10 textos de la Edad de Oro de la literatura centroamericana son llevados a la voz con una propuesta rítmica e interpretativa que busca provocar una respuesta emocional y reflexiva en el oyente.
Como parte de un proyecto donde se buscaba la recuperación en formato impreso y digital de las obras publicadas en la Edad de Oro de la literatura centroamericana, liderado por el Instituto de Estudios Latinoamericanos (Idela)y la Editorial de la Universidad Nacional (EUNA), surgió la idea con el apoyo del programa de Investigación, Arte y Transmedia (IAT) de producir textos sonoros a partir de textos literarios.
“Cada vez son más los consumidores que buscan este tipo de formatos para ser utilizados en el autoaprendizaje, como recursos lúdicos o pedagógicos en las clases virtuales o presenciales. Este es un trabajo creativo que implica destrezas artísticas técnicas y tecnológicas, para generar contenido que impacte al oyente y provoque una respuesta emocional y reflexiva perdurable en el tiempo”, dijo Nuria Rodríguez Vargas, coordinadora del proyecto.
El objetivo trazado fue lograr en formato de podcast, 10 textos sonoros, en este caso cuentos infantiles, unos originales, otras adaptaciones y algunas traducciones, de escritores centroamericanos nacidos en la última mitad del siglo XIX. La producción se realizó en el estudio de audio del Programa IAT y contó con la participación de docentes y estudiantes de la Escuela de Arte Escénico, a cargo de Daniel Solano Ulate, músico productor del IAT y docente de las escuelas de Música y Danza, el resultado se denominó: La Edad de Oro de García Monge: textos que saltan al sonido.
Para Solano, a propuesta hecha por Rodríguez les hizo imaginar esta literatura en otro medio. “El trabajo con los textos de La Edad de Oro consistió en traer la palabra escrita a su dimensión oral. Conjurarla con la pronunciación. Darle corporalidad a través de un timbre, una interpretación. Hacer ese cambio de medio es también en términos artísticos: hacer una traducción”.
Para esto, se contó con la colaboración de los académicos Reinaldo Amién y Mabel Marín, y las ahora egresadas de la Escuela de Arte Escénico Sofía Sandoval, Verónica Montero y Bárbara Alpízar.
“Con este elenco buscamos una interpretación posible desde la voz, sí, pero también desde la acción con la voz. Esto quiere decir que las personas que interpretan los textos desde su lectura, lógicamente, tienen la libertad de componer y recrear para ellos un ritmo en la oralidad y también desde ahí caracterizar personajes cuando correspondía, ir detrás de las imágenes poéticas y el relato usando el sonido articulado desde la palabra”, detalla Solano.
Asimismo, cita el artista, el “diseño sonoro del texto está caracterizado por cierta sencillez en su intervención para que esta no pecara de invasiva ni estuviera cargada de sonido ilustrativo y así dejarle el protagonismo a la voz”.
Cuentos literarios
“Martí y don Joaquín (García Monge) fueron visionarios y apelaron a una educación que respondiera a la época en que se estaba, tomando en cuenta los cambios sociales y tecnológicos. Así, en las reflexiones educativas de sus épocas sobresalen temas que hoy nos suenan familiares, por ejemplo, la inclusión de género, de etnia, la diversidad cultural, el valor y la protección de la naturaleza, la importancia de las nuevas tecnologías y la formación interdisciplinaria”, dijo Rodríguez.
Asimismo, resaltó la académica, que esta “Edad de Oro costarricense es una propuesta editorial, pedagógica y literaria, heredera del ideario martiano, por muchas razones, pero quizás la más importante es, la reflexión de tratar con respeto a las identidades infantiles, y no subestimar la capacidad interpretativa, analítica y creadora de estas”.
Susana Jiménez, académica de la División de Educología del Centro de Investigación y Docencia en Educación (Cide), y especialista en tecnología educativa, afirmó que el lenguaje sonoro como recurso educativo tiene múltiples ventajas, entre ellas el aprendizaje personalizado, proporciona una experiencia más entretenida y significativa, puede ser utilizado en diferentes temas y áreas de conocimiento y facilita el acceso a la información.
“El lenguaje sonoro es un medio que nos permite comunicar de una manera diferente a la que estamos acostumbrados. Cuando escuchamos un podcast, no solo estamos recibiendo información verbal, sino que también podemos experimentar diferentes emociones gracias a la música, los efectos de sonido y la entonación del locutor. Esto nos permite conectar con la información de una manera más profunda y significativa”.
Puede escuchar los textos completos en el YouTube del IAT e el siguiente enlace: https://bit.ly/3NaNE7A Las ilustraciones estuvieron a cargo de María José Sabaten.
Lista completa
La resurrección de la rosa. Rubén Darío
La doncella heroica. Ricardo Fernández Guardia.
Los hermanitos de San Francisco de Asís. Rafael Heliodoro Valle.
El naranjo. María Leal de Noguera.
La granada. Khail Gibrán (traducción de Roberto Brenes Mesén).
El perro sabio. (traducción de Roberto Brenes Mesén).
El escorpión y la tortuga. Juan Ramón Uriarte.
La raíz y el gusano. Blanca Milanés.
Los caminos después de las lluvias. Azarías H. Pallais.
Nevando. Alberto Masferrer.
Oficina de Comunicación Universidad Nacional, Costa Rica
(A 8.500 kilómetros de distancia una de otra, La Alhambra y la carreta típica costarricense guardan una relación inusitada.)
“No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla”, dice Azorín. No llega más allá de esa constatación que casi podríamos llamar geográfica, aunque palpa sí, la soledad y la melancolía. Pero ellas están más en las cosas, que en el alma castellana. “Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas”.
Más profundo es Federico García Lorca cuando se refiere a esa ausencia de mar no ya de Castilla, sino de su Granada natal.
El río Guadalquivir tiene las barbas granates. Los dos ríos de Granada uno llanto y otro sangre.
¡Ay, amor, que se fue por el aire!
Para los barcos de vela, Sevilla tiene un camino; por el agua de Granada sólo reman los suspiros.
¡Ay, amor, que se fue y no vino!
Guadalquivir, alta torre y viento en los naranjales. Dauro y Genil, torrecillas muertas sobre los estanques.
¡Ay, amor, que se fue por el aire!
Y es verdad que el Guadalquivir hizo de Sevilla una ciudad internacional aunque estuviera lejos del mar. Desde ella salían hacia América los barcos llenos de forajidos y al que volvían esos mismos barcos cargados de oro. Por eso es así. En ella uno se siente a mar abierto, como en La Habana. Y por eso quizá guarda con esta la cercanía de almas abiertas y alegres. Es la psicología de los puertos.
Esa misma diferencia no se entabla solo con Sevilla, porque hay más, hay ciudades de costa, mundos autónomos encallados en Cádiz y Málaga. La primera tiene un encantador sabor de mar que recuerda el Viejo San Juan. Muchos pequeños parques y callecitas se le parecen, aunque muchos dicen que se construyó guardando un aire habanero.
A diferencia del Guadalquivir, el Dauro (hoy Darro) y el Genil, ríos de Granada, no llevan a ningún mar, no conectan las tierras granadinas con ninguna otra tierra como no sean su vega, es decir, sus cultivos.
