LA ALHAMBRA Y LA CARRETA

Manuel Delgado

(A 8.500 kilómetros de distancia una de otra, La Alhambra y la carreta típica costarricense guardan una relación inusitada.)

“No puede ver el mar la solitaria y melancólica Castilla”, dice Azorín. No llega más allá de esa constatación que casi podríamos llamar geográfica, aunque palpa sí, la soledad y la melancolía. Pero ellas están más en las cosas, que en el alma castellana. “Está muy lejos el mar de estas campiñas llanas, rasas, yermas, polvorientas”.

Más profundo es Federico García Lorca cuando se refiere a esa ausencia de mar no ya de Castilla, sino de su Granada natal.

El río Guadalquivir
tiene las barbas granates.
Los dos ríos de Granada
uno llanto y otro sangre.

¡Ay, amor,
que se fue por el aire!

Para los barcos de vela,
Sevilla tiene un camino;
por el agua de Granada
sólo reman los suspiros.

¡Ay, amor,
que se fue y no vino!

Guadalquivir, alta torre
y viento en los naranjales.
Dauro y Genil, torrecillas
muertas sobre los estanques.

¡Ay, amor,
que se fue por el aire!

Y es verdad que el Guadalquivir hizo de Sevilla una ciudad internacional aunque estuviera lejos del mar. Desde ella salían hacia América los barcos llenos de forajidos y al que volvían esos mismos barcos cargados de oro. Por eso es así. En ella uno se siente a mar abierto, como en La Habana. Y por eso quizá guarda con esta la cercanía de almas abiertas y alegres. Es la psicología de los puertos.

Esa misma diferencia no se entabla solo con Sevilla, porque hay más, hay ciudades de costa, mundos autónomos encallados en Cádiz y Málaga. La primera tiene un encantador sabor de mar que recuerda el Viejo San Juan. Muchos pequeños parques y callecitas se le parecen, aunque muchos dicen que se construyó guardando un aire habanero.

A diferencia del Guadalquivir, el Dauro (hoy Darro) y el Genil, ríos de Granada, no llevan a ningún mar, no conectan las tierras granadinas con ninguna otra tierra como no sean su vega, es decir, sus cultivos.

Pero en Federico la ausencia de mar va muchos más lejos que en Azorín. Ella es menos literal y más del espíritu.

No, Granada no ve el mar, y esa soledad y melancolía, para usar las palabras de Azorín, empujan al granadino hacia sus colinas, hacia torres y sus jardines.  (La casa árabe más típica se llama “carmen”, que es una pequeña propiedad rodeadas de muros blancos con una casa y un jardín dentro. Decían que era para cumplir con el mandato del Corán de no alimentar la envidia de los vecinos, aunque más bien pareciera que eran así para esconder ese espíritu de encierro de los granadinos).

No tienen los habitantes de Granada ni esa visión de inmensidad que da el mar ni ese espíritu de aventura que el mar alienta. Por eso en ellos todo tiene ese dulce aire doméstico.

“Granada, solitaria y pura, se achica, ciñe su alma extraordinaria y no tiene más salida que su alto puesto natural de estrellas”, dice Federico.

Es por ello que la estética granadina es la del diminutivo, “la estética de las cosas diminutas”. Y menciona el poeta a su conciudadano Fray Luis de Granada que hace todo un panegírico de las cosas pequeñas, del papel, por ejemplo, de la diminuta hormiga en la enseñanza infinita de dios. “No queremos que el mundo sea tan grande ni el mar tan hondo. Hay necesidad de limitar, de domesticar los términos inmensos” (García Lorca).

De allí proviene la tradición del arabesco de la Alhambra, “complicado y de pequeño ámbito”, cargado de preciosismo, que “ha sido siempre el eje estético de la ciudad”. La Alhambra no asombra por ningún gigantismo ni fuerza militar, asombra por esa pequeña filigrana que envuelven sus pequeños cuartos y corredores y que como encaje de yeso, cerámica o piedra, que llenan cada centímetro de pared o cielorraso, con sus falsas columnas y arcos que no sostienen nada como no sea el resultado del arte de las manos estilizadísimas de sus artesanos, además de la belleza de la caligrafía que por doquier repleta de poesía la arquitectura.

Los que la visitamos hoy quedamos encantados con esos decorados de color marfil. Lo asombroso es que originalmente eran policromados. No logro hacerme idea de cómo eran esas paredes y esas estancias colmadas de colores. No puedo imaginármelo.

¿Por qué tiene importancia Granada para nosotros? Porque tampoco ven el mar nuestras ciudades y pueblos del Valle Central. Recluidos en el interior de nuestros valles y resguardados por nuestras montañas, que cumplen el doble propósito de resguardarnos y detenernos, encarcelarnos, nos volcamos hacia nosotros, huraños, metidos en nuestras pequeñas casas de barro y nuestros jardines diminutos.

Pero también en nuestros arabescos, en ese preciosismo que destilamos por todas partes. Esas carretas pintadas no son ni de yeso ni de piedra. Ellas se han desprendido de su soporte natural, y como color puro, giro pícaro, recoveco gentil, tímido y atrevido al mismo tiempo, parecen volar por los aires al ritmo del tambor de madera de las ruedas que cantan en el contacto con los caminos.

Gente tímida, como los granadinos, tan ajenos al mar, sumidos en su propia alma melancólica, con una fuerte dosis de individualismo o timidez.

Me imagino que hace algunos años (hoy solo se escuchan los altavoces) oíamos la guitarra sentimental y la cancioncilla romántica de que habla García Lorca en sus descripciones (ojo que tampoco se escuchan ahora en esa Granada que hierve de turistas).

Entonces me acurruco más a las palabras del poeta, de ese mar océano, enclavado sin embargo en sus pequeñas montañas, en su huerta de San Vicente (su casa de la Vega, parte baja de Granada) o en sus cármenes de Albaicín (barrio árabe de la ciudad), ese inmenso Federico García Lorca.