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Etiqueta: Luko Hilje

En los 60 años de la Organización para Estudios Tropicales

Estudiantes y profesores del curso de Ecología de Poblaciones, de 1974, en una visita al volcán Poás: Olga Méndez, Pedro Falco, Luko Hilje, Rafaela Sierra, Gary Stiles, Julio Sánchez, Sergio Salas, Gustavo Ramos, Carmelina Flores y Amado Suazo.

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

A mediados de diciembre de 2023, fui invitado como co-conferencista en el evento El aporte histórico de la OET: remembranzas de 60 años, junto con el renombrado biólogo Pedro León Azofeifa; tuvo lugar en la sede local de dicha entidad, en el campus de la Universidad de Costa Rica (UCR). Ello obedeció a que el año pasado la Organización para Estudios Tropicales (OET) u Organization for Tropical Studies (OTS) alcanzó su 60 aniversario, y las nuestras representaron el cierre de un ciclo de conferencias organizadas durante el año.

Como lo expresé esa tarde, aparte de sentirme muy honrado con dicha invitación, también lo fue compartir el podio con Pedro, colega por quien he sentido un profundo afecto y admiración desde siempre. De ello dejé constancia en mi artículo ¿Cabeza de…, León?, que publiqué hace 19 años en el diario La República (12-V-05, p. 16), cuando él fue galardonado como miembro de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU. Y, aunque tomamos rumbos muy diferentes, él en el campo de la biología molecular, y yo en el de la entomología agrícola y forestal, hemos confluido en instancias y ámbitos pertinentes a la conservación del ambiente y al desarrollo científico del país. Una expresión de esto fue la elaboración del artículo La biodiversidad de Costa Rica en dos siglos de vida independiente, y una mirada hacia el tricentenario que, encabezado por nuestro común y entrañable colega y amigo Rodrigo Gámez Lobo, publicamos en la Revista del Archivo Nacional de Costa Rica (2021, No. 85), con ocasión de la celebración del bicentenario de nuestra independencia.

Ahora bien, en cuanto a nuestras charlas de esa tarde, Pedro se refirió a los primeros años de la OET, no solo con su notable habilidad expositiva, sino que también con gran conocimiento de causa, pues durante seis años (1998-2004) fungió como presidente de la Junta Directiva de esta entidad. Por mi parte, con gusto acepté hacerlo, porque en los últimos años me he dedicado a investigar acerca del desarrollo histórico de nuestras ciencias naturales, y porque con la OET —aunque ocasional—, he tenido una relación muy positiva, no solo en mis años de estudiante, sino que también como profesional. Fue por eso que a mi conferencia —de apenas media hora, y que fue más bien una especie de «divertimento»— la intitulé Una opinión acerca del significado histórico de la Organización para Estudios Tropicales en Costa Rica, más algunas remembranzas personales.

Es a ella a la que deseo referirme en sus aspectos esenciales, para que mis palabras de esa inolvidable tarde no se las lleve el viento y caigan en el desolado fondo del olvido.

Un vistazo al siglo XIX

En realidad, para entender a cabalidad el surgimiento, al igual que el significado histórico de la OET, es ineludible dar una mirada en retrospectiva al siglo XIX, pues fue a mediados de dicha centuria cuando arribaron a Costa Rica los primeros naturalistas europeos.

Algunos de ellos fueron transeúntes, pero hubo cuatro que se instalaron en el país por períodos de longitud variable y, además, escribieron artículos formales en revistas, o incluso libros, sobre diferentes aspectos de nuestra naturaleza. El primero fue el danés Anders Oersted (1846-1848), quien fue seguido por los alemanes Karl Hoffmann (1854-1859), Alexander von Frantzius (1854-1868) y Helmuth Polakowsky (1875-1876). Asimismo, tras un prolongado interregno —de más de un decenio—, su labor sería continuada y acrecentada por los naturalistas suizos Paul Biolley, Henri Pittier y Adolphe Tonduz, contratados por el gobierno de Bernardo Soto Alfaro, durante la Reforma Liberal de 1885-1889.

A su vez, estos esfuerzos pioneros fueron ampliados y enriquecidos con la monumental obra Biología Centrali-Americana, que fue una iniciativa de los ingleses Frederick D. Godman y Osbert Salvin, y que quedó plasmada en 67 volúmenes, publicados en un intervalo de 36 años (1879-1915), escritos por numerosos especialistas europeos y estadounidenses. Además, se vieron favorecidos por una alianza establecida en 1862 por von Frantzius con el Instituto Smithsoniano —restringida a aves y mamíferos—, la cual también permitió la formación de José Cástulo Zeledón como el primer naturalista costarricense, a quien le correspondió actuar como una especie de eslabón o puente entre los naturalistas alemanes y suizos ya citados.

Asimismo, esto incidiría en la fundación del Museo Nacional, en 1887, como un espacio de encuentro e intercambio de conocimientos entre los consagrados y los noveles científicos de entonces (Zeledón, Juan José Cooper Sandoval, Anastasio Alfaro González, José Fidel Tristán Fernández, Otón Jiménez Luthmer y Alberto Manuel Brenes Mora), lo cual propició la institucionalización de las ciencias biológicas en el país. Ya en el siglo XX, ésta culminaría en 1957, con la fundación del Departamento de Biología en la UCR, convertido en 1974 en la actual Escuela de Biología, que hizo posible la formación de biólogos con énfasis en botánica, zoología, genética o ecología.

Acerca de este proceso, el lector puede consultar tres artículos míos recientes, publicados en revistas académicas: Las rutas históricas del desarrollo de las ciencias biológicas en Costa Rica (2022), Naturalistas y científicos extranjeros influyentes en el desarrollo de las ciencias biológicas en Costa Rica (2023) y Los pioneros de la entomología en Costa Rica (2023). El primero apareció en Herencia, y los otros dos en la Revista de Biología Tropical.

Surgimiento y vigencia de la OET

Aunque, con la creación del Museo Nacional se inició un flujo continuo de botánicos y zoólogos extranjeros —sobre todo estadounidenses—, ello no ocurrió de manera sistemática ni articulada, sino más bien aleatoria.

No obstante, esta situación cambió de manera radical con el surgimiento de la OET —cuya acta de nacimiento data del 5 de marzo de 1963, en Florida—, como un consorcio académico de siete universidades estadounidenses y la UCR. De ello da fe el artículo Un recuento de la historia de la biología en Costa Rica, en la voz del Dr. Rafael Lucas Rodríguez Caballero (Herencia, 2023) que, aunque elaborado por mí, su médula corresponde a un invaluable texto casi desconocido —una conferencia ofrecida en agosto de 1972— de ese insigne científico y educador, quien a su vez fue coartífice de la creación de la OET.

En dicho texto, don Rafa —como se le conocía en el ámbito universitario— narra los primeros intentos por crear un ente educativo orientado al estudio profundo de la naturaleza neotropical, pero la idea no cristalizaría sino hasta 1963. Fue por esos tiempos que confluyeron en un mismo propósito dos científicos realmente excepcionales, así como hábiles gestores en el mundo de la ciencia: él, como director del Departamento de Biología de la UCR, y Jay M. Savage, por entonces profesor en la Universidad de Southern California. Botánico don Rafa y herpetólogo Savage, tan contrastantes especialidades no fueron óbice para que sus mentes convergieran en cuanto al planeamiento y la concreción de un proyecto muy original e innovador en el mundo tropical. En efecto, se trataba de una aventura académica unificadora e integradora en su enfoque, así como de gran alcance científico.

Esa aventura se materializó en la OET, cuyo primer gran logro es haber alcanzado 60 años de existencia, es decir, una inusitada perdurabilidad, pues para entidades como estas —que no tienen fondos permanentes garantizados—, es sumamente difícil mantenerse en el tiempo. Gracias a quienes han sabido conducir sus destinos, así como a aquellas personas y agencias filantrópicas que han aportado fondos para su financiamiento, la trayectoria de la OET ha sido muy fructífera, a pesar de haber enfrentado situaciones realmente adversas en ciertas épocas.

Desde el punto de vista administrativo y logístico, aunque a lo largo de su historia su sede administrativa estuvo en edificios alquilados, ya en San Pedro de Montes de Oca o en Moravia, desde el 14 de mayo de 2004 se localiza en un hermoso edificio, dentro de la Ciudad de la Investigación de la UCR. Asimismo, cuenta con tres estaciones biológicas en el territorio nacional, en zonas ecológicas contrastantes: La Selva (Sarapiquí), Palo Verde (Guanacaste) y Las Cruces- Jardín Botánico Wilson (San Vito).

La OET como un parteaguas

Cuando uno analiza la historia de las ciencias biológicas en Costa Rica, se percata de que, por más de un siglo, la investigación tuvo un sesgo hacia aspectos puramente taxonómicos, tanto de la flora como de la fauna. Esto era lógico, pues los investigadores extranjeros venían al país atraídos por su muy rica biodiversidad, que incluía no solo el asombroso número de especies que lo caracterizan, sino que también las singulares adaptaciones anatómicas y fisiológicas, relaciones simbióticas, comportamientos, sistemas de polinización, etc., que, a veces por insólitas, parecieran pertenecer al ámbito del surrealismo. Pienso que, millones de años antes de que emergiera esta corriente pictórica y literaria, en el mundo natural —y, en particular, el tropical— la flora y la fauna ya habían sobrepasado casi todos los límites de la imaginación.

