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Líderes políticos en cuarentena permanente

Luis Fernando Astorga Gatjens

Una necesaria e importantísima estrategia para reducir y eventualmente contener la propagación del coronavirus son las cuarentenas que han decretado gobernantes de países y regiones.

Estos confinamientos obligatorios tienen graves consecuencias sociales y económicas -inmediatas y futuras- pero son necesarios para combatir más eficazmente la pandemia y reducir el dolor y sufrimiento de los pueblos. Primero la salud, primero la vida. Tal debe ser la consigna en el presente.

Las cuarentenas, que son una orientación oportuna y valiosa de la Organización Mundial de la Salud (OMS), algunos gobernantes y líderes políticos, las acogieron responsablemente desde temprano (seguramente más temprano hubiese sido mejor). Otros lo hicieron con quizás demasiada parsimonia y otros -valga decir, una minoría- presentando una peligrosa resistencia.

Entre estos últimos se destaca Donald Trump. Pero hay peores, como el mandatario brasileño, Jair Bolsonaro, cuya resistencia a tomar acciones preventivas ante la enfermedad que ha catalogado como “gripecita” es casi patológica. Las consecuencias nefastas contra quienes viven en Brasil, de un liderazgo tan retorcido, pueden considerarse potencialmente criminales.

Quienes se han resistido y todavía se resisten a decretar medidas como el confinamiento y la cuarentena han puesto en una balanza por un lado la salud y por la otra la economía, y han privilegiado a esta última. Hasta hace algunas semanas Trump decía que todo estaba bajo control, aunque hubiera noticias de que la enfermedad avanzaba en su país. Hasta hace muy pocos días el propio Trump afirmaba que el resfriado común era más letal que el Covid-19 y que con el calor primaveral de abril sería eliminado.

El 9 de abril, por la fuerza de los inocultables acontecimientos (más de 400.000 personas infectadas y más de 15.000 muertos en Estados Unidos) su discurso cambió radicalmente: Las próximas semanas “serán muy dolorosas”, dijo. Hoy en el Gobierno de Estados Unidos, enfrentados a la cruda realidad del avance inexorable y trágico de la pandemia, la catalogan como una combinación de Pearl Harbor (el inesperado y destructivo ataque japonés en la Segunda Guerra Mundial) y los atentados del 11 de setiembre de 2001. Y se proyecta una cifra de muertos que oscila entre 100.000 y más de 200.000.

Las preguntas claves que hay que hacer ahora y, más aún, cuando la crisis que genera la pandemia se haya superado a los gobernantes y líderes políticos: ¿Tomaron las medidas que había que tomar a tiempo o las tomaron tardíamente? ¿Qué consecuencias hubo en la propagación de la enfermedad en su país, por el atraso de medidas y acciones que debían ser tan perentorias como inevitables? ¿Cuál fue la calidad del liderazgo político ante la amenaza del contagio o ante la primera persona enferma del Covid-19 en su país?

Desde ya líderes como Bolsonaro o Trump es seguro que mostrarían que no estuvieron a la altura de la gravísima emergencia generada por la pandemia. Que su resistencia a tomar medidas que eran urgentes generó mucho más daño a sus pueblos y que muchas de las consecuencias en la salud en lo inmediato y lo social y económico, a mayor plazo, no serían tan profundamente dañinas y dolorosas. En estos días de una pandemia que viaja a la velocidad de los intercambios y comunicaciones globales, regionales y nacionales, los días y semanas para la toma de decisiones eran cruciales.

Los pueblos, particularmente los electores, no deben dejar pasar inadvertidos estas situaciones y acontecimientos. Tienen que juzgar en forma rigurosa la actuación de los líderes políticos frente a la pandemia, por encima de la mentira, la simulación y el engaño transitorio de las noticias falsas.

Será a partir de este juzgamiento implacable que los pueblos tendrán que dictar una sentencia inapelable, declarando una cuarentena permanente para este tipo de liderazgos, con el fin de alejarlos del poder para siempre porque son tan peligrosos como una epidemia.

 

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