El poeta Marco Aguilar ante nuestra guerra libertaria
Luko Hilje (luko@ice.co.cr)
Hace apenas un mes, el 1° de marzo, nos reunimos en Turrialba, en una sala de la casa del amigo Roberto Barahona Camacho —que fuera un aposento del antiguo restaurante La Feria—, para presentar de manera oficial, de parte de la Revista Comunicación, del Instituto Tecnológico de Costa Rica, el dosier o suplemento Un tributo a Marco Aguilar, poeta tan turrialbeño como universal.
A dos años exactos de su partida —ocurrida el 3 de marzo de 2023—, ese fue un convivio al que concurrimos varios miembros de su familia y amigos cercanos, más algunos poetas, gestores culturales e intelectuales de la localidad. En él, de manera distendida y espontánea, esa hermosa tarde de sábado evocamos la amada memoria de Marco, al narrar anécdotas, declamar sus poemas, o conversar acerca de su vida y su obra, cuyos aspectos esenciales conforman el citado dosier.
Mientras escuchaba las numerosas intervenciones que hubo, se me ocurrió que hay una dimensión poco o nada conocida de Marco, como lo es su profundo y sentido interés, con visos de veneración, por aquellos hombres y mujeres que hace 169 años —de marzo de 1856 a abril de 1857— empuñaron las armas cuando la patria se vio amenazada por las hordas filibusteras que, lideradas por William Walker, deseaban implantar la esclavitud en Centroamérica y anexar nuestros países a EE. UU. Y es por eso que, pocos días después, me di a la grata tarea de recopilar lo que Marco escribió al respecto —que no se limitó a la poesía, como se verá pronto—, y que aparece a continuación.
Dos poemas de la juventud
Al hurgar en su acervo poético, se percibe que, aunque quizás haya algunos materiales inéditos, escribió tres poemas directamente relacionados con la llamada Campaña Nacional contra los filibusteros. Eso sí, el primero y el segundo de ellos no figuraron en ninguno de sus poemarios, aunque fueron compilados en el libro Otra reunida de Marco Aguilar (EUNED, 2009).
El primero corresponde a un soneto, intitulado 56, el cual data de 1964. Se centra en la figura del héroe nacional Juan Santamaría, a quien de manera acertada llama Juan de Fuego, por el osado y valeroso acto en el que, durante la batalla de Rivas, Nicaragua, tea en mano y al precio de su vida, quemó el mesón o albergue donde se guarecían los altos mandos del ejército filibustero, incluido Walker, quien pudo escapar después, en la madrugada.
Por su parte, el segundo, denominado La ruta de la pólvora, es mucho más extenso, pues consta de seis estrofas. En él se retrata el apacible país que éramos, de maizales y cacaotales, así como de cálidas y fragantes panaderías, antes de ser agredido por el invasor Walker, al igual que describe la bravía y gallarda respuesta de sus hijos para ir a defender la patria, a la vez que advierte que el filibusterismo, aunque agazapado, sigue vivo por aquí, entre tanto entreguista. Dicho poema está fechado el 1° de mayo de 1966, al conmemorarse el 109 aniversario de la rendición de Walker; circuló en el semanario Libertad, órgano del Partido Vanguardia Popular, para el cual Marco —en sus años de militancia en la izquierda— trabajaba como corrector de estilo, según me lo contó una vez.
Esos poemas dicen así:
56
Eran tiempos de sangre y agonía.
La pólvora quemaba, se quemaba,
y por quinientos mares navegaba
el trapo negro de la piratería.
Como siempre, del Norte nos venía
una jauría de filibusteros.
Pero a quemar sus huesos traicioneros
¡llegó el incendio con Santamaría!
Llegaste, Juan de Fuego, con la muerte
y con los tigres y con las panteras
¡y entonces no pudieron detenerte!
Los enterraste bajo las banderas,
te dieron plomo y plomo hasta la muerte
¡y tu muerte impidió que te murieras!
La ruta de la pólvora
1
¿Qué queréis?
¿Que repita
la simple ocupación de aquellos tiempos?
Los maizales temblando tiernamente
bajo el azote de los aguaceros;
los cacaotales
habitados de reptiles profundos.
