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Etiqueta: naturalista

En el bicentenario del nacimiento del Dr. Karl Hoffmann

Tumba del Dr. Karl Hoffmann y su esposa, en un homenaje tributado en el sesquicentenario de la Campaña Nacional. Foto: Luko Hilje

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Nacido el 7 de diciembre de 1823 en la ciudad de Stettin, en el reino de Prusia —hoy denominada Szczecin, y parte de Polonia—, de joven Karl Hoffmann Brehmer se debatía entre estudiar medicina o ciencias naturales, que incluyen disciplinas como la botánica, la zoología, la paleontología, la geografía, la geología y la vulcanología. No obstante, tan capaz y brillante era, que resolvió ese atormentador dilema mediante una especie de sincretismo, al optar por ambos campos científicos, uno por formación y el otro por afición.

En efecto, se matriculó en la muy prestigiosa Universidad de Berlín, de donde se graduó como médico a los 23 años de edad, en setiembre de 1846, junto con su amigo Alexander von Frantzius; dos años mayor que él, éste era oriundo de Danzig, hoy Gdansk, y perteneciente a Polonia, también. Por cierto, entre el elenco de sus profesores figuraba el patólogo humano Rudolf Virchow —que años después propondría la teoría celular, la más importante en la historia de las ciencias biológicas, junto con la de la selección natural, de Charles Darwin—, con quien además cultivó una cálida e imperecedera amistad.

Asimismo, de manera paralela a sus actividades de médico, efectuó recolecciones para el proyecto Flora Prusiana de Dietrich, concebido y liderado por el botánico Albert Gottfried Dietrich, lo que le permitió interactuar con especialistas del calibre de Carl Sigismund Kunth y Johann Friedrich Klotzsch en el Museo Botánico de Berlín. Además, por su interés en los animales, solía visitar el Museo Real de Zoología en Berlín, donde pudo alternar con los mastozoólogos Martin Heinrich Carl Lichtenstein y Wilhelm Peters, el ornitólogo Jean Louis Cabanis, el entomólogo Friedrich Klug y el malacólogo Carl Eduard von Martens.

La atracción del trópico

Un importante hecho a destacar es que algunos de estos taxónomos conocían las curiosas flora y fauna de los trópicos, por lo que en ambos museos Hoffmann tuvo la oportunidad de familiarizarse con esas maravillosas formas de vida. Asimismo, como el gran naturalista Alexander von Humboldt —el mayor explorador del trópico americano, desde fines del siglo XVIII— frecuentaba esos recintos científicos, sobre todo por su cercana relación con Kunth, quien le ayudó mucho en la descripción de numerosas plantas, es posible que Hoffmann lo conociera ahí. Esto explica que, en 1853, cuando él y su amigo von Frantzius decidieron venirse a vivir en Costa Rica, Humboldt escribiera una carta de recomendación para ambos, dirigida al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora Porras.

Juan Rafael Mora Porras, Libertador y Héroe Nacional de Costa Rica. Cortesía: Carlos Ossenbach

Fue con ese rico bagaje, tanto de médico como de naturalista, que él se mudó a nuestro país, junto con von Frantzius y las esposas de ambos. En realidad, su expectativa no era ejercer como médicos, sino más bien convertirse en profesores de ciencias naturales en la Universidad de Santo Tomás y, de manera complementaria, explorar la flora, la fauna y los volcanes del país. Sin embargo, en dicho ente no había carreras de ciencias naturales, medicina o farmacia, por lo que debieron dedicarse de lleno al ejercicio de su profesión, y efectuar giras y recolecciones en su tiempo libre.

A pesar de algunos contratiempos iniciales, todo era auspicioso. Y tanto, que en 1855 pudo escalar los volcanes Irazú y Barva, tras lo cual escribió sendos relatos, amenos y pletóricos de detalladas observaciones científicas. Asimismo, pudo enviar unos 3300 especímenes a los museos de Berlín, entre los cuales había numerosas especies nuevas para la ciencia. De ellas, 38 portan su apellido, en honor a él; al respecto, por ejemplo, su colega Peters bautizó al perezoso de dos dedos (Choloepus hoffmanni), en tanto que Cabanis hizo lo propio con el pájaro carpintero Centurus hoffmannii, hoy llamado Melanerpes hoffmannii.

