Clorito Picado como modelo de vida

Luko Hilje

Publicado originalmente en el año 2002, en la revista Manejo Integrado de Plagas (No. 64: 1-4), del CATIE.*

Introducción

Se puede decir que en Costa Rica, Clorito Picado tiene una presencia permanente en la vida cotidiana: es Benemérito de la Patria; su imagen aparece en los billetes de dos mil colones; un instituto para la investigación y producción de sueros antiofídicos, una clínica médica y un colegio públicos (el de Turrialba), así como el auditorio principal de la Universidad Nacional (UNA), portan su nombre; en esos lugares y en la Universidad de Costa Rica hay estatuas en su memoria; también llevan su nombre los galardones nacionales anuales en ciencia y tecnología; y hasta se le cita con cierta frecuencia en la prensa, aún casi 60 años después de su muerte, tanto en aspectos científicos, como filosóficos y políticos.

No obstante tal ubicuidad, son pocas las personas que realmente conocen sus múltiples, ricos y profundos aportes. Pero resulta aún más desconocido que Clorito hiciera importantes y pioneras contribuciones en el campo del manejo de plagas, que es lo que nos interesa resaltar en este artículo. Sin embargo, para comprender a cabalidad dichos aportes, es preciso contextualizar a este hombre excepcional, en el tiempo y el ambiente en que le correspondió vivir.

Un esbozo de su vida

El mejor recuento biográfico de Clorito, sumamente ameno por su gran calidad literaria y científica, fue escrito por el Dr. Manuel Picado Chacón, pariente suyo (Picado 1964). Es un texto proveniente del cerebro y mano de un verdadero enciclopedista, pues a la inédita mezcla de microbiólogo y economista que fue, él sumó sus destrezas como pintor, escultor, musicólogo, poeta, cuentista y ensayista. De ahí hemos tomado los datos necesarios para elaborar el siguiente esbozo biográfico.

El diminutivo Clorito, correspondiente al nombre Clodomiro, le fue adjudicado de por vida, debido a su pequeña y frágil complexión. Fue hijo único de un profesor de matemática, Clodomiro Picado Lara, y de la señora Carlota Twight Dengo, hija de don Enrique Twight, escocés y profesor de ciencias. Aunque ambos padres eran costarricenses, Clorito nació en San Marcos, en Jinotepe, el 17 de abril de 1887, pues su padre había sido contratado como profesor en Granada, Nicaragua.

A los tres años de edad regresó con su familia a Cartago, ciudad nativa de sus padres, cuando ya el abuelo había muerto. Sin embargo, los libros que éste dejó, sumados a la exuberante naturaleza de la zona, cuyos misterios lo cautivaron e invitaron a desentrañarlos, precozmente estimularon en él una fuerte inclinación hacia las ciencias naturales. Ahí realizó sus estudios primarios, y los secundarios en el vetusto y célebre Colegio San Luis Gonzaga, aunque para obtener el bachillerato de secundaria debió viajar a San José, la capital del país, al Liceo de Costa Rica. Brillante desde siempre, y cimentada su vocación hacia las ciencias naturales, recién graduado y con apenas 20 años de edad, fue contratado como profesor de dicha materia en el Colegio de su amada ciudad.

Sus sobresalientes méritos intelectuales justificaron que, muy pronto, sus colegas lo postularan para que recibiera una beca del Estado, y fue así como en 1908 partió hacia Francia. Allá obtuvo diplomas superiores en Zoología y Botánica en La Sorbona y, en 1913, el doctorado de la Universidad de París. Aunque su tesis doctoral versó sobre un tema de biología básica, como lo es la fauna asociada con plantas epífitas (“piñuelas” o bromeliáceas) en regiones tropicales, era evidente que tenía inquietudes científicas y sociales más amplias. Y ese mismo año, aún sin haber defendido su tesis doctoral, fue invitado a incorporarse como alumno en el Instituto Pasteur y en el Instituto de Medicina Colonial de París, donde al lado de prominentes sabios realizó estudios de serología, bacteriología y enfermedades tropicales.

Su regreso a Costa Rica, en 1914, marcó el inicio inmediato de la que sería una carrera incesante y fecunda de entrega a su patria y sus semejantes. Desde la dirección del Laboratorio de Análisis Clínicos en el Hospital San Juan de Dios, y después como profesor de enseñanza secundaria y universitaria, demostró ser muy versátil, incursionando en campos tan disímiles como la endocrinología, la hematología, la inmunología, los sueros antiofídicos, varios temas de salud pública, e incluso la agricultura.