Pero en Federico la ausencia de mar va muchos más lejos que en Azorín. Ella es menos literal y más del espíritu.
No, Granada no ve el mar, y esa soledad y melancolía, para usar las palabras de Azorín, empujan al granadino hacia sus colinas, hacia torres y sus jardines. (La casa árabe más típica se llama “carmen”, que es una pequeña propiedad rodeadas de muros blancos con una casa y un jardín dentro. Decían que era para cumplir con el mandato del Corán de no alimentar la envidia de los vecinos, aunque más bien pareciera que eran así para esconder ese espíritu de encierro de los granadinos).
No tienen los habitantes de Granada ni esa visión de inmensidad que da el mar ni ese espíritu de aventura que el mar alienta. Por eso en ellos todo tiene ese dulce aire doméstico.
“Granada, solitaria y pura, se achica, ciñe su alma extraordinaria y no tiene más salida que su alto puesto natural de estrellas”, dice Federico.
Es por ello que la estética granadina es la del diminutivo, “la estética de las cosas diminutas”. Y menciona el poeta a su conciudadano Fray Luis de Granada que hace todo un panegírico de las cosas pequeñas, del papel, por ejemplo, de la diminuta hormiga en la enseñanza infinita de dios. “No queremos que el mundo sea tan grande ni el mar tan hondo. Hay necesidad de limitar, de domesticar los términos inmensos” (García Lorca).
De allí proviene la tradición del arabesco de la Alhambra, “complicado y de pequeño ámbito”, cargado de preciosismo, que “ha sido siempre el eje estético de la ciudad”. La Alhambra no asombra por ningún gigantismo ni fuerza militar, asombra por esa pequeña filigrana que envuelven sus pequeños cuartos y corredores y que como encaje de yeso, cerámica o piedra, que llenan cada centímetro de pared o cielorraso, con sus falsas columnas y arcos que no sostienen nada como no sea el resultado del arte de las manos estilizadísimas de sus artesanos, además de la belleza de la caligrafía que por doquier repleta de poesía la arquitectura.
Los que la visitamos hoy quedamos encantados con esos decorados de color marfil. Lo asombroso es que originalmente eran policromados. No logro hacerme idea de cómo eran esas paredes y esas estancias colmadas de colores. No puedo imaginármelo.
¿Por qué tiene importancia Granada para nosotros? Porque tampoco ven el mar nuestras ciudades y pueblos del Valle Central. Recluidos en el interior de nuestros valles y resguardados por nuestras montañas, que cumplen el doble propósito de resguardarnos y detenernos, encarcelarnos, nos volcamos hacia nosotros, huraños, metidos en nuestras pequeñas casas de barro y nuestros jardines diminutos.
Pero también en nuestros arabescos, en ese preciosismo que destilamos por todas partes. Esas carretas pintadas no son ni de yeso ni de piedra. Ellas se han desprendido de su soporte natural, y como color puro, giro pícaro, recoveco gentil, tímido y atrevido al mismo tiempo, parecen volar por los aires al ritmo del tambor de madera de las ruedas que cantan en el contacto con los caminos.
Gente tímida, como los granadinos, tan ajenos al mar, sumidos en su propia alma melancólica, con una fuerte dosis de individualismo o timidez.
Me imagino que hace algunos años (hoy solo se escuchan los altavoces) oíamos la guitarra sentimental y la cancioncilla romántica de que habla García Lorca en sus descripciones (ojo que tampoco se escuchan ahora en esa Granada que hierve de turistas).
Entonces me acurruco más a las palabras del poeta, de ese mar océano, enclavado sin embargo en sus pequeñas montañas, en su huerta de San Vicente (su casa de la Vega, parte baja de Granada) o en sus cármenes de Albaicín (barrio árabe de la ciudad), ese inmenso Federico García Lorca.
Cuesta no conmoverse hasta las lágrimas cuando se visita la casa de Manuel de Falla en Granada. El compositor había venido a la ciudad en 1919 no solo huyendo del bullicio de París, sino sobre todo en una búsqueda del alma gitana de esta ciudad.
Y se instaló aquí, a la sombra de La Alhambra, en los altos del barrio del Realejo, en esta pequeñísima casa que hoy puede sonar hasta lujosa, pero que entonces era un carmen muy modesto (se llama carmen a esas casas árabes cerradas y con un jardín interior).
Desde su jardín, pequeño como todo, se disfruta de la vista de las murallas de la ciudad palatina de un lado y, por el otro, de la vega que se extiende allá abajo, anegada por el Genil. Entonces era, muy posiblemente, zona despoblada y de cultivo. Hoy es un populoso barrio de la ciudad moderna.
Todo en la casa, queda dicho, es pequeño y modesto y se conserva tal como él lo dejó cuando partió al exilio: su cama minúscula, su pequeñísima mesa, apenas para recibir algún invitado, su piano pleyel vertical. Cuesta creer que de estas teclas surgieran muchas de las mejores obras del compositor.
Hay en la casa un detalle que conmueve como un latigazo. Se trata de una pequeña despensa o cava excavada en la pared de piedra y cerrada con un enrejado de madera, donde el músico se guarecía cuando, en el cementerio cercano, los fascistas fusilaban a los republicanos capturados. Entraba allí para rezar (era profundamente devoto) y para tratar de olvidar el dolor de la guerra.
Falla vino a Granada con un propósito muy concreto: estudiar la música gitana. Con ese fin ideó un festival de lo que entonces se llamaba “cante jondo” y que más tarde derivó en “flamenco”. Pero para bien de la humanidad se le cruzó en el camino un huracán llamado Federico García Lorca, que en esa época tenía solo 20 años y que era un aprendiz de músico, dibujante, dramaturgo y poeta. Me imagino cómo sería ese encuentro entre aquel hombre maduro y tímido y este joven incontenible. Alberti, que lo conoció por esa época, recuerda que “había magia, duende, algo irresistible en todo Federico. ¿Cómo olvidarlo después de haberlo visto o escuchado una vez?”. Manuel Altolaguirre, poeta y también gran amigo, decía que donde estaba Federico no llovía, sino que federiqueaba. Desde entonces, juntos, poeta y músico, se dieron a la tarea de entrevistar, escuchar, recoger, ordenar la música y de organizar el festival, que se realizó en los jardines de La Alhambra en 1922. Aquello selló una amistad entrañable que duró hasta el asesinato del poeta.
En las colinas situadas al frente de la ciudad amurallada pero del otro lado de la casa de Falla, se encuentra el encantador barrio árabe de Albaycín. Más arriba, en la montaña, se ubica el barrio de Sacromonte, donde vivían los gitanos. Lo hacían en cuevas excavadas en la roca. En realidad, de siguen haciendo, solo que ahora las cavernas se disimulan con fachadas de casas.
Por esos montes y por esas cuevas anduvieron buscando la canción valiosa y, con ella, la tradición de un pueblo que hasta entonces aparecía oculto, ninguneado.
El festival resultó ser un éxito en todos los sentidos, pero más que el acto en sí, aquella reunión de talentos populares, representantes de una tradición de siglos, dejó una huella imborrable en la cultura de España, y es que desde entonces el festival se realiza de manera regular y, al menos hoy día, crece el interés por estudiar el flamenco.
