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Etiqueta: crítica cultural

El liberalismo y la disolución de la naturaleza humana

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Tras el fin de la Guerra Fría, el liberalismo logró consolidar su hegemonía política y económica en Occidente. Con su victoria sobre las ideologías colectivistas del siglo XX, creyó haber alcanzado la culminación de la historia: la instauración definitiva del individuo soberano y absoluto, libre de todo condicionamiento. Pero una vez conquistada la esfera pública —el Estado, el mercado y las instituciones—, el liberalismo emprendió su última cruzada: liberar al ser humano de sí mismo, de su identidad biológica, sexual y espiritual.

En su empeño por emancipar al individuo de toda atadura identitaria, histórica, colectiva y existencial, el liberalismo ha extendido su lógica disolvente hasta la biología misma. El cuerpo ha dejado de ser una realidad esencial e irreductible o una síntesis entre materia y espíritu para convertirse en un límite, en una condicionante más que debe ser superada. En esta perspectiva, el cuerpo mismo, la identidad sexual y la diferencia corporal se interpretan como imposiciones que restringen la autodeterminación absoluta del yo.

Conviene aclarar, que la reivindicación del valor ontológico y natural de la biología no implica en modo alguno una defensa de los viejos determinismos biológicos o de los mitos pseudocientíficos del siglo XX que pretendieron justificar jerarquías raciales, supremacismos étnicos o teorías totalitarias. Precisamente lo contrario: reconocer la dimensión biológica del ser humano significa afirmar su pertenencia a una naturaleza viva, cósmica y espiritual trascendente, no reducirlo a un mecanismo genético, a simple materia, ni a un instrumento de dominación. Los sectores progresistas suelen descalificar toda apelación a la biología bajo la acusación de “biologicismo reaccionario”, cuando en realidad cometen un error simétrico: niegan la naturaleza humana por un sesgo ideológico que los lleva a confundir toda referencia a lo natural con autoritarismo. Esa negación es, en el fondo, un acto de ignorancia revestido de moral.

Negar la biología que es, en sí misma, una expresión de la naturaleza cósmica y de la energía vital del universo, constituye una de las más profundas contradicciones del pensamiento contemporáneo. En nombre de que “todo es una construcción social” y, por tanto, debe ser deconstruido y cuestionado porque sí, se erige el escepticismo racional y reduccionista como nuevo dogma incuestionable. Pero ese mismo pensamiento, tras disolver toda referencia a lo natural, lo espiritual y lo trascendente, pretende luego reconciliarse con el cosmos mediante un discurso new age sobre la “energía universal” y la Pachamama. Se trata, en realidad, de una contradicción irreparable: negar la biología, que es precisamente la manifestación viva de esa energía cósmica, equivale a negar el fundamento natural del ser humano. Esta regresión disfrazada de progreso racional reproduce, bajo nuevas formas, el viejo mito moderno del progreso ilimitado, que promete emancipación mientras conduce al hombre a una desconexión cada vez más radical de sí mismo y del mundo.

A esta lógica se ha sumado, paradójicamente, buena parte de la izquierda occidental y del pensamiento posmoderno y deconstructivista. Tras la caída del bloque socialista, sin un horizonte revolucionario claro ni una resistencia geopolítica o ideológica real frente al capitalismo global, muchos movimientos de izquierda adoptaron estos principios liberales en su dimensión cultural. Asumieron la agenda identitaria y la defensa de minorías como nuevo terreno de lucha, creyendo que en ello residía la continuidad de la revolución y la vía para subvertir el sistema.

Pero en esa confluencia entre liberalismo y progresismo, ambos coinciden en una visión materialista y racionalista de la realidad que niega el componente espiritual del ser humano. Al final, la llamada “agenda de las minorías” se transformó en una poderosa industria cultural y económica, capaz de generar millones, pero incapaz de modificar las condiciones estructurales que perpetúan la desigualdad. Las grandes mayorías —los pobres, los trabajadores, los marginados del sistema— permanecen al margen de este discurso emancipador que ya no los representa.

Mientras tanto, la revolución tecnológica y la expansión de la inteligencia artificial amenazan con desplazar a esos mismos sectores, y el progresismo, lejos de ofrecer una resistencia crítica o una alternativa humanista, aplaude entusiasta cada avance técnico como si el desarrollo tecnológico fuera sinónimo de justicia o libertad.

De este modo, tanto el liberalismo como su heredero posmoderno convergen en un mismo destino: la disolución del ser humano en un universo material sin sentido. La emancipación, entendida como negación de toda naturaleza y de todo límite, termina revelándose como una forma de servidumbre al vacío. El transhumanismo, presentado como la próxima etapa del progreso, es quizá el ejemplo más claro de ese final compartido: la pretensión de trascender el cuerpo, la biología y la propia condición humana.

Paradójicamente, no es hoy la izquierda, absorbida por el mito tecnocrático y la utopía de la deconstrucción total, la que ofrece resistencia, sino solo algunos sectores arraigados en tradiciones espirituales que aún defienden la dignidad del límite y el sentido trascendente de la existencia.
En nombre de la libertad, el hombre se ha negado a sí mismo; en nombre del progreso, ha olvidado la vida.

El legado de Armand Mattelart

Observatorio de Bienes Comunes

El reciente fallecimiento de Armand Mattelart, uno de los pensadores más influyentes en el análisis crítico de la comunicación, nos invita a volver sobre su legado.