Pero, a la vez, lejos del riesgo de ser superficial por abarcar tantos campos, Clorito resultó prolífico no solo por sus originales hallazgos científicos, sino también en soluciones prácticas a problemas cotidianos, ya fueran de salud pública o de producción agrícola. En medio de muy serias limitaciones de infraestructura para hacer ciencia, que él logró paliar gracias a su tenacidad, creatividad e inventiva, consolidó su inmensa obra.

Incluso hoy todavía se argumenta que, en realidad, él fue el descubridor de la penicilina, pues se anticipó al hallazgo del célebre Dr. Alexander Fleming en 1939. Desde 1923, Clorito había observado la destrucción de bacterias causada por sustancias emitidas por hongos del género Penicillium, las cuales aisló, describió y hasta utilizó para curar pacientes, como lo informó en el artículo Vacuna curativa no específica, publicado en 1927 en una revista de la Sociedad de Biología de París, el cual, evidentemente, fue ignorado por la comunidad científica universal.

Asimismo, además de su inmensa labor científica sensu stricto y su vasta producción en revistas científicas nacionales e internacionales, así como sus indisolubles vínculos con la ciencia francesa y universal, Clorito, humilde y noble, no olvidó el deber social de compartir su conocimiento con aquellos semejantes ajenos a los círculos académicos. Fue por ello que escribió con mucha frecuencia sobre temas científicos, siempre con palabras sencillas, tanto en la prensa como en revistas divulgativas.

Pero, en realidad, su compromiso fue mucho más allá. Su mente crítica y escéptica, sumada a su carácter irónico, fuerte, e incluso áspero, lo llevó a tomar, por escrito, posiciones valientes e indoblegables en temas de importancia social y económica, así como de política nacional e internacional; pero también hizo apreciaciones sobre arte y literatura, intereses que supo cultivar desde joven y que acrecentó en su contacto con la refinada cultura francesa, para convertirse así en un verdadero humanista y enciclopedista.

Sin embargo, como era de esperar, la dimensión cívica de Clorito, bastante inusitada en el mundo de las ciencias fácticas, le significó no solamente incomprensión, sino también ofensa y escarnio por parte de algunos detractores, pues contrariaba los convencionalismos de un medio más bien complaciente y anodino, como el costarricense, así como los intereses de ciertos sectores poderosos. Pero nunca se amedrentó. Murió, tras una prolongada enfermedad, el 16 de mayo de 1944, en compañía de su esposa, doña Margarita Umaña, y de su hijo adoptivo Mario Picado Umaña (destacado poeta nacional, ya fallecido). Sin embargo, a pesar de tal enfermedad, nunca dejó de asistir a su laboratorio, e incluso pocos días antes de morir, Clorito aún estaba activo con sus lúcidas opiniones por la prensa.

Por fortuna, para conocer y valorar estos aportes de Clorito, además del libro antes citado (Picado 1964), el cual incluye fragmentos de muchas de sus publicaciones, hoy contamos con un libro de gran valor analítico (Manzanal 1987) y con siete volúmenes de sus Obras completas (Picado 1988); éstas se publicaron para conmemorar el centenario de su nacimiento, gracias al enorme esfuerzo de un discípulo suyo, el Dr. Alfonso Trejos Willis (quien, lamentablemente, murió poco antes de la aparición de los libros), y de la Editorial Tecnológica de Costa Rica.

En lo personal, siempre he sentido una profunda admiración por esa vertiente cívica de Clorito. Por eso creo resumir cabalmente mis sentimientos en las siguientes palabras, publicadas al conmemorarse el centenario de su nacimiento (Hilje 1987): “Buscó un rincón, porque los escenarios mayores y las palestras estaban reservados para otros:  para los que hallaron formas fáciles de vivir a través de la política. Y ese fue un rincón portentoso, prodigioso, desde donde su luz y su voz no cesaron de brillar y resonar. Su silencio fue el del hacedor de ciencia, del creador, del sabio. Su sonoridad, la necesaria para enfrentar con dignidad y sentido de humanidad a los corruptos, los hipócritas, los pusilánimes y los déspotas. No fue, entonces, el científico timorato, presuntamente aséptico, tan común hoy, sino el hombre comprometido -en su amor y vocación por la verdad- con su ciencia y los problemas sociales de su tiempo, con la humanidad. Por eso fue que Clorito se hizo parte de la Patria”.