Perezoso de dos dedos (Choloepus hoffmanni), bautizado en honor de Hoffmann. Foto: Fabio Hidalgo

En realidad, Hoffmann estaba embelesado escudriñando nuestra naturaleza, cuando en el horizonte empezaron a cernirse oscuros nubarrones, que presagiaban dolor y tragedia. En efecto, aquel pequeño pero pujante país que era Costa Rica, pleno de naturaleza prístina y con una economía dinámica y robusta —favorecida por las continuas y altas exportaciones de café—, de súbito se veía gravemente amenazado por un ejército filibustero y mercenario, organizado y liderado por el abogado, médico y periodista William Walker.

Hacia el frente de batalla

El esclavista y jefe filibustero William Walker. Foto: Wikipedia

El espectro de la guerra empezó a perfilarse en noviembre de 1855, y ya para marzo era inminente una invasión desde Nicaragua, donde Walker se había instalado desde mediados de 1855. El riesgo era demasiado alto pues, bien respaldado y financiado por importantes personajes y sectores de los estados esclavistas sureños, Walker se proponía implantar la esclavitud en los cinco países centroamericanos, así como anexarlos a EE. UU., como parte de un proyecto denominado Federación Caribe.

Fue por eso por lo que había que responder sin dilación, y fue cuando se escuchó firme y tonante la voz del presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, para expresar: «Compatriotas: ¡A las armas! Ha llegado el momento que os anuncié. / Marchemos a Nicaragua a destruir esa falange impía que la ha reducido a la más oprobiosa esclavitud. / Marchemos a combatir por la libertad de nuestros hermanos».

Esto ocurrió en la mañana del sábado 1° de marzo, ante una inmensa multitud congregada en la Plaza Principal —actual Parque Central—, convocada por su querido y valiente líder.

Sabedor de que sus huestes necesitarían un médico de primer nivel, ya desde la víspera don Juanito había nombrado a Hoffmann como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Es decir, depositó en las manos de un extranjero la integridad sanitaria de sus tropas, y lo hizo con absoluta confianza en él. Y Hoffmann no lo defraudaría.

Por el contrario, a partir de entonces, dio fehacientes muestras de su capacidad profesional. Por ejemplo, aunque no participó en la batalla del 20 de marzo en Santa Rosa, en Guanacaste —pues había permanecido en Liberia, con el grueso del ejército—, al día siguiente don Juanito lo envió allá, para que apoyara al Dr. Cruz Alvarado Velazco. Y ambos lo hicieron con tal éxito, que falleció apenas uno de los 32 heridos, pero de tétano; en la batalla habían fallecido 19 combatientes.

Por el contrario, en la muy cruenta batalla del 11 de abril en Rivas, Nicaragua, dadas las adversidades sufridas inicialmente por nuestras tropas, él debió multiplicarse. Fue así como en la mañana se le vio disparando el fusil con admirable puntería, que tan útil le había sido en la captura de aves y mamíferos para sus colecciones. Y, ya por la tarde, en medio del dolor de atestiguar la muerte de 136 soldados en pocas horas, empezó a desplegar sus dotes de excelente y compasivo médico. La mejor muestra de esto fue cómo se prodigó —junto con sus pocos colegas—, en la atención de unos 300 heridos, 270 de los cuales estuvieron en un hospital de campaña a cargo suyo, improvisado en una solariega casa de la ciudad. Ahí debió encarar tan descomunal labor, sin condiciones de higiene aptas ni suficientes medicinas, y aun así realizó ocho amputaciones, en lo cual era muy diestro.

Hoffmann frente al cólera

Sin embargo, lo peor estaba por venir. En efecto, bastaron pocos días para que se asomara un enemigo más serio que la pólvora, los sables y los cuchillos enemigos: el implacable cólera morbus o cólera asiático. Aunque nadie lo conocía, Hoffmann sí estaba familiarizado con sus síntomas, pues durante una epidemia de cólera que sufrió Alemania en 1848-1849, él trabajó en el Sanatorio de Cólera Nº 1, en Berlín, e incluso realizó experimentos, en búsqueda de sustancias que permitieran combatirlo.