Su obra nos recuerda que comunicar no es solo transmitir información, sino disputar el sentido, construir comunidad y defender la palabra como bien común.

Desde Geopolítica de la cultura, Mattelart advirtió cómo la globalización neoliberal transformó la cultura en mercancía y la comunicación en instrumento de poder. Pero también abrió caminos para imaginar una comunicación liberadora, democrática y comprometida con la vida digna.

En esta nota exploramos su pensamiento y compartimos su libro completo para seguir aprendiendo de una de las voces más lúcidas de la crítica cultural contemporánea.

Leé la nota y descargá Geopolítica de la cultura aquí

https://bienescomunes.fcs.ucr.ac.cr/homenaje-a-armand-mattelart-pionero-del-pensamiento-critico-en-comunicacion-su-legado-impulsa-una-vision-de-la-cultura-y-la-comunicacion-como-bienes-comunes-orientadas-a-la-emancipacion-y-la-justic

Compartí y sumate a la conversación sobre la comunicación como bien común social.

Cuando la positividad se vuelve violencia

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez

Pocos van a entender esto, quizás dirán que estoy algo obsoleto para la época, pero es necesario decirlo: la cultura del positivismo emocional, el new age y el horizontalismo radical ha dado lugar a una nueva forma de cancelación. Una forma amable en apariencia, pero profundamente violenta en el fondo. Un nuevo orden simbólico que se presenta como espiritual, armónico e inclusivo, pero que en realidad cancela la diferencia, desactiva la crítica y niega lo trágico. Se trata, en definitiva, de una cultura fascista que no usa botas ni uniformes, sino sonrisas, frases motivacionales y cristales energéticos.

El positivismo emocional tan celebrado hoy en redes sociales y espacios de autoayuda por doquier exige una actitud permanente de optimismo, adaptación y gratitud. Se ha vuelto una especie de mandamiento secular: “si no puedes ser feliz, cállate”. La tristeza, el enojo o la crítica son tratados como fallas morales o energías tóxicas, más que como experiencias humanas legítimas. Así, el sufrimiento no se acompaña, se silencia y la soledad junto con la depresión comienzan a reinar. La melancolía no se nombra, se reprime. La crítica no se escucha, se descarta por “negativa”. En nombre de la luz, se instala una censura emocional.

El new age, por su parte, ha transformado la espiritualidad en una mercancía. Promueve una estética de lo etéreo y lo holístico, pero sin profundidad. Es una pseudo espiritualidad sin tradición, sin historia, sin comunidad real. Una espiritualidad a la carta que se adapta al mercado y al narcisismo de la autoayuda. Con frecuencia, se convierte en un instrumento de despolitización: todo problema social se reduce a una falta de “vibración” o “desalineación personal”. Se cancela así la historia, se ignora la injusticia estructural, se le da la espalda al otro. Y mientras tanto, se vende incienso.

El horizontalismo radical, en su afán por democratizar todos los ámbitos y relaciones, ha terminado por erosionar la autoridad legítima, el conocimiento experto y el sentido de responsabilidad. Bajo el lema de una igualdad mal entendida, se equipara lo inconmensurable: la evidencia con la mera opinión, la experiencia con el capricho. Es una dinámica profundamente nietzscheana, como advirtió el filósofo, no hay hechos, solo interpretaciones, pero llevada al extremo de que «todo vale».

El resultado es la parálisis: lo colectivo deviene inoperante, y lo comunitario se diluye en asambleas interminables donde priman la indecisión y el miedo a asumir posturas. Es la tiranía del consenso superficial, donde cualquier crítica a contradicciones estructurales o fallas éticas se tacha de autoritarismo o de resistirse al flujo colectivo. Este nuevo orden cultural que mezcla positivismo, misticismo comercial y horizontalismo mal digerido, ha creado su propia forma de cancelación autoritaria. No persigue con violencia física, sino con desaprobación pasiva-agresiva. No excluye con fuerza bruta, sino con la moralización de lo emocional. Se cancela al que no “vibra bonito”, al que no “cree en la energía”, al que piensa críticamente. Se le aísla, se le invalida, se le acusa de “negativo”, de “tóxico”, de “no trabajar en sí mismo”.

Así, el disenso no se enfrenta, se disuelve. El dolor no se acompaña, se niega. La complejidad no se piensa, se simplifica. Y todo esto se hace en nombre del amor, la armonía y la paz. Pero esa paz es falsa. Esa armonía es superficial. Y ese amor, muchas veces, no es más que un egoísmo disfrazado de virtud. Porque el verdadero amor no cancela, escucha. El verdadero bienestar no niega el conflicto, lo integra. Y la verdadera espiritualidad no esquiva el sufrimiento, lo abraza.

En tiempos donde todo se vuelve apariencia, lo más revolucionario es recuperar la profundidad. Volver a lo real, incluso si duele. Atreverse a sentir la oscuridad sin culparse. A disentir sin miedo. A pensar sin pedir permiso, a volver a tener esa capacidad de discernir, de cuestionar lo incuestionable y de atrevernos a nombrar lo que otros prefieren ocultar. La auténtica transgresión ya no es derribar estatuas, ni negar toda jerarquía, sino distinguir entre el poder arbitrario y la autoridad legítima.

En un mundo que confunde ruido con libertad y consignas con pensamiento, rebelarse es elegir la lucidez sobre la complacencia, incluso cuando eso implique nadar contra la corriente. Porque la oscuridad más peligrosa no es la que carece de luz, sino la que se disfraza de ella.