Tres pasajes sangrientos de actualidad histórica
Por Carlos Meneses Reyes
La masacre de las bananeras
El pasaje más impactante, que recibí y asimilé, como estudiante de Derecho en la Universidad Nacional, fue el de la masacre de las bananeras, ocurrida en Fundación, Magdalena, el 6 de diciembre de 1928. Dedicado al énfasis del Derecho laboral desde los primeros años de aula universitaria; ante un derecho laboral de conquistas concretas hacia los años de 1970, comprender la lucha de las conquistas obreras, colocó como referencia que los logros y alcances de las reivindicaciones laborales obedecían al sacrificio y tenacidad de la clase obrera colombiana. Comprendí que la asimilación del espíritu de la ley laboral iba pareja con el análisis comparativo del desempeño de las luchas reivindicativas y políticas de la clase obrera colombiana. No existe materialización de ley laboral alguna divorciada del sacrifico y la capacidad de lucha de los trabajadores. De igual manera, la historia de las ideas políticas y reivindicativas de los trabajadores sentaba en la comprensión de la historia de sus organizaciones sociales; de sus expresiones y manifestaciones políticas; asimilando que la historia de las ideas políticas de los trabajadores era la historia de sus organizaciones sindicales y el salto en la asimilación y construcción del partido político de los trabajadores.
El entorno de la lucha de los bananeros
Por su origen de clase proletaria y la concentración de fuerza laboral, la zona bananera del Magdalena se constituyó en el bastión de la lucha obrera en la segunda década del Siglo XX. Los ideólogos del Partido Socialista Revolucionario (PSR): Raúl Eduardo Mahecha, Ignacio Torres Giraldo y María Cano, centraron la actividad política y organizativa en la zona de explotación bananera. De diez mil trabajadores, en el año de 1910, pasaron a 25.000 obreros del banano en 1928. Se daban las condiciones subjetivas y objetivas para el desempeño de los trabajadores en sus luchas reivindicativas y también políticas. No existía un Código Laboral y por ende la relación de trabajo era una relación meramente mercantilista. La multinacional norteamericana United Fruit Company era amo y señor de vidas y propiedades. Para la década de 1920, los dineros provenientes de la indemnización recibida por el estado colombiano por la desmembración de Panamá; retribuyeron en beneficio de la multinacional gringa en la creación e infraestructura del emporio bananero. En 1911 llegó el tren a Aracataca y en 1920, a Fundación. La compañía manifestaba que no tenía trabajadores, negaban el contrato de trabajo, y que en sus nóminas todos eran contratistas. Ante cualquier reclamo de un trabajador, el capataz simplemente le volaba la cabeza. Las condiciones de salubridad y de ambiente de trabajo eran inhumanas. El paludismo, la anemia y la tuberculosis representaba el cuadro famélico de los trabajadores. El pago se les hacía por bonos, que eran títulos que solo se podían cambiar en los comisariatos de la compañía. No contaban con seguridad industrial alguna, ni protección de seguros para accidentes laborales. Las jornadas de trabajo eran extenuantes y no existían horas extras, cesantías, ni prestaciones sociales. Ante ese panorama, se conformaron Comités de Trabajadores Bananeros. La alta concentración de trabajadores y su extensión geográfica conllevó a la creación de la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena. En una palabra, estaban organizados.