El Dr. Karl Hoffmann, ya enfermo. Cortesía: Silvia Meléndez

Como en aquella época aún no se conocían los microorganismos, los médicos creían que las enfermedades infectocontagiosas eran causadas por miasmas, es decir, vapores o partículas invisibles emitidas por las aguas estancadas o putrefactas, así como por residuos vegetales en descomposición y cadáveres de animales.

Asimismo, se pensaba que el calor excesivo, como el de Rivas, irritaba el hígado, lo cual provocaba un aumento desmedido en la secreción de bilis y, con ello, el cólera. Esto último explica que se tomara la decisión de abandonar cuanto antes dicha ciudad y retornar a Costa Rica, lo cual fue un gran error, a la luz del conocimiento actual. Tanto se ignoraba, que habría que esperar 28 años para que, en 1884, el eminente microbiólogo alemán Robert Koch determinara que el agente causal de la enfermedad es la bacteria Vibrio cholerae.

En consecuencia, conforme los combatientes regresaban al interior del país, el contagio se acrecentaba, y las tropas diezmaban. Era una auténtica caravana de la muerte, no solo por los que sucumbían día a día, sino también porque muchos de los que sobrevivieron durante la travesía portaban consigo el bacilo y, por tanto, contagiaron al resto de la población. ¡Casi no hubo hogar que se librara de tan temible peste!

Sin embargo, en tan apremiantes días, de pavor y desesperanza, por la prensa emergió la voz de Hoffmann para llamar a la cordura y ofrecer acertadas recomendaciones. Entre ellas destacó un preparado suyo, que denominó “medicina anti-colérica”, “mixtura tónica” o “esencia tónica”, el cual consistía en 20-30 gotas amargas vertidas en coñac o vino fino. En efecto, hoy se sabe que tanto el alcohol como los ácidos matan al bacilo de manera casi instantánea, pero deben ser ingeridos antes de que éste alcance el intestino, ya que después se multiplica en forma masiva y libera una toxina que no es afectada por dichas sustancias. Por fortuna, su medicamento fue usado ampliamente, y es muy posible que permitiera salvar centenares de vidas, aunque este dato nunca fue contabilizado, y más bien quedó invisibilizado por el efecto devastador de la epidemia, que provocó la mortalidad del 10% de la población, en una época en que ésta rondaba los 100.000 habitantes.

Un angustioso y prematuro final

Durante y poco después de la epidemia, la vida de Hoffmann se empezó a llenar de sombras y de angustia. Fueron demasiado agobiantes el esfuerzo y el estrés de la guerra y el cólera, por lo que su organismo lo resintió de manera seria e irreversible.

Así, víctima de un padecimiento crónico y degenerativo relacionado con la médula ósea, se mostraba abotagado, débil, con la movilidad limitada y los dedos rígidos, lo cual le impedía atender a su clientela, lo que causó una merma en sus ingresos. Al respecto, es pertinente mencionar que él mismo había pagado de su bolsillo numerosos gastos de la Campaña Nacional, que ascendían a casi 2800 pesos —un verdadero capital entonces—, deuda que el gobierno tuvo dificultades para honrar. En todo caso, preocupado por su crítica situación, don Juanito tomó la iniciativa de otorgarle una pensión vitalicia, por 50 pesos mensuales, a partir del 1º de marzo de 1858.

Ante el empeoramiento de su salud, a inicios de febrero de 1859 los esposos Hoffmann se trasladaron a Puntarenas, esperanzados en que el clima caliente y seco permitiría mitigar la enfermedad de él. Sin embargo, con tan mala fortuna que en esos días había un brote de tifoidea, que pronto se convirtió en epidemia, debido a lo cual su esposa Emilia se contagió y murió pronto, el 12 de febrero. Viudo y crudamente solo, sin su principal bastión, Hoffmann entró en un estado de postración, que lo condujo a la muerte exactamente tres meses después, el 11 de mayo; para entonces tenía poco más de 35 años. Fue enterrado en el cementerio de Esparza sin ninguna pompa, pero al lado de su amada esposa, como él lo solicitó en su testamento.

Desde entonces, su tumba permaneció en el abandono y el olvido. No obstante, a raíz de la inauguración del monumento a su amigo don Juanito Mora, frente al edificio de Correos y Telégrafos, el 1º de mayo de 1929 —fecha conmemorativa de la rendición de Walker—, el gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez encomendó la localización de sus restos al naturalista Anastasio Alfaro, director del Museo Nacional. Hecho esto, se acordó exhumarlos y trasladarlos a la capital, donde se les enterró con honores de General de Brigada en medio de una gran apoteosis, el lunes 29 de abril.

