
Crónica – cuando el canto permanece en la palabra
Por Memo Acuña
Sociólogo y escritor costarricense

Todo ha terminado. Nos dirigimos al aeropuerto Internacional de Caracas para emprender el regreso a casa. Como no puede ser de otra manera, este Festival maravilloso en su edición 19 termina con una magia prodigiosa, una epifanía asombrosa.
Parte de los poetas palestinos cantan tonadas de su país en medio de algarabias y aplausos. Imposible para quien que no los conoce ni los escuchó leer durante días, saber que por medio de la poesía dicen para que el mundo los escuche.
Dicen, cantan, viven. El lenguaje del amor vuelto poesía.
Es una tarde hermosa en el barrio San Agustín. Histórico, resistente, popular. Su origen recrea la identidad afrocaribeña, la pasión por la salsa como himno originario, el color de sus murales y sus gentes.
Huele a barrio. A gasolina de las motocicletas que algunos lugareños reparan. A pocos metros, detrás del teatro de la localidad, una animada contienda de baloncesto certifica que la cotidianidad de los pueblos latinoamericanos se asemeja a una cintura ancha, hermosa, en movimiento. Y con ellos va la poesía.
La querida Esmeralda Torres lanza su homenaje a nuestra, de todos, Amanda Durán: la mujer mantequilla.
¿Where are my children? Se pregunta Esmeralda que a su vez es Amanda que a su vez está en todos nosotros. En el momento justo de decir en su texto algo sobre la lluvia, el petricor apenas anuncia que nos mojaremos con las palabras y lo que ellas predicen “Amanda traviesa”, dice con amor esta inmensa poeta latinoamericana que es Esmeralda.
Y el festival se toma para sí un local donde la historia del grupo Madera está tatuado en las paredes. Y la palabra y la salsa se confunden en una tarde inolvidable.
Inmensa Esmeralda como inmensa la poeta homenajeada en esta edición: Belén Ojeda.
Su sola presencia en todos los espacios basta para comprobar la grandeza de su espíritu, el don de la vida, la permanencia, la profunda y política sencillez. Una poeta así puede darse el lujo de presentarse en cualquier escenario con pequeños origamis que va pasando suavemente entre sus manos hasta formar con ellos un jardín potente de amor por Palestina, los afectos, los lugares de permanencia.
Los palestinos cantan y se va lentamente nuestro hermoso encuentro. Pero el canto inició la noche anterior de forma espontánea en la mesa de la cena: Argentina, Bolivia, México, China. Es que la poesía es eso. El canto a la palabra.
La palabra que brotó en ese lugar de ensueño no más iniciado el Festival. Seis niños y niñas ganadores del Segundo Certamen de la Escuela Nacional de Poesía Juan, se encargaron de decirnos dónde estábamos. En qué lugar preciso del corazón íbamos a guardar para siempre esta hermosa temporada en Caracas y otros hermosos sitios de este gran y combativo país.
La Escuela, el concepto, es solo una excusa. Porque lo que menos tiene es un aire academicista y elitista. Es todo menos canon. Es todo menos formalismo. Es que la poesía no se enseña. Se siente. Y eso es lo que más de 3.000 niños y niñas de toda Venezuela tienen para sí: sentir la poesía a través de la sensibilidad y el gusto por la lectura. Me traigo ese olor a alegría para esparcirlo en mis territorios, acompañar sensibilidades.
Y esa sensibilidad es la que inundó todos los espacios posibles: la lectura inolvidable y aún epidérmica de los poetas palestinos, la gran mañana con las poetas del mundo, el homenaje al maestro Juan Calzadilla, en cuyo nombre la Escuela Nacional de Poesía honra ese patrimonio inmaterial de la palabra.
La permanencia es un acto político y liberador. Se permanece en ese lenguaje que refunda, recrea, transforma. Es ese el pacto primero con el fuego que abraza. Que renueva. Que existe mientras haya una sola persona en el planeta que, al cerrar sus ojos, encuentre poesía y flores en la oscuridad.
A permanecer. Son días de flores. Háganoslas brotar en el poema.






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