Pero hay otras dos huellas. Una se ve reflejada en la música de Falla, imbuida de espíritu flamenco. La otra, más conocida, es la poesía misma de García Lorca. Se trata no solo del “Romancero gitano” (si bien el romance es forma popular más típica de la literatura castellana, no hay que confundirse; hay que recordar que el octosílabo de rima asonante o consonante es la métrica predominante en todo el cante andaluz, que lo combina con amplísima amalgama de medidas de arte menor). Se trata también de sus “Canciones”, “El diván del Tamarit”, “Poemas de cante jondo” y otros. Todos ellos se nutren de la tradición flamenca.
Muchas de los poemas tradicionales eran canciones de cuna, las nanas, y tienen la gracia de ser más simples y repetitivas y de mantenerse más amarradas a la tradición:
Mamá. Yo quiero ser de plata.
Hijo, tendrás mucho frío.
Mamá. Yo quiero ser de agua.
Hijo, tendrás mucho frío.
Mamá. Bórdame en tu almohada.
¡Eso sí! ¡Ahora mismo!
(Canciones)
Además de poeta y dramaturgo, Federico era pintor, dibujante y músico. En Granada vivía en la Huerta de San Vicente, la finca de su familia, situada en la Vega que por entonces, como dije, era una zona rural y agrícola, de allí su nombre, y una finca de cultivo. Allí vivió el poeta hasta su muerte y allí escribió el “Romancero gitano”, “La casa de Bernarda Alba” y otras obras. En esa finca compartía con los trabajadores agrícolas, los peones de su padre, y oía sus canciones.
En esa casa el poeta se esparcía en su piano de cola. La casa tiene una especie de sala que hoy guarda unos inmensos dibujos de Federico. Son los restos de una puesta dramática que el poeta escribió, dirigió y diseñó para su hermana Isabel, la más pequeña (por cierto, la otra hermana, Concha, murió igual que Federico, asesinada por los fascistas durante la Guerra Civil). En esa ocasión, el 6 de enero de 1923, el poeta dirigía todo el espectáculo, pero la música en el piano se la interpretaba… ¡Manuel de Falla!
Era una amistad formidable del hombre maduro (tendría entonces casi cincuenta años) con el jovencito, veintidós años menor, y que nada ni nadie, ni siquiera las diferencias de sus personalidades, pudo destruir. Por eso el asesinato del poeta fue para Falla tan definitivamente vital (o mortal, cómo sé cómo decirlo) y lo hundió en una situación de inmensa tristeza, soledad y miedo que pudo sostener un año más, hasta que partió con la sola compañía de su hermana y con lo que llevaba puesto y algo más rumbo al exilio. Se refugió en Argentina donde murió diez años después. Su casa del Realejo quedó abandonada hasta que muchos años después devino en lo que es hoy, un museo y un centro de cultura musical (sede de la Filarmónica de Granada).
Por los años en que se preparaba el festival de cante jondo, García Lorca realizó una compilación de canciones gitanas que él transcribió desde lo oral al texto y al pentagrama. Era la primera vez que se hacía. Este trabajo estuvo perdido muchos años y recientemente se ha publicado en forma de libro con el título de “Canciones españolas antiguas para canto y piano”. Allí se recogen coplillas tan famosas como “Los peregrinitos”:
Hacia Roma caminan dos peregrinos, a que los case el Papa, mamita, porque son primos, niña bonita, porque son primos, niña.
O el de “Las morillas de Jaén”:
Tres morillas se enamoran en Jaén: Axa y Fátima y Marién. Tres morillas tan garridas iban a coger olivas y hallábanlas cogidas en Jaén, Axa y Fátima y Marién.
¿Qué le hereda la tradición flamenca al arte español? Dos cosas fundamentales: la primera es la oralidad, “la línea hablada”, decía Alberti, con su forma sencilla, fluida, de una gravedad llana, que ya la tuvo el castellano en la poesía del Arcipreste de Hita, del Marqués de Santillana, de Jorge Manrique. También la vemos en Lope de Vega, aunque en esa época ya aparecía de segundona, opacada por los aires de un arte oficial pedantesco y extranjerizante.
Ese espíritu no ligero pero sencillo ya lo tuvo España, decíamos. Lo perdió con la introducción de formas extranjeras, en especial italianas. Un poeta andaluz recoge, sin embargo, ese pasado de oralidad, aunque lo hace en pugna perenne con las artes mayores oscuras, incómodas y, sobre todo, ajenas al sentir popular. Se trata del cordobés Luis de Góngora, que, al lado de los Polifemos, tan ajenos, nos muestra joyas del sentir popular que no se olvidan.
Váyanse las noches, pues ido se han los ojos que hacían los míos velar; váyanse, y no vean tanta soledad, después que en mi lecho sobra la mitad.
Dejadme llorar orillas del mar.
Aún hoy, Córdoba huele a árabe como el que más. Huele a judío y a gitano. Lo dicen los nombres de sus calles y de sus barrios, su arquitectura, su gastronomía, su música. Y de allí era Góngora, muy cerca de quien vibraban siglos de historia mora y gitana. Vibraban en las carnes vivas de ese pueblo, en los que hacían las faenas del hogar y del campo y negociaban dentro de la ciudad.
Y la segunda cosa es esa “angustia profunda del cante jondo” (otra vez Alberti), ese contenido pícaro y pizpireto, cargado de gracia aldeana y, al mismo tiempo, cargado del dolor trágico de pueblos oprimidos y discriminados. Es la luz y sombra que envuelven todos los poemas del “Romancero gitano”: el niño que quiere hacer joyas de la plata que la luna refleja en el agua y que termina por ahogarlo, las naranjas que ponen al agua del oro justo antes de la muerte, el terror de la guardia civil.
Después de Góngora, la poesía española entra en una sequía inexplicable. Los poetas importan el sentimiento del romanticismo. Lloran, se suicidan, se enferman de tifus. Su poesía está también enferma de esos males.
Quien viene a salvar la lírica en lengua castellana es otro andaluz, el sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, sin duda el mejor poeta en siglos, y lo hace con esa misma “receta”: la simpleza del verbo, la afirmación directa y serena, la sensibilidad nostálgica de lo que es nuestro y no se tiene o se ha perdido. Él decía: “El pueblo es y será siempre el gran poeta de todas las edades y de todas las naciones”.
¿Qué es la poesía?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¡Qué es la poesía!, ¿Y tú me preguntas? La poesía… eres tú.
¡Eso es poesía, no los alambicados recovecos de la orfebrería verbal!
Medio siglo después, otro sevillano habría de seguir esos caminos. Es Antonio Machado, autor de una poesía igualmente sobria y serena, llena de una suave melancolía. Aquí y allá está la pieza de arte menor que parece recordar las letrillas del flamenco.
¿Quién me presta una escalera para subir al madero, para quitarle los clavos a Jesús el Nazareno? Cantar de la tierra mía que echa flores al Jesús de la agonía y es la fe de mis mayores. ¡Oh, no eres tú mi cantar! ¡No puedo cantar, ni quiero, a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en el mar!
Pero es lo mismo que respiramos en su arte mayor.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno; y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
¿Tuvieron estos dos poetas la referencia inmediata de la coplilla cantada por la vendedora de flores, por el campesino moreno que recoge olivas en el campo y baila en la noche en el tablao? Posiblemente sí. Pero además la presencia viva del cante jondo la tienen allí al lado, en Triana, justo en la otra ribera del Guadalquivir. Juan Ramón Jiménez se pregunta: “Muchas de las rimas de Bécquer, ¿qué son sino peteneras, soleares, malagueñas, sevillanas mayores?” (petenera, soleá y sevillana son tres géneros—palos—del flamenco).