Un merecido tributo

Desde que incursioné en el estudio de la vida y la obra de Hoffmann, hace 17 años, pensé que, aunque ese homenaje fue más que merecido, su figura no debería disociarse de la localidad de Esparza. Es decir, me parecía necesario que los visitantes al cementerio local sepan que una pequeña parcela de tierra en dicho camposanto albergó los restos de Hoffmann y su esposa nada menos que por 70 años. Es por eso por lo que siempre pensé que debería haber un hito en ese sentido, y por largo tiempo exploré varias opciones que, por fin, hoy están a punto de concretarse.

En efecto, aunque el sitio exacto en que ellos estuvieron enterrados actualmente está ocupado —no lo estuvo hasta hace poco tiempo—, desde hace varios años el administrador del cementerio me indicó que inmediatamente en su costado norte hay un área bien amplia, para colocar un monolito conmemorativo dedicado a ellos. Por tanto, entre seis ciudadanos que admiramos y valoramos los aportes de Hoffmann a nuestra patria hicimos una contribución para financiar la confección de una hermosa lápida, que ya está grabada y lista para ser instalada. Será develada el próximo jueves 7 de diciembre, día en que se conmemora el bicentenario del nacimiento del homenajeado.

Ello se efectuará en una sobria y emotiva ceremonia, gestada por cuatro entidades que, desde diferentes ámbitos, representan al pueblo costarricense: la Asociación Morista La Tertulia del 56, que se dedica al rescate de la memoria y el legado de los héroes de la Campaña Nacional; la Municipalidad de Esparza, expresión político-administrativa de la comunidad que acogió los restos de los esposos Hoffmann, así como tuteladora del cementerio local, que en 1992 fue declarado Monumento de Interés Histórico Arquitectónico; y la Universidad Técnica Nacional (UTN), auto-declarada Universidad Morista, y cuya Cátedra Juan Rafael Mora Porras funciona en su sede del Pacífico, en Puntarenas, lugar donde murieron don Juanito y los esposos Hoffmann.

Conviene destacar que a esta iniciativa se sumará la Editorial Tecnológica, del Instituto Tecnológico de Costa Rica, con la publicación del libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional —escrito por el autor del presente artículo—, que será presentado ese mismo día en el campus de la UTN en Puntarenas, bautizado con el nombre Juan Rafael Mora Porras, Libertador y Héroe Nacional. En dicho libro se analiza de manera detallada el legado médico y humanitario de Hoffmann en aquellos tétricos meses de 1856 y 1857, en que Costa Rica estuvo en riesgo de perder su soberanía y su libertad.

Fue en esos tiempos, tan infaustos, que Hoffmann no dudó en dejar a un lado sus muy preciados intereses de naturalista —que fue el motivo de su arribo al país—, ante el llamado de su patria adoptiva, que demandaba con urgencia sus servicios y destrezas de médico. Las incontables vidas que salvó representan una deuda imposible de saldar, pero que hoy, como costarricenses agradecidos, tratamos de restituir al menos parcialmente con ese monolito conmemorativo y ese libro, para celebrar el bicentenario de su nacimiento.

José Cástulo Zeledón, a un siglo de su muerte: Primer naturalista costarricense y notable filántropo

El edificio de la emblemática Botica Francesa. Foto: Manuel Gómez Miralles.

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

José Cástulo Zeledón, pocos meses ante de morir.

Hace exactamente un siglo, a mediados de julio de 1923, la sociedad costarricense fue conmocionada con una inesperada y lúgubre noticia. En efecto, en una época en que ya había teléfonos en el país, e incluso era posible enviar telegramas o cables internacionales, un aciago día llegó uno desde Italia, con el siguiente mensaje: «Turín 17.- Zeledón, San José, Costa Rica. José sufrió ataque apoplejía día 3, falleció el 16; cadáver embalsamado, ley impide transporte estación calurosa. Corvetti y Costa presentes. Esperen cartas. Amparo».

