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El centro se extinguió: Chile como advertencia para la región

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

El viejo centro no se agotó simplemente porque el mundo cambió; se agotó porque nunca entendió los cambios que él mismo ayudó a producir. Ese centro que durante décadas se creyó árbitro, moderador y conciencia tranquila de la política terminó convertido en un cascarón vacío, un lugar que nadie habita con convicción y que muy pocos reconocen como propio. Lo que hoy llamamos “centro” no es más que el eco fatigado de un consenso que dejó de responder a las preguntas reales de la gente. Por eso ya no representa moderación, sino desconexión.

La reciente elección chilena, que conduce hacia un balotaje entre Kast a la derecha y Jara a la izquierda, es un espejo de esta crisis más profunda. Allí no vemos solo dos extremos disputando un país dividido; vemos el fracaso de una élite centrista que, criticando a los extremos, terminó abriéndoles la puerta. La ironía es brutal: los mismos que se proclamaban guardianes de la moderación incubaron la polarización que ahora dicen temer. Su neutralidad devino indiferencia; su prudencia, ceguera; su sentido del equilibrio, una renuncia a comprender los dolores concretos de la sociedad. Los centristas no contuvieron la espiral: la aceleraron.

También nos equivocamos al imaginar la política actual como una simple lucha entre dos polos opuestos. En una sociedad hiperindividualista e hipersensible como la nuestra, cada postura es percibida como un extremo. No porque las ideas sean más radicales, sino porque nuestras percepciones están fragmentadas y cada grupo vive aislado en su propio sentido de urgencia. Los viejos moderados, la socialdemocracia progresista y el liberalismo tecnocrático, han pasado a ser vistos como un extremo más: el extremo del status quo, el extremo de la arrogancia ilustrada, el extremo que gobierna sin escuchar. No es que la derecha dura “gane” simplemente por sus méritos, gana porque los antiguos moderados dejaron de ser un punto de equilibrio y se volvieron, a ojos del pueblo, parte del problema.

Eso mismo asoma en Costa Rica. Lo que viene, probablemente no será un triunfo del centro, porque ese centro ya no existe. Lo que llamamos centro es un nombre sin contenido, un refugio discursivo para quienes no quieren admitir que han perdido la capacidad de interpretar su tiempo. En ese vacío, inevitablemente, se instalará algún extremo disfrazado de cambio o continuidad. Y no porque el pueblo ansíe radicalismos, sino porque el espacio que debía ocupar una visión equilibradora está abandonado.

Si elevamos un poco la mirada, la realidad política adquiere un tono casi metafísico. Como en la antigua Grecia, estamos atrapados entre Apolo, Dionisio y Cibeles: el orden que intenta imponerse, el caos que se desborda y la disolución que amenaza con tragarse todo. Son arquetipos eternos, pero hoy aparecen desbalanceados. Los proyectos políticos contemporáneos no sintetizan estas fuerzas: las exageran. La derecha ofrece un orden apolíneo llevado al límite; la izquierda un dionisismo expresivo que se deshace en contradicciones; y el establishment global, con su socialdemocracia procedural y su liberalismo desencantado, asume el papel de Cibeles, una fuerza de disolución que deshace identidades, certezas y vínculos sin ofrecer nada a cambio. Todo está fuera de eje, todo se vive como extremo.

Por eso no sorprende que las ideologías ya no alcancen ni enamoren. Son mapas viejos para territorios que cambiaron de forma. El pueblo lo sabe intuitivamente y pasa factura. No porque busque una revolución permanente, sino porque percibe, con brutal claridad, que nadie entiende lo que verdaderamente sucede bajo la superficie de nuestras democracias. El centro se perdió, no por falta de oferta, sino por falta de comprensión profunda. Los que se dicen centristas hoy no lo son: solo administran la inercia de un modelo agotado.

Lo decisivo, sin embargo, no es quién ocupará el poder en la próxima elección. Lo decisivo es si alguien será capaz de construir un orden distinto, no otro extremo disfrazado de salvación. Porque mientras ese vacío continúe, mientras el centro sea una sombra sin cuerpo, seguiremos oscilando entre los impulsos de Apolo, Dionisio y Cibeles, sin encontrar la armonía que permita a una sociedad reconocerse a sí misma. Hasta que eso no ocurra, todo volverá a repetirse, cíclico e inevitable, como en las tragedias que los griegos conocieron demasiado bien.

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