Juan Ramón Jiménez, el más joven de la generación literaria de Machado sigue, igual que este, ese rescate de la tradición de siglos del cante popular. Igual que Machado, él también es andaluz aunque no de Sevilla, sino de Huelva. Juan Ramón siempre lo repite: abrir las puertas de la poesía a la voz directa del pueblo, en eso reside la clase de este oficio del poeta.
Yo no soy yo. Soy este que va a mi lado sin yo verlo, que, a veces, voy a ver, y que, a veces olvido. El que calla, sereno, cuando hablo,
el que perdona, dulce, cuando odio, el que pasea por donde no estoy, el que quedará en pie cuando yo muera.
También él, republicano y antifascista, se acogerá al exilio y vivirá primero en Estados Unidos y luego en Puerto Rico hasta su muerte.
Quizá haga falta recordar a otros monumentos de la poesía andaluza, en particular al gaditano Rafael Alberti (algo así como el hermano natural de García Lorca), a Miguel Hernández, de Jaén, y Manuel Altolaguirre, de Málaga. En todos, la misma huella. No es un llamado de sangre, no. Ninguno de ellos era gitano, ni siquiera Federico como algunos creen. No, no es el llamado de la sangre, sino de esa tierra áspera y soleada, poblada de olivares y anegada de lágrimas, cruce de culturas y de cantos, hogar de tradiciones desvanecidas en otras partes, la árabe y la judía, pero sobre todo la gitana, ero con gitanos de carne y hueso, que siguen viviendo en Triana y Montesacro y siguen cantando en sus patios y hogares al ritmo de la guitarra, el palmo y los tacones de los bailaores. Y es que lo que España y, por tanto, el mundo le deben a Andalucía no se puede expresar con palabras. En ese crisol se produjo la forja de una forma de vida, de una filosofía y de una poética. (No puede dejar de mencionarse que hay tradición gitana también en otras regiones, sobre todo el Cataluña, de donde provienen el Pescaílla y Peret, para mencionar solo dos.)
Además de la poesía impresa en libros, sobrevive una extensísima obra que se transmite en el lenguaje oral. Es la poesía del cante, que se extiende desde Córdoba hasta el Mediterráneo y que reúne a miles de cantaores y bailaores cuyas letras llenarían muchos tomos de poesía de primera.
Mira que dicen y dicen, mira que la tarde aquella, mira que se fue y no vino de su casa a la alameda.
Y así mirando y mirando así empezó mi ceguera, así empezó mi ceguera.
Así dice una de esas cancioncillas, titulada “A tu vera”.
Siempre he tenido la inquietud de que el espíritu andaluz abarca otras expresiones del arte. Pienso, por ejemplo, que Picasso, malagueño, con la simpleza de sus líneas y la pureza de sus trazos, y con esa tristeza y melancolía que siempre llevan en sus rostros sus personajes, tiene mucho de gitano. (Recuérdese que hicieron él y Falla una ópera juntos).
Y de la misma forma es posible que un estudio detallado nos lleve a comprobar que esa línea pasó a América y que se refleja en los corridos y las tonadas de todo el continente.
Aquí me pongo a cantar al compás de mi vigüela, que el hombre que lo desvela una pena estrordinaria, como el ave solitaria con el cantar se consuela.
(Martín Fierro)
Esa onda impacta también a Rubén Darío, al que le vino posiblemente por Góngora y Bécquer, y que se caracteriza por su musicalidad de raigambre popular y en el verbo sencillo, llano y directo que caracteriza su mejor obra.
En mi jardín se vio una estatua bella; se juzgó de mármol y era carne viva; un alma joven habitaba en ella, sentimental, sensible, sensitiva.
(Cantos de vida y esperanza)
Un buen tema, este último, para el futuro.
(Fotos: Manuel de Falla de Federico García Lorca en sus casas de Granada a comienzos de los años 20s).
Ernest Hemingway es uno de los autores más queridos en el mundo, sobre todo el mundo de habla hispana. En España por sus largas estadías en ese país, en particular en Pamplona, al disfrute de sus toros y sus encierros; en América Latina por esa predilección que mostró siempre por Cuba. De allá, de España, vino “Por quién doblan las campanas”; de aquí, de Cuba, “El viejo y el mar”.
Sí, lo queremos de verdad. Yo lo disfruto mucho. Pero hay una obra suya que me es particularmente entrañable y que ahora, en mis relecturas, ha vuelto a lograr estatura. Se trata “Nick Adams”, que no es una novela, pero sí es una novela. Es una novela a pesar de ella misma y a pesar de Hemingway.
“Nick Adams” es la colección de 24 cuentos que el autor fue publicando (algunos dejó inéditos) aquí y allá a partir de 1925, y que fueron reunidos en un libro con un orden particular y publicados como un solo corpus en 1972, once años después de la muerte de su autor.
Lo fantástico de esta obra es que cada cuento mantiene su carácter autónomo, y por tanto recoge en pocas palabras toda la emoción, el dramatismo y el trauma de su situación que parece única pero que en realidad se entrelaza con las demás situaciones emotivas, dramáticas y traumáticas de los demás cuentos. Cualquiera diría que fue escrito como en realidad no lo fue, como una novela, con un argumento y clímax únicos en desarrollo y no 24 historias que nacen y mueren a cada instante.
La segunda cosa fantástica es el minimalismo de su estilo, eso que Hemingway llamaba “teoría del iceberg”, que consiste en esconder cosas que son solo supuestas, y que están allí como esas sombras de la música en las sinfonías. Eso lo aprendió del periodismo: no contarlo todo, saber ocultar, que es lo que hace relevante el relato, según decía.
La tercera es esa relación hombre-naturaleza, entre el nombre y las cosas o con las cosas. Los bosques quemados, los aserraderos destartalados, la trucha que corre sinuosa como el alma del personaje destruido por una guerra que no se menciona, todos esos espejos en que se refleja el drama interior de los personajes.
El otro inmenso atractivo es el personaje Nick, ese niño nacido y criado en medio de los bosques, igual que el autor, hijo de un médico, igual que el autor, lanzado a la guerra, igual que el autor, y como él destruido por la trágica experiencia del mal y de la muerte.
El juego de relevos es una tarea imposible. Posiblemente cada quien encontrará sus preferencias. Uno de los cuentos que más se recuerda es “Campamento indio”, una historia autobiográfica donde la vida, la muerte y la impotencia se reúnen en un personaje indígena que termina cortándose el cuello para no escuchar más a su esposa parturienta gritar de dolores de parto. El médico es muy posiblemente el padre del escritor y la experiencia uno de los retos psicológicos de su vida.