Por tanto, en su afán de descubrir y describir las inefables formas y fenómenos con que se topaban a cada paso que daban en nuestras selvas y costas, o al bucear en sus mares, los investigadores extranjeros centraron sus esfuerzos en inventariar miles de especies de plantas y animales, sin necesariamente profundizar —por falta de tiempo y de recursos económicos— en las tramas de relaciones ecológicas, tanto estructurales como funcionales, de las que dichas especies forman parte, y menos aún en aspectos pertinentes a las relaciones genéticas o evolutivas de los grupos taxonómicos de su interés. Pero todo esto cambiaría con la OET.

Ahora bien, sí hay que tener claro que las expectativas originales de la OET eran de carácter docente. Así se percibe con meridiana claridad en el ya citado artículo de don Rafa, quien, al referirse a la génesis de la OET, relata lo siguiente:

«Esto arrancó de la lucha de casi diez años de un profesor de la Universidad de Michigan, que se llamó Norman Hartweg, quien soñaba con la instalación de un plantel de investigación de ciencias en el trópico. Luchó por establecerlo en el sur de México, donde se le desdeñó y quedó totalmente desanimado. Sin embargo, en una oportunidad llegaron a Costa Rica unos estadounidenses, que venían a estudiar la posibilidad de dar cursos de verano para profesores de su país. Para entonces estaba John de Abate Jiménez en el Departamento [de Biología], y él y yo hicimos amistad con este grupo, y por espacio de tres años realizamos cursos intensivos de biología tropical para profesores universitarios estadounidenses. Al año siguiente de comenzar, en 1962, promovimos una conferencia continental, con la participación de muchos países de América, desde Estados Unidos hasta la Argentina, con el fin de aunar esfuerzos para el estudio del trópico, y de esa reunión nació la Organización para Estudios Tropicales».

En realidad, esos primeros esfuerzos por familiarizar a profesores estadounidenses con el mundo tropical tomaron otro cariz, y muy pronto evolucionaron hacia la oferta de un curso de postgrado en inglés, tanto para estudiantes estadounidenses como latinoamericanos. Dicho curso se intituló Tropical Biology: An Ecological Approach (Biología Tropical: Un Enfoque Ecológico), aunque también se le ha denominado Fundamentals of Tropical Ecology. Si bien se dice que se inició en 1963, el verdadero curso no comenzó sino hasta 1965, según me lo indicó Daniel Janzen en estos días. Debido a su innegable éxito, se ofrece hasta hoy, junto con otros cursos de posgrado y grado surgidos en años más recientes.

Desde sus albores, ese curso clásico o fundacional fue concebido como de investigación en el campo, a tiempo completo, durante dos meses, y de manera intensiva. Sin embargo, dos brillantes jóvenes que lo habían tomado, Daniel Janzen y Norman Scott, le insuflaron un original enfoque metodológico, basado en la realización de experimentos cortos. Para ello, cada estudiante debía observar algún hecho o fenómeno que le llamara la atención, plantearse una pregunta inteligente al respecto, convertirla en una hipótesis, y determinar la veracidad de ésta mediante un experimento realizable en unas pocas horas de trabajo de campo. Por cierto, ellos provenían de disciplinas muy disímiles, de la entomología el primero, y de la herpetología el segundo; Daniel fue discípulo del célebre Ray F. Smith —uno de los proponentes del paradigma del manejo integrado de plagas— en la Universidad de California, en su campus de Berkeley, mientras que Norman lo fue del ya citado Savage, en la Universidad de Southern California.

Como lo afirmo en uno de los artículos académicos que cité al inicio de este artículo, «desde el punto de vista de la enseñanza de las ciencias biológicas, esos cursos intensivos de biología de campo representaron una especie de parteaguas o hito, vale decir, “un antes y un después” en la forma de percibir y entender la naturaleza tropical, y desde entonces ese enfoque y esa metodología las hemos aplicado a nuestros estudiantes durante nuestra vida académica». Esto último es muy satisfactorio para mí, pues algunos de mis estudiantes extranjeros en la Universidad Nacional (UNA) o el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), años después me comunicaron cuán enriquecedora y gratificante fue esa experiencia académica, la cual ellos también replicaron con éxito en sus labores docentes.

Ahora bien, en determinado momento, las labores de la OET empezaron a trascender el ámbito docente, para también incentivar las actividades de investigación en ecología tropical. En efecto, con el paso de los años, y gracias al mejoramiento y modernización de su infraestructura, las estaciones de la OET se convirtieron en entornos ideales para el desarrollo de proyectos de largo plazo, gestados por profesores de algunas universidades estadounidenses, y financiados por diversas entidades. Esto ha permitido que sus estudiantes de postgrado realicen ahí las investigaciones para sus tesis, con lo cual se han logrado extraordinarios avances en el entendimiento de los complejos fenómenos y mecanismos que determinan la abundancia, la estructura, la funcionalidad, la distribución, la persistencia y la evolución de la biota tropical, así como sus interrelaciones con el entorno físico.

Por ejemplo, solamente en La Selva —la más antigua de las estaciones, y otrora perteneciente al célebre ecólogo Leslie R. Holdridge—, las investigaciones ahí realizadas han producido más de 4500 publicaciones, lo que permite afirmar que es uno de los sitios tropicales del planeta mejor estudiados. Es pertinente resaltar que estas y muchas otras publicaciones corresponden a artículos aparecidos en revistas científicas de muy alto nivel, al igual que a capítulos de libros, libros completos y otros tipos de documentos. Por cierto, toda esta información está sistematizada en la excelente base de datos BINABITROP —patrocinada por la OET—, así como disponible en Internet para cualquier usuario interesado.

Mi relación con la OET

Antes de continuar, aclaro que no pretendo reseñar aquí la historia de la OET —pues no soy quién para hacerlo—, sino relatar algunas remembranzas personales, como lo señalé al inicio.

Al respecto, por fortuna, se cuenta con tres excelentes publicaciones. La primera corresponde a un capítulo del libro Tropical rainforest diversity and conservation, escrito por Donald E. Stone —uno de sus directores, por largo tiempo—, el cual se intitula The Organization for Tropical Studies (OTS): a success story in graduate training and research (1988). La segunda es el artículo Evolution of the Organization for Tropical Studies (Revista de Biología Tropical, 2002), de Leslie J. Burlingame. La tercera es otro artículo, The Organization for Tropical Studies: History, accomplishments, future directions in education and research, with an emphasis in the contributions to the study of plant reproductive ecology and genetics in tropical ecosystems (Biological Conservation, 2021), escrito por Oscar Rocha y Elizabeth Braker. ¡Ojalá algún día se escriba un libro completo sobre la historia y los logros de la OET!

Ahora bien, en cuanto a mis remembranzas, debo indicar que mi relación con la OET ha sido discontinua y hasta intermitente a lo largo de medio siglo, pero siempre muy positiva.

Todo empezó cuando, por tratarse de un curso de postgrado, recién obtenido el bachillerato universitario en Biología —que completé a fines de 1973—, al comenzar el siguiente año, en el verano o estación seca de 1974, fui aceptado en el curso de Ecología de Poblaciones, al cual me referiré en detalle después.

Gracias a mi desempeño en dicho curso, en el verano del año siguiente sus coordinadores, el herpetólogo Douglas Robinson, el ornitólogo Gary Stiles y el ecólogo Sergio Salas —profesores en la UCR— me nombraron como su asistente, cuando frisaba yo los 22 años de edad. Además, salvo Douglas, ellos me conocían desde antes. Al respecto, en el verano de 1973 fui asistente de Sergio en el curso de Historia Natural de Costa Rica, como lo narro en el artículo Sergio Salas, mentor y amigo (Nuestro País, 20-II-2018), mientras que en el segundo semestre de 1974 había tomado el curso de Comportamiento Animal con Gary.

En virtud de mi responsabilidad como asistente, me correspondió ir a acondicionar un aula de la Escuela La Julieta, en Parrita, y un aposento en la estación de Palo Verde, como espacios de trabajo para los estudiantes. Llevábamos estereoscopios, microscopios, balanzas, jaulas de madera y vidrio, cajas entomológicas, reactivos químicos y una muy selecta biblioteca. Además, en varios baúles de madera acarreábamos gran cantidad de frascos de vidrio —para preservar especímenes de animales invertebrados y pequeños vertebrados—, binoculares, trampas, prensas para plantas, cuadrículas de alambre, redes de niebla, redes para capturar insectos, termómetros, higrómetros, cronómetros, contadores manuales, cintas métricas, sueros antiofídicos, etc. Para ello, yo contaba con la imprescindible ayuda de algún chofer de la OET, como Edgar Murillo y Jessie James, tico este último, pero con nombre parecido al del legendario bandolero del Viejo Oeste, y que dio origen a una marca de bluyins por entonces muy afamada.