Para el año de 1928, la agitación era generalizada. El 6 de octubre de ese año, se dio masiva asamblea de reunión de trabajadores. Allí se redactaron nueve puntos de un pliego reivindicativo, que fue presentado a la empresa. La empresa se negaba a aceptar el pliego y por ende a negociar; pero los trabajadores en folclóricas y bulliciosas reuniones mantenían el ánimo en las reclamaciones. La compañía bananera estimo seriamente afectados sus intereses económicos y desde el principio dispuso no reunirse con los trabajadores. Para los primeros días de diciembre de 1928, corrió la voz que el gobernador del Magdalena y el representante de la United Fruit Company llegarían a Ciénaga a negociar el pliego. La orden de la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena fue la de concentrase para el día 5 de diciembre de 1928, en Ciénaga. Pero fueron engañados, ese día no llegó ni el gobernador ni se hicieron presentes los directivos de la compañía. Se había generado un hecho de concentración de masas. Ante esa situación la gobernación del Magdalena declaró la ley marcial y declaró como autoridad militar, por decreto de estado de sitio al general Carlos Cortes Vargas. Para la una de la madrugada, del fatídico 6 de diciembre de 1928, el general Cortes Vargas disponía de tres batallones. Desplazó dos nidos de ametralladoras hacia el parque y lugar de concentración. Por la retaguardia dispuso de 150 fusileros. Registran los hechos que comenzó a solicitar a los trabajadores, niños, mujeres, jóvenes, ancianos, que evacuaran la plaza pública y que perentoriamente iba a contar hasta tres. Se sucedieron dos descargas de ametralladoras y al minuto dos descargas de fusilería. La población inerme caía. Jamás pensaron que pudiere haber una orden de asesinar a mansalva. Comenzó la danza de la muerte y muchos salieron despavoridos. Se repetían los disparos y en la plaza quedó esparcido el reguero de cadáveres mutilados. Cumplida la masacre, la orden militar fue la de recoger los cadáveres. Amontonados en los vagones del tren su destino fue la playa y en un barco de la armada, más de mil quinientas víctimas fueron arrojadas a los tiburones. A la claridad de la mañana en la plaza de Fundación se encontraban nueve cadáveres. El sargento del ejército, Oscar Pérez, apodado mordisco, cual fiera jadeante, los señalaba repitiendo: “ahí están los nueve puntos del pliego”.
Tan lamentable suceso mancha históricamente la institucionalidad militar. El general Carlos Cortes Vargas se alió a los intereses de la United Fruit Company y en contra de los trabajadores colombianos. Un pasaje impune sobre la carga histórica de la institucionalidad militar colombiana. Desde entonces han mantenido la constante de comportamiento de un ejército de invasión contra el propio pueblo colombiano.
El paro cívico nacional del 14 de septiembre de 1977
Durante el gobierno de Alfonso López Michelsen se daba una constante: la negativa a discutir los pliegos de peticiones que presentaban las centrales sindicales del país, lo cual fue acumulando una fuente de energía y de rechazo en las masas populares, que en forma explosiva se manifestó, en todo el país, con la declaratoria, por parte de las centrales obreras CTC, UTC, CSTC y la CGT y de sectores políticos, de un Paro Cívico Nacional el 14 de septiembre de 1977. La ira represada de las masas se hizo notaria en las principales ciudades del país. La intensidad de ese Paro Cívico y la respuesta contundente y organizada de los sectores populares lo erigen como un punto de referencia en la cualificación del movimiento popular y de masas. Cúcuta, no fue la excepción. La declaratoria de Asambleas Populares en la ciudadela Juan Atalaya y barrios circunvecinos paralizaron totalmente la ciudad. Las marchas y movilizaciones se sucedieron durante dos días con sus noches. En Bogotá, las manifestaciones violentas fueron particularmente intensas en diferentes puntos de la ciudad. En ciudad Kennedy; en el sur, calle 40 y Barrio Santa Lucia; en la Avenida 1º de mayo con carrera 68, fueron particularmente violentos los enfrentamientos y los saqueos a los supermercados y entidades públicas. Se habla de más de treinta muertos en Bogotá y de miles de detenidos en la Plaza de Toros.
En la mañana del 15 de septiembre de 1977 recibí una llamada de la Dra. Paulina Ruiz Borras de la Asociación de Abogados laboralistas al Servicio de los Trabajadores, quien en forma compungida me expresaba que existían testimonios de masacre, por parte de la Fuerza Pública en la ciudad de Bogotá, y que los cadáveres estaban siendo transportados, en la noche del 14 de septiembre, en volquetas del Distrito. Ese mismo día viajé a Bogotá, como miembro del Comité Permanente Por la Defensa de los Derechos Humanos, en el Norte de Santander. Cuadramos una solicitud de Inspección Judicial a los patios del Distrito. El día 16 de septiembre de 1977, con la presencia de un Inspector de Policía, colaborador, antes de las 7 de la mañana; para lo cual se habilitó la hora judicial, inspeccionamos las bitácoras y registros de entrada y salida de volquetas del Distrito del parque Automotor. Faltaban en el inventario ocho volquetas. Los funcionarios manifestaron que era normal que algunas volquetas se vararan o quedaran, por cualquier motivo, en las instalaciones del basurero o relleno sanitario. Fue un intento fallido y en el ambiente quedó flotando, si en realidad de verdad, esas ocho volquetas pudieren haber sido utilizadas en el transporte de cadáveres. Toda una situación de impunidad constante y propia para el esclarecimiento de la Verdad, de esos sucesos; sobre la que no se conoce comparendo a autoridad alguna para responder.
