Significado de la (des)igualdad de oportunidades en la educación

Luis Muñoz Varela[1]

La desigualdad de oportunidades en la educación es recurrente y estructural en Costa Rica. Tiene una naturaleza dinámica, disminuye aquí, se agudiza allá, es difícil de contener y está siempre presente distribuyéndose en todas las regiones y comunidades del país. Es también multifactorial y, por lo tanto, si existen políticas y programas estatales que tienen por finalidad contenerla y reducirla, eso requeriría de un enfoque consecuentemente integral, diverso y adecuado a cada contexto en el que ella se produce y reproduce en sus manifestaciones específicas.

Desde casi tres décadas atrás, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), dio inicio a un fuerte movimiento dirigido a frenar y revertir la desigualdad de oportunidades de acceso en la educación. En el Marco de Acción de Dakar, el Foro Mundial sobre la Educación (2000) releva, entre otros, el siguiente objetivo: “velar porque las necesidades de aprendizaje de todos los jóvenes y adultos se satisfagan mediante un acceso equitativo a un aprendizaje adecuado y programas de preparación para la vida activa.” (p. 8). Se presta atención con particular énfasis a las poblaciones estudiantiles que, por su condición socioeconómica, cultural, étnica, de género o de nacionalidad, afrontan limitaciones para acceder a la educación y a una educación de calidad: “mejorar los aspectos cualitativos de la educación, garantizando los parámetros más elevados (…), especialmente en lectura, escritura, aritmética y competencias prácticas esenciales.” (p. 8).

En general, este planteamiento básico es el que ha pasado a dar sustentación a las políticas educativas en Costa Rica, desde 1994 hasta la actualidad. De una parte, se toman en cuenta conceptos tales como equidad, inclusión e igualdad de oportunidades y, de la otra, se adoptan los conceptos de relevancia y pertinencia y se coloca la imagen de la educación de calidad como el eje que ha de regir la docencia, los aprendizajes y la formación en general.

Concebimos como inherentes al concepto de calidad de la educación y como condiciones sine qua non para su consecución los principios fundamentales de relevancia, pertinencia y equidad. Por ello, más que reiterar el derecho de todos a la educación, proclamamos como nuestro desafío la satisfacción del derecho de todas las personas a una educación de calidad. (Consejo Superior de Educación, 2008, p. 7).

En 2015, el Foro Mundial sobre la Educación, organizado por la UNESCO en Incheon (República de Corea), reitera los planteamientos acordados en el Marco de Acción de Dakar y en su antecedente, la Declaración Mundial sobre Educación para Todos, resultado de la Conferencia Mundial sobre Educación para Todos (Jomtien, Tailandia, 1990). Declara el Foro, que la visión fundamental en la que ha de tener su expresión las políticas educativas, el desempeño de los sistemas educativos y las finalidades de la educación involucra “una concepción humanista de la educación y del desarrollo basada en los derechos humanos y la dignidad, la justicia social, la inclusión, la protección, la diversidad cultural, lingüística y étnica, y la responsabilidad y la rendición de cuentas compartida.” (Foro Mundial sobre la Educación, 2015, p. 7).

Nos comprometemos a promover oportunidades de aprendizaje de calidad a lo largo de la vida para todos, en todos los contextos y en todos los niveles educativos. Ello incluye un mayor acceso en condiciones de igualdad a la enseñanza y formación técnica y profesional de calidad, a la educación superior y a la investigación, prestando debida atención a la garantía de la calidad. (p. 8).

La desigualdad social y educativa, en un país como Costa Rica, es de naturaleza estructural y se profundiza y reproduce de manera intergeneracional. Según recientes estadísticas del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC, 2017), en el país existe un 20% de hogares en condición de pobreza, según el nivel de ingresos medido por la línea de pobreza. La línea de pobreza es “un indicador que representa el monto mínimo requerido para que una persona pueda satisfacer las necesidades “alimentarias y no alimentarias”.” (p. 40). Es decir, la quinta parte de los hogares costarricenses carece de un ingreso que les permita cubrir sus diversas necesidades básicas, entre ellas, la educación y también el acceso a los bienes de la cultura, componentes indispensables de los recursos con que las personas han de contar para poder aspirar a mejores condiciones de vida y salir de la pobreza. Por su parte, un 5,7% de los hogares se encuentra en condición de pobreza extrema, lo cual significa que sus ingresos no alcanzan siquiera para satisfacer las necesidades básicas de alimentación. (INEC, 2017).