Fueron varias las anécdotas vividas con ellos. Por ejemplo, en ruta hacia Guanacaste, a la camioneta se le pincharon tres llantas —de desgastadas que estaban—, y no había dinero para comprar nuevas, ante lo cual Edgar, después de llamar a la OET tres veces el mismo día y agenciárselas con Jorge Campabadal Madrigal —por entonces director residente— y su eficiente secretaria Flor Torres Acosta, debió recurrir a no recuerdo qué artimañas para que se las vendieran de fiado, mientras que la otra se pudo reparar. Asimismo, con Jessie, el maltrecho yip Land Rover de la OET nos falló, y tuvimos que dejarlo en un taller en Quepos, así como pedir aventón a un camión repartidor de muebles y aparatos electrodomésticos. En pleno verano, por la retorcida y apenas lastreada carretera hacia Puriscal, tuvimos que permanecer sentados en el piso del cajón hermético del camión, con los traseros maltratados de tanto brinco, sofocados y tragando polvo, así como atentos a que ninguno de aquellos enseres —que en las curvas y pendientes se querían desatar de los mecates con que estaban amarrados— nos fuera a golpear.

Superados estos avatares, lo realmente lindo vendría después, con el auxilio a los estudiantes —provenientes de varios países latinoamericanos—, al transportarlos en carro hasta los sitios de experimentación, así como ayudarles en aspectos logísticos para sus proyectos. No obstante, Douglas, Gary y Sergio no solo me honraron con elegirme como asistente de tan importante curso, sino que además me pidieron que diseñara dos experimentos de campo, para que los estudiantes los efectuaran, lo cual me demandó mucha imaginación, al igual que bastantes días de trabajo, debido a mis dudas acerca de si llenaría las expectativas de ellos y de los estudiantes. Eso fue en 1975, como lo indiqué previamente, pero en 1976 me solicitaron lo mismo, más una charla acerca de los fundamentos ecológicos del control biológico de plagas, dado que a mediados de 1975 había tomado el Curso Internacional de Control Biológico, en México, gracias a una beca de la Organización de Estados Americanos (OEA).

En realidad, movido por el impulso interno de servir mejor a la sociedad como profesional, para entonces ya había definido que —no sin dolor— me alejaba de la biología básica o «pura», para incursionar en la biología aplicada a la agricultura y la silvicultura. Ese sería mi campo de especialización, que se cimentaría al obtener el doctorado en Entomología, con énfasis en manejo integrado de plagas, en la Universidad de California, en su campus de Riverside.

Un singular curso de campo

Conviene destacar que, aunque la OET ofrecía su curso clásico, Douglas Robinson sentía la necesidad de que se creara un curso análogo, pero enseñado en español, pues muy pocos estudiantes latinoamericanos tenían solvencia en inglés. Por tanto, en 1971, y a título individual, se atrevió a dictar el curso Dinámica de Poblaciones, exclusivo para estudiantes de la UCR. Por cierto, en el concepto «dinámica» convergen los cuatro grandes factores (natalidad, inmigración, mortalidad y emigración), que determinan el curso de las poblaciones vegetales y animales en el tiempo, el cual se expresa en su abundancia, distribución y persistencia. Lo poco que conozco de esta tentativa lo debo al entrañable amigo y colega Freddy Pacheco León, quien fue uno de los que tomó ese curso, el cual tuvo mucho de «experimental» o «piloto».

Insistente en sus proyectos, esta experiencia pionera le permitió a Douglas hacer un nuevo intento tres años después, pero ahora acompañado por los ya citados Gary Stiles y Sergio Salas como cómplices. Estos conocían bien la metodología empleada en la OET pues, mientras cursaba el postgrado en la Universidad de California, en el campus de Los Ángeles, Gary había tomado el primer curso de la OET, en 1964, mientras que Sergio lo matriculó en 1967.

A ellos tres se sumó un selecto grupo de científicos, tanto nacionales (Carlos Valerio Gutiérrez y Carlos Villalobos Solé) como extranjeros; estos últimos fueron el mexicano José Sarukhán y el venezolano Ernesto Medina, más los estadounidenses Robert Hunter, Monte Lloyd, Gary Hartshorn, George Powell y Leslie Holdridge. Este curso se denominó Ecología de Poblaciones, y fue el que tomé yo. De Costa Rica, los estudiantes fuimos Olga Méndez Arburola, Julio Sánchez Pérez y yo, más la española Rafaela Sierra Ramos —residente en el país—, así como los extranjeros Gustavo Ramos Estrada (Guatemala), Amado Suazo Velásquez (Honduras), Pedro E. Falco González (Colombia) y Carmelina Flores de Lombardi (Venezuela).

Como una simpática curiosidad, para entonces el costo de la matrícula correspondía a ₡ 515, equivalentes a US$ 50. Ahora suena cómico y casi prehistórico, pero a los estudiantes extranjeros les informaban que desde el aeropuerto Juan Santamaría podían desplazarse en autobús hasta el centro de San José por ₡ 1,50, pero si preferían tomar un taxi hasta al hotel Holland House —cerca de la UCR, donde se les albergaría—, la tarifa era de ₡ 28. Estas abismales diferencias no obedecen solo al tipo de cambio per se —de ₡ 8,54 a inicios de 1974, y hoy de unos ₡ 500 por dólar—, sino especialmente al desmesurado aumento en el costo de la vida en Costa Rica; al respecto, hace poco tomé un taxi del aeropuerto a mi casa, en San Pablo de Heredia, y me cobraron $ 40 por apenas 11 km de recorrido, en tanto que la UCR está a 23 km del aeropuerto. Pero, bueno…, dejemos de lado las cosas desagradables, y pasemos a lo bonito de la enriquecedora experiencia vivida en el curso de la OET.

Efectivamente, como parte del pensum académico, a diferencia de muchas carreras en la UCR —que se basan exclusivamente en clases teóricas—, en la de Biología siempre hubo actividades de carácter práctico, para complementar la teoría que se nos enseñaba. Normalmente comprendían extensas jornadas de laboratorio o giras al campo, estas últimas los fines de semana, para que no interfirieran con los ajustados horarios de los días hábiles.

Sin embargo, Ecología de Poblaciones era muy diferente de todo lo vivido hasta entonces, pues era un curso intensivo en el campo. Focalizado en entender in situ las interacciones entre plantas y animales, en el contexto de ecosistemas particulares y contrastantes, durante casi dos meses pudimos ascender desde las planicies del Pacífico Sur, al nivel del mar, hasta el páramo de Talamanca, a casi 3500 m de altitud. Para ello, estuvimos poco más de una semana en cada una de las siguientes localidades: Parrita, Palo Verde, La Selva, Monteverde y el Cerro de la Muerte; a ellas se sumó una visita al CATIE, en Turrialba.

Es pertinente indicar que en Palo Verde y La Selva nos instalamos en las estaciones de la OET, donde se contaba con dormitorios con camarotes, servicio de comedor, y un amplio salón para trabajar, colocar el equipo, los instrumentos y la biblioteca, y en el cual también tenían lugar las conferencias, debates, etc. No obstante, para las demás localidades hubo que recurrir a lo que hubiera disponible. Por ejemplo, para trabajar en Parrita usamos como sede el pequeño hotel de la Compañía Bananera, en Quepos, donde nos facilitaron un salón; en Monteverde, nos prestaron la escuela —pues los niños estaban de vacaciones—, y nos hospedamos en dos o tres casas de familias cuáqueras, que funcionaban como pensiones; finalmente, para estar cerca del Cerro de la Muerte, nos albergamos en el hotel La Georgina, en Villa Mills, donde nos permitieron usar una pequeña sala para las actividades del curso.

En realidad, esta fue una experiencia formativa inédita. En efecto, durante casi dos meses permanecimos totalmente inmersos en la naturaleza, mientras que, a un incesante ritmo, realizábamos diversas actividades, que se complementaban de manera óptima. Sin duda, las más importantes eran los experimentos de campo, de los cuales había dos modalidades: proyectos de grupo —preparados por los profesores coordinadores o por los especialistas invitados— y proyectos individuales. Estos últimos eran concebidos por cada uno de los estudiantes, pero cada anteproyecto debía ser sometido a la aprobación de los compañeros y los profesores, lo que suscitaba discusiones nada benévolas, a veces bastante caldeadas. Y, por supuesto, durante esos dos meses no hubo un solo anteproyecto que se librara de ser modificado y replanteado, además de que no pocos terminaron en el cesto de la basura. «¡Critiquen, critiquen, critiquen!», era la consigna de nuestros profesores —auténticos mentores—, pues su propósito era contribuir a formar mentes críticas y creativas.

Obviamente, una vez efectuados los experimentos, iniciados desde muy temprano y finalizados antes del mediodía, los resultados debían ser analizados en términos estadísticos y biológicos, como paso previo a la elaboración del informe final y su presentación ante el grupo. Esto se hacía por las tardes, pero a veces el tiempo era insuficiente, por lo que se debía trabajar hasta altas horas de la noche, aunque hubiera que madrugar al día siguiente. Y, ya una vez presentado el informe final ante el grupo, en este segundo tamiz imperaba de nuevo la crítica, pues nuestros profesores se regían por el principio y la convicción de que es la crítica objetiva y sana el mejor proceder para depurar y perfeccionar cualquier obra. ¡Cuánto sufrimos, porque pensar duele! Pero, ¡¡¡cuánto aprendimos!!!