Hay otros dos relatos que se publican seguidos (no nacieron así) y que relacionan a Nick con el río, con la pesca, con un pasado que olvidar y con un futuro que aún no se encuentra. En “El río de dos corazones” pareciera que no sucede nada. Luego del encuentro de Nick con el pueblo de Seney o lo que queda de él, no más que palos renegridos y piedras dañadas por un incendio presumiblemente forestal, el joven se dirige al río al encuentro de su soledad. En ese sitio desierto, ubicado posiblemente en la península norte de Michigan, en las cercanías del Lago Superior, Nick juega a la pesca de trucha. A solas en su carpa, en la cercanía del invierno, quizá juega no más que a olvidar, aunque esa soledad y la relación con la naturaleza no pueden sanar heridas similares a las de Seney, ese cúmulo de cenizas que es su vida.
El otro, para mí más atrayente, es el siguiente, “El fin de algo”, así de vago como es la vida. Nick en este caso sale con su novia a un viaje de pesca por esos mismos bosques u otros similares, a un pueblo llamado Hortons Bay, hasta hace poco centro maderero y hoy complemente deshabitado (hay un sitio que se llama así en Michigan y que tiene por cierto un “drive” llamado Hemingway). Allí constata que ha perdido el interés por todo, incluso por el amor.
“Nick Adams” es una de las obras más entrañables de la literatura norteamericana y se las recomiendo.
Después de mi reseña sobre el libro de Benjamín Prado acerca de Rafael Alberti, un amigo me preguntó por “La arboleda perdida”. No, no es un libro de poemas, sino sus memorias, escritas a lo largo de varias décadas y publicadas de la misma forma en cuatro tomos en 1942, 1959 y 1987 (los dos últimos).
Su nombre le viene de un pequeño parquecito o bosquecillo situado cerca de su casa en el Puerto de Santa María de Cádiz que él siempre pasaba en sus correrías a la playa, en sus huidas desde los latines y la matemática hacia el azul imborrable de su mar.
Cuando él vuelve ya de joven a ese mundo que perdió cuando se trasladó a Madrid (“El mar. La mar. / El mar. ¡Solo la mar! / ¿Por qué me trajiste, padre, / a la ciudad?”) ya no encontró casi nada. (“Adiós calle de las Neverías, calle de los sorbetes de colores y los helados veraniegos; vergeles de las orillas del río… esteros y salinas! ¡Adiós infancia libre, pescadora, de patios y bodegas profundos! Serás ya siempre en mis recuerdos como una barca de claveles, con las velas de albahacas, cabeceante por una mar de jazmines perdidos”).
Hoy es un conjunto de árboles cercados sin más. Desde entonces el mar y la arboleda lo siguieron. Y creo que también los famosos sorbetes de Santa María, a los que fue siempre tan aficionado.
Como ha quedado patente en lo transcrito arriba, se trata sin duda alguna, una obra embrujadora, dotada de una prosa de gran altura, aunque él se quejaba del dejo del verso. (“Todo me sale demasiado rítmico. Batallo porque no sea así. Corrijo. Deformo una frase para que no se haga verso”).
Pero son versos, versos que se hacen prosa, historia, relato, asombro. Por allí desfilan esa infancia de escapadas, de expulsiones de colegios y escuelas, del exilio de la capital, de intentos con la pintura (que nunca deja en realidad) y búsqueda de la literatura. Desfilan las amistades y encuentros que le llenan a uno la boca de agua (Unamuno, Machado, Neruda, Aleixandre, Picasso, Dalí, Buñuel y, sobre todo, el inseparable Federico García Lorca, su gran amigo). Por allí desfila el pueblo, alzado contra la monarquía, armado contra el fascismo y en defensa de la República, exiliado y perseguido como él. Y quizá la más importante de todas sus amistades, María Teresa León, su esposa, uno de los pilares de la literatura española, muerta en un sanatorio, desligada de su marido, el mundo y las letras por la enfermedad de Alzheimer).
Cuando regresó del exilio, recién caída la dictadura, unos españoles lo aplaudían, otros lo abucheaban. Una vez en una de esas reuniones multitudinarias, una banda fascista entró a parar el acto. La alcaldesa, de origen franquista, quiso entonces dar por terminado el recital. Alberti se paró y le dijo: “Señora, a mí nunca me ha callado nadie, así que el acto continúa”. Y continuó, eso que más que un recital de poesía era un mitin antifascista.
Rafael Alberti era no solo antifranquista, sino además militante comunista. Por el primer motivo antes y por el segundo después, fue siempre excluido de la vitrina de la cultura oficial. El Premio Cervantes que recibió al final fue producto de una lucha de sus amigos y de la casualidad de que una candidatura fue mal inscrita y quedó un campo vacío, un hueco, por donde se coló el poeta.
Lo del Nobel (que nunca se le concedió), fue otra historia. Esta la cuenta Prado en el libro que mencioné (“A la sombra del ángel”). La Academia Sueca había decidido que premio de 1977 iba para España, y escogieron a dos poetas, Alberti y Aleixandre. Entonces le enviaron un emisario que le dijo que él tenía que renunciar a la candidatura a diputado por el Partido Comunista que llevaba entonces, de lo contrario debía olvidarse del Nobel. Alberti actuó como siempre: echó a la calle a ese emisario. El premio se le dio a Aleixandre en solitario. Alberti fue electo diputado en un acto que fue algo así como una protesta pues pocos meses después renunció a su curul. Los parlamentos y los versos no se llevan bien.
Pero bueno, es lástima que no podamos seguir. Les dejo la inquietud y el deseo de leer. Espero.
En la foto, Rafael Alberti joven y su esposa María Teresa León.
Cayó hace poco en mis manos el libro “A la sombra del ángel” de Benjamín Prado, el cual, aunque había sido publicado hace dos décadas, nunca se había tropezado conmigo.
Es uno de esos libros imprescindibles, de esos de los que uno se pregunta por qué no lo había leído antes y que lo hacen sufrir a uno cuando termina su lectura.
El libro cuenta las andanzas vividas durante 13 años al lado del poeta Rafael Alberti. Benjamín, entonces aprendiz de periodista, de poeta y de novelista, era un benjamín de apenas 20 años; Alberti, para ese entonces, ya pasaba de los ochenta. No obstante, fueron amigos entrañables. Benjamín lo llevaba a todo lado, lo transportaba en su carro ciudad por ciudad, le organizaba encuentros con los grandes escritores, dramaturgos, actores y pintores de la época (además de poeta, Alberti era dramaturgo y pintor). Se distanciaron luego en gran parte por el trabajo del joven escritor, pero sigue siendo aun hoy imperecedero.
“A la sombra del ángel” muestra esa personalidad apabullante de Alberti, un rebelde, inquieto, rompedor de esquemas, que no podía dejar de sobresalir con su melena blanca y sus camisas hawaianas, pero sobre todo por el encanto de su persona y su poesía que él iba declamando por el mundo. Siempre irreductible con el enemigo (vivió largos años en el exilio) era sin embargo amoroso con sus amigos, incluso con aquellos camaradas suyos de la generación del 27 con el mediaban, además de amores, resquemores y hasta odios.
Su actividad más vistosa eran los recitales de poesía que repetía por todos los rincones de España a salas llenas. Estas actividades, además de reportarle algunas pesetas que él tanto necesitaba, le permitía un contacto directo con su pueblo, algo que a su espíritu extrovertido y a su consecuencia revolucionaria le era más necesario aun que las pesetas.