¡Había fallecido el dilecto ciudadano José Cástulo Zeledón Porras, y lejos de la patria! El cable lo suscribía su esposa, la cubana Amparo López-Calleja Basulto, con quien había emprendido un viaje para conocer Europa, él con 77 y ella a punto de cumplir 53 años. Asimismo, en ausencia de hijos por los cuales velar, por varios años habían contribuido en numerosas obras y acciones de filantropía, y orientado sus afectos hacia los niños pobres, lo cual los acercó a la comunidad salesiana, cuya misión es la educación y santificación de la juventud desprotegida. Por tanto, durante su visita a Italia se habían propuesto conocer el Hospicio de Huérfanos de los Padres Salesianos, con sede en Turín.

Para entonces José Cástulo era un solvente empresario en varios ramos. Se había iniciado en 1873 como administrador de la Botica Francesa, localizada por entonces al costado sur del Parque Central, donde por muchos años estuvo el edificio del Banco de Crédito Agrícola. Gracias a los ahorros que acumuló, pudo adquirirla en 1890 para, con su socio Federico Hermann Gottfried y los conocimientos farmacéuticos de Juan Antonio Fittye Brauns —ambos costarricenses, pero de padres alemanes—, darle una inusitada proyección, al punto de desarrollar casi 360 marcas propias, que incluían medicinas para personas y animales, cosméticos, perfumes, pastas dentífricas, etc.

Dos decenios después, ya afianzado económicamente, en 1910 fundó con Julio Alvarado Rodríguez la Compañía Industrial El Laberinto —al sur del casco capitalino, donde hoy está la Fábrica Nacional de Trofeos—, que era un complejo de fábricas de jabones, tejas y telas, más un aserradero. Según su entrañable amigo turrialbeño Juan Gómez Álvarez —abuelo de los recordados botánicos Luis Diego Gómez Pignataro y Jorge Gómez Laurito—, este proyecto tenía un propósito altruista más que comercial, pues aspiraba a que se convirtiera en lo que José Cástulo llamaba «la república de los pobres», al emplear a ancianos, viudas, madres solas y niños huérfanos.

José Cástulo Zeledón, en su juventud.

Es pertinente destacar que José Cástulo también incursionó en el mundo de la política, pero solo con fines de servicio y genuinamente patrióticos, como debería ser. En efecto, en 1920 encabezó la papeleta de diputados del Partido Constitucional, por San José. Ello ocurrió cuando, tras la caída de la oprobiosa dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados, contra la cual luchó de manera valiente y frontal junto con su esposa Amparo —extraordinaria mujer, acerca de la cual escribiré un próximo artículo—, el mencionado partido llevó al poder al líder opositor Julio Acosta García. A pesar de que no estaba muy bien de salud, José Cástulo quizás aceptó la postulación debido al bien ganado prestigio que tenía entre el pueblo, pero renunció el propio día en que inició labores el Congreso, y fue sustituido por el destacado intelectual José María (Billo) Zeledón Brenes, primo segundo suyo.

Por cierto, para entonces Billo —de notables destrezas como escritor— era administrador de la Botica Francesa, pero años antes, por necesidades económicas, había desempeñado labores bastante modestas ahí. Narra él mismo que, con 26 años de edad por entonces, «una noche, como a las ocho, estaba yo ocupado en embotellar uno de los muchos preparados de aquella Botica, cuando recibí una llamada del Ministerio de Instrucción Pública. Cambié mi ropa de trabajo y acudí al llamado. Era para notificarme que mi composición había sido premiada por el jurado […]. Ello ocurrió el 24 de agosto de 1903». Fue así cómo, en un acto discreto pero muy significativo, esa noche se oficializó la letra del Himno Nacional de Costa Rica, cuya partitura musical había sido compuesta por Manuel María Gutiérrez Flores medio siglo antes, en 1854.

Para retornar al fallecimiento de José Cástulo, sufrió un desmayo el 3 de julio, mientras visitaba el ya citado hospicio y, una vez internado en el Hospital San Juan de Dios, se le diagnosticó una apoplejía o derrame cerebral. Semana y media después expiró, a pesar de los cuidados de varios médicos, entre los que figuró su amigo Giulio Corvetti Ferrabiago, quien había residido en Costa Rica. A continuación, se debió proceder a embalsamar su cuerpo, que debía permanecer en Italia, pues era verano en Europa y, además, no se podía garantizar su integridad durante la travesía hasta Costa Rica. Por tanto, había que esperar una ocasión más propicia, y fue así como, casi un semestre después, su cadáver fue transportado hasta Puerto Limón, donde arribó el 18 de diciembre. Su inhumación se efectuó dos días después en el Cementerio General, en un conmovedor y concurrido acto.