Ahora bien, este adiestramiento de carácter práctico era complementado con ricas conferencias de naturaleza teórica, impartidas casi todas las noches por los profesores y los expertos invitados. Además, a veces se tenía la oportunidad de interactuar con investigadores reputados, al igual que con estudiantes que trabajaban en sus tesis de doctorado, como parte de proyectos de largo plazo de dichos tutores en las estaciones de la OET. Es decir, durante esos dos meses pasábamos sumergidos, literalmente, en teoría ecológica y en hallazgos de campo recientes, generados in situ, por lo que el curso fue una auténtica experiencia vivencial, como lo manifesté en uno de mis artículos citados al principio.

Para concluir esta sección, cuando Douglas murió, escribí una especie de obituario en la prensa (Semanario Universidad, 28-VI-91, p. 4), en el cual resumí lo que, en esencia, fue el curso de Ecología de Poblaciones. En él expresé que Douglas «nos trasladó a los montes, y con Gary Stiles y Sergio Salas nos puso a trabajar, en jornadas de más de quince horas diarias durante dos meses, para estudiar la ecología de las poblaciones naturales. El curso fue una expurgación de lo libresco, del reportecito fácil, de la biología de folletín. Ahí, entre la extenuación, nacimos como ecólogos».

Una huella realmente indeleble

Aunque, como lo indiqué en páginas previas, ya en 1975 había decidido enrumbarme hacia la entomología aplicada, la formación que me dejó el curso me reafirmó la noción de que el manejo de plagas agrícolas y forestales de ninguna manera está disociado de la ecología de las poblaciones y comunidades naturales. De hecho, bien sabemos que la presencia de plagas es en sí misma la expresión de desbalances poblacionales en los agroecosistemas.

Por ello, desde entonces sentí la necesidad de acrecentar mi formación en el campo ecológico. Fue así como en el propio 1975 aproveché para tomar el curso Ecología Avanzada, dictado por Gary Stiles y Susan Smith —ofrecido una sola vez, creo—, así como dos seminarios en 1976, intitulados Competencia y Depredación, ambos a cargo de Carlos Villalobos. Además, mi tesis de licenciatura versó sobre relaciones planta-insecto, al estudiar por dos años consecutivos la fenología y la polinización por dípteros de la planta de patito (Aristolochia grandiflora); fue dirigida por Gary, mientras que los demás miembros del Comité de Tesis fueron Sergio, Carlos Valerio, Carlos Villalobos y el Dr. Luis A. Fournier Origgi, profesor de los cursos de Ecología Vegetal, Botánica Forestal y Métodos de Investigación.

Posteriormente, a inicios de 1979, al comenzar el postgrado en la Universidad de California, era obligatorio tomar el curso Ecología de Insectos. Esa vez fue impartido por Dac A. Crossley, profesor visitante de la Universidad de Georgia, quien había sido discípulo del célebre ecólogo Eugene P. Odum. Después de asistir a clases por un par de semanas, el curso me pareció muy básico, por lo que solicité a la División de Estudios de Postgrado que me relevaran de tomarlo y me reconocieran en su lugar el de Ecología de Poblaciones. Por fortuna, ello ocurrió con presteza, dada la alta reputación de la OET en el ámbito académico en EE. UU.

En trimestres posteriores me matriculé en Ecología de Poblaciones de Insectos, dictado por Robert F. Luck y, por interés propio, asistí como oyente al de Introducción a la Ecología de Poblaciones y Comunidades, que impartía Clay A. Sassaman en el Departamento de Biología. Asimismo, después de tomar Cálculo I y Cálculo II, asistí como oyente a los cursos de Ecología Matemática y Genética de Poblaciones, a cargo de Richard F. Green y Charles E. Taylor, respectivamente, de los cuales debí desertar, pues no daba abasto, entre mis cursos obligatorios y las labores de investigación para mi tesis. Por cierto, esta última fue de carácter completamente agroecológico, al analizar en el tiempo y el espacio las fluctuaciones poblacionales del lepidóptero Heliothis virescens, cuya larva es una seria plaga del algodón y otros cultivos.

Fue así como, con una sólida formación en entomología ecológica, a mi regreso al país, por varios años me correspondió impartir los cursos de Ecología General y Manejo de Enfermedades y Plagas Forestales, para la carrera de Ingeniería en Ciencias Forestales, en la Escuela de Ciencias Ambientales, en la UNA. Asimismo, tuve la oportunidad de dictar el curso Ecología de Poblaciones Animales, al igual que Análisis y Combate de Vertebrados Plaga, para la Maestría en Manejo de Vida Silvestre, también en la UNA. Posteriormente, al mudarme al CATIE, por casi 20 años tuve a cargo el curso Manejo Agroecológico de Insectos Plaga, dentro de la Maestría en Fitoprotección. Además, de las 66 tesis en que me correspondió participar como director o como miembro de Comité —ya fuera de licenciatura, maestría y doctorado—, todas se refirieron al conocimiento y las aplicaciones de aspectos ecológicos clave para manejar plagas agrícolas o forestales sin causar efectos adversos al ambiente.

Es oportuno mencionar que, durante mis años de docente e investigador en la UNA, varias veces fui invitado por la OET como conferencista en el curso Ecología de Poblaciones, en temas como la estacionalidad de insectos en ambientes tropicales, el herbivorismo en insectos, algunas relaciones insecto/planta, y las aplicaciones prácticas del conocimiento de las interacciones depredador/presa y parasitoide/hospedante, lo que me permitió retornar a sitios añorados, como La Selva, Palo Verde y Monteverde. Además, cuando en 1985 se decidió ampliar la oferta académica e instaurar el curso Agroecology, me solicitaron ser miembro del comité gestor de tan relevante proyecto académico, al lado de los reputados científicos Robert Hart, Jack Ewel, Barbara Bentley, Rodrigo Gámez, Steve Gliesmann, Steve Risch, y uno o dos más que escapan a mi memoria. Asimismo, fui conferencista en la primera versión de dicho curso y varias veces más, al igual que cuando el curso se impartió en español, con el título Agroecología.

En síntesis, el original y sugerente abordaje ecológico aprendido y asimilado en aquel memorable verano de 1974 —hace exactamente medio siglo—, moldeó mi mente de manera indeleble, y marcó para siempre mi vida profesional.

Para concluir, lo hasta ahora narrado y una que otra anécdota más, fue lo que evoqué con Pedro León aquella tarde decembrina del año pasado, permeada por los frescos vientos alisios de la época navideña, cuando el alma es más sensible a la rememoración y a la gratitud. Por tanto, aproveché tan sin igual ocasión para agradecer todo cuanto recibí de la OET y de mis mentores. Y, para que no haya riesgo de que mi tributo se esfume, aunque Douglas y Sergio ya no están con nosotros, Gary —hoy con 81 años— reside en Colombia, y los amigos Daniel Janzen y Norman Scott tienen 85 y 89 años, respectivamente, en estas páginas dejo constancia y reafirmo lo imperecedero que ha sido en mí su legado formativo, el cual también traté de infundir en quienes por más de 30 años fueron mis discípulos. ¡Muchas gracias!

El botánico que atestiguó la rendición de William Walker

Parque Central de Heredia, en 1909. Foto: Fernando Zamora Salinas

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Con el advenimiento del siglo XX, las necesidades inherentes del desarrollo de la sociedad en todos sus planos, indujeron altos niveles de especialización en las disciplinas propiamente científicas, así como en las tecnologías derivadas de ellas. En el campo de la biología, por ejemplo, surgieron dos grandes ramas, la botánica y la zoología, las cuales a su vez tienen subdivisiones, tales como la anatomía o morfología, la taxonomía y la sistemática, la fisiología, la etología o comportamiento, la genética y la ecología, además del portentoso auge de la biología celular y molecular. Es decir, algo nunca antes atestiguado, y ni siquiera imaginado por los pioneros de la biología, a los que se les denominaba “naturalistas”, y que hoy son una estirpe casi extinta, debido justamente a las crecientes y complejas necesidades de la sociedad actual.

Al respecto, para la escritura del libro Trópico agreste debí investigar acerca de decenas de naturalistas asociados con el muy rico y diverso trópico americano. Y, sin lugar a dudas, la figura cimera fue el alemán Alexander von Humboldt (1769-1859), quien realizó incontables y originales aportes en los campos de la botánica, la zoología, la geología, la vulcanología y la meteorología, al punto de que el célebre naturalista inglés Charles Darwin (1809-1882) lo calificó como el mayor explorador científico de todos los tiempos. Inspirados casi todos por su magna e irrepetible labor, varios naturalistas europeos arribaron a Costa Rica en la segunda mitad del siglo XIX, entre los que sobresalieron el danés Anders S. Oersted, los alemanes Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius, y los suizos Henri Pittier, Paul Biolley y Adolphe Tonduz; de hecho, algunos de ellos incluso lo trataron de cerca.