¿Queréis que os diga cómo eran las ciudades
sobre todo en la noche,
cuando todas las puertas se cerraban?
Sólo los hornos de las panaderías, entonces,
conservaban la luz, la calentaban.
Había un olor a pan
en todas las esquinas.
2
Y entonces vino Walker.
Sus soldados
conocían el sonido de la sangre,
la conocían humedeciendo el polvo,
enrojeciendo libros, documentos.
Los soldados de Walker
se conocían la sangre de memoria.
3
Pero desde los oscuros cacaotales,
de los hondos talleres ciudadanos
fue saliendo un ejército, creciendo,
y dejaron de oler a pan las calles.
4
¡Maldito el hombre
por cuya culpa las panaderías
cierran sus puertas anchas y sus hornos,
los niños se nos ponen pensativos, profundos,
las campanas se vuelven alarmantes
y las muchachas niegan a las calles
la luz altiva de su adolescencia!
¡Maldito William Walker!
5
Luego fue lo demás:
el camino durísimo, las piedras,
los rifles
que aún no pronunciaban
su palabra mortal, definitiva.
Y aquella angustia, al fin, de la batalla.
Ver al vecino doblarse suavemente
a la tierra humillada.
Y de inmediato se incendió la tea,
porque a los pueblos
nunca les faltará un Santamaría.
No era sólo la tea.
¡Era el brazo también, que se quemaba!
¡Era la patria en pie sobre las llamas
quemando al invasor,
dándole fuego
con un brazo tenaz, desesperado!
6
Muchos dicen
que ya no quedan más filibusteros.
Sin embargo,
yo los veo diariamente
buscando empréstitos,
zalameros, hipócritas,
disfrazados tal vez de embajadores.
Y comprendo
que un día volverán con la metralla;
nuevamente los niños en las calles
cesarán de jugar
y entonces todos
cerraremos las casas, los talleres,
y andaremos la ruta de la pólvora,
andaremos de noche
un camino de teas incendiarias
¡para reconquistar lo que nos han quitado!
Un poema de la madurez
Ahora bien, el tercer poema de Marco tiene una génesis muy diferente de los dos previos, y sumamente grata, de la cual puedo dar plena fe.
Esto es así porque, aunque durante mis años de residencia en Turrialba nunca dialogamos acerca de los hechos y los personajes de la inmarcesible Campaña Nacional, una vez que me jubilé y pude dedicar tiempo a estudiar esta gesta —tan determinante y significativa en la historia patria—, era una cuestión recurrente en nuestras conversaciones en el ahora añorado restaurante La Feria, en mis visitas a Turrialba.
En efecto, como lo narro en el artículo Seis poetas le cantan a don Juanito Mora (Nuestro País, 30-IX-22), hace unos 15 años le propuse a la dirección de la Revista Comunicación que publicáramos un número dedicado a los tres principales líderes de la Campaña Nacional: don Juanito, su hermano el general José Joaquín Mora Porras, y el general José María Cañas Escamilla. Me comprometí a coordinarlo y, con la ayuda de varios compañeros del grupo cívico La Tertulia del 56 y otros patriotas, en 2010 culminamos con éxito ese proyecto, plasmado en el número monográfico Héroes del 56, mártires del 60: los hermanos Mora y el general Cañas.
Cabe destacar que en esa ocasión, al compilar los poemas existentes, me percaté de que tanto Jorge Debravo como Alfonso Chase habían publicado sendos poemas, intitulados Invocación a Juanito Mora y Don Juan Rafael Mora, respectivamente. Por tanto, se me ocurrió que para mi artículo Un manojo de poemas para los tres próceres, sería lindo incluir un poema de cada uno de los principales miembros del célebre e innovador Círculo de Poetas Costarricenses, que en el decenio de 1960 socolloneara los cimientos de la lírica nacional.
Eso sí, me faltaban cuatro de ellos: Laureano Albán, Julieta Dobles Yzaguirre, Arabella Salaverry y Marco. Por fortuna, como los conocía a todos, no tuve pena ni reparo en abordarlos, para solicitarles su ayuda en esta causa patriótica.