Hay en el libro de Prado momentos especialmente llamativos, no sé si mágicos. Cuento uno de ellos:
Como todos los grandes escritores de España, Alberti fue silenciado y ninguneado siempre. Fue el gran ausente de los premios, hasta que un día, ya por cansancio, le dieron el Cervantes. Antes de eso, en 1977, fue visitado por un enviado de la academia sueca quien le dijo que lo iban a proponer como ganador del Nobel conjuntamente con Vicente Aleixandre, el otro reconocido poeta, pero que para ello debía renunciar a la candidatura a diputado por el Partido Comunista. Alberti le respondió que nunca iba a traicionar a su partido. Entonces ese representante le hizo ver que si no dejaba ese puesto debía olvidarse del premio. El poeta no renunció a su puesto de candidato comunista y el Nobel se entregó a Aleixandre en solitario.
Fue viajando con Benjamín en el carro de este, cosa muy corriente, que un chofer borracho los chocó mientras hacían un alto. A Alberti el accidente le cambió la vida. Al chofer ebrio, le costó solo la suspensión de la licencia por dos semanas. Sus múltiples lesiones lo redujeron a una silla de ruedas y esa reducción de su movilidad lo hundió en un hoyo profundo que de una u otra forma lo condujo a la muerte.
Pero como Federico García Lorca, como Antonio Machado, como Miguel Hernández y como Pablo Neruda, Rafael sigue vivo. Perogrullada, sí, pero en este mundo de muerte y olvido hay que repetirlo siempre.
En mi artículo “Todo Neruda” cometí la tremenda omisión de no mencionar “Los versos del Capitán”. Pasé olímpicamente del “Canto general” a “Las uvas y el viento”. ¡Vaya lapsus!
Demás está decir que es uno de los libros más leídos de Neruda y uno de los más encantadores. Lo cierto es que por su ubicación, su estilo y su contenido, él reafirma la madurez ha que ha llegado el poeta. Todo formado, como Atenea saliendo de la cabeza de Zeus con todo y armadura, Neruda se muestra en esa doble dimensión del cantor intimista y del luchador social. Esas dos facetas no son dos componentes contrapuestos en el poeta. Son, por el contrario, dos aspectos de su misma esencia humana, de su convicción teórica y práctica de que el mundo interior y el mundo social son uno, que su poesía tan solo acentuará ya un aspecto, ya otro, de esa personalidad dual pero única, sin abandonar ninguna de las dos.
Hay en torno a este poemario una serie de anécdotas que acentúan el furor que sentimos por él. “Los versos del Capitán” fue publicado, en 1952, de manera anónima, porque el poeta estaba terminando su relación con su segunda esposa, Delia del Carril, y comenzando su pasión con Matilde Urrutia, a quien fueron dedicados los poemas. Neruda pensó que ocultando su identidad haría menos daño a la esposa que estaba dejando.
Se publicó en Italia porque allí se habían establecido el poeta y su amada, y la edición solo tuvo 44 ejemplares, numerados y dedicados a algunos de sus amigos, como el novelista brasileño Jorge Amado, a escritores y artistas italianos como Visconti, Quasimodo, el dirigente comunista Palmiro Togliatti y otros. Lo curioso es que el primer ejemplar está dedicado, por supuesto, a Matilde; el tercero, a Pablo Neruda; y el segundo a una persona de apellidos Neruda Urrutia: era el hijo que soñaba tener y que nunca se hizo realidad.
Anónimo se siguió publicando en Argentina y Colombia hasta una década más tarde.
Dice mi cuñado César, dominicano de origen, que durante la dictadura de Trujillo, donde Neruda era visceralmente prohibido, el libro circulaba con toda naturalidad, como un ciudadano más. Claro, era anónimo.
Hay un libro de Pablo Neruda que no incluye ninguna antología. Fue publicado en Hungría en 1969 y más tarde por la editorial Lumen de Barcelona, sin fecha, aunque presumo que esa edición es el mismo año. Desde entonces se ha editado, sí, pero poco, así que es casi un libro raro y yo me ufano de ser uno de los pocos que lo poseen.
Fue escrito a cuatro manos con Miguel Ángel Asturias y lleva el delicioso título de “Comiendo en Hungría”.
No más imagínense a ese par de hartones recorriendo la geografía y la historia de ese país donde se come como en el mejor. Es una orgía de sabores y de poesía.
Que esos dos escriban a la máxima altura es ya sabido. Lo curioso es que, prosas y versos de ambos, en lo fundamental, Asturias escribe en verso y Neruda lo hace en prosa. El primero demuestra que es un poeta de primera y Neruda hace salir ese exquisito don de prosista que lo acompañó toda la vida.
Como se desprende del título, los autores hacen en estas páginas una degustación del arte culinario húngaro, muestra sus carnes y sus paprikas, cuenta la historia del asado y de la sopa y, por supuesto, hacen un periplo por sus vinos. Estaría renco si no recogiese de aquí y allá algunas recetas, como esa tan simple que nos indica cómo asar un buey entero. (Dentro del buey se coloca un cordero, dentro de este un ternerito, y dentro del ternerito un gallo capón. Cuando este último esté bien dorado, el buey estará listo para ser servido).
Todo el libro es exquisito. Resalto de Asturias su “Alegato del buen comer”, una declaración de guerra a la comida chatarra y un canto a la buena mesa, la auténtica y natural. Y de Neruda “La copa grande”, un himno al vino: “Levanto la copa llena con el fulgor de Hungría, bebo en honor del sol y de la nieve, de la tristeza y de la dicha. Bebo por el amor y por el dolor. Bebo por el fuego y por la lluvia.”
Fue en Isla Negra, la última morada del poeta, donde decidí emprender una aventura completamente nueva: leer todo Neruda. Les cuento que fue eso, toda una inigualable aventura.
Generalmente se lee de un libro algunos poemas de manera más o menos desordenada, y los libros se escogen mucho al azar, tomándolos de distintas época o temáticas. Pero leer de corrido es otra cosa.
Lo primero es que leer así, en orden cada libro, página por página, abre ante nosotros la experiencia de una vida entera. Ante nuestros ojos discurre todo el proceso de maduración, de búsqueda incesante, de ir y venir.
Debe ocurrir con todos los poetas, pero con Neruda es más evidente el transcurso del tiempo histórico, el discurrir a los hechos: las guerras, las luchas, los dolores, las victorias populares. Su obra es una enciclopedia del siglo XX, un espejo del tiempo. Esta enciclopedia cubre una producción de dimensiones inmensas, muy desconocida para el común de los lectores, depositaria de un talento inigualable de observador sagaz. Neruda va por el mundo sintiendo el mundo, recobrando en cada nuevo hecho, en cada nuevo puerto, en cada nuevo acontecimiento, esa esencia de sí mismo que viene el sur lluvioso de su patria, de sus hermanos trabajadores en todos los ámbitos, de su naturaleza y del mar, ese amigo inseparable. En ese ir y venir desde el presente hasta el pasado, desde el mundo hacia el alma, desde el testimonio combatiente hasta el corazón enamorado, van surgiendo portento (libro) tras portento (otro libro).
Como Virgilio, nuestro bardo reúne en sí un enorme poderío lírico combinado con sus dotes de gran poeta épico, con sus poemas naturalistas, al estilo de las Geórgicas, y con su voz de profeta, de crítico activo frente al mundo (para no hablar de su talento dramático, género por el que pasó rápidamente, no sin éxito).