Hago este recuento para patentizar que no era cualquiera el que tenía los rasgos de un naturalista. Ignoro si existe algún libro referido a la caracterología del naturalista. No obstante, de manera general, en él se conjugan la acuciosidad, la obsesión, la dedicación, la compulsión y la perseverancia, así como la disposición al sacrificio, a veces arriesgando su propia vida.

Al respecto, para contextualizar las azarosas y extenuantes faenas de campo de un naturalista, en mi libro acoto lo siguiente: «Cuando uno evoca a los descubridores, exploradores y aventureros, de inmediato acude a la mente la imagen de hombres atrevidos, valientes, corajudos e intrépidos que, respondiendo a algún recóndito impulso interno, no temen enfrentarse a lo desconocido y, más bien, hasta sienten desenfado y placer en adentrarse en mundos colmados de riesgos y peligros, tanto por su agreste naturaleza como por los insólitos hábitos y costumbres de sus pobladores. En el fondo, los envidiamos, pues expresan con sus actos un gesto de independencia pura, quizás atávico, de cuando, como cazador o recolector, el hombre primitivo incursionaba en sitios desconocidos e inseguros con tal de conseguir los alimentos para quienes lo rodeaban». Claro que, en este caso, en vez del sustento para sobrevivir, el impulso corresponde a la sed por el conocimiento, el tenaz y hasta obstinado interés por desentrañar los misterios del mundo natural.

El curioso periplo de Hermann Wendland

Ahora bien, si en la naturaleza los riesgos y los peligros ya de por sí están omnipresentes, ¿para qué exponerse a situaciones conflictivas provocadas por humanos, como las guerras?

Esta fue una pregunta que me hice cuando me enteré de que el botánico alemán Hermann Wendland (1825-1903) hizo herborizaciones entre fines de 1856 e inicios de 1857 en Centroamérica, cuando la guerra contra el poderoso ejército filibustero liderado por William Walker estaba en su apogeo. En efecto, como encargado de los aspectos botánicos de los Jardines Reales de Herrenhausen, el rey Jorge V de Hannover financió una expedición de casi ocho meses para que recolectara plantas en Guatemala, El Salvador y Costa Rica.

Cabe acotar que, por fortuna, él escribió un diario de su periplo, el cual, por iniciativa del botánico australiano John Leslie Dowe, y junto con sus colegas alemanes Marc Appelhans, Christian Bräuchler y Boris Schlumpberger, publicamos en 2022, con el título The botanical expedition of Hermann Wendland in Central America: a nomenclatural study and travel report (revista Boissiera, 73). Posteriormente, por sugerencia de John, lo traduje al español, y juntos publicamos los aspectos de carácter propiamente históricos, en dos entregas, con el título común de Las exploraciones botánicas de Hermann Wendland en Centroamérica (1856-1857); el subtítulo de la primera fue De Guatemala al Valle Central de Costa Rica, y En la región de Sarapiquí, Costa Rica el de la segunda (Revista Comunicación, 32 y 33).

Aunque él no lo dice de manera explícita, es de suponer que efectuó su viaje —iniciado a mediados de noviembre de 1856—, porque en esa época se estaba en invierno en Alemania, cuando la nieve impide el desarrollo de la vegetación, por lo que no había mucho trabajo al aire libre en los Jardines Reales. Además, como uno de sus objetivos era recolectar plantas vivas para dichos predios, retornaría justamente en el verano, en la estación ideal para trasplantarlas o para sembrar sus semillas o partes vegetativas, reproducirlas, etc. Es decir, dar prioridad a las épocas adecuadas para sus planes obvió sus preocupaciones por una guerra sobre la cual posiblemente no se sabía mucho en Alemania. Asimismo, aunque antes pudo haber recabado información con algún alemán residente en Centroamérica, tal vez no le dio importancia o, si lo hizo, ignoró lo que le dijeron y se vino a herborizar.

En realidad, como en los territorios de Guatemala y El Salvador no hubo conflictos bélicos, aunque esos países enviaron tropas a Nicaragua para combatir a Walker, eso no afectó sus labores de recolección allá. De hecho, la única mención al respecto —mientras estaba en El Salvador—, es que «actualmente, debido a la guerra en Nicaragua, cada extraño es confundido con un estadounidense y es honrado con la designación de “yanqui”; este término también es proferido hacia algunos extranjeros de vez en cuando». Algo similar relataría una vez llegado a Costa Rica, al expresar que «por supuesto, los lugareños de inmediato detectan que eres un extraño. Y, como el país está indirectamente en guerra con la civilización y en lucha directa contra las hordas de filibusteros de Walker, en cada extraño ven a un filibustero o a un yanqui —filibustero y yanqui son sinónimos ante los ojos de la multitud—, por lo que nos consideran como tales, y hasta expresan ese término cada vez que nos aproximamos a ellos».

Conviene indicar que él arribó a Costa Rica por Puntarenas el 9 de marzo de 1857. Para entonces se libraban importantes batallas contra el ejército filibustero en el río San Juan, de parte del ejército costarricense, mientras que en tierra los ejércitos centroamericanos aliados combatían a los filibusteros en ciudades como San Jorge, Granada y Rivas. Por tanto, emprender herborizaciones en la región norteña de Costa Rica era muy riesgoso, y sobre todo en Sarapiquí, pues el río homónimo era el que permitía llegar hasta el San Juan.

Una vez en San José, hizo los contactos pertinentes con varios alemanes, incluido el naturalista Hoffmann, y después visitó a von Frantzius, quien residía en Alajuela. Asimismo, aunque efectuó herborizaciones en los alrededores de San José, al igual que en Cartago, el volcán Irazú y Turrialba, anhelaba hacerlo en Sarapiquí, pues tenía muy buenas referencias de la insólita riqueza de orquídeas, palmeras y aroideas —parientes de la muy conocida “mano de tigre”—, que eran los grupos de su mayor interés. Pero, además, tenía una obsesión. En efecto, el botánico polaco Josef von Warszewicz, quien estuvo de paso por Costa Rica en 1848, le había recomendado que buscara en San Miguel —en la ruta de Sarapiquí— la muy hermosa planta que el reputado taxónomo Johan Friedrich Klotzch había bautizado como Warszewiczia pulcherrima, en honor suyo. Así que, ¡cómo no ir a Sarapiquí!

En la región de Sarapiquí

Cuando Wendland empezó a indagar acerca de Sarapiquí con varias personas, todo cuanto recibió fueron comentarios negativos. Se le percibía como una especie de tierra inhóspita, por la absoluta soledad de esos parajes silvestres, las incesantes y torrenciales lluvias, los lodazales, lo intransitable de la única tocha de montaña que había —incluso para las recuas de mulas—, los profundos precipicios en numerosas porciones de la ruta, la abundancia de víboras, jaguares y pumas, así como de furiosos chanchos de monte, que atacan en manada.

Además, ya para sus fines, algún interlocutor mejor informado le advirtió que «encontrarás hermosa vegetación allí. Pero primero debes saber cuán difícil es secar una planta ahí. Tan solo espera, y le darás gracias a Dios de regresar. ¡Esa lluvia! ¡No tienes idea, pues ahí llueve 366 días al año, y los caminos son verdaderos hoyos de barro!». Es decir, resultaba absurdo recolectar abundante y novedoso material vegetal, para que, al fin de cuentas, los especímenes recolectados resultaran imposibles de secar y preservar de manera correcta.

Pero…, ¿y el riesgo de la guerra que ocurría en el río San Juan? Al parecer, nadie le habló de eso, pero no por ignorancia, sino porque los días de Walker estaban contados. En efecto, para entonces —en la segunda mitad de abril—, el ejército costarricense tenía en su poder los cuatro puntos estratégicos del río (San Juan del Norte, La Trinidad, Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos), en tanto que los ejércitos centroamericanos aliados con el de Costa Rica habían logrado importantes batallas en tierra firme y pronto cercarían a Walker en Rivas.

Fue así como, al mediodía del 7 de mayo, con muy buenas condiciones climáticas, Wendland partió de la capital a lomo de mula y con dos bestias de carga, con sus enseres personales, así como su equipo y materiales para recolectar plantas. A él se sumaron Gerhard Jäger Balle —un joven alemán que lo había acompañado en varias giras—, y un baquiano, quienes viajaban a pie, lo cual obviamente reducía los costos de la expedición, pero era una verdadera crueldad.

En realidad, contra todos los pronósticos adversos de sus pesimistas informantes, las labores de herborización fueron muy fructíferas, al punto de que tuvo la fortuna de hallar la planta que von Warszewicz le había recomendado buscar. En sus propias palabras: «Poco antes de La Virgen, cuando salí del bosque hacia un prado, en el costado opuesto al bosque pude observar una de las plantas más bellas que he visto, y en espléndida floración. Tan pronto como recolecté suficiente material, caí en cuenta de que se trataba de Warszewiczia pulcherrima, descubierta por el infatigable recolector von Warszewicz, pero yo nunca la había observado en vivo, sino que tan solo había leído su descripción». ¡Qué más pedir!

