Acerca de un alegato apasionado sobre el libro impreso y la lectura
Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor costarricense
En medio del discurrir de unos tiempos vertiginosos, e incluso violentos, donde los ignorantes, con su desenfrenada insolencia, son ya la correntada de un río inmenso de desolación y de retorno a las edades más obscuras de la historia de la humanidad, no debemos olvidar que el libro sigue siendo el mejor instrumento con el que contamos para enfrentar esa especie de retorno a la barbarie. Cuando la locura mecanizada se agote, quedando reducida a un montón de chatarra descompuesta y oxidada, los viejos libros impresos en el papel, y con el recuerdo de los olores de la tinta que hizo posible el prodigio, estarán todavía ahí para nuestro deleite.
Si bien es cierto, en gran medida, que hemos llegado, como afirman algunas gentes con cierta ligereza, al fin de la llamada Galaxia Gutemberg iniciada con la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV, y que duró al menos siete accidentados siglos, para entrar en una época donde la imagen ha venido a sustituir a los caracteres impresos, como también al pensamiento sistemático almacenado en ellos, propio de cultura de escribas y lectores en que nos habíamos convertido durante esa era, dando paso a una época de los iletrados, en la que cada vez son más las gentes “alfabetizadas” que resultan incapaces de elaborar un textos, o entender una lectura que vaya más allá de unos cuantos párrafos. Nos acercamos de nuevo a la era de los gruñidos.
Dado lo anterior, ahora estamos dentro de lo que constituye una época en que la imagen ha venido sustituyendo a la lectura profunda de los textos de los antiguos maestros, no importa si impresos o manuscritos, como sucede en las llamadas redes sociales, donde se promueve el uso de dibujitos para evitarle al “usuario” o “consumidor” el trabajo de elaborar un texto, siempre con la pretensión de inhibir el deleite de leer un libro o un artículo extenso saboreando sí que quiere, no sólo sus contenidos sino también los múltiples sentidos que asumen en nuestra mente las palabras, material básico que conforma las obras literarias, filosóficas o científicas, con su inmensa variedad de elaboraciones estéticas en términos de la narrativa, y la elevación del pensamiento sistemático hacia las cimas del conocimiento.
Es en medio de estas inquietudes que rondan en nuestras cabezas que un viejo amigo nos plantea lo siguiente: “No sé bien que fue primero: si el libro o la lectura o si vinieron juntos, en un solo paquete de curiosidad insaciable” nos dice el escritor y periodista Carlos Morales Castro al dar inicio a las páginas de su más reciente obra LA PASIÓN DEL LIBRO (Editorial Prisma S.A. San José Costa Rica 2020), donde hace una apasionada defensa del libro impreso con sus tintas, imágenes y colores que tienen la virtud de transportarnos a innumerables e infinitos universos del pensamiento, la lírica y la ficción.
El autor de ese texto nos recuerda cómo nació en él la pasión por la lectura y nos habla de los primeros libros que llegaron a sus manos dentro de lo que constituyó un “amor paralelepípedo” que se fue desplegando paulatinamente desde la lectura de las llamadas “tiras cómicas”, en un medio donde sus padres “con mucha sabiduría pero pocos estudios, apenas si podían leer el periódico del día”(op.cit p.p. 23-24), las primeras lecturas fueron apareciendo de manera gradual hasta llegar al libro en estricto sentido” Las primeras lecturas, tras el diccionario y el catecismo, fueron las tiras cómicas. SUPERMÁN, BATMAN, EL LLANERO SOLITARIO, EL HALCÓN NEGRO, MANDRAKE, LA PEQUEÑA LULÚ, CHANOC, LORENZO Y PEPITA, todos los personajes de Disney, hasta avanzar a los clásicos ilustrados que empezó a editar Novaro de México, a mediados de los setenta” (ibídem). Con el tiempo vendrá el paso del folletín ilustrado o resumido en exceso al libro en toda la extensión de la palabra, dando lugar a una pasión por la lectura de los grandes clásicos de la literatura y el pensamiento filosófico occidental (Bertrand Russell, entre sus favoritos), de ahí en adelante nos confiesa que la lectura sistemática se convirtió no sólo en una pasión sino en una razón de vida.
Se trata de lo que llama “una apuesta incondicional por el libro contra el tiempo y contra sus adversarios de todas las épocas”, nos habla de cómo cuando aparecieron los grandes diarios durante el siglo XIX se creyó quera el fin de la era del libro, lo que con el paso del tiempo no pasó de ser una falsa alarma y así sucesivamente. Después, la amenaza continuó con la aparición de nuevos medios de difusión, a lo largo del siglo XX, como también del desafío a que da lugar el hecho puntual de los innumerables libros que se editan en nuestro tiempo y el imperativo de escoger ¿cuáles leer?, al menos entre aquellos a los que se tengan al alcance, un tema de suyo muy complejo, por lo relativo de esa afirmación.
Nos habla también Carlos Morales Castro, acerca de sus innumerables lecturas, a veces apresuradas, pero siempre obteniendo de ellas un gran deleite e intentando responder a los desafíos que se le plantearon, tal y cómo le aconteció con las repercusiones que tuvo un artículo al respecto que publicó en 1989, el que motivó innumerables reacciones entre sus amigos, entre ellos, Marcelo Blanc, quien en su “purísimo chileno de Valparaíso”(ibid) le dijo “- Ta muy güeno tu artículo sobre libros:”(ibid) o de José Rafael Cordero Croceri quien lo inquirió sobre el desorden de sus lecturas, un tema sobre el cual Morales hace una serie de disquisiciones para concluir: “Que uno puede estar leyendo varios libros al mismo tiempo y que eso no sólo es normal, sino conveniente y muy productivo “(Ibid p. 60), en fin todo un desafío que puede llevar a muchos lectores a los más insospechados descubrimientos, como también a modificar lo que alguien llamó alguna vez “los derechos del lector”.
Invito a los lectores a involucrarse en las lecturas de las páginas de Carlos, pero también a hacer nuestra la reflexión con la que concluye su texto: “debemos abogar por una vida menos belicosa, menos egoísta y, aunque sea un poquito, más solidaria, más humana… Y en eso, el libro sigue siendo un instrumento incomparable” (Ibid. p. 112).