La masacre de llana caliente
La década de mil novecientos ochenta fue particularmente convulsiva en el Magdalena Medio. Escenario del auge del paramilitarismo, apoyados por el ejército nacional, fue precisamente en la jurisdicción de San Vicente de Chucurí, cercado por la Serranía de los Cobardes. En la planicie conocida como La Llana, que es cruce entre la carretera de San Vicente de Chucurí y Bucaramanga, fue donde se desarrollan los luctuosos acontecimientos que paso a relatar.
En los primeros meses del año 1988 se dieron las movilizaciones campesinas conocidas como el Paro del Nororiente, que abarcó los departamentos del Cesar, Sur de los Departamento de Magdalena, Bolívar, la Guajira y el Magdalena Medio. Los campesinos y colonos se movilizaron por millares para reclamar directamente al gobierno central por los estados de postración y abandono.
El 16 de agosto de 1987, en horas de la madrugada, el abogado y alcalde de Sabana de Torres, por la Unión Patriótica, Álvaro Garcés Parra, el agente de policía John Jairo Loaiza P, quien le servía de escolta al alcalde; el militante de la Unión Patriótica, Garlos Gamboa Rodríguez, escolta del concejal de Lebrija por la Unión Patriótica, Jaime Castrillón y la señora Elida Ricio Anaya Duarte, fueron asesinados durante un operativo conjunto entre miembros del ejército, la policía y paramilitares en Sabana de Torres.
En Santander del sur se consolidó el grupo paramilitar de Isidro Carreño, en la zona chucureña y regiones aledañas. Se hacían nombrar los tiznados, los masetos, los cara pintadas y se dedicaron al asesinato selectivo de líderes populares y de la Unión Patriótica.
Hacia 1986, Rogelio Correa Campos, con el grado de teniente coronel asumió el mando del Batallón de Infantería Nro. 40 “Coronel Luciano D’Elhuyar”, con sede en San Vicente de Chucurí. El oficial fue sostén importante en el fortalecimiento del paramilitarismo, que incluía patrullaje y operativos conjuntos en la región entre las fuerzas del ejército y sus aliados de extrema derecha militarista. Dio refugio en el batallón al sicario Amado Ruíz, quien dio muerte al alcalde Álvaro Garcés Parra.
Su formación militar e ideológica, bajo la filosofía del enemigo, le hacía ver subversión en cuanta reclamación política y reivindicativa, se expresaba en la región. Era obsesionado. Los soldados del Batallón D´Elhuyar, seguían al pie de la letra las órdenes de decomisos de alimentos; parar las marchas campesinas y detener brutalmente a sus dirigentes.
Tenía información que en la región de Llana Caliente se concentrarían los campesinos, aupados por el Paro del Nororiente. Manifestaba que logró frenar y dispersar a más de veinte mil campesinos que tenían como meta concentrase en la capital, Bucaramanga. Dispersos, pero están por miles en todas partes y afirmaba que eso no lo podía tolerar. Había logrado tejer una red de colaboradores a los que llamaba “los necesito, son mis ojos y oídos”. El mismo los reclutó: “el canoso” recomendado directamente por Isidro Carreño. “El cara pintada” de temible referencia entre las masas por lo salvaje de sus tropelías contra la población y el asesinato. Se vanagloriaba de tener a un desertor de la guerrilla, conocido por la población como “Camilo”, quien le funcionaba eficazmente por el chantaje en que mantenía a su familia y le suministraba datos claves para echarle mano a mucha gente de la población y el incondicional soldado Suarez, experto francotirador. Pese a las recomendaciones de oficiales de su comando que no se presentara con ellos públicamente, pues podría generar reacciones encontradas, insistió porque ellos no le fallaban y los marchistas tendrían que comprender que tarde o temprano todos terminarían colaborando con el ejército.
Era un sábado y comenzaron a llegar por millares los campesinos que bajaban de buses, camiones y vehículos de transporte improvisados. El teniente coronel Rogelio Correa Campos se encontraba motivado y preparándose para asistir a la cena que el Alcalde de San Vicente le había preparado, para homenajearlo con ocasión de su cumpleaños 45, el día siguiente domingo, del 29 de mayo de 1988. Esa noche del sábado, con altoparlantes ensordeció a los campesinos concentrados con arengas militares, cual disco rayado y la permanencia de las notas del himno nacional. Los campesinos respondían:” bailamos al son que nos toquen”.