La vida de Wendland en riesgo

Ahora bien, aunque los episodios peligrosos durante las tres semanas que duró la expedición fueron de menor cuantía, hubo uno en el que la vida de Wendland estuvo en riesgo. Sin embargo, irónicamente, no fue en una temida selva, sino en el puro centro de la ciudad de Heredia, como se relata en detalle en el primero de los artículos que publicamos en español.

De manera resumida, ese jueves 7 de mayo de 1857 fue memorable en la historia patria. En efecto, el jefe filibustero Walker se rindió el viernes 1° de mayo, y el anuncio oficial se hizo al día siguiente, pero la noticia no llegó a la capital sino hasta el jueves por la mañana. ¡Cómo no difundirla! Por tanto, para comunicar la buena nueva a la población, a partir del mediodía hubo abundantes cañonazos, que Wendland y Jäger pudieron escuchar desde Heredia; esto fue así porque la distancia entre ambas ciudades es de apenas 8,4 km en línea recta, además de que en aquella época no había ruidos que pudieran interferir con el sonido de tan estridentes detonaciones.

Como, por disposición del dueño de las mulas, era menester pernoctar en Heredia antes de penetrar en los densos boscajes de Sarapiquí, debieron estacionarse en dicha ciudad por esa noche. Sin embargo, como les fastidiaba estar recluidos en un rancho tosco y maloliente, se fueron a dar un paseo por la ciudad. Empero, pronto ese recreo se convirtió en una tortura.

Efectivamente, para entonces, en medio de una gran algarabía, habían empezado las celebraciones por la rendición de Walker, con el tañido de campanas en las iglesias, una misa solemne en la parroquia, música, juegos pirotécnicos y un desfile por la ciudad. Éste se inició poco después de que una banda musical tocó frente a la casa del alcalde”, que posiblemente estaba al lado del ayuntamiento, localizado en la esquina donde hoy está el fortín —según lo consigna el historiador Carlos Meléndez Chaverri en su libro Añoranzas de Heredia —, es decir, diagonal a la parroquia de la Inmaculada Concepción. ¡Quién le hubiera dicho a Wendland, al salir de Alemania, que sería testigo presencial del día en que el pueblo costarricense se enteró de la muy ansiada rendición de William Walker, que tanta muerte y dolor provocó, en su intento de implantar la esclavitud en nuestra región! Pero no solo fue testigo, sino que a la vez nos legó una descripción bastante minuciosa de esa festiva noche en Heredia, y que no se conocía hasta hace poco tiempo, cuando tradujimos su diario.

No obstante, como sucede a menudo en la vida, todo lo positivo tiene un precio y, en este caso, su providencial presencia esa noche lo tuvo para él.

En efecto, en cierto momento, cuando con Jäger avanzó entre la multitud congregada en el actual Parque Central, al percatarse de su aspecto, algunos lugareños los miraban de manera sospechosa. Para entonces, tras recorrer algunos cuadrantes, el desfile ya retornaba al parque, por su costado sur. Poco después, narra él que «junto con mi compañero, recostados en una columna que había debajo de la terraza de una casa esquinera, diagonal a la iglesia, nos paramos a contemplar el desfile, colmado de los rostros más honorables del mundo. Nos detectaron allí. Un tipo llamó la atención a otro susurrando quedamente la palabra “yanqui”, y poco a poco nos vimos rodeados por un grupo que nos miraba con extrañeza. Tras pensarlo mucho, un joven bien vestido se armó de valor y me abordó, en inglés».

Cabe indicar que el lugar corresponde a la esquina diagonal a la parroquia, por ese sector, donde por muchos años estuvo el restaurante La Floresta, de gratos recuerdos. En realidad, por momentos el interrogatorio se convirtió en acoso, pero al final el grupo de muchachos se alejó en buenos términos, no sin antes cerciorarse su cabecilla del motivo que los había traído hasta Heredia.

Perturbados por lo acontecido, Wendland y Jäger decidieron que era mejor retornar a la covacha que los esperaba —sucia pero segura—, y ya estaban a punto de partir, cuando apareció de nuevo el líder del grupo. Esta vez se comportó de manera gentil, pues les regaló unos pequeños puros —quizás los muy aromáticos chircagres, elaborados con tabaco de San Rafael de Oreamuno, en Cartago—, y los invitó a dar un paseo por el Parque Central.

Sin embargo, lo lamentable estaba por venir, pues mientras ellos departían de manera amistosa, de súbito apareció el profesor de inglés del citado joven, que era un viejo irlandés que había trabajado para la Compañía Accesoria del Tránsito en los tiempos en que esta empresa pertenecía al magnate neoyorquino Cornelius Vanderbilt. Como Walker le había incautado la compañía, para disponer así de sus vapores durante la guerra, el irlandés aborrecía a Walker y a todo lo que se asociara con éste. Al percibir a Wendland y Jäger como filibusteros, narra Wendland que «me hizo las mismas preguntas que su alumno, y pareció tomar mis respuestas de manera tan incrédula como él. Sin embargo, al final me fastidié tanto con su ir y venir de preguntas, que le respondí que no me importaba si creía o no mis respuestas, pero que por favor no insistiera más». Ante esta actitud, el irlandés le espetó: «Si supiera que perteneces a los de Walker, te apuñalaría».

Wendland relata que «fingí no haber escuchado o entendido sus palabras», y le solicitó al joven tico que le abriera espacio entre los curiosos que se habían congregado alrededor, tras lo cual el joven le aclaró a la multitud que ellos no eran filibusteros. Logrado esto, Wendland y Jäger pasearon un rato por la plaza y después se marcharon, tal vez respirando profundo una y otra vez, por haberse librado de morir en manos del airado irlándés.

Después de tan infausto episodio, de seguro que esperaban dormir a placer, ilusionados por empezar a explorar al día siguiente la región de Sarapiquí —ahora quizás menos temible que el enardecido irlandés—, pues esa era la más preciada meta de Wendland desde que partió de Alemania. ¡Y lo lograría con creces, para beneficio de la ciencia!

Homenaje a los caídos de Santa Rosa

Por Luko Hilje

¡Buen día, amigos! El miércoles en Santa Rosa, Guanacaste, entre varios y hermosos actos culturales, se rindió un sentido tributo a los caídos en la batalla del 20 de marzo de 1856, que ese año cayó en Jueves Santo.

Como lo pueden ver y escuchar en el video adjunto, con los acordes por fondo del Duelo de la Patria -del gran músico nacional Rafael Chaves Torres, y estrenado en el sepelio del general Tomás Guardia Gutiérrez, combatiente en Nicaragua durante la Campaña Nacional-, se dispararon varias salvas de rifle. 

El conmovedor momento fue filmado por nuestro contertulio Robert Sosa, miembro del grupo cívico La Tertulia del 56.

Para que nunca se nos olviden, he aquí la lista de los héroes que ofrendaron su vida por Costa Rica ese día:

Santos Álvarez (cabo: El Mojón)

Francisco Carbonero (soldado: San José)

Agustín Castro (sargento 2°: San José)

Justo Castro (1º subteniente: San José)

Juan García (soldado: San Juan), José María Gutiérrez (capitán: San José)

Agapito Marín (soldado: San Vicente)

Ramón Marín (soldado: San Juan)

Carlos Mora (soldado: San Miguel)

José María Mora (soldado: Escazú)

Sotero Mora (soldado: Puente Ancho)

Braulio Pérez (sargento 2°: Pacaca)

Agustín Prado (sargento 2°: San Antonio)

Carmen Prado (soldado: San Francisco)

Manuel Quirós (capitán: San José)

Manuel Rojas (2° teniente: Cartago)

Pedro Sequeira (soldado: El Mojón)

José Zeledón (soldado: San José)

Nota: El Mojón es hoy Montes de Oca; San Juan del Murciélago es Tibás; San Vicente es Moravia; y Pacaca es Villa Colón; asimismo, San Antonio y San Miguel pertenecen a Desamparados, y San Francisco a Cartago. Por su parte, Puente Ancho era una localidad de San José, pero no es el actual Paso Ancho.

Compartido con SURCO por Luko Hilje.

Clinton Rollins, el filibustero que no fue

El líder filibustero William Walker con varios de sus compinches, en su oficina en Granada, Nicaragua. Fuente: Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper.

Artículo publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Hace unos meses, una noche en que hurgué en mi biblioteca para leer algo de poesía, me topé con una antología del escritor nicaragüense Ernesto Cardenal, publicada por EDUCA en 1972. Recuerdo que la había adquirido allá por 1975, en su segunda edición, pero después de leerla la presté y —como es usual en asuntos de libros—, nunca retornó a mis manos. No obstante, hace unos años pude conseguir un ejemplar en una compraventa josefina y, sin siquiera darle una hojeada, la dejé reposar por años en el anaquel de donde la tomé aquella noche.

En realidad, el reencuentro con dicho poemario resultó afortunado, pues se inicia con el poema Con Walker en Nicaragua, y durante los últimos casi 20 años he dedicado incontables horas a leer e investigar acerca de la arremetida expansionista de William Walker y su ejército filibustero, que tanto dolor traería a los países centroamericanos a mediados del siglo XIX.