La aventura comienza con el furor de sus veinte años, viaje que desemboca en los “Veinte poemas de amor y una canción desesperaba” (perdonen las comillas, pero no hay de otra). Hasta allí la etapa de formación, una mezcla de estética postmodernista y primera vanguardia. Luego viene una transición forzosa, las “Residencias”, que es algo así como la “época azul” de Picasso: encantadoramente difícil, metafísicamente amarga, solipsista, pero que no deja nunca su resaca de madera y bosque chilenos. (Es muy interesante pensar que muchos poetas vanguardistas forjaron su poesía en París y llevan esa impronta. Nuestro poeta no. Él tuvo que batallar el Asia y en su trópico. Por eso en ellos hay un sabor, junto a la lluvia y la madera, a costa y a sal).
De pronto un volcán explota: es la “Tercera residencia”, que a partir de “Reunión bajo las nuevas banderas” va a cambiar la poética, pero también la vida y el destino del poeta. Lo otro nunca dejó de ser grande, pero era embrionario. Con la “Tercera residencia” la crisálida se hizo mariposa, y el niño emergió armado de hombre. Este soldado que nace con esta obra ya no lo abandonará jamás.
Un acontecimiento lo ha marcado como ninguno: la guerra civil española. Estará con los combatientes de la República en vida y en poesía y con ellos marcha primero al exilio francés y luego a México. Este último poemario contiene su “España en el corazón”, que es algo así como el Guernica de la literatura. Nunca abandonará esa causa que lo ha trasformado por completo.
Su vida y su poesía se vuelven a hacer carne en nuestra América en la abarcadora aventura del “Canto general”, un recuento del paisaje continental, de sus piedras y sus bosques, de su fauna y su habitante, del invasor español y de sus libertadores, de sus dictaduras y de la lucha del pueblo. Es el más grande retrato de nuestra historia jamás escrito. Es nuestra Ramáyana y nuestra Ilíada.
“Las uvas y el viento” es un libro apoteósico, un testimonio de ese mundo que nace de la tragedia de la guerra y empieza a levantarse en medio de las dificultades. Es el libro del optimismo posterior a la tragedia y de recobro de la fe. Es un testimonio de la lucha obrera en Europa y del nacimiento del nuevo mundo socialista en Europa oriental y Asia. A través de somos testigos de un mundo que no conocíamos o habíamos olvidado.
Pero pareciera que las cosas no han sido suficientemente bien descritas y hay que volver a ellas. A la rosa y la alcachofa, a la cerca de alambre de púas, a la papa, al maíz, al picaflor. Ese acercamiento tan profundo y tan sensible a las cosas más sencillas se recogen en los tres libros de las “Odas elementales”, uno de los grandes hallazgos de la literatura de todos los tiempos. Después de esos tres libros quedarán muchas cosas o miradas o perspectivas de ellas a las que volverá Neruda en obras posteriores, tanto en “Navegaciones y regresos” como en la mirada ornitológica de “Arte de pájaros” o la voz del geólogo-poeta en “Las piedras de cielo”. Son todas cantos a la naturaleza, pero sobre todo canto al hombre y la mujer desde la naturaleza.
Una cosa evidente en los libros de “Odas” es la constante justificación de su poesía, su arte poética. Como si tuviera algo de qué excusarse este maestro del combate y del compromiso. Pero sí, su poesía “comprometida” fue siempre objeto de rechazo y de burla de parte de muchos, de los academicistas, que se incomodan cuando la poesía se ensucia las manos con el barro del pueblo, pero sobre todo de los reaccionarios, que nunca han perdonado su compromiso revolucionario y su pertenencia al Partido Comunista. Como si el arte no fuera siempre “comprometido”, con la causa del hombre y de su lucha como en el caso de Neruda, con el desapego y el olvido, es decir, con el silencio frente al dolor y el crimen, como la otra poesía.
Con ese mismo “Con permiso” toma un recreo y vuelve a sus cosas, a su vida íntima llena de amores y de recuerdos. De allí surge “Estravagario”, un maravilloso álbum de viajes por sus viejos destinos físicos, por las ciudades y países, y por sus destinos interiores, sus amores y pasiones. Está comenzando su relación con Matilde, y de ella se nutre ahora su poesía.
Pero “cuidad de confundirlo con un místico ardiente” (Oda a Lenin): el poeta no se ha ido, está aquí, sigue con nosotros, en la marcha y en la huelga, se acompaña de las cosas simples y su compromiso político. Son las “Navegaciones y regresos” ya mencionado, que se alterna con los “Cien sonetos de amor” dedicados a su eterna Matilde, y con “Canción de gesta”, también de amor, la primera obra dedicada a Fidel y la naciente revolución cubana.
Arriba en lo alto, en una cordillera o un templo maya o inca, se enciende el fuego de la ceremonia. Es como una vuelta al “Canto general”, pero no en signo narrativo sino en canción litúrgica. “Cantos ceremoniales” es por eso uno de los más misteriosos y más encantadores de sus libros, que empata con “Plenos poderes” y que deriva en “Memorial de Isla Negra”, una especie de rendición de cuentas de una vida entera de aventura y compromiso. Su curriculum vitae escrito en verso. Con su casa a la orilla del mar la única relación que tiene es de ubicuidad, es que fue escrita allí, en los años reposados del poeta a su regreso a Chile. Acerca de esta edificación escribirá por esa misma fecha “Una casa en la arena”, una pieza maestra de la prosa (Neruda era un gran prosista), escrita como homenaje a esa alcahueta de sus sueños, sus versos y sus fiestas.
El poeta frisa los sesenta, y esa edad siempre viene cargada de pensamientos, de búsquedas de balances. De ellos nace una de las piezas más exquisitas, obra de orfebrería: “La barcarola”, donde dialogan los versos de su vida íntima con los que tratan de la historia y las relaciones sociales.
Con este poemario comienza la obra de madurez del poeta, el trabajo que lo acompaña hasta la muerte acaecida diez años después.
Nueve obras va a publicar el poeta en esta última década de su vida. Siete más quedarán sin ser llevadas a la imprenta. Fueron sacadas clandestinamente del Chile pinochetista y publicadas póstumamente en los meses que siguieron a su muerte. Son un total de 16 poemarios, más o menos uno cada siete meses. ¡Una productividad impresionante!
Esos 16 libros son una delicia. No puedo y no quiero decir cuál me gusta más. Cada uno con su característica específica, como si el poeta hubiera decidido siempre renacer de cero. Cada uno lleno de su propia riqueza verbal y rítmica, y un puño de ideas y sentimientos que rescatan y profundizan los temas de 40 años de labor literaria. En todos ellos, sin embargo, está el propósito de brindar una rendición de cuentas, adobadas con la nostalgia que debe producir la certeza de la cercanía de la muerte (ya mucho antes le habían diagnosticado el cáncer y todos sabían que el suyo era mortal).
“Manos del día”, “Fin de mundo”, “Maremoto”, “Aún”, “La espada encendida”, la ya mencionada “Las piedras del cielo”, “Geografía infructuosa”, “La rosa separada”, “Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena”. La penúltima es un bello canto a la Puerto Rico sacrificada en el colonialismo y ensalzada en su lucha. El “nixonicidio” es un libro delicioso. Es el último combate antes del golpe militar, del asesinato de Allende y de su propia muerte y viene a sobresaltar la tranquilidad de esos últimos momentos. “Amor, adiós, hasta mañana, besos!/Corazón mío, agárrate al deber/porque declaro abierto este proceso” (el proceso contra Nixon). Es la voz en tercetos que nos recuerda a Dante justo en las puertas del infierno.
