Guanacaste, entrañable tierra

Iglesia colonial de San Blas, en la ciudad de Nicoya, la cual data de 1644 y ha sido restaurada varias veces. Foto: Elmer García y Marta Fermina Valdez

En el bicentenario de la anexión del Partido de Nicoya

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Como lo han sustentado los geólogos, el territorio actual de Costa Rica no existía hasta hace unos 100 millones de años, durante el denominado período Cretácico. Para entonces, el actual continente americano estaba representado por dos gigantescas masas terráqueas —equivalentes a subcontinentes—, pero desconectadas, pues entre ellas había una gran brecha, en la cual se entremezclaban las aguas de los océanos Atlántico y Pacífico. Eso sí, en medio de un archipiélago con islas de varios tamaños y formas, en ese entorno marino sobresalía una bastante grande, que los científicos llamarían Guanarivas —nombre híbrido, de Guanacaste y Rivas—, tan solo con fines descriptivos, pues cuando se le bautizó así ya había perdido su aspecto de ínsula, y estaba incrustada en tierras continentales.

Ese proceso de inserción de Guanarivas estuvo asociado con varios fenómenos naturales, los cuales ocurrieron en un intervalo infinitamente lento, de millones de años. Estos consistieron en el afloramiento de vastas porciones rocosas desde el fondo marino —gracias a la llamada tectónica de placas— y numerosas erupciones volcánicas, fenómenos que fueron complementados con incesantes procesos de erosión y meteorización de inmensas rocas, así como de la sedimentación resultante del desgaste de éstas, favorecida esta última por las lluvias y las corrientes de agua. Tan dilatado fue todo, que no fue sino hace apenas unos tres millones de años que se completó la formación del territorio de Costa Rica, más una gran parte del de Panamá y una porción del sur de Nicaragua, lográndose así la actual configuración del istmo centroamericano.

Además del indiscutible valor de este providencial puente, que —con el territorio de Costa Rica como núcleo— fue el que le dio significado a América como un único e indivisible continente, para quienes somos biólogos tiene un significado adicional y de inmensa importancia. En efecto, esa especie de pasadizo hizo posible que, de manera paulatina, las plantas y los animales que habitaban los dos hemisferios originales pudieran desplazarse en un sentido u otro, para colonizar poco a poco el hemisferio opuesto. A este fenómeno migratorio se sumó el llamado endemismo, que alude a la aparición de nuevas especies, que son propias y exclusivas de un determinado lugar. Al fin de cuentas, son la migración y el endemismo los principales factores que permiten explicar que, a pesar de su reducido tamaño, Costa Rica posea una diversidad tan alta de especies de flora y fauna.

En la bajura guanacasteca

En el caso de la actual provincia de Guanacaste —en contraste con el resto del territorio nacional—, varios de los fenómenos geomorfológicos citados le confirieron una topografía muy peculiar. Es por ello que, con excepción de las alturas asociadas con los cuatro bellos volcanes que las flanquean por el oriente (Orosí, Rincón de la Vieja, Miravalles y Tenorio), su territorio está conformado por extensas planicies, cuya baja altitud las torna muy cálidas.

Estas son condiciones idóneas para que la incesante y pródiga fuerza del mundo vegetal se exprese de manera muy contrastante. Es así como, en estas bajuras, el bosque, de árboles imponentes y frondosos durante la estación lluviosa, como caobas, cedros, ceibas, cenízaros, cocobolos, espaveles, gallinazos, guanacastes, guapinoles, guayabones, higuerones, javillos, mayos, ojoches, pochotes y ronrones, se transmuta de manera radical al llegar la estación seca; no incluyo los nombres científicos de estas especies por razones de espacio, además de que estos nombres son mucho más atractivos.

Es esta estacionalidad —como la denominamos los biólogos— la que hace que, con pocas excepciones, los árboles pierdan su follaje por completo durante la estación seca. Aquí el bosque seco tropical, propio de la vertiente Pacífica de Mesoamérica, alcanza su máxima expresión, y aunque es cierto que los árboles defoliados parecen esqueléticos, en algunos emergen copiosas e intensas floraciones, como las rosadas del roble de sabana, al igual que las amarillas del poro-poro, el saragundí y el cortez amarillo. Es oportuno aclarar que, aunque las floraciones rojas del malinche y las lilas del jacaranda son también fabulosas, ambas son especies importadas, la primera de África, y la segunda de Suramérica.

Fue este entorno, de vastos territorios, el que habitaron los indígenas chorotegas, quienes aprovechaban los recursos naturales, tanto terrestres como marinos, de manera armoniosa. De su vida cotidiana y sus costumbres, se cuenta con valiosas crónicas de la época de la conquista española, entre las que sobresalen las del célebre Gonzalo Fernández de Oviedo, quien estuvo 22 años en América, y nos legó cinco volúmenes muy ricos en información; por cierto, en uno de ellos aparece el primer croquis del golfo de Nicoya, que data de 1529.

En cuanto a la flora utilizada por los indígenas, él destaca al nance como un apetecido árbol frutal, al palo brasil como fuente de pigmentos para teñir telas, y al jobo por sus propiedades medicinales. Finalmente, resaltó la abundancia de Quercus oleoides, la única especie de roble o encino de bajura que hay en el país, el cual produce bellotas comestibles.