De esta manera, se cerraba el círculo, y concluía la travesía vital de este magnánimo caballero, que pudo haber sido un ciudadano más, pero no lo fue. Veamos por qué.

Nacido en Los Anonos —en el actual cantón de Escazú—, y después residente exactamente detrás de la Catedral Metropolitana, todo empezó un día de 1862, cuando, con apenas 16 años de edad, su padre se propuso conseguirle empleo. Y, quizás porque desde su infancia había mostrado interés por la naturaleza, y por las aves en particular, lo llevó a la botica del médico Alexander von Frantzius. Llegado al país a inicios de 1854 junto con su colega Karl Hoffmann, ambos alemanes eran naturalistas, y a von Frantzius lo grupos que más le interesaban eran las aves y los mamíferos, grupos de lo cuales nos legaría dos invaluables catálogos años después.

Cabe acotar que José Cástulo provenía de un hogar de clase media, fundado por Manuel José Zeledón Mora y María del Carmen Porras Vargas, quienes procrearon once hijos. Además de poseer algunas fincas de café, su padre fue gobernador de San José por casi 30 años. Asimismo, su familia tenía importantes vínculos políticos, pues su padre era sobrino de Juan Mora Fernández —nuestro primer Jefe de Estado—, mientras que su mamá era prima tercera de la madre del prócer Juan Rafael (Juanito) Mora Porras.

Visto ahora en retrospectiva, el día en que don Manuel llegó con su muchacho al umbral de la botica de von Frantzius, estaba a tan solo un paso de introducirlo en un recinto que marcaría su vida para siempre pues, si bien funcionaba como un punto de venta de medicinas, en realidad fue mucho más que eso para el talentoso mozalbete. Esto es así porque José Cástulo no se limitó a fungir como un simple dependiente, sino que se interesó mucho en los especímenes de aves y mamíferos que su jefe embalsamaba, para enviarlos a museos en el extranjero. Y, poco a poco, su patrono se metamorfoseó en tutor y mentor, no solo para instruirlo en las artes de la taxidermia, sino que también para acrecentar su vocación por el estudio de los animales y, más importante aún, para enseñarle a razonar y a actuar como un científico.

Al respecto, los antecedentes y credenciales de von Frantzius eran excepcionales, como lo documentamos en detalle en el libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX. Por una parte, había sido discípulo de connotados científicos, como el zoólogo y fisiólogo Carl Theodor von Siebold, el anatomista y antropólogo Johann Ecker, el morfólogo y fisiólogo Johannes Müller, y el patólogo humano Rudolf Virchow, que fue el proponente de la Teoría Celular. Además, ya graduado, fue compañero de trabajo de los fisiólogos Jan Evangelista Purkinje y Johann Czermak, así como del químico Robert Bunsen y el físico Gustav Kirchhoff. Para culminar, cuando llegó a Costa Rica portaba una carta de recomendación dirigida al presidente don Juanito Mora por Alexander von Humboldt, el más grande naturalista de la época, cuyo inmenso legado científico pervive hasta hoy.

En síntesis, como lo manifestamos en el artículo José Cástulo Zeledón, primer naturalista costarricense (Revista de Ciencias Ambientales, Vol. 52(1), 2018), en esa relación cotidiana, «sin percatarse, José Cástulo recibía a diario las enseñanzas de un serio e inquieto científico, que traía consigo, ya destilados, no solo conocimientos innovadores, sino que también el fruto de conversaciones, discusiones, debates, etc. en torno al quehacer científico. Fueron seis años de rica interacción entre mentor y discípulo, quien al lado suyo y de manera casi inadvertida se transformó de imberbe adolescente en adulto».

Carpodectes antoniae, recolectada por Zeledón y descrita por Robert Ridgway. Foto: Henry Fallas (Asociación Ornitológica de Costa Rica).

