De presuntas verdades y medias mentiras “verdaderas”

Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor costarricense

La facilidad con que algunas gentes –más numerosas de lo que solemos sospechar- opinan de toda clase de temas o asuntos complejos, muchas veces sin tener la menor idea precisa acerca de su especificidad, ni la más elemental información que tenga, al menos algunos rasgos de verdad o verisimilitud, es tan antigua como el ser humano mismo y su existencia planetaria.

En cambio la irrupción, en este cambio de siglo, de las así llamadas “redes sociales”, y de las tecnologías digitales que han venido a trastrocar la escena histórica, nos han conducido también al angustioso dilema de que ese tipo de opiniones, que eran incluso tenidas como “vergonzosas”, o quedaban reducidas a ciertos ámbitos de la vida cotidiana, como la sobremesa o la cantina donde cualquier hijo de vecino expresa sus emociones, sin comedimiento alguno, en tiempos históricos no tan lejanos, mientras que ahora en el presente continuo a la manera anglosajona, dentro del que tendemos a pensar, de una manera casi inconsciente, se han propagado o extendido, dentro de los términos de unas escalas exponenciales e incluso logarítmicas, de tal manera que además de producirnos vértigo la cantidad de presunta información que recibimos, lo que ha llevado a muchas gentes a pensar o a decir de que no es necesaria la rigurosidad en el pensamiento, ni tampoco el empleo correcto del lenguaje. De ahí la oleada de primitivismo y de cierta “barbarie” manifiestas que nos inundan y asfixian, además de que es inútil debatir o pretender hacerlo con gentes que ni siquiera razonan. Sólo nos falta gruñir, nos recordaba el periodista y escritor Carlos Morales Castro, en un artículo aparecido en este diario digital, hace apenas unos meses.

Estamos en una era en la que una suerte de totalitarismo se ha venido extendiendo desde eso que algunos suelen llamar todavía “la sociedad civil”, más parecida a un rebaño que a una sociedad de seres políticos (Aristóteles, dixit) y con mucho poco de civil o civilizado, el buen sentido de esos términos. Se expresa como intolerancia en muchos órdenes o ámbitos de la vida social, la que va desde pretender obligarnos a todos, so pena de sufrir una especie de linchamiento social, a asumir o aceptar una significación única (al parecer verdadera) para determinado término o expresión, a pesar de que su sola enunciación haga evidente su naturaleza más bien polisémica. En otros momentos o espacios de la contemporaneidad nos encontramos con la censura abierta hacia las obras de grandes autores de la literatura estadounidense o anglosajona en general, tal y lo como lo evidencia el retrógrado y ultraderechista gobernador de La Florida, Ron De Santis, en las escuelas de ese estado “porque supuestamente ofrecen ideas para analizar críticamente el racismo, la desigualdad y la discriminación en todas sus manifestaciones. Según De Santis esos libros representan la ideología “woke”, ahora supuestamente asociada con las ideas de izquierda” (Montserrat Sagot).

Es así como los jóvenes del estado donde el español Ponce de León buscara sin éxito, durante el siglo XVI, la mítica fuente de la eterna juventud, se encuentran con el engendro totalitario (por arte del paternalista hitlercillo De Santis) que les impedirá acercarse a la obra del maestro californiano John Steinbeck con sus Uvas de la Ira, a la tierna narrativa a la estadounidense afro Toni Morrison, fallecida hace un par de años, o a la de Haper Lee y su novela Matar a un ruiseñor o al inovidable Mark Twain, maestro de maestros y sus Aventuras de Huckleberry Finn que marcaron los límites entre mi infancia y mi ahora también lejana juventud…como el tema toma ribetes orwellianos, no faltaba más, la prohibición de la profética novela “1984” vino a coronar la cereza del pastel.

Los fascistas ucranianos de Zelenski no conformes con sus limpiezas étnicas dirigidas al segmento rusoparlante de su población y más afín a su historia común con la vecina Rusia, no sólo prohíben las obras clásicas de los maestros de la literatura rusa, tales como León Tolstoi, Anton Chejov, Fiodor Dostoiewski o Leonidas Andreiv, sino que expurgan sus bibliotecas de textos en ruso. Estamos en una nueva era totalitaria: la que nos anunció hace setenta años el inglés George Orwell, con su abrumadora lucidez no exenta de sobriedad.

En una especie de simultaneidad en el transcurrir de eso que llamamos “el devenir histórico” o la singularidad del tiempo como duración, notamos que la complejidad de los estudios históricos y sociológicos se torna, cada día más manifiesta a nuestra mirada, a pesar de las notorias diferencias entre ambas disciplinas de las ciencias sociales. No los recuerdan con insistencia en sus libros y en sus alocuciones el gran maestro de la sociología francesa, Edgard Morin, ya centenario pero siempre lúcido, pero también nuestras propias observaciones del transcurrir sociopolítico y cultural, en este tumultuoso, absurdo, inextricable e indescifrable cambio de siglo, en el que ni siquiera logramos distinguir lo real de lo ficticio, a pesar de nuestras inútiles tentativas.