Sus aportes a la protección vegetal

Uno de los mejores intentos por ponderar la obra plural y multidimensional de Clorito aparece en el último volumen de sus Obras completas (Picado 1988), en el cual varios autores analizan, en artículos separados, dicha obra desde diversos ángulos disciplinarios (fisiopatología tiroidea, serpientes venenosas, salud pública, endocrinología, biología, agricultura, educación superior y literatura). Entre ellos, hay dos de gran interés para los propósitos de este artículo, escritos por un fitopatólogo (Gámez 1988) y un entomólogo (Jirón 1988), quienes identifican y valoran planteamientos y técnicas claramente relacionados con la protección vegetal.

Gámez (1988) se atreve a postular a Clorito como el primer fitopatólogo costarricense, resaltando sus aportes en el conocimiento detallado de enfermedades entonces novedosas, como la “helada” del frijol, debida a bacterias, y la “chasparria” del café, causada por hongos. Pero, sobre todo, destaca que Clorito supo transferir sus conocimientos de microbiología y endocrinología humanas para realizar hallazgos y propuestas muy originales, al demostrar que las plantas podían producir anticuerpos y, en tal medida, se abría la posibilidad de inmunizar los cultivos, para protegerlos contra enfermedades.

En otro campo, en su tesis doctoral ya era evidente el vasto conocimiento entomológico de Clorito, quien incluso descubrió entonces nuevas especies de insectos. A esto sumó sus aportes en el control biológico de las moscas de las frutas (Anastrepha spp.) y de la langosta migratoria Schistocerca piceifrons (= paranensis) (Jirón 1988). En el primer caso, sugirió su combate mediante el parasitoide Doryctobracon (= Diachasma) crawfordi, sobre el cual hizo valiosas observaciones de tipo básico y aplicado. En el segundo caso, realizó aplicaciones exitosas de la bacteria Coccobacillus acridiorum en la región de Guanacaste, para lo cual debió recurrir a su ingenio y hacer adaptaciones del método de inoculación de Herelle a ciertas condiciones de dicha región.

Estos hechos demuestran que a Clorito no le bastó con ser un científico de gran calibre en varios campos de la medicina humana, así como un hombre de refinada cultura y de pluma privilegiada, sino que también hizo aportes en la protección vegetal. Pero quizás lo más importante fue que, más allá de estos aportes concretos y valiosos en el campo de la fitoprotección, convirtió su obra en un modelo fehaciente de la interdependencia y conjunción del conocimiento básico con el aplicado, para contribuir en el desarrollo económico y social de su país. En nuestro ámbito de interés, supo capitalizar su vasto acervo científico para fusionar sabiamente el conocimiento biológico (básico) con el agronómico (aplicado), y así generar opciones tecnológicas que permitieran mejorar la producción agrícola del país.

En mi caso personal, debo mucho a esta figura cardinal que fue Clorito, pues ha dejado su impronta en mi vida. Recuerdo que, cuando comenzaba mi educación secundaria en el Liceo de San José, un día nos llevaron a la inauguración de la Clínica Periférica Dr. Clodomiro Picado, en el cantón de Tibás. A esa edad de adolescente, para mí ese fue un acto sin mayor trascendencia, y más bien largo y monótono, pero ¡cómo ignoraba yo -en medio del aburrimiento y la fatiga- el significado que Clorito tendría en mi vida profesional!

Fue cuando ingresé a la carrera de Biología en la Universidad de Costa Rica, en 1972, que de veras hallé a Clorito, y de manera más bien casual. Aunque afuera del edificio de la Escuela de Biología hay un inmenso busto de Clorito, tampoco había reparado en su vida ni su obra científica. Hasta ese entonces pensaba que yo sería un biólogo “puro”, y no tenía interés alguno en campos aplicados.

Pero fue justamente al tomar el curso de Historia natural de Costa Rica, bastante básico y enriquecedor, que me asignaron escribir una monografía y presentar un seminario. En esos días ayudaba a un hermano mayor que estudiaba Agronomía a preparar su colección entomológica, y me empecé a interesar por los insectos. Como en el patio de mi casa había un árbol de guayaba, del cual obteníamos larvas para criarlas hasta el estadio adulto, pensé que mi trabajo podría versar sobre el gusano de la guayaba (Anastrepha spp.). Cuando planteé el tema a mi profesor, Sergio Salas, me sugirió incluir aspectos de su control biológico, algo sobre lo cual nunca había escuchado nada.

