de 13,3%; y el déficit fiscal, de 59 mil millones de dólares, era el segundo más alto de la historia, solo inferior a los 66 mil millones de Gerald Ford, en 1976.
Para Volcker, el gran desafío era controlar la inflación. Su política monetarista significó un aumento de las tasas de interés a cifras hoy inimaginables, de casi 18%. Hay quienes estiman que esta medida le costó al reelección a Carter; pero también quienes opinan que fue la base para la recuperación económica de Estados Unidos.
Ciertamente, Carter perdió las elecciones en noviembre de 1980, pero Volcker siguió en el cargo cuando Ronald Reagan asumió la presidencia, en enero del año siguiente. Volcker le ayudaría a imponer un cambio de mentalidad en el país: acabar con la preocupación por el pleno empleo (que había caracterizado las políticas económicas después de la II Guerra Mundial), e imponer la idea de que el gobierno no era la solución, sino el problema.
Era la misma visión y propuesta que John Hoskyns había hecho a Margaret Thatcher: imponer un ajuste que, como el de Volcker, supuso la quiebra de miles de empresas y un enorme desempleo. Un modelo de la llamada “economía de la oferta”, que apuesta por la desregulación de la economía como herramienta para su reactivación, sin importar los enormes costos sociales del período de ajuste.
Pero no solo eso. Como su colega Margaret Thatcher que, enfrentada al desafío de eliminar la influencia de los sindicatos en la política, desató la guerra contra los poderosos sindicatos mineros británicos, Reagan despidió a miles de controladores aéreos, cambiando el carácter de las relaciones laborales en el país. Una medida que, indirectamente, contribuyó a cambiar la “psicología inflacionaria” que se atribuía a la lucha de los trabajadores por mejores salarios. La política económica estaría orientada, a partir de entonces, a atender los intereses de los grandes capitales.
Inglaterra y Estados Unidos estaban profundamente endeudados. Y se siguieron endeudando. Tenían el apoyo de grandes recursos financieros de los sectores beneficiados con sus reformas. Contaban con recursos suficientes para imponer sus políticas en Inglaterra y en Estados Unidos y, al final, en gran parte del mundo.
Pero la inmensa cantidad de recursos –lo señala el propio Bartel– no era producto de nuevas iniciativas económicas de los capitalistas norteamericanos, estimulados por la “economía de la oferta”, sino consecuencia de un capitalismo globalizado, alimentado por la libre circulación de capitales alrededor del mundo.
Los países socialistas, enfrentados a la escasez de recursos y al aumento del precio del petróleo, no tenían el apoyo del capital financiero mundial, y eso selló su suerte en la Guerra Fría.
Como muestra Bartel –ese me parece uno de los logros más sólidos de su trabajo–, la creciente dificultad de acceso a los préstamos empezó a corroer las condiciones en las que se habían desarrollado las economías de los países del Europa del Este, cada vez más endeudados con la banca occidental.
Las mismas fuerzas del mercado de capitales que debilitaron la posición del bloque socialista contribuyeron a restablecer, sobre todo, la posición de Estados Unidos en el sistema internacional.
Para eso fueron fundamentales tanto la permanencia del dólar como moneda de reserva mundial, como la posibilidad de convivir con un creciente déficit fiscal, resultado de la confianza que las políticas de Volcker daban a los tenedores de capital: sus inversiones les daban grandes rendimientos en los Estados Unidos.
Los dos factores resultan clave para la revisión del estado actual de la economía y la política norteamericana. Por un lado, el dólar no ha cesado de debilitarse, resultado de un imparable déficit fiscal. En abril de este año. el FMI ha hecho dos advertencias sobre los riesgos que ejerce sobre la economía norteamericana y mundial, elevando las tasas de interés y aumentando la inestabilidad financiera. Esto, sumado a las tensiones políticas, hace que se multipliquen las iniciativas para abandonar el dólar como moneda de intercambio entre los países del “sur global” y, en particular, en el comercio entre Rusia y China.
En las características de este proceso está la clave para a comprensión de los cambios de vemos hoy. Al contrario de lo que, con frecuencia, se piensa, estaban ya insertas ahí las condiciones para la decadencia de un modelo que entonces aparecía como triunfante.
Los implacables intereses del capital
Como señala Bartel, la decisión de imponer el ajuste económico a la población norteamericana mostró a los tenedores de capital que los líderes políticos estaban decididos a “proteger los intereses del capital sobre los intereses del trabajo”.
La política de reducción de impuestos de Reagan y Volcker tuvo enormes consecuencias para diversos grupos, “principalmente los trabajadores norteamericanos y los de los países del Sur Global”. Aunque aumentó la desigualdad, relanzó la “prosperidad” norteamericana y proyectó sus intereses y sus políticas en el resto del mundo. Fue el inicio de período neoliberal.
El neoliberalismo no se impuso por ofrecer una “relativamente atractiva visión ideológica”. Se impuso porque tenía los recursos financieros y políticos para eso. Como Hoskyns dejó claro, puso el Estado al servicio del capital. Al servicio de los pocos ricos, como dice Bartel.