En relación con la fauna mayor —aunque con otros nombres—, menciona al por entonces muy común venado cola blanca y a su pariente, el cabro de monte, más varias especies de felinos (jaguar, puma y león breñero). También al coyote, al tigrillo, a un oso hormiguero, una ardilla, un conejo y un armadillo, al igual que a una especie de zorrillo hediondo. Llama la atención que no se refiera al mono congo, la danta, el ocelote, los chanchos de monte o cariblancos, y el zorro pelón, que cita en sus relatos para otras zonas del país.

Ahora bien, aunque en el siglo XIX, ya en la época republicana, varios cronistas extranjeros nos legaron vívidas descripciones del paisaje de Guanacaste, solo el danés Anders S. Oersted lo hizo con mirada de biólogo. En efecto, al transitar por ahí a inicios de marzo de 1847 —en plena estación seca—, relataba que «toda esta región ofrece una vista desértica, árida y monótona en esta época del año. El terreno y la vegetación, o sea, toda la fisonomía de la región, es igual en toda esta parte de Costa Rica […], y en alto grado diferente a los que uno se encuentra en el resto del país. Aquí no se encuentran ni las altas y empinadas pendientes montañosas, ni los profundos valles con ríos impetuosos. Acá todas son tierras bajas y planas, solamente interrumpidas aquí y allá por pequeños cerros y cordilleras bajas. Llanuras grandes y casi desnudas, apenas cubiertas por una delgada alfombra de hierbas y con árboles solitarios, bajos y retorcidos, hacen que la fisonomía de esta región luzca llamativamente contrastante con el resto del trópico exuberante».

Sin embargo, a pesar del agobio provocado en su ánimo por este paisaje yermo, Oersted no pudo omitir la mención de otras maravillas de la estación seca.

Efectivamente, colmados sus ojos y su piel por lo que atestiguaba al avanzar, muy temprano, hacia el norte, expresaba que «de nuevo brillaba la luna de manera espléndida, y un fuerte viento soplaba desde el noreste; este viento de tierra sopla regularmente todas las madrugadas. Apenas asomaban los primeros rayos del sol, cuando el viento se calmó. Uno se pone a meditar: hacia el este, el sol se levantaba detrás de los volcanes Orosí y Rincón [de la Vieja], cuyos imponentes picos parecían arder entre llamaradas; hacia el oeste, las grandes áreas de pastizales del Pacífico, el aire tranquilo, liviano y claro como el éter, así como el agradable y casi enervante aroma de las flores de las Acacias y Malpighias. Todo esto producía una impresión poderosa e inolvidable». De estas plantas, la primera corresponde al aromo (Vachellia farnesiana) congénere de los cornizuelos, y la otra pareciera ser pariente de la acerola. Y, agregaría yo, también las deliciosamente penetrantes fragancias del chan, el madroño, el sacuanjoche y el guácimo.

El muy vasto Partido de Nicoya

A propósito de haciendas y territorios, es oportuno aquí retroceder en el tiempo, hasta 1821, año clave, pues fue cuando ocurrió la independencia de los países centroamericanos.

Al respecto, un hecho a destacar es que para entonces los países que conformaban la llamada Capitanía General de Guatemala no son exactamente los mismos representados en la actualidad en América Central; a ellos se sumaba Chiapas —hoy perteneciente a México—, y no aparecía Panamá, que era parte de la Gran Colombia.

En tal sentido, desde la época de la colonia, cuando las poblaciones de los indígenas chorotegas habían sido drásticamente mermadas, y ellos vilmente despojados de sus tierras ancestrales, existía un territorio denominado Partido de Nicoya. Tan vasto era, que equivalía a toda la actual península de Guanacaste, al punto de que sus límites eran el río Tempisque y su afluente el río Salto por el este, mientras que por el norte lo eran el lago de Nicaragua y el río La Flor, ambos en territorio nicaragüense; como el océano Pacífico lo delimitaba por el occidente y el sur, todas las actuales playas guanacastecas pertenecían al Partido de Nicoya. En realidad, correspondía a casi todo el territorio de la actual provincia de Guanacaste, con excepción de Abangares, Cañas, Tilarán y Bagaces.

Para entender a cabalidad la compleja historia del Partido de Nicoya, quizás las dos principales obras sean El río San Juan en la lucha de las potencias (1821-1860) (2001), de la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada, y Nicoya: su pasado colonial y su anexión o agregación a Costa Rica (2015), de los reputados historiadores Luis Fernando Sibaja Chacón y Chester Zelaya Goodman. Y en ambas se capta con meridiana claridad que esas feraces vastedades de la bajura guanacasteca no siempre estuvieron regidas por el mismo régimen político-administrativo.