De hecho, nomás de entrada, en dicho poema se lee lo siguiente: «En una cabaña solitaria en la frontera, / yo, Clinton Rollins, sin pretensión literaria, / me entretengo en escribir mis memorias. / Y mis pensamientos de viejo retroceden: / Las cosas que hace cincuenta años sucedieron… / Hispanoamericanos que he conocido / —a los que he aprendido a querer… / Y aquel olor tibio, dulzón, verde, de Centro América. / Las casas blancas con tejas rojas y con grandes aleros llenas de sol, / y un patio tropical con una fuente y una mujer junto a la fuente. / Y el calor que hacía crecer más nuestras barbas. / ¡Las escenas que hoy vuelven a mi memoria!». Y, en efecto, son remembranzas con formato de versos, que alcanzan nada menos que 20 páginas, y casi todas con imágenes líricas muy bien logradas.

Conviene destacar que la mención de un lugar fronterizo en el poema obedece a que Rollins residía por entonces en Cocopah, una reserva indígena localizada en Arizona, colindante con el territorio mexicano de Baja California, como se verá posteriormente.

Filibusteros a la espera de acción, en San José, Chontales. Fuente: Harper´s Weekly.

Ahora bien, aparte del valor literario e histórico del poema, desde el inicio me llamó la atención el apellido de ese anciano filibustero. Eso fue así porque, poco antes de emprender mis estudios de postgrado en California tomé un curso de inglés en Pittsburgh, Pensilvania, y ahí tuve una novia con ese apellido —por cierto, muy bella e inteligente—, oriunda de Virginia. Este estado, ubicado en la costa oriental de EE. UU., tuvo una fuerte inclinación esclavista y, en consecuencia, aportó numerosos soldados a las huestes filibusteras de Walker, quien se proponía implantar la esclavitud en Centro América, y hasta lo logró hacer en Nicaragua. Es decir, pensé que podría tratarse de un antepasado de ella. Sin embargo, al indagar en internet, no sería así —por fortuna—, como se relatará pronto.

Antes de profundizar, es pertinente destacar que —con formato de libro—, el propio Walker escribió un amplio relato intitulado La guerra en Nicaragua, acerca de su presencia en dicho país. Asimismo, también lo hicieron sus contemporáneos y hasta correligionarios William Vincent Wells (Walker´s expedition to Nicaragua: A history of the Central American war; and the Sonora and Kinney expeditions), Charles W. Doubleday (Reminiscences of the “filibuster” war in Nicaragua) y James Carson Jamison (With Walker in Nicaragua); cabe acotar que otros escritores, como Jeffrey J. Roche (Historia de los filibusteros) y William O. Scroggs (Filibusters and financers: the story of William Walker and his associates), no fueron soldados. Estos libros están disponibles en Internet y —al menos en mi caso—, aquellos que corresponden a testimonios de primera mano me han sido muy útiles para esclarecer ciertos asuntos nebulosos de la campaña antifilibustera emprendida por Costa Rica y los demás países centroamericanos entre 1856 y 1860, año en que Walker fue fusilado en Honduras.

¿Quién era Rollins, realmente?

Para retornar a Rollins, al buscar en Internet si había un libro escrito por él, pues Cardenal debió haber elaborado su poema a partir de algún testimonio del veterano filibustero, me llevé una enorme sorpresa: el tal Rollins no solo nunca publicó un libro al respecto, sino que ni siquiera existió. Sin embargo, Cardenal ignoraba esto, al igual que los historiadores nicaragüenses y centroamericanos. En realidad, Cardenal escribió su poema en 1950 —a sus 25 años de edad— y lo publicó en 1967 en la Revista Conservadora del Pensamiento Centroamericano, y no sería sino exactamente un decenio después que se aclararía la situación, como se verá posteriormente.

Para retroceder en el tiempo, en 1945 la Editorial Nuevos Horizontes publicó en Nicaragua un libro intitulado Clinton Rollins-William Walker, en español. Sin embargo, su supuesto autor, Rollins, nunca escribió un libro, sino una serie de crónicas que aparecieron en la prensa; habían visto la luz en 15 entregas semanales consecutivas —entre e1 31 de octubre de 1909 y el 6 de febrero de 1910—, en el suplemento dominical del diario Chronicle, de San Francisco, California. Con el título genérico Filibustering with Walker (De filibustero con Walker), las narraciones estaban suscritas por Clinton Rollins, quien indicaba residir en Baja California. Es de suponer que, por motivos históricos, las crónicas tuvieron gran acogida entre el público, pues fue de ese puerto que en 1855 Walker izó velas en el bergantín Vesta con rumbo a Nicaragua, para iniciar su aventura militar y política, que incluso lo convertiría en presidente de dicho país al año siguiente.

Ahora bien, por un cuarto de siglo nadie cuestionó la veracidad del contenido del libro publicado en Nicaragua, ni la verdadera identidad de Rollins, hasta que apareció una mente acuciosa y bien informada, que descifraría el acertijo al que pronto nos referiremos en detalle.

El médico e historiador Alejandro Bolaños Geyer. Fuente: Wikipedia.

En efecto, en 1971 Alejandro Bolaños Geyer —cuyo hermano Enrique fue presidente de Nicaragua entre 2002 y 2007— tuvo sospechas de que algo no andaba bien, y se propuso efectuar indagaciones al respecto. Cabe destacar que él, médico de formación e historiador por afición, fue el mayor estudioso de Walker en nuestra región; por cierto, en 2003 el Museo Histórico Cultural Juan Santamaría publicó su sobresaliente y voluminoso libro William Walker: el predestinado en su tercera edición, bellamente diagramada.

Para contextualizar el origen del asunto, Bolaños Geyer explica que «ningún historiador norteamericano tomó en cuenta los artículos del Chronicle; nadie se molestó, tampoco, en incluirlos en ningún índice ni catálogo. Si su existencia se conoce hoy, débese únicamente al esfuerzo conjunto de dos cónsules centroamericanos en San Francisco, el costarricense don Guillermo Figueroa y el nicaragüense don Arturo Ortega. Ambos cónsules siguieron con interés las crónicas de Rollins, y, viendo en ellas un valioso aporte para la historia de sus países, decidieron recopilarlas y colaboraron en traducirlas, para presentarlas después en español».

Sin embargo, debido a su valor histórico, en Nicaragua las crónicas fueron compiladas y convertidas en el libro ya indicado, el cual alcanzó gran popularidad dentro y fuera de dicho país. Su legitimidad fue refrendada de manera tácita con las menciones en publicaciones formales escritas por historiadores, tanto nicaragüenses como centroamericanos. Uno de ellos fue el abogado e historiador costarricense Enrique Guier Sáenz, quien en su libro William Walker incluyó más de 40 citas textuales de Rollins —según Bolaños Geyer—, además de calificar a este aventurero nada menos que como «el Bernal Díaz del Castillo de la expedición filibustera», en alusión a ese célebre cronista de la conquista española.

Narra Bolaños Geyer que el contenido del libro fue enriquecido con una introducción y un análisis del connotado historiador Carlos Cuadra Pasos, y añade que éste «encontró y señaló algunos errores del autor Rollins, pero aceptó, sin vislumbrar la menor duda, que éste había sido uno de los filibusteros que acompañara a Walker». Es decir, hasta ahí todo marchaba sin contratiempos ni dudas de fondo.

Sin embargo, con una envidiable habilidad detectivesca, Bolaños Geyer inició sus prolijas pesquisas en muy diversas fuentes, todas fuera de su país —como él mismo lo indica—, las cuales tendrían un final feliz poco más de cuatro años después. Tan ingente como provocador esfuerzo culminaría con la publicación del libro El filibustero Clinton Rollins (1977), en el que demuestra de manera incontrovertible que el tal Rollins fue un personaje ficticio.

Como erudito en la materia, inicialmente Bolaños Geyer detectó numerosas incongruencias en cuanto a la mescolanza de personajes —unos reales y otros ficticios—, hechos, paisajes, etc. y, peor aún, percibió que plagiaba al ya citado libro La guerra en Nicaragua, de Walker. Cotejados de manera puntillosa ambos textos, y comprobado dicho remedo, así como la ausencia del nombre de Rollins en varias listas oficiales de filibusteros, la tarea pendiente era identificar al verdadero autor de las crónicas.

El escritor Henry Clinton Parkhurst. Fuente: Wikipedia

Y, aunque pareciera que esto sería lo más difícil, en realidad no lo fue, pues a partir de la novena entrega de la serie de crónicas, Bolaños Geyer notó que al pie de éstas figuraba una anotación que decía «Copyright by H. C. Parkhurst», por lo que quedaba por esclarecer la relación entre el dueño de los derechos de autor y Rollins. Eso desató una búsqueda casi frenética —muy bien narrada por su autor— en varias bibliotecas y archivos en EE. UU., lo que le permitió dar con el nombre de un escritor llamado Henry Clinton Parkhurst, quien naciera en Iowa en 1844, y falleciera ahí mismo en 1933, casi a los 89 años de edad. Mejor aún, después halló un poemario suyo, intitulado Songs of a man who failed (Cantos de un hombre fracasado), publicado en 1921, que aportaría la estocada final al asunto.