Asimismo, como en ese momento no había tanta urgencia, y la inspiración poética no puede ser forzada, sino que es un acto totalmente espontáneo, les di el tiempo necesario para concebir sus poemas. Al final, llegaron a mis manos los respectivos poemas, que se intitularon Juanito desconocido, Invocación a don Juanito, Juanito Mora esperanza, y Hamacas y cañones. Por tanto, las voces de estos cuatro poetas y dos poetisas quedaron fusionadas con las de Graciliano Chaverri, Román Mayorga Rivas, Jenaro Cardona, Carlos Gagini, Carlomagno Araya y Arturo Echeverría Loría, quienes mucho antes habían cantado a nuestros próceres.
Para los lectores interesados, ese número de la revista está disponible en el siguiente enlace: https://revistas.tec.ac.cr/index.php/comunicacion/issue/view/141
En fin, ese fue el origen de este poderoso poema de Marco, el cual aparece a continuación:
Hamacas y cañones
Solo los de la casa podían decirle Juan,
quiero decir sus padres y unos pocos parientes.
Nosotros no pudimos, sencillamente
porque no nos salía. Viéndolo por la calle, viéndolo
detrás de un mostrador o inclusive detrás
del escritorio de la Presidencia, para nosotros
era siempre Juanito, no tanto por su mínimo tamaño
sino por el cariño que todos le teníamos. Le tenemos.
No podemos negar que era bajito,
tal vez de la estatura de Bolívar.
Todos supimos siempre de sus cosas,
su ser ligeramente deshonesto en cosas de negocios,
esa mala costumbre de
favorecer en algo a sus parientes
como era lo habitual en esos tiempos.
Pero pasó algo extraño con Juanito:
que comenzó a crecer siendo ya adulto.
¡Qué curioso!
Todos nos sorprendimos al mirarlo
unos cuantos centímetros más alto
el formidable día de la Proclama,
y se mantuvo así hasta la hora
en que echó a caminar con sus soldados
en el seco verano de ese año,
ese viaje impensable para otros. De inmediato
vimos que había crecido nuevamente y estuvimos hablando del asunto.
Pero hubo muchos que se quedaron cómodos
sorteando en sus hamacas los calores
y soñando en la muerte de Juanito.
Siempre han estado allí, siempre a la sombra
pero de vez en cuando se levantan
de sus sueños malditos viendo cómo lo ensucian, ellos,
los que nunca supieron defender con un rifle
las fronteras amadas que cuidan de sus hijos, haciendas y mujeres.
Los que no merecían ni merecen tener hijos, esposas,
mucho menos
que los sepulten en esta misma tierra.
Y todavía
se levantan de nuevo después de tantos años los mismos descastados,
los mentirosos llenos de lagañas, los que nunca pudieron
ni pueden
ni podrán
reducir un milímetro la altura de Juanito ni borrarle ese brillo de los ojos.
Porque nadie, nadie puede negar que fue valiente.
¡Ah, cómo soñaría William Walker acertarle
aunque fuera un balazo, un único balazo, un solitario
balazo en la cabeza y observar su cerebro destrozado,
su sangre irreprochable en media calle!
Pero ese
no era el destino de Juanito y por cada balazo que lo erraba
crecía por lo menos dos milímetros.
Parecía indestructible: no se ahogaba,
no caía del caballo ni lo mataba el cólera. ¡Era enorme!
Pero él y sus soldados derrotaron
a un enemigo sólido, tangible, y más tarde perdieron la batalla
frente a alguien tan pequeño que no pudieron ver jamás
pero que los mataba: una bacteria. Y sin saberlo,
le traían la peste a sus familias como un regalo trágico del viaje.
Nunca hubo en la historia de los pueblos desfile victorioso
más lleno de tristeza, con las carretas llenas de cadáveres,
patrióticos cadáveres que nunca más levantarían un rifle,
sostendrían un arado, cosecharían los frutos de la tierra.
Con todos ellos se devolvió Juanito y por todos lloraba.
Al poco tiempo tuvo que exiliarse, cuando sus enemigos se fortalecieron;
pero no soportaba vivir lejos y pronto regresó, creyéndoles
a los traidores, a los mentirosos. Muy tarde comprendió lo que pasaba
y entonces fue más alto que ninguno:
no suplicó, no se puso a temblar cuando escribió las cartas, no maldijo.