No obstante, lamentablemente, tan grata y profunda relación formativa se tronchó de súbito, pues a inicios de mayo de 1868 falleció la esposa de von Frantzius y, bastante enfermo él también, decidió retornar a Alemania para siempre. Esto ponía en aprietos a su pupilo, quien «después de mi partida, se vería obligado a buscarse un puesto de aprendiz de comerciante, con lo cual ya no tendría ni la oportunidad ni el tiempo de seguir con sus estudios y colecciones, como lo ha hecho hasta ahora conmigo», según lo manifestó en una carta a Spencer F. Baird, subdirector del Instituto Smithsoniano, en Washington, con quien mantenía contacto epistolar desde 1862.

Sin embargo, por fortuna, von Frantzius y Baird supieron aquilatar el potencial de José Cástulo, y entendieron a cabalidad que él podría realizarlo y completarlo en tan prestigiosa entidad que, aunque no es una universidad, es un centro de altísimo nivel científico. Por tanto, había que buscar la manera de financiarle una pasantía, por unos dos años. Al final, acordaron que von Frantzius cubriría los US$ 250 del viaje, y que Baird exploraría alguna fuente para su manutención, quizás como ayudante de investigación. Así ocurrió, y la noche del 13 de junio von Frantzius y José Cástulo zarpaban de Puntarenas hacia Panamá y después viajaban hasta Washington, donde el primero dejó al jovencito y continuó hacia Alemania.

Fue así como, con apenas 22 años, y proveniente del entorno aldeano de San José, de pronto José Cástulo se vio inmerso en la vorágine de la capital de EE.UU. Presa del inevitable mal de patria, y con algunos conocimientos del idioma inglés, poco a poco empezó a desplegar sus habilidades, gracias al padrinazgo y el afecto de Baird, del reputado ornitólogo John Cassin —quien murió poco después—, y de su compañero Robert Ridgway, cuatro años menor que él, quien a partir de entonces se convertiría en su gran amigo, de por vida.

Ahí permanecería no dos, sino cuatro años, dedicado de lleno al estudio de las aves. En realidad, no tenía prisa alguna por regresar, pues en Costa Rica no hallaría trabajo, dado que en la Universidad de Santo Tomás no había carreras relacionadas con las ciencias naturales, además de que aún no existía el Museo Nacional.

Aramides cajaneus, recolectada y descrita por Zeledón. Foto: Guillermo Saborío (Asociación Ornitológica de Costa Rica),

Mientras se debatía en cavilaciones acerca de su futuro, por azares del destino, de súbito apareció una oportunidad providencial. En efecto, tras la apertura del ferrocarril al Atlántico, el gobierno del general Tomás Guardia Gutiérrez se proponía organizar una expedición a la vasta e ignota región de Talamanca, para buscar yacimientos de oro y carbón, al igual que a inventariar plantas y animales con potencial económico o comercial. Y fue así como, encabezada por el geólogo estadounidense William More Gabb, se le ofreció el puesto de zoólogo a José Cástulo, el cual por supuesto aceptó, pues sabía mucho de aves, bastante de mamíferos, y algo de otros grupos faunísticos.

Repatriado a fines de 1872, ya el 26 de febrero de 1873 se unía a los demás expedicionarios, para enrumbarse hacia la enigmática Talamanca. Sin embargo, tristemente, para él todo no fue más que un espejismo. Además de que la malaria afectó al grupo muy pronto, empezaron los conflictos con Gabb, de quien diría que «no se pudo haber hallado peor hombre, avaro al extremo, caprichoso, y sin la menor disposición ni aptitud para fungir como jefe». En consecuencia, a pesar de su humildad, compañerismo y carácter sereno, no toleró las viarazas de Gabb, y decidió renunciar en junio.

José Cástulo Zeledón, en su madurez.

A partir de entonces, con 27 años de edad, sin trabajo y enfermo de malaria —cuyas secuelas lo afectarían por el resto de su vida— se instaló en la capital, sin saber qué hacer de su vida. No obstante, tanto se le respetaba que, muy pronto, ya en agosto se le contrataba como administrador de la Botica Francesa, fundada en 1869 por el farmacéutico polaco Emilio Moraczewski, y por entonces propiedad del empresario Francisco Quesada Esquivel. ¡Quién habría de imaginar que un joven formado en el campo de la ornitología lograría impulsar con tanto éxito ese negocio! Creo que el hecho de ser bilingüe, más su claridad de pensamiento y sus capacidades analíticas —pulidas durante su estadía en el Instituto Smithsoniano—, así como otros atributos personales, le permitieron dar tan insospechado salto.