Por ejemplo, Obregón relata que —aunque no siempre se denominó Partido— esa unidad territorial y administrativa fue una gobernación anexa a la de Nicaragua desde la conquista española hasta 1558, para después, por unos 35 años (1558-1593) tornarse independiente. Posteriormente, por apenas nueve años (1593-1602) estuvo unida a Costa Rica, para poco después, y por nada menos que 184 años (1602-1786), ser independiente de nuevo. Finalmente, volvió a estar unida a Nicaragua por 23 años, aunque de manera paulatina se fueron cimentando importantes lazos económicos y políticos con Costa Rica, hasta que, de manera voluntaria, en una memorable acta suscrita en Nicoya el 25 de julio de 1824 por algunos dirigentes políticos locales, encabezados por Manuel Briceño Viales, Toribio Viales Cabrera, Ubaldo Martínez Reina y Manuel García Mendoza —cuyo facsímil aparece en el libro de Sibaja y Zelaya—, se decidió su anexión o incorporación a Costa Rica.

Ese hecho, que data de hace dos siglos, es el que se celebra el próximo 25 de julio, y que justifica el presente artículo; además, diez años después también se incorporaría a Costa Rica la por entonces denominada Guanacaste, hoy Liberia. Ello ocurrió sobre todo por conveniencia comercial, pues había más vínculos de este tipo con Costa Rica que con Nicaragua, además de que en este último país se sufría una gran inestabilidad política.

En síntesis, el territorio del Partido de Nicoya no siempre perteneció a Nicaragua, como lo han alegado los gobiernos de dicho país una y otra vez a lo largo de la historia. Al respecto, en Internet se puede hallar un video de Cable News Network (CNN), que data de setiembre de 2013, en el que, en una de sus arengas —y con las bravuconadas que lo caracterizan— el sátrapa Daniel Ortega Saavedra se deja decir que Costa Rica despojó a Nicaragua de Guanacaste, y que ello fue «un acto de fuerza, de guerra». Esto es ignorancia o mala fe, pues ello ocurrió en un cabildo abierto y no en un conflicto bélico. ¡Sobran las palabras!

Lo de Ortega y otros que lo antecedieron no son más que impertinencias y majaderías, pues no tienen asidero en la realidad, como lo demuestran de manera irrefutable los historiadores Obregón, Sibaja y Zelaya. En tal sentido, toda pretensión demagógica y chovinista de su parte se esfuma ante el muy bien cimentado cuerpo de evidencias documentales, propias de esas dos obras, emergidas del ámbito estrictamente académico. Por cierto, Zelaya —hoy con 84 años de edad— es un historiador muy connotado, así como un destacado docente —de cuyas enseñanzas pude disfrutar en la etapa de Estudios Generales, en la Universidad de Costa Rica— y, aunque costarricense hoy, nació en Granada, Nicaragua, y también ha escrito bastante sobre la historia de su patria natal.

Ahora bien, cabe hacer aquí una digresión para referir que cuando, a inicios de 1856, el líder filibustero William Walker reclamó a favor de Nicaragua los territorios del Partido de Nicoya y de Liberia, además de ignorar lo hasta aquí narrado, hizo otra jugarreta.

En efecto, en el Mapa oficial de Nicaragua, 1856 [derivado] de los recientes levantamientos ordenados por el Presidente Patricio Rivas y el General William Walker —impreso en colores en Nueva York—, no solo incluyó dichos territorios, sino que les adicionó los de Abangares, Cañas, Tilarán y Bagaces. Y, por si no bastara, les sumó los de los actuales cantones de Guatuso, Upala, Los Chiles, Río Cuarto, San Carlos y Sarapiquí. ¡Claro! Su intención era —como lo ha sustentado el amigo historiador Raúl Arias Sánchez— disponer de toda la cuenca del río San Juan y una inmensa porción de su región sureña, en menoscabo de Costa Rica, con miras a la construcción de un canal interoceánico, iniciativa apadrinada por John H. Wheeler, embajador estadounidense en Nicaragua. Pero, esto, risible de por sí —si no fuera por la seria amenaza que representaba para la integridad del territorio de Costa Rica—, hoy alcanza matices caricaturescos, cuando algunos sectores de la prensa nicaragüense afines a Ortega usan este mapa para sus fines.

El truculento mapa que en 1856 Walker ordenó imprimir en la casa gráfica Albert H. Jocelyn, en Nueva York. Cortesía: Museo Histórico Cultural Juan Santamaría.

Antes de concluir esta sección, es oportuno referirse al topónimo Moracia. Fue instituido por el Congreso de Costa Rica, en acatamiento de una solicitud formulada por los propios lugareños, en un acta suscrita el 25 de mayo de 1854, para así agradecer al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora Porras su apoyo. Efectivamente, según el eximio historiador Rafael Obregón Loría en su libro Costa Rica y la guerra contra los filibusteros (1991), en un momento de tirantez por reclamos de Nicaragua, a inicios de 1854 don Juanito viajó con una comitiva a la zona de Guanacaste, para reafirmar su vínculo con Costa Rica; por cierto, fue en esa oportunidad que su cabecera fue bautizada con el nombre Liberia. Cabe indicar que el topónimo Moracia —alusivo a su apellido— fue derogado el 20 de junio de 1860 por los enemigos políticos de don Juanito, nueve meses después de su derrocamiento.

Sin embargo, lo que no pudieron borrar fue que, conducido por don Juanito, un día de marzo de 1856 llegó a Liberia el Ejército Expedicionario, para instalar ahí su Cuartel General en Marcha. Además, que poco después, el día 20, un Jueves Santo, en una batalla fulminante se derrotó en la hacienda Santa Rosa —a unos 40 km de ahí— al ejército filibustero de Walker, comandado por el coronel húngaro Louis Schlessinger. De esta manera, se defendieron la soberanía y la libertad de Costa Rica, y los nombres de Moracia o Guanacaste quedaron inscritos con letras indelebles en los anales de la historia patria, al igual que de la centroamericana.