Una cuarta parte de los hogares costarricenses que no cuenta con las condiciones mínimas para tener una vida digna y poder satisfacer sus necesidades básicas, habla de la existencia de una desigualdad estructural significativa, que se distribuye también de manera desigual según zona rural o urbana y según regiones de planificación administrativa. En la zona urbana, por ejemplo, la magnitud de la pobreza se coloca por debajo del promedio nacional, entretanto que en la rural se eleva de manera considerable. (INEC, 2017).

Las diferencias entre la zona rural y urbana son históricas y, aunque durante los últimos años ha habido una leve reducción, la rural sigue siendo la zona más afectada por la existencia de menores oportunidades de empleo, bajos salarios, menores niveles de cobertura de los servicios públicos, una prestación de servicios en muchas ocasiones de baja calidad, escasez o inexistencia de infraestructura sanitaria y de educación, bajo nivel educativo de la población, entre otros factores que confluyen a hacer que la pobreza se mantenga y que las desigualdades sociales estructurales tiendan a incrementarse. Durante el último cuarto de siglo, con la transformación de la matriz productiva nacional operada a partir del establecimiento de la economía neoclásica (inversión extranjera directa, régimen de zonas francas, industria hotelera de capital transnacional, sector servicios y comercio), las actividades económicas y productivas de la zona rural quedaron abandonadas a su propia suerte, sin protección institucional y sin programas de fomento a la productividad.

Entre otras repercusiones negativas de esta situación, cabe mencionar la migración del campo a la ciudad y, también, ante la falta de oportunidades de empleo, la “fuga de talentos” jóvenes hacia la zona urbana, especialmente a las ciudades de la Gran Área Metropolitana (GAM). Una “fuga de talentos”, la cual, representa una pérdida sensible para las comunidades de la zona rural, en la medida que quienes tienen la oportunidad de alcanzar a cumplir trayectorias escolares amplias, una vez estas concluidas, la carencia de oportunidades locales de empleo les empuja a abandonar la comunidad e irse a la ciudad en búsqueda de un puesto de trabajo acorde con la formación educativa recibida. Algo que, en vez de concretarse, con no poca frecuencia deviene en experiencias inesperadas, al tener que tomar empleos cuyos requerimientos están por debajo de los niveles de capacitación con que se cuenta.

La igualdad de oportunidades en la educación, las autoridades de gobierno y otras instituciones acostumbran a medirla y evaluarla con base en indicadores tales como: cobertura, matriculación, aprobación, reprobación, promoción y otros por el estilo, tradicionalmente utilizados para medir los logros de los sistemas educativos y los avances en la mejora de la calidad y la pertinencia de la educación. No obstante, la evaluación y, especialmente, la facilitación y el aseguramiento de condiciones para garantizar la igualdad de oportunidades involucra ir más allá de este tipo de indicadores. Involucra, necesariamente, la incorporación de un enfoque que articule políticas, programas y formación, en relación con las necesidades contextuales (sociales, culturales, económico/productivas e institucionales) de las comunidades, según sus propias características, condiciones y potencialidades.

El Programa Estado de la Nación (PEN, 2015) establece tres condiciones para identificar la existencia de una desigualdad en la educación. En su óptica, existe una desigualdad, cuando:

i) es sistemática, es decir, afecta o favorece a los mismos grupos específicos de manera sostenida en el tiempo, ii) se origina en circunstancias socialmente establecidas e independientes de la capacidad de las personas, como por ejemplo el nivel educativo de los padres, y iii) es de tal magnitud que es poco probable que se logre superarla con el esfuerzo individual de los estudiantes (Programa Estado de la Nación, 2015, p. 250).