Lo fusilaron y él aceptó su muerte como aceptó su vida:
de pie frente a las balas.
Por desgracia esas balas sí acertaron. Todas, todas. Ni una sola falló.
Pero como eran nuestras, las recibió con gusto.
Marco como prosista
Aunque menos conocida esa faceta suya, Marco también escribió prosa —bastante de ella inédita—, entre la que figuran numerosos artículos de opinión publicados en la hoy extinta Revista Lectores, fundada y dirigida por el periodista turrialbeño Luis Alejandro Romero Zúñiga; posteriormente se le bautizaría como Turrialba Desarrollo.
En cuanto a la Campaña Nacional, ahí él escribió un artículo intitulado Los hijos de las peñas, en el cual argumentaba lo siguiente:
“Decía el maestro Joaquín García Monge que «no somos hijos de las peñas», para significar que tenemos arraigo en esta tierra; quiero decir, padres, abuelos y bisabuelos enterrados aquí. El apego, que llaman. Pero, por desgracia, algunos compatriotas desnaturalizados no lo entienden así. De las maneras más cobardes y sucias, pretenden apearse a Juanito y compañía del justo pedestal en que los hemos puesto. Con mentiras, con “bromas” y chistes desafortunados intentan desprestigiarlos, ensuciarlos, demeritar su hazaña y su grandeza. Incluso se han atrevido a meterse con Juan Santamaría, negando su existencia o ridiculizando su muerte heroica. Dios los perdone”.
Antes de continuar, es pertinente indicar que Marco inició dicho artículo con la siguiente advertencia: “Hace tiempo he tenido la curiosidad de preguntarle a alguno de mis amigos historiadores cuáles son los hechos más detestables en nuestra vida como nación. Sería bonito levantar una lista de lo más sucio y lo más cobarde que hemos hecho los costarricenses. Esas cosas por las cuales se nos cae la cara de vergüenza, a pesar de los años transcurridos. Aunque, viéndolo bien, no tendría nada de bonito, pero sí sería muy instructivo. Porque de eso se trata: de aprender”.
Y, tras referirse a otros hechos deleznables, relataba que “En estos días se cumplen 150 años de un fusilamiento muy diferente: el de don Juanito Mora y el general José María Cañas en Puntarenas, uno de los acontecimientos más asquerosos de nuestra historia. Perdón, asquerosos no es la palabra, pero en este momento no se me ocurre una más dura. Más insultante. Los valientes patriotas que condujeron a nuestras tropas en su hora más brillante, los que derrotaron a William Walker, esclavista maldito. Los que nos llenaron de orgullo y dejaron con la boca abierta a los filibusteros, que jamás esperaban encontrar combatientes tan dispuestos a morir por la patria. Nuestros mejores líderes fusilados por sus mismos soldados. ¡Vergüenza, deshonor! No hay abrasivo, detergente ni ácido que borre esa mancha. No habrá perdón para los asesinos”. Y, a continuación, afirmaba: “Pero a los que piensan que estas son cosas de otros tiempos, les tengo una noticia: estamos llenos de filibusteros y partidarios de filibusteros. Por desgracia nacidos en Costa Rica, con cédula y a veces pasaporte costarricense”.
Y, para concluir, de manera contundente, señalaba: “La historia debe servir para mejorar, para corregir los errores del pasado. La historia no debe ser arqueología, sino lección de vida. Tanto las cosas que nos enorgullecen, como las que nos llenan de oprobio, deben ayudarnos a corregir el presente y alumbrarnos el camino futuro. Pero esto no siempre funciona así: me cuentan que en un colegio privado de San José no conmemoran el 11 de abril, pero el 4 de julio hacen una Asamblea para explicar a los alumnos el significado de esa y otras fechas importantes para Estados Unidos. Al parecer, algunos profesores llaman a nuestra celebración «el día del empujón», en relación con el cuento de que el soldado Juan no fue voluntario, sino empujado por algún bromista, uno de esos chistes que solo les pueden hacer gracia a los que no tienen patria. Y solo ellos se ríen, los descastados, como se hubiera reído William Walker. Estos especímenes no merecen llamarse costarricenses”.