Guanacaste, emporio de haciendas ganaderas

Antes de referirnos a la ganadería en Guanacaste, que fue la principal actividad económica desde la época colonial, es oportuno un paréntesis para aludir al nombre de la provincia, que proviene del árbol homónimo —hoy símbolo nacional de Costa Rica—, bautizado Enterolobium cyclocarpum por los botánicos. De raíz indígena, su nombre común se originó de las voces aztecas quauitl (árbol) y nacaztli (oreja), debido a que su fruto se asemeja a una oreja; así consta en el libro Diccionario de costarriqueñismos (1919), del famoso lingüista Carlos Gagini Chavarría. Y, como a menudo los nombres comunes de las plantas varían entre países, en México también se le denomina huanacaxtle, huinacaxtle, huinecaxtli, huienacaztle, ahuacashle, cuanacaztle, nacaztle, cuanacaztli, cuaunacaztli, nacaxtle y orejón, mientras que en El Salvador se le llama conacaste; asimismo, se le conoce como corotú en Panamá, orejero y caracaro en Colombia, y carocaro en Venezuela.

Para retornar al paisaje de Guanacaste a mediados del siglo XIX, casi toda la provincia —por entonces denominado departamento de Guanacaste— estaba habitada por apenas 9112 personas, el 11% de la población nacional, que era de 100.174 individuos; así consta en el libro Bosquejo de la República de Costa Rica (1851), de Felipe Molina Bedoya. 

En cuanto a sus pobladores, los había de diversas etnias, pues a los indígenas se sumaron los españoles, al igual que los criollos —españoles nacidos en América— y numerosos negros traídos de África por los españoles; los historiadores Sibaja y Zelaya incluyen en su libro datos muy reveladores al respecto. En consecuencia, y de manera inevitable, sobrevinieron los cruces, así como el intercambio y combinación de genes entre estos grupos, para dar origen a personas mestizas —hijas de blancos e indios—, mulatas —de blancos y negros— y zambas —de indias y negras—, en un auténtico crisol de etnias.

Sin embargo, más allá del color de la piel, cada quien portaba sus propios rasgos culturales, reflejados en su lenguaje, comidas, costumbres, tradiciones, música, etc., por lo que esta mescolanza genética dio pie a un sincretismo y una cultura muy peculiar y rica, única en Costa Rica. Como una elocuente muestra, basta con revisar la exquisita obra Diccionario de guanacastequismos (2010), de Marco Tulio Gardela, prologada de manera muy certera por el escritor Miguel Fajardo Korea; oriundo de Nicoya, Miguel es un reconocido poeta y gestor cultural, a quien por fin tuve el gusto de conocer en persona este año en Liberia.

Ahora bien, para retornar a la ganadería como actividad económica, su historia es de larga data en la región. Para la época en que el naturalista Oersted recorrió Guanacaste, casi todo su territorio estaba ocupado por medio centenar de haciendas, algunas realmente gigantescas, al punto de que una de ellas, La Catalina, medía 19.665 hectáreas; así se capta en el prolijo libro La hacienda ganadera en Guanacaste: aspectos económicos y sociales 1850-1900 (1985), de Wilder Gerardo Sequeira. Por cierto, Oersted estuvo en Santa Rosa y Sapoá, ambas pertenecientes a los descendientes del guatemalteco Agustín Gutiérrez de Lizaurzábal, quien con la nicaragüense Josefa Peñamonge y La Cerda procreó una amplia prole en Costa Rica, que se ha extendido hasta hoy.

Como una curiosidad, los nombres de las haciendas guanacastecas eran los siguientes: Abangares, Ánimas, Boquerones, Ciruelas, Cuipilapa, Culebra, El Amo, El Jobo, El Real, El Viejo, Guapote, Hedionda, Higuerón, La Catalina, La Cueva, La Chocolata, La Palma, Las Cañas, Las Ciruelas, Las Trancas, Las Ventanas, Llano Grande, Mateo, Miravalles, Mogote, Monteverde, Murciélago, Naranjo (Bagaces), Naranjo (Liberia), Orosí, Palo Verde, Paso Hondo, Pelón de la Altura, Pelón de la Bajura, San Jerónimo (Bagaces), San Jerónimo (Liberia), San Rafael, San Roque, Santa Isabel, Santa María, Santa Rosa, Santo Tomás, Sapoá, Tempisque, Tenorio, Tierra Blanca, Ujarrás y Zapotal.

Cabe destacar que la mayoría de estas haciendas no tenían conexión directa con el antiguo Camino Real, que comunicaba el Valle Central con Nicaragua y el resto de Centroamérica, el cual se utilizaba desde la época colonial con fines comerciales, sobre todo. Por cierto, a partir de Esparza, y en un recorrido de 79,5 leguas (unos 443 km), los hitos geográficos de dicha ruta eran los siguientes: La Barranca, Aranjuez, Guacimal, Terrero, Abangares, La Palma, El Higuerón, Las Cañas, Bagaces, El Potrero, El Pijije, El Guanacaste, El Colorado, Los Ahogados, El Pelón, Las Cruces o Tempatal, Estero de las Salinas, El Naranjo, Río Ostional, La Flor, y La Sebadilla o Juan Dávila; así consta en un informe suscrito en 1848 por Ramón de Minondo, Director de Obras Públicas, el cual apareció en la prensa (El Costa-Ricense (No. 98, 21-X-1848).