Esta caracterización de la desigualdad es pertinente, en la medida que proporciona una base para abordar de manera estratégica la desigualdad en educación, a partir de las políticas y los programas destinados a proporcionar apoyos y servicios a los sectores sociales y poblaciones estudiantiles que afrontan limitaciones para tener un acceso adecuado a la educación. En la medida que las desigualdades, al ser sistemáticas (sistémicas, cabría decir), responden a condiciones objetivas de limitación de recursos (materiales e intangibles) y, por lo tanto, también acarrean imposibilidad de gestión personal o familiar, son entonces de índole estructural y, por todo este conjunto de razones, se trata de desigualdades que se reproducen de manera intergeneracional.

Esta colocación de la desigualdad en sus dimensiones y características estructurales indica que, en su lugar, las políticas y los programas involucrados requieren contar con una estrategia que vaya más allá de brindar atención puntual, asistencialista, desprovista de acciones articuladas a escala interinstitucional e intersectorial, necesarias para operar una real superación de la desigualdad. Atkinson (2016) distingue dos tipos de desigualdad: a) desigualdad de oportunidad y b) desigualdad de resultado. La primera es la desigualdad identificada y constatada, que constituye el punto de partida de las políticas y los programas destinados a atenderla. La segunda es la desigualdad ex post resultante, medida en un intervalo de tiempo determinado, resultante de las acciones desplegadas en el marco de los programas. Una y otra desigualdad son de naturaleza objetiva; es decir, son independientes de la voluntad subjetiva de las personas afectadas por ellas.

Preocuparse por la igualdad de resultados del presente significa preocuparse por la igualdad de oportunidades del futuro. (Atkinson, 2016). Las acciones a desarrollar en atención a la reducción de las desigualdades deben conducir a una disminución real de la desigualdad y a convertirla en oportunidades; a hacer posible que las personas y colectivos sociales hoy afectados por ellas, puedan efectivamente superarlas y acceder a niveles de bienestar acordes con una vida digna que les asegure su estabilidad y les provea las capacidades (materiales e intangibles) necesarias para sostener esa vida digna y para asegurarla también para sus familias y para todas las demás personas con quienes conviven. En este sentido, cabe decir, la igualdad de oportunidades trasciende lo individual para convertirse en un asunto de significado social.

Tratándose de la igualdad de oportunidades en la educación es preciso, no obstante, hacer una nueva distinción. En Costa Rica, por ejemplo, las políticas y programas que se hacen cargo de buscar la reducción de la desigualdad se enfocan en su totalidad en proveer apoyos materiales (transferencias monetarias y asignaciones de becas, alimentación, transporte). Esta es una dimensión fundamental, insoslayable, esencial. Pero existe otra dimensión que de manera sistemática se ha visto enrarecida, secuestrada en un ámbito de confusión y que, en su caso, no le corresponde atenderla a las políticas y programas referidos, sino que concierne propiamente al sistema educativo: la desigualdad que se produce en el marco pedagógico y curricular del proyecto educativo.

La existencia de una estructura curricular estandarizada, como ocurre hoy en el sistema educativo costarricense, es un obstáculo para la igualdad de oportunidades en la educación. Esta desigualdad existe registrada y ha sido interpretada como limitaciones de orden cognitivo y actitudinal propias de las personas. Para abordarla, se han diseñado protocolos pedagógicos y didácticos de acuerdo con una tipificación técnica de las diversas formas en que se expresan tales limitaciones. La estrategia seguida, no obstante, de índole básicamente psicologista, ha conducido a resultados negativos, como cuando ha estado apoyada en los protocolos de las adecuaciones curriculares, en perspectiva de atender “necesidades educativas especiales” (NEE). Este ha sido un craso error que determina la forma en que el sistema educativo insiste en mantener e imponer una misma estructura curricular para toda la población estudiantil. Y que, además, constituye una estrategia infructuosa que genera animadversión y en la que se incuba una cultura de estigmatización denigrante y contraria a la dignidad de las personas.

La educación no puede desvincularse de las realidades societales y culturales de los contextos en que se lleva a cabo. La desigualdad tipificada por las instancias expertas del sistema educativo como limitaciones cognitivas y actitudinales responde, antes bien, a la existencia e imposición de una oferta educativa que resulta una abstracción sin mayor significado ni pertinencia para una diversidad de sectores sociales, comunidades y regiones geográficas del país. La estructura curricular de esta oferta educativa privilegia de manera enfática las disciplinas conducentes a adquirir habilidades y destrezas vinculadas a incrementar los niveles del desarrollo económico y la productividad técnica y tecnológica que demandan la gran empresa nacional, las transnacionales de zonas francas, la industria hotelera, los servicios de “call centers”.