Póstumos quedaron “2000”, “Elegía”, “El corazón amarillo”, “Jardín de invierno”, “Libro de las preguntas”, “Defectos escogidos”, “El mar y las campanas”. Todos son joyas. Algunos me llamaron especialmente la atención (sobre todo “El libro de las preguntas”, llenas de ingenio y furor). Todas cargadas de esa alma clara que, como el cisne, canta con amor al atardecer.
Las Obras Completas de Neruda me las encontré un día en una bodega y, como es de suponer, las hice mías. Leerlas ahora en su totalidad y orden cronológico ha sido toda una aventura que ya estoy pensando repetir con otros poetas. Pero cuidado, tengo un libro más de Neruda que no aparece en esta colección (jo,jo) y que espero reseñar en un próximo articulito.
En este año celebramos en el ámbito de la cultura nacional y, de modo particular, en la Academia Costarricense de la Lengua, un evento dedicado a honrar una dama, mejor aún, a la dama de las letras costarricenses. Consideramos, con sobrados argumentos, que si la razón de ser de nuestra corporación es honrar la lengua de Cervantes, hoy hablada por más de quinientos cincuenta millones de personas en los cinco continentes, una de las mejores y más justas maneras de hacerlo es honrando a quienes han dedicado su larga, fecunda y ejemplar vida a cultivar nuestro idioma. Me refiero, en concreto, al merecidísimo homenaje que nuestra Academia ha rendido este año a uno de sus más preclaros miembros como es Julieta Pinto, una de nuestras grandes escritoras, con ocasión de cumplir cien años de vida. Con este homenaje, la Academia, no sólo hace justicia a quien tiene sobrados méritos para ello, sino que se honra a sí misma; porque una institución, más allá de sus objetivos y normativas, es lo que sus miembros han hecho y hacen de ella; si una institución es grande y reconocida, se debe a quienes la han hecho grande a través del tiempo. Debemos ver, por ende, en esta hermosa actividad la realización de este objetivo: honrar a quienes – instituciones o personas- cultivan nuestra mayor riqueza cultural, cual es el idioma.
Valga la pena recalcar que nuestra lengua nunca ha tenido un mayor auge, en sus más de mil años de historia, como actualmente; más de 500 millones de personas hablamos español como lengua materna; en muchos países es el idioma extranjero más estudiado después del inglés; nuestra lengua es hablada en los 5 continentes como último y único vestigio de aquel imperio en cuyos dominios “nunca se ponía el sol”.
Pero no debemos obsesionarnos mirando tan sólo al pasado, ni vernos absorbidos únicamente por la dinámica del presente; es necesario ver al futuro; un idioma es una realidad viva, en permanente transformación; lo que lo hace ser un instrumento idóneo de comunicación entre los pueblos más diversos y dispersos del planeta. Esa homogeneidad se estaría consolidando gracias a la revolución tecnológica, pues la necesidad de comunicarse lleva a usar palabras y expresiones lingüísticas que sean comunes a todos los usuarios. Un idioma es, ante todo, un medio de comunicación que minimiza las distancias geográficas o políticas y étnico-culturales.
Pero la importancia del idioma va más allá de ser un indispensable instrumento de comunicación y de construcción del pensamiento (no se piensa con palabras sino desde las palabras, como lo intuyó Platón en su diálogo Cratilo). Un idioma es una manera de comprender el mundo, una sensibilidad colectiva que le da sentido a la vida, un acto fundante de cultura que posibilita la identidad de un pueblo; hecho de la máxima importancia en una época como la nuestra, que se caracteriza por la globalización de los mercados, de la política y de la masificación de las grandes expresiones del arte (rock) o el deporte. En todos los campos, pero especialmente en el político, la humanidad actual urge comunicarse porque los desafíos que debe asumir, si quiere sobrevivir, son planetarios.
Nuestra lengua, la de Cervantes y García Márquez, ha logrado reconocimiento a escala universal. Pero igualmente lo ha logrado en el ámbito nacional y regional, como en el caso de la gran dama de las letras costarricenses, Julieta Pinto. Porque nuestro idioma es la mejor herramienta para lograr la comunicación que nos haga a todos los hombres y mujeres del planeta hermanos y nos enriquezca con una cultura variopinta que, sin perder sus raíces locales, nos convierta en ciudadanos del mundo.
Julieta Pinto ha sido, no sólo una grande y prolífica novelista, sino también una maestra insigne, como lo prueba su condición de fundadora de la Escuela de Literatura y Ciencias del Lenguaje de la Universidad Nacional (1975). Sus novelas son un reflejo de nuestra injusta realidad. Julieta ha prestado su pluma y su talento al pueblo humilde; en sus páginas se han tomado la palabra quienes no la han tenido tradicionalmente en nuestra sociedad; hombres y mujeres del pueblo, niños pobres, todos han sido protagonistas gracias a una narrativa que hace de sus obras una denuncia social y una interpelación, humana pero no por ello menos vehemente, a fin de cambiar el rumbo de nuestra desigual sociedad. Julieta ha hecho realidad aquello de que un gran escritor no es más que el portavoz de los que no tienen voz; un auténtico gran escritor no es más, pero tampoco menos, que el amanuense de su pueblo; por su pluma hablan los hombres y mujeres que hicieron la historia de ayer y configuran la sociedad del presente.
Pero Julieta va más allá o más acá del presente; su inquisitiva pluma escudriña el pasado de nuestra nación, a la manera no de un historiador, aunque con el rigor científico de su método, sino con el afecto de un biógrafo de su propia familia; al indagar los orígenes de su apellido, Julieta busca refocilarse, no sólo como un deleite un tanto narcisista – justificado, por lo demás – sino como una búsqueda de nuestra identidad como nación; lo que mueve a Julieta a bucear en torno a sus antepasados, como es el célebre ”Tata Pinto”, es porque éste configura el imaginario colectivo de nuestra historia patria, por haber sido un personaje que ha sido protagonista de una de las páginas más dramáticas de la vida política costarricense del siglo XIX; todo lo cual lo ha convertido en una auténtica leyenda, formando con ello parte también de nuestra pequeña historia.
Pero Julieta Pinto nunca perdió su objetivo como destacada cultora de nuestra lengua, como sus múltiples y merecidos premios lo confirman, cual es el de mostrar la belleza de la lengua nacional y la fecundidad y originalidad de los temas que aborda; lo cual no se reñía con las exigencias de la justicia social y reclamo en pro de la dignidad de todo ser humano, en especial de los sectores tradicionalmente marginados en nuestra sociedad. De sus obras pueden hacerse múltiples lecturas; su legado literario sigue siendo un rico manantial de enseñanzas, un delicioso manjar para las sensibilidades más refinadas y un ejemplo a seguir para los escritores de hoy y de siempre. Su legado debe perpetuarse y su autora debe ser honrada. Porque la mejor manera de honrar un bello idioma, como el nuestro, es honrar a quienes lo han cultivado de manera ejemplar y señera.