Ahora bien, en cuanto a los dueños de las haciendas, aunque algunos eran latifundistas ausentistas —residentes en el Valle Central o en Nicaragua—, Sequeira demuestra que la gran mayoría vivían en Liberia, y algunos en Bagaces.

Cada uno de ellos delegaba sus responsabilidades de administración en un mandador, quien era la autoridad máxima en su respectiva hacienda; entre otras actividades, se encargaba de seleccionar y contratar la fuerza laboral (sabaneros, peones, cocineras y criadas). A su vez, contaba con dos subalternos: el caporal, y el capataz o sobrestante. El primero se dedicaba de manera exclusiva al ganado, por lo que llevaba el inventario de las reses, así como a su transporte y entrega, cuando se vendían. Por su parte, el capataz dirigía y supervisaba a los sabaneros y a los peones. Esta información, y mucha más, sumamente valiosa —incluidos los testimonios de varios ancianos que laboraron ahí— aparece en el capítulo Trayectoria histórica de la hacienda Santa Rosa: sus propietarios a lo largo del tiempo, escrito por los historiadores Brunilda Hilje Quirós y William Solórzano Vargas, para el libro Santa Rosa, paraje de biodiversidad y escenario de la libertad, que me correspondió editar.

Como lo relatan estos autores, los sabaneros eran las figuras más visibles de la hacienda. Tras destacar que «constituían la fuerza laboral más importante», especifican que «a ellos les correspondían todas las tareas relacionadas con el ganado, lo cual incluía recoger los animales para bañarlos, curarlos de garrapatas, tórsalos y otros parásitos, ponerles la marca o “fierro” de su patrón, y amansar caballos. Además, muchos eran, y aún lo son, verdaderos artesanos en la elaboración de gruperas, cinchas, albardas, coyundas y otros implementos, que constituían sus herramientas de trabajo y los aperos de su caballo».

A los sabaneros se sumaban los peones, cuya labor principal era desyerbar con machete los pastizales, aunque también picar leña para la cocina, cavar pozos para abastecer de agua al ganado, y construir o reparar las cercas de encierros donde se protegía a las reses, ya fuera enfermas, prontas a parir, o recién paridas.

Finalmente, de inmensa importancia era la labor de las cocineras, pues de ellas dependían por completo todos —el mandador, el caporal, el capataz, los sabaneros y las peonadas—, para poder contar puntualmente con el desayuno, el almuerzo y la cena cotidianos. Tan pesadas y agobiantes tareas culinarias eran complementadas con las de las criadas, que tenían a su cargo la limpieza de los dormitorios, al igual que el lavado y el planchado de la ropa de esa muchedumbre.

La mítica pampa guanacasteca

En mi infancia, la percepción que tenía de Guanacaste estaba moldeada en mi mente por las imágenes que el poeta santacruceño José Ramírez Sáizar dejó plasmadas en el Himno a la Anexión de Guanacaste, que entonábamos cada 25 de julio en la escuela. En él convergen topónimos bellamente sonoros, como Diriá y Nicoya, la exaltación de la valentía del legendario indígena chorotega Curime —novio de la princesa Nosara—, y la irrenunciable y autónoma decisión de los pueblos nicoyano y santacruceño de sumarse a Costa Rica, encarnada en la frase «De la Patria por nuestra voluntad».

A propósito del nombre de dicho himno, a menudo se incurre en el error de decir que toda Guanacaste se anexó a Costa Rica, cuando lo cierto es que —como ya se indicó—, los actuales cantones de Abangares, Cañas, Tilarán y Bagaces siempre fueron parte del territorio costarricense. Asimismo, algunos autores han cuestionado el uso del término anexión, y sugieren reemplazarlo por uno más apropiado, como agregación, unión o incorporación, acerca de lo cual los expertos Sibaja y Zelaya hacen un breve pero muy esclarecedor análisis histórico. En realidad, no percibo nada incorrecto en aquel término pues, según la Real Academia Española, anexar significa «unir o agregar algo a otra cosa con dependencia de ella», y Guanacaste —por importante que sea en varios sentidos— es tan solo una parte o una región de Costa Rica; como una curiosidad, en el título de su libro, Sibaja y Zelaya incluyen los de anexión y agregación, de manera un poco salomónica.

Para retornar a mi relación con Guanacaste, ya en la adolescencia visualizaba tan lejanos parajes como territorios planos y extensos, que emergían de la Cordillera Volcánica en el oriente, para desvanecerse en el océano Pacífico. En la prensa radial y escrita se aludía a ellos con términos como pampa, sabana, llano, llanura, bajura y planicie, que, por cierto, no significan exactamente lo mismo en términos biogeográficos. Además, en el Liceo de San José tenía dos queridos compañeros de raíces guanacastecas, quienes narraban cosas de sus terruños; ellos eran Leonardo Soto, oriundo de Carrillo o de Nicoya, y Mayela Jaen Castellón, puntarenense de nacimiento, pero de padres guanacastecos.