Es inobjetable que, en el presente, la producción requiere el soporte del conocimiento científico y la tecnología. Sin embargo, no todas las comunidades o regiones necesitan la misma vinculación de sus actividades productivas con el conocimiento y la tecnología. Depende de cuáles sean esos requerimientos, acorde con la naturaleza específica de las actividades productivas y económicas que en ellas se desarrollan a nivel local. Por las propias condiciones culturales, la población en las diferentes regiones y comunidades no tiene las mismas disposiciones respecto de la ciencia y la tecnología.

Esto no significa que los componentes curriculares de la ciencia y la tecnología no les interesen ni que se carezca de aptitudes; es solo que sus disposiciones varían y sus posicionamientos son distintos. Y, en la medida que estas diferencias no sean tomadas en cuenta y se mantenga la imposición de una matriz curricular estandarizada, en esa misma medida, no solo se mantienen las desigualdades, sino que incluso la educación contribuye a profundizarlas y a provocar realidades de exclusión que van más allá de la propia educación y de los centros educativos.

Medir los resultados de las acciones desarrolladas por medio de los indicadores lineales tradicionales (matrícula, aprobación, reprobación, rezago, exclusión intraanual y otros) es insuficiente. Se puede tener conocimiento de las tasas de mejora, estancamiento o deterioro en los valores de esos indicadores, pero no se alcanza a conocer cuál es la magnitud real de la situación ni qué nuevos derroteros de la desigualdad están provocando la aplicación de las políticas y los programas. No se trata de estrategias mecánicas, estáticas y de efecto unilateral automático. Por el contrario, se trata de procesos complejos y dinámicos, cuya evaluación requiere de otra perspectiva y de otros instrumentos.

Contribuir a potenciar la diversidad de los saberes, las disposiciones y las capacidades existentes en cada contexto sociocultural y económico/productivo, en esto han de enfocarse los esfuerzos que se lleven a cabo en búsqueda de favorecer la igualdad de oportunidades en la educación. No es suficiente con acciones simples que se reduzcan, por ejemplo, a facilitar los apoyos que proporcionan los programas de la asistencia social, como Avancemos o Fonabe. En el fondo, tanto los apoyos cuanto la formación educativa en sí misma, han de tener como finalidad principal, la superación integral de la desigualdad. Esto implica contar con una perspectiva que apunte al horizonte del futuro y que rompa con el utilitarismo y el pragmatismo de las dinámicas del simple asistencialismo, que en vez de dignificar envilece; que, en vez de mejorar las condiciones de vida, más bien las transforma en una especie de perverso eterno retorno de lo mismo.

Referencias bibliográficas

Atkinson, Anthony B. (2016). Desigualdad. ¿Qué podemos hacer? Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica. Recuperado de: https://books.google.co.cr/books?id=yvgyDQAAQBAJ&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false

Consejo Superior de Educación. (2008). El Centro Educativo de Calidad como eje de la Educación Costarricense. San José: MEP. Recuperado de: https://www.mep.go.cr/educatico/el-centro-educativo-de-calidad-como-eje-de-la-educacion-costarricense

Foro Mundial sobre la Educación. (2000). Marco de Acción de Dakar. París: UNESCO. Recuperado de: https://docplayer.es/2737972-Marco-de-accion-de-dakar.html

Foro Mundial sobre la Educación. (2015). Declaración de Incheon. Hacia una educación inclusiva, equitativa y de calidad y un aprendizaje a lo largo de la vida para todos. París: UNESCO. Recuperado de: http://unesdoc.unesco.org/images/0024/002456/245656s.pdf

Instituto Nacional de Estadística y Censos. (2017). Encuesta nacional de hogares, julio 2017. Resultados generales. San José: INEC. Recuperado de: http://www.inec.go.cr/sites/default/files/documetos-biblioteca-virtual/reenaho2017.pdf

[1] Observatorio de la Educación Nacional y Regional (OBSED), Instituto de Investigación en Educación (INIE), Universidad de Costa Rica.

 

*Imagen ilustrativa.

Enviado por el autor.

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