El oficial Correa Campos veía crecer el número de marchantes concentrados. Hizo saber a la multitud que llegaría a resolver el asunto personalmente. Los dirigentes campesinos de la marcha: Arnulfo Ramírez Izaquita, Nelson Otero Martínez, Alfredo Ríos Barrios, Luís Enrique Sánchez Millán, Luís José Archila Plata, José Joaquín Zambrano Molina, Pablo Manuel Hernández Rodríguez, Esperanza Herrera Villa, José Natividad Velandia Prada, Raúl Antonio Gómez Chaparro, José Méndez, Wilson Botero y Clemente Quiroga, comprendieron la gravedad de la situación y dispusieron que los menores de edad y las mujeres se desplazaran del grueso de la concentración. El teniente coronel Rogelio Correa Campos, se hizo presente con su parafernalia. Lo acompañaban cerca de trescientos soldados, es decir, toda la plana de hombres del batallón. Con pompa y lujo de tropero, usando gafas oscuras que ocultaban su rostro, llegó con paso fuerte, rodeado de sus incondicionales sicarios “ojos y oídos” de su sequito ejecutor. La reacción de la masa popular concentrada no se hizo esperar. Como al desertor “Camilo” lo conocía la gente, comenzaron la rechifla ensordecedora, gritándole “sapo Camilo”, “Camilo sapo”. El sujeto sudaba observándosele muy nervioso. El oficial no esperaba una reacción tan contundente. Como oleaje de rechazo, al unísono los gritos de asesinos y solución a los problemas agrarios destacaban entre las consignas que se podían escuchar, siempre bajo el estribillo de “sapo Camilo”. Visiblemente alterado, el teniente coronel Rogelio Correa Campos ordenó al francotirador soldado Suarez: “Basta ya. ¡Dispare!” El temible asesino- preparado para matar- vaciló. Posiblemente vio en la población inerme su entorno familiar. Esto desencajó al oficial militar insultándolo de cobarde, desenfundo su pistola de dotación descargándola sobre la humanidad del soldado. Ante esta situación, la reacción de “Camilo” fue de indignación, procediendo a descargar su fusil en la humanidad del teniente coronel Rogelio Campos, quien falleció instantáneamente. El ruido de fusilería y tiros resultaba ensordecedor. La muchedumbre corría despavorida y el grueso de soldados disparaba a diestra y siniestra sobre la población campesina. Todos los mencionados dirigentes del Paro pagaron con el sacrifico de sus vidas. Muchos eran perseguidos por la soldadesca y asesinados al intentar abordar los autobuses. Ese día la planicie de La Llana quedo tapizada de cadáveres. Afirman que al desertor Camilo le dieron muerte los soldados, aunque no se encontró su cadáver. Tampoco aparecieron los cuerpos de Carapintada y el Canoso. Los registros de campesinos asesinados -además de los dirigentes- ascendieron a treinta y ocho y sus cuerpos desaparecidos. Los auxilios de socorro popular registraron más de cincuenta heridos.
Este doloroso relato histórico no tiene epilogo. El gobierno nacional declara resuelto el asunto de la marcha y la masacre, ascendiendo póstumamente al coronel y al campo de paradas del batallón que dirigió, le dio su nombre. Uno de los grupos paramilitares de la zona pasó a llamarse “Comando Coronel Rogelio Correa Campos”, caracterizado por el grado de terror y desolación contra los campesinos de la región y la muerte selectiva, genocidio, contra los campesinos que se sabía, habían participado en esas jornadas de protesta.
Personalmente, ocho días después de la masacre, en compañía de un dirigente de base de la Unión Sindical Obrera- USO me acerqué a La Llana, escenario de los luctuosos hechos. Personal del ejército no nos permitió acercarnos a más de doscientos metros. En el espacio revoloteaban los chulos y los zamuros. La hediondez era asfixiante. La Verdad sobre el número de muertos y desparecidos esta oculta, callada, silenciada. Al concluir este relato una lágrima cae sobre el teclado y me apresuro a secarle. Surge la pregunta: ¿qué situación ha cambiado en los designios y doctrina de la institucionalidad militar en Colombia, con hechos y personajes como los de la Zona Bananera y el campo de desolación de La Llana?
Y por la soberbia de la imposición de la llamada doctrina militar, se niegan a pedirle perdón al pueblo colombiano.
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