Sin embargo, yo ignoraba por completo la dimensión social de lo que acontecía en esas míticas comarcas. Que había grandes latifundios pertenecientes a acaudalados terratenientes y, en consecuencia, sabaneros y grandes peonadas de pobres, lo conocí y aprendí en los albores de mi educación secundaria, cuando uno de mis hermanos compró y llevó a casa el libro Memorias de un pobre diablo, de Hernán Elizondo Arce, Premio Nacional de Novela en 1964. De padre domingueño y madre orotinense, llegado a Guanacaste de niño, y de adulto convertido en maestro rural, Elizondo no solo atestiguó de primera mano el drama cotidiano de estas atribuladas gentes, víctimas de las arbitrariedades y de la explotación, sino que, con magnífica y conmovedora pluma, supo narrar tantos dolores y penas.

Ahora bien, aunque en nuestra niñez y adolescencia dos de mis hermanas mayores nos llevaban al mar en Puntarenas —en un viaje de ida y vuelta el mismo día, gracias que el tren salía de madrugada y regresaba a media tarde—, para el verano de 1967 cambiaron de plan, y esa vez visitamos playa Sámara, en Guanacaste. Viajamos en autobús hasta Nicoya, nos hospedamos en una pensión céntrica, y ellas contrataron a un señor para que nos llevara en yip hasta dicha playa, pues no había otro medio de transporte, salvo el caballo.

El resultado de esa aleccionadora travesía lo sinteticé hace unos años, en un artículo intitulado Pobres diablos… ¡y diablas! (Informa-tico, 20-XI-06), así: “Al siguiente verano, en las vacaciones familiares fuimos a conocer Guanacaste y, mientras mis ojos y mi piel disfrutaban de los sorprendentes paisajes de nuestras bajuras y sus paradisíacas playas, mi corazón andaba por otro lado: captando en vivo lo que el libro retrataba, en aquellos ranchos tugurientos a la vera de los resecos y empolvados caminos, en el olor del humo emergiendo de paupérrimos fogones, en las interminables cercas de púa delimitando los amarillentos jaraguales de los latifundios, en los cuerpos retostados y enjutos, de las extenuantes faenas bajo esos inclementes soles, así como de tantas hambres acumuladas”.

Debo decir que el esclarecedor y vibrante libro de Elizondo, más esa visita a Guanacaste, me marcaron de por vida en cuanto a mi sensibilidad y mi compromiso social.

Mi acercamiento a Guanacaste

Aunque ese fue el único viaje que hice a Guanacaste en mis tiempos de colegial, con el inicio de mi carrera en Biología en la Universidad de Costa Rica (UCR) tuve la fortuna de retornar, pues la singularidad biológica y ecológica de esa región demandaba visitarla.

Fue así como en el curso de Historia Natural de Costa Rica, impartido por el recordado Sergio Salas Durán, empecé a familiarizarme con los aspectos geológicos, edáficos, climáticos, botánicos, zoológicos y ecológicos de esa región, que él conocía muy bien, pues residió un tiempo en el Parque Nacional Santa Rosa; por cierto, Sergio nos legó una crónica intitulada El tesoro del Parque Nacional Santa Rosa, que incluí en el citado libro que me correspondió editar, rico en información acerca de la historia natural de esos parajes. Años después, para efectuar observaciones de campo, visitamos esta localidad en los cursos de Ornitología y Herpetología —incluidas las arribadas masivas de tortuga lora—, en tanto que en el de Biología Marina estuvimos en Playas del Coco y Bahía Culebra; los respectivos profesores fueron Douglas Robinson, Gary Stiles y Carlos Villalobos Solé.

En el verano de 1973, dado que se necesitaban especímenes para las clases de laboratorio, recorrimos otros puntos, como asistente de los profesores Manuel María Murillo Castro y Carlos Valerio Gutiérrez, en los cursos de Zoología de Invertebrados y Zoología de Vertebrados, respectivamente. En el primer caso, íbamos como ayudantes Freddy Pacheco León, José Antonio Vargas Zamora y Wilberg Sibaja Castillo, y con don Manuel visitamos las playas de Brasilito y Conchal, para recolectar invertebrados marinos; era una época de pésimos y polvorientos caminos, y dormimos en tiendas de campaña. En el segundo caso, fuimos a varios sitios, y con Carlos y Wilberg recuerdo haber pernoctado en tiendas de campaña en los predios de la hacienda La Pacífica, en Cañas —por entonces de los esposos Werner y Lilly Hagnauer, conservacionistas suizos—, al igual que en una hacienda de la familia Baldioceda, al pie del volcán Orosí, mientras soportábamos muy fuertes ventoleras.

Así que esos fueron mis primeros acercamientos a la pampa guanacasteca, que dejó de ser mítica en mis sentidos. Desde entonces, sus desbordantes paisajes y ese afecto tan peculiar de los locuaces lugareños, de talante espontáneo, abierto y sincero, se incrustaron para siempre, y permanecen gratamente palpitantes en mi corazón.