Ahora bien, para fortuna de nuestras ciencias biológicas, sus ocupaciones de administrador no le extinguieron ese fuego interno que von Frantzius había detectado y avivado en él. Y fue así como, a pesar del serio agobio y desgaste provocados por la malaria, cada vez que podía emprendía excursiones para recolectar aves y mamíferos, o compraba especímenes y los embalsamaba, con la destreza que lo caracterizaba. Aún más, de su propio bolsillo financió nada menos que cinco pasantías en el Instituto Smithsoniano, para comparar sus nuevos especímenes con los de las colecciones ahí presentes.

Asimismo, un hecho a resaltar es que cuando, gracias a las reformas impulsadas por el gobierno liberal de Bernardo Soto Alfaro, se planteó la idea de crear el Museo Nacional, José Cástulo actuó como intermediario para que su futuro director, el joven Anastasio Alfaro González, efectuara una pasantía de seis meses en el Instituto Smithsoniano —costeada por nuestro gobierno—, en cuanto al funcionamiento y administración de museos. Además, ya fundado dicho ente, en mayo de 1887, él fue integrante de su primera Junta Administrativa, y de diversas maneras colaboró en sus actividades. Una de ellas fue la venta de su invaluable colección de aves —de 1090 especímenes, y en la que estaban representadas unas 400 especies, debidamente clasificadas—, para que dicho ente pudiera empezar a funcionar; las vendió por 1500 pesos, un monto más bien simbólico quizás, pues él era sumamente generoso.

Sobre esto último, debe destacarse que, una vez convertido en un acaudalado empresario, actuó como un verdadero mecenas de jóvenes naturalistas, como el propio Anastasio Alfaro y José Fidel Tristán, así como de algunos extranjeros. Por ejemplo, en dos ocasiones financió de su bolsillo los pasajes de barco y la estadía de su entrañable amigo Ridgway, para que recolectara ampliamente en el país y enriqueciera las colecciones del Instituto Smithsoniano, además de que arriesgó a prestarle un monto alto de dinero para que pudiera publicar su valioso libro Color standards and color nomenclature, el cual alcanzó tal éxito, que permitió recuperar los costos.

A propósito de libros, es pertinente aquí una digresión, para indicar que en lo único que José Cástulo se mostró parco, fue como escritor, a pesar de que redactaba de manera excelente en español e inglés. En realidad, a su haber hay apenas tres publicaciones estrictamente científicas: Catalogue of the birds of Costa Rica, indicating those species of which the United States National Museum possesses specimens from that country (1885), Descripción de una especie nueva de gallina de monte (1888) y Catálogo de las aves de Costa Rica (1888). A éstas se suma un capítulo intitulado Reino Animal (1886), en el libro Apuntamientos geográficos, estadísticos e históricos de Costa Rica, editado por Joaquín Bernardo Calvo Mora. Es decir, quizás por recato, timidez o falta de tiempo, nos privó de relatos de viaje y remembranzas, al igual que de biografías de científicos con los que alternó, como los que escribieron los naturalistas Alfaro, Tristán y Ottón Jiménez Luthmer, todos de pluma exquisita. Pero, bueno… ¡nadie es perfecto!

Para concluir, y a manera de síntesis, debe reafirmarse que, gracias a su preclara inteligencia, iniciativa y empeño, así como a la intervención oportuna, visionaria y solidaria de von Frantzius y Baird, José Cástulo se convirtió en nuestro primer naturalista y, sin egoísmo alguno, también sirvió de puente, a la vez que de gozne, para que el legado de los naturalistas pioneros —el danés Anders Oersted y los alemanes Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius— se acrecentara con los aportes posteriores de los naturalistas suizos reclutados como parte de la Reforma Liberal, como Henri Pittier, Paul Biolley y Adolphe Tonduz.

Eso, sin lugar a dudas, lo inmortaliza en los anales históricos de nuestras ciencias biológicas, y conviene recordarlo y reafirmarlo hoy, al conmemorar el centenario de su partida.

Zeledonia coronata, recolectada por Anastasio Alfaro y descrita por Robert Ridgway. Foto: Guillermo Saborío (Asociación Ornitológica de Costa Rica).