Para el “mundo comunista”, los resultados fueron distintos. Con el redireccionamiento de los capitales hacia Estados Unidos, no llegó a perder del todo, ni de forma permanente, el acceso al mercado global de capitales, a principios de los años 80’s. Pero –nos recuerda Bartel–, nunca más tuvo el apoyo incondicional de los tenedores de esos capitales, que los habían financiado de forma generosa a fines de los años 70’s, gracias a la enorme abundancia de dólares, resultado del aumento del precio del petróleo a partir de 1973.
Los países socialistas eventualmente fueron perdiendo el acceso a los mercado de capital. Los gobiernos occidentales, las instituciones financieras internacionales y los capitales globales, actuando en conjunto a veces, de forma independiente otras, se encontraron con todo el poder en las manos para decidir la suerte de sus adversarios y fueron dejando sin alternativas a los gobiernos de Europa del este. Había recursos disponibles, estaban dispuestos a hacer nuevos préstamos, pero a cambio de concesiones políticas y diplomáticas.
Lo que, para Estados Unidos, fue un enorme estímulo para su economía, para el campo socialista fue una carga imposible de llevar. Desde mi punto de vista, fue la razón fundamental de su triunfo en la Guerra Fría, resultado de una realidad heredada del mundo de posguerra.
El fin del poder popular
Para Bartel, los pueblos de las naciones de Europa del este jugaron un papel esencial en la caída de los regímenes que los gobernaban. La caída del comunismo y el surgimiento de democracias electorales representaron una nueva era, de soberanía popular y de autodeterminación.
Es su interpretación, pero su mismo relato nos muestra otra cosa: la importancia del cerco financiero, que fue dejando sin alternativas a esos gobiernos y generando la desesperación de sus ciudadanos. Siguiendo el mismo guion de su libro, queda claro que los directores de esa película no eran los pueblos de esas naciones, sino los capitales capaces de desarrollar el guion.
Siempre sensible a los diversos ángulos de los problemas, Bartel no deja de percibirlo cuando dice que, al caer el régimen socialista de Polonia, los polacos sintieron que, finalmente, tenían a “su” gobierno manejando el país. Pero –agrega– era un gobierno que servía a dos señores: al pueblo y al mercado, al capital y al trabajo. Como sabemos, no es posible servir igualmente a esos dos señores, y el trabajo no estaba en condiciones de imponer condición alguna, salvo aceptar las que imponía el capital.
En todo caso, hay un aspecto que no se puede dejar de considerar aquí. Los gobiernos de los países de Europa del este eran resultado de la II Guerra Mundial y fueron impuestos por los intereses políticos de la Unión Soviética, sustentados en su enorme esfuerzo militar, base de la derrota del nazismo. Pero, como lo mostró la historia, ese poder militar no tenía, en ese período, ni un poder político, ni un poder económico, capaz de consolidar su triunfo militar.
Mientras estuvo asociado el poder de Occidente para derrotar el nazismo, pudo desempeñar un papel fundamental en la guerra. Pero, concluida la guerra, lo aislaron. Se consolidó el mundo occidental detrás del capital y los intereses de Washington. En el este europeo se debilitó, primero, la estructura política interna de la Unión Soviética, con las desviaciones del estalinismo. Después, su estructura económica, dependiente el poder de Occidente, muy superior en ese entonces a la del mundo socialista.
Así fue como la historia condicionó los resultados. Cuando desaparecieron las condiciones económicas en las que se sostenía el mundo del mercado socialista, ni lo político, ni lo militar, fueron suficientes para mantener la coalición, ni el orden en que se sustentaban.
En todo caso, no puedo acompañar a Bartel –por los mismos argumentos expuestos en su libro– en su conclusión de que el final de la Guerra Fría fue el momento en el que el poder popular alcanzó su mayor expresión. Me parece todo lo contrario: fue el fin del poder popular, el momento de triunfo del poder del capital.
Nuevamente, Bartel lo intuye cuando dice que, en el momento en que la relación entre los ciudadanos y el Estado está cada vez más intermediada por los préstamos de capital, cuando las deudas soberanas de los Estados alcanzan cifras estratosféricas, no debe sorprender que se transforme en una relación entre prestatarios y prestamistas, ni que el Estado deba renunciar a su papel de proteger los intereses del trabajo, para defender los intereses del capital. La referencia que hace el mismo Bartel a la caída del gobierno socialista en Polonia lo deja en evidencia.
El fin de la historia
Cuando se derrumbó el mundo político del este europeo, la euforia de Occidente les hizo soñar con el “fin de la historia” y del socialismo, incluyendo a los países donde aún sobrevivía: China, Cuba, Vietnam, Corea del Norte. Pero –y aquí está la clave de la explicación– en esos países los regímenes políticos no fueron consecuencia de la imposición de las tropas soviéticas, como resultado de la II Guerra Mundial, sino de revoluciones políticas nacionales, que Occidente no pudo derrotar.
El caso de Cuba es particularmente patético para América Latina. Sometida a un bloqueo que tiene ya más de 60 años, la isla ha pagado un precio exorbitante por un cerco ilegal, al que urge poner fin.
Al contrario de lo ocurrido en los demás países de América Latina, donde todo intento reformista fue derrocado por grupos civiles conservadores, apoyados por los militares y por Washington, en Cuba no lo han podido hacer, pese a las dramáticas condiciones de vida impuesta a su pueblo.
Es evidente que la historia no ha terminado y que su desarrollo es muy distinto al que soñaban los ganadores de aquella guerra fría.
FIN
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