Ahora bien, en el verano de 1974, ya graduado yo como bachiller en Biología, tomé el curso de Ecología de Poblaciones en la UCR —auspiciado por la Organización para Estudios Tropicales (OET)—, el cual fue coordinado por los ya citados Douglas, Gary y Sergio. Y fue así como, junto con compañeros de varios países latinoamericanos, permanecimos una semana en la Estación Biológica Palo Verde, y otra semana en Monteverde, lugar donde confluyen las provincias de Guanacaste, Puntarenas y Alajuela.

Al año siguiente retorné a Palo Verde dos veces, como asistente en dicho curso y, en años posteriores visité localidades de Abangares, Cañas, Bagaces y La Cruz, en varias giras, ahora como profesor en la Escuela de Ciencias Ambientales de la Universidad Nacional (UNA). Recuerdo que a fines de setiembre de 1983, con varios colegas pudimos recorrer en una buseta unos 200 km del territorio provincial, a través de la Carretera Interamericana —que corre por gran parte del curso del antiguo Camino Real—, para penetrar en Nicaragua por Peñas Blancas, pues desde la UNA se deseaba apoyar a dicho país en el campo agrícola y forestal, en respuesta a una solicitud que hiciera su gobierno. Asimismo, en una ocasión formé parte de una comitiva que, invitada por el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), debía visitar Tilarán para evaluar y proponer soluciones ante el riesgo de que descomunales masas flotantes del pasto llamado gamalote (Paspalum fasciculatum) dañaran estructuras clave en la represa hidroeléctrica de Arenal.

Asimismo, fue durante los años de estadía en la UNA, hasta 1990, que, como parte de las actividades del Programa Interinstitucional de Protección Forestal (PIPROF), conformado por colegas del Instituto Tecnológico de Costa Rica (TEC), la Dirección General Forestal (DGF) y la UNA, visitamos Guanacaste reiteradas veces para asesorar a los productores forestales en el manejo de plagas; ahí estuvimos con Marcela Arguedas Gamboa, Mariela Bermúdez Mora y Manuel Víquez Carazo (TEC), Carlos Manuel Araya Fernández (UNA), Luis Quirós Rodríguez y Félix Scorza Reggio (DGF). Ello me permitió volver a algunos sitios conocidos, así como familiarizarme con otros nuevos, al punto de recorrer, en diferentes momentos, localidades de los once cantones de la provincia: Liberia, Nicoya, Santa Cruz, Bagaces, Carrillo, Cañas, Abangares, Tilarán, Nandayure, La Cruz y Hojancha.

Es pertinente indicar que, aunque con PIPROF efectuamos giras por todo el país durante muchos años, la recurrencia de visitas a Guanacaste obedeció a las plantaciones resultantes del programa de incentivos para la reforestación impulsado a partir del gobierno de don Rodrigo Carazo Odio (1978-1982). En realidad, por muchos años la ineficiente ganadería de carne había provocado muy altas tasas de deforestación en Guanacaste, asociadas con el establecimiento de vastos pastizales; ese lamentable fenómeno fue lo que el célebre ecólogo Joseph Tosi, del Centro Científico Tropical (CCT), denominó «potrerización» del país.

Y, para finalizar mis recorridos de entomólogo por Guanacaste, después de muchos años de no hacerlo, en abril de 1998 retorné, cuando ya trabajaba en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE). Lo hice para tomar muestras de moscas blancas (Bemisia tabaci) y de los virus que transmite, como parte de un proyecto mundial, coordinado en América Latina por el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), en Colombia. Me acompañó Alexis Serrano, por entonces asistente de mi colega Pilar Ramírez Fonseca, en el Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM), de la UCR. Fue una jornada maratónica, de cinco días consecutivos, por Bagaces, Carrillo, Cañas y Tilarán, a las que se sumaron tres localidades (Abangaritos, Lepanto y Jicaral) que están en la península de Nicoya, pero pertenecen a Puntarenas.

Además de esta iniciativa, entre 2001-2004 participé, esta vez en el campo forestal, en el proyecto Cerbastán, desarrollado en la hacienda La Pacífica —ahora de Stephan Schmidheiny—, financiado por la Fundación Avina, creada por este conservacionista y filántropo suizo. Eso implicó la dirección de la tesis de doctorado del estudiante salvadoreño Francisco Soto Monterrosa, referida al efecto de diversificar plantaciones de cedro y caoba con otras especies de valor agroforestal, para reducir el ataque de esas maderas preciosas por la larva del barrenador de los brotes (Hypsipyla grandella).

Para concluir este recuento acerca de mi relación con el paisaje guanacasteco, además de recorrer sus planicies y bajas serranías, así como de disfrutar numerosas veces de sus bellísimas playas en años posteriores, pude estar al pie del Orosí —como lo indiqué en páginas previas—, al igual que de los volcanes Miravalles y Tenorio, todos de hermosos perfiles. Asimismo, tuve el gusto de visitar la cima del Rincón de la Vieja junto con el colega Juan Bravo Chacón, lo cual hicimos en enero de 1984 con los amigos Ricardo Sol Arriaza, Luisa Castillo Martínez y sus pequeños hijos Felipe y Alejandra.