Días después, ya inmerso en la biblioteca buscando información, quedé asombrado: ¡ahí estaba justo lo que buscaba! Hallé un pequeño artículo titulado Historia del gusano de la guayaba (publicado en 1920) que, en palabras sencillas y con abundantes ilustraciones, relataba numerosos aspectos de la historia natural de dichas plagas, así como de su control biológico mediante el parasitoide antes mencionado. Leí y releí ese texto, deslumbrado ante tantas cosas maravillosas y potencialmente útiles para la agricultura. Entusiasmado, en mi casa establecí crías rústicas de las moscas, esperando hallar parasitoides. Y si bien es cierto que nunca los encontré, en aquel momento hallé algo mucho más significativo y profundo: mi vocación definitiva por el manejo de plagas.

Decidí entonces que me especializaría en el manejo de plagas. Pero como en nuestra Escuela, obviamente, no había cursos aplicados, me matriculé en cursos optativos de las facultades de Agronomía y Microbiología, para acercarme así a la formación que deseaba. Y posteriormente, al concluir mi carrera en 1975, tuve la fortuna de obtener una beca de la Organización de Estados Americanos (OEA) para tomar un curso internacional de Control biológico de insectos, por varias semanas, en Tapachula, México. Esto reafirmó mis convicciones y expectativas. Ya después vendría la oportunidad de culminar mis anhelos, al realizar estudios de doctorado en manejo de plagas en el prestigioso campus de Riverside, de la Universidad de California, y regresar a mi patria para ejercer en dicho campo, primero en la UNA y hoy en el CATIE.

Colofón

Con los años, tuve la fortuna de acrecentar mi conocimiento sobre Clorito, al aumentar mis lecturas de su obra, y conocer y conversar con personas que lo trataron de cerca. Entre ellas sobresalió el amado Dr. Trejos Willis, quien fue un cabal discípulo de su maestro, no solo por sus notables aportes científicos, sino también por su honestidad y amor al prójimo, así como por la valentía y gallardía con la que defendió causas plenas de justicia social y de reivindicación nacional.

A su manera, él fue el relevo de su querido mentor. Y, de hecho, conocer a profundidad a don Alfonso fue lo que me inspiró para escribir las siguientes palabras en el artículo antes aludido (Hilje 1987): “Y si bien la figura de Clorito es paradigmática, simbólica, debemos cuidarnos de convertirlo en ícono, en santo acartonado, en mero objeto de ceremonias. Sí debemos portar y avivar en nosotros la pequeña llama de su actitud vital y convertir sus enseñanzas en una forma de vivir, de asumir la vida como científicos y ciudadanos, especialmente en tiempos en que nuestra identidad como pueblo parece desvanecerse entre la manipulación, la indolencia y el desaliento”.

Es decir, el legado científico y cívico de Clorito sigue vivo, y lo estará siempre y cuando sepamos inculcar en las nuevas generaciones de investigadores agrícolas las actitudes que él cultivó en abundancia: el apego a la verdad científica, y la generosidad y compromiso con sus semejantes más humildes.

Referencias

Gámez, R. 1988. Una apreciación de la contribución de Clodomiro Picado a la patología vegetal. In Obras completas (Picado, C.). Vol. 7. Editorial Tecnológica de Costa Rica. Instituto Tecnológico de Costa Rica. Cartago, Costa Rica. p. 159-167.

Hilje, 1987. Donde está Clorito. Semanario Universidad No. 771. 30-IV-87. p. 4.

Jirón, L.F. 1988. El Dr. Clodomiro Picado y la agricultura en Costa Rica. In Obras completas (Picado, C.). Vol. 7. Editorial Tecnológica de Costa Rica. Instituto Tecnológico de Costa Rica. Cartago, Costa Rica. p. 168-171.

Manzanal, S. 1987. Filosofía y ciencia en Clodomiro Picado Twight. Editorial Universidad Estatal a Distancia. San José, Costa Rica. 181 p.

Picado, M. 1964. Vida y obra del doctor Clodomiro Picado T. Editorial Costa Rica. San José, Costa Rica. 286 p.

Picado, C. 1988. Obras completas. 7 v. Editorial Tecnológica de Costa Rica. Instituto Tecnológico de Costa Rica. Cartago, Costa Rica.

* Compartido con SURCOS por el autor.

Foto de cabecera: Semanario Universidad.