Ahora bien, más allá de lo geográfico, hay una dimensión humana que ha enriquecido mi vida, y es el trato que tuve, en el Valle Central, con varias personas nacidas en Guanacaste, o de raíces guanacastecas. Dos de ellas fueron los ingenieros agrónomos Abundio Gutiérrez Matarrita y Héctor Zúñiga Rovira —poeta este último, así como autor de la letra y la música de la muy famosa canción Amor de temporada—, más el ya citado Carlos Valerio —oriundo de Tilarán— y el liberiano Edmundo Abellán Cisneros, compañero en la UNA como docentes. A ellos se suman varios alumnos ahí, hoy destacados profesionales forestales, como David Guadamuz Leal, Ángel Guevara Villegas, Marco Rodríguez Li, Felipe Vega Monge, Francisco Ramírez Noguera y Rafael Ángel Sánchez Rojas. Y, ya después, desde el CATIE colaboré con la UNA y la UCR en dirigir o participar en las tesis de licenciatura de Paúl Gómez Matarrita, Jorge Aguirre Araya y Ricardo Noguera Peñaranda, también exitosos profesionales en los campos agronómico o químico.

Por cierto, en la UNA dirigí o participé en tesis de maestría sobre el manejo de animales vertebrados plaga en el noroeste del país. Realizadas en Cóbano y Curú —en la península—, así como en Bagaces y Cañas, fueron las de Maritza Guido Martínez con pericos, Javier Monge Meza con ardillas, Martín Lezama López con roedores, y Juan Diego Alfaro Fernández con zanates; de ellos, Maritza es salvadoreña y Martín nicaragüense. Además, dirigí la tesis de licenciatura de Javier, sobre la rata de la caña, en Cañas.

Finalmente, de particular importancia fue mi relación con el santacruceño Douglas Cubillo Sánchez, al que conocí de estudiante en agronomía en la UNA, y a quien años después dirigí su tesis de maestría, además de que participé en la de doctorado, ambas en la UCR, referidas a plagas de tomate y banano, respectivamente. Sin embargo, dadas su inteligencia, iniciativa, alta calidad profesional, generosidad y don de gentes, nuestra relación fue más cercana, pues lo contraté como mi asistente en el CATIE, en lo cual me acompañó por cinco años; nunca tuvimos un solo disgusto y, de tan fructífera interacción, publicamos 18 artículos en revistas científicas, así como 12 de carácter divulgativo, para agricultores. Muy lamentablemente, falleció joven, cuando estaba en la plenitud de sus labores profesionales, como lo relaté en el artículo A Douglas Cubillo, en el recuerdo (Nuestro País, 8-II-2017).

Palabras finales

Jubilado desde hace varios años, mis recorridos como científico por Guanacaste —tratando de contribuir en los campos agrícola y forestal— quedaron atrás en el tiempo. Ahora mis viajes son de descanso, restringidos a la visita ocasional a alguna de sus playas, de esas que abundan en cada recodo del irregular y caprichoso litoral Pacífico, a cuál más de atractiva.

Eso sí, cuando visito Guanacaste no puedo dejar de evocar a Hernán Elizondo, quien —como lo consigno en mi artículo—, hace pocos años advertía lo siguiente: “He insistido mucho en algo, en lo que me adelanté a los hechos […]. Las playas están en manos de los extranjeros. El turismo por un lado es bueno; por otro, terminaremos como en México, jalando valijas. Al norte de Acapulco hay barriadas miserables. Allá pasó lo que pasa aquí con Papagayo”. Ojalá que las autoridades nacionales, provinciales y cantonales, junto con las propias comunidades, puedan crear opciones productivas —lejos del frenesí inmobiliario y la casi subasta de playas—, que generen empleos bien remunerados y que dignifiquen a los lugareños, a la vez que propicien el verdadero desarrollo de la provincia.

En cuanto a mi relación actual con Guanacaste, ahora como aficionado a la historia, en años recientes me he interesado en entender mejor la manera en que el entorno y las gentes de la antigua Moracia contribuyeron al éxito logrado en la Campaña Nacional contra el ejército filibustero del esclavista William Walker —incluida la gloriosa batalla de Santa Rosa, por supuesto—, lo cual permitió garantizar y consolidar la integridad territorial y política de Costa Rica. Hay aún tanto por descubrir, esclarecer y difundir, que… ¡ahí seguiremos!

Es decir, Guanacaste permanece presente en mi vida. Y lo ha estado por ya tantos años que, desde que descubrí Pampa, le pedí a Elsa, mi esposa, que cuando yo muera, en mi funeral se entone la melodía de esa canción.

En realidad, musicalizado por el gran compositor santacruceño Jesús Bonilla Chavarría, se trata de un poema del alajuelense Eulogio Porras Ramírez quien, cautivado por sus paisajes y sus nobles gentes, le cantó a Guanacaste con amor filial, como lo narro en el artículo Aníbal Reni, desde la pampa guanacasteca (Informa-tico, 21-VII-08). Ese poema, que llega hasta lo más hondo del alma, culmina así: «Pampa, pampa. Te vio el sabanero / y ya nunca te puede olvidar; / en su potro se escapa ligero / tras el fiero novillo puntal. // Luego viene la tarde divina / y el contorno se mira sangrar; / hay marimbas que treman lejanas / y la pampa se vuelve inmortal».