En efecto, en la introducción Parkhurst narra sus antecedentes y avatares como escritor, y confirma lo que Bolaños Geyer buscaba con tanto afán. Entre otras cosas, relata que «escribí una novela militar sobre los filibusteros americanos en Cuba antes de la guerra con España. En Baltimore, borracho, se me perdió la primera parte del libro. Lo volví a escribir desde el principio, y lo revisé cuidadosamente, pero se me perdió en Washington, cuando iba para Nueva York. ¡Los tragos!, y cuatro años de trabajo perdidos. Después escribí Episodios marciales en Centro América, una larga narración de las tribulaciones, hazañas y conquistas de los filibusteros americanos de Walker y otros líderes famosos. Publiqué diez o doce artículos de ese libro en los suplementos dominicales del Chronicle, de San Francisco, pero el libro entero se me perdió en Des Moines, Iowa. ¡El licor!». Así que, a confesión de parte, relevo de prueba, como dicen los abogados. Y…, ¡caso cerrado!

No obstante, en mi mente subsiste una duda, debido a que no me fue posible conseguir y leer el libro publicado, pues ahí quizás se aclaren estos hechos. Y la pregunta es esta: ¿por qué, al percatarse de que al pie de varias crónicas aparecía la leyenda «Copyright by H. C. Parkhurst», los traductores Figueroa y Ortega no contactaron al Chronicle para indagar acerca de esta persona, y solicitarle el respectivo permiso para traducirlas y publicarlas? Tampoco es claro por qué, si la traducción se efectuó cuando ambos eran cónsules, Ortega esperó 35 años para publicar las crónicas con formato de libro, para lo cual —según las reglas internacionales en la materia— era obligatorio contar con el permiso formal del titular de los derechos de autor. Aún más, si esto se hubiera hecho como procedía, ahí mismo se hubiera aclarado la existencia de Parkhurst y la inexistencia de Rollins.

Filibusteros descansando en un templo de Granada. Fuente: Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper.

¿Fue Parkhurst un impostor?

Tras su detallado análisis crítico, Bolaños Geyer concluyó que «el relato de Clinton Rollins es un folletín fantasioso sin valor alguno como fuente de información para la historia de los filibusteros o de Nicaragua». Eso es cierto, por la tergiversación que hace de numerosos acontecimientos y personajes, según se narró previamente. Sin embargo, esa no fue culpa de Parkhurst, sino de quienes, de buena fe, dieron como cierta su historia y la divulgaron ampliamente, al punto de legitimarla.

En sus indagaciones acerca de la vida de Parkhurst, Bolaños Geyer halló que, antes de escribir las célebres crónicas, había mostrado interés por el mundo del filibusterismo, como él mismo lo expresa, al indicar que escribió una novela ambientada en Cuba. Asimismo, otra faceta muy curiosa es que a partir de 1862 fue combatiente voluntario durante la Guerra de Secesión, pero en contra de los sureños —partidarios de la esclavitud—, y sufrió serias vejaciones en varios campos de prisioneros.

Al respecto, llama mucho la atención que, aunque en sus crónicas arremete contra Walker una y otra vez, al que califica de «extremadamente repugnante, plagado de defectos y desprovisto de toda cualidad» —en palabras de Bolaños Geyer—, atribuía grandes méritos a los filibusteros, de quienes resalta sus «tribulaciones, hazañas y conquistas». Bien es sabido que, como la Guerra de Secesión se inició a mediados de 1861, muchos de los mercenarios que habían acompañado a Walker en Nicaragua se unieron a las filas sureñas, de modo que es sumamente contradictorio que Parkhurst alabara a quienes durante esa guerra fueran sus enemigos.

Otro hecho a destacar acerca de Parkhurst es que, en su vida de trotamundos y alcohol, en 1874-1875 emprendió un viaje que lo llevó a Guatemala y Nicaragua, cuando tenía unos 30 años de edad. Es lógico suponer que la visita a poblados que fueron escenarios de batallas, así como el trato con los lugareños —muchos de ellos excombatientes en la guerra—, más las lecturas de los libros de Walker y de algunos de sus compinches, lo incentivaron a escribir las crónicas que publicaría en California 14 años después.

Eso fue lo que hizo, con toda naturalidad, como una especie de «divertimento», por lo que creo que no se le podría calificar de impostor. Actuó como lo hacen casi todos los novelistas: inventarse una trama que sea sugerente o atractiva, y narrarla de buena manera. Y, si está basada en hechos históricos pero se cometen yerros de naturaleza fáctica —lo cual es casi inevitable—, pueden argumentar siempre que se trata de una licencia literaria, con lo cual resultan indemnes. Es decir, simplemente alegan que el suyo no es un libro de historia, sino tan solo una novela. ¿No fue así como actuó Parkhurst?

Este ejemplo permite reflexionar acerca de los evidentes riesgos de incursionar en la novela o el cuento históricos, pues el lector le podría conferir veracidad a algo imaginado o hipotético, y aceptarlo y perpetuarlo como tal. Expresado de manera figurada, eso es como transitar por un terreno de arenas movedizas, o balancearse como lo hace un equilibrista sobre la cuerda floja en un circo. En lenguaje popular, habría que parodiar el célebre aforismo y decir: «para escribir literatura histórica y comer pescado, hay que tener mucho cuidado».

En fin, pareciera que lo que sí es censurable en Parkhurst es el plagio en que incurrió, sobre todo de ese Walker a quien tanto detestaba, irónicamente. Y el error sucesivo no fue de él, sino de los historiadores que, ingenuamente, aceptaron sus crónicas como verídicas.

El traductor, Guillermo Figueroa Valverde. Fuente: Archivo Luko Hilje

¿Quién era Figueroa, el traductor?

Como se indicó previamente, las crónicas del supuesto Rollins fueron traducidas por dos cónsules residentes en San Francisco, el costarricense Figueroa y el nicaragüense Ortega.

Al respecto, conviene destacar el siguiente aserto de Bolaños Geyer: «En las primeras etapas, se supuso que el verdadero autor pudo haber sido el cónsul costarricense Figueroa, quien había estudiado en Boston y hablaba excelente inglés. Sin embargo, al no encontrarse evidencia que confirmara esa suposición, ni en los Estados Unidos ni en Costa Rica, se desechó la idea». Esto, así como otros pasajes del libro de Bolaños Geyer, sugieren que Figueroa —quien no tenía formación en el campo histórico—, efectuó la traducción completa, en tanto que su colega diplomático Ortega revisó el texto e hizo algunos ajustes o retoques aclaratorios, pues sí sabía de la historia ahí narrada; de hecho, en 1945 él disertó sobre el libro de Rollins para su incorporación como miembro de la Academia de la Historia de Granada.

Ahora bien, se ignora si Figueroa había aprendido inglés en dicha ciudad, o antes en Costa Rica, aunque lo cierto es que fue nombrado cónsul en Boston en marzo de 1907, en el primer gobierno de Cleto González Víquez (1906-1910). Dos años después, en febrero de 1909, fue transferido y elegido como cónsul general en San Francisco, California. Debo esta información al amigo Jorge Sáenz Carbonell, abogado e historiador, así como destacado funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Para entonces Figueroa frisaba los 26 años de edad, pues nació en 1883. Esparzano de cuna, vino al mundo en el hogar formado por el colombiano Clodomiro Figueroa Candanedo (1860-1941) y la lugareña Neria Valverde Cordero; sus hermanos fueron Rafael Ángel (1896-1961) y Deyanira (1901-1985), esta última abuela de mi esposa Elsa. Cabe señalar que, nacido en Chiriquí, el patriarca de la familia había arribado a Puntarenas con su hermano Aníbal; eran nietos de Tomás Cipriano de Mosquera y Arboleda, tristemente célebre dictador colombiano. Exitoso comerciante, agricultor y ganadero, don Clodomiro era de convicciones liberales y masón, así como una destacada figura pública; en diferentes épocas fungió como presidente municipal y jefe político de Esparza, gobernador de Puntarenas, dos veces diputado y una vez senador de la República.

Como una curiosidad histórica, en el segundo mandato de Cleto González Víquez (1928-1932) se acordó erigir una estatua a don Juanito Mora —conductor y héroe en la Campaña Nacional contra el ejército filibustero de Walker—, la cual se develó el 1º de mayo de 1929. De manera complementaria, se encomendó al naturalista Anastasio Alfaro González, director del Museo Nacional, localizar y exhumar los restos del Dr. Karl Hoffmann, alemán que fungiera como Cirujano Mayor en la primera etapa de la Campaña Nacional, para trasladarlos a la capital y enterrarlos con honores de General de Brigada.

Como los restos estaban en Esparza, Alfaro viajó hasta allá y, en presencia de cuatro personalidades de la localidad, procedió a exhumarlos, y uno de ellos era don Clodomiro Figueroa. Aunque suscribió la respectiva acta, por alguna razón se ausentó del acto en cierto momento, por lo que fue sustituido por su hijo Guillermo, quien quedó retratado en la fotografía que se tomó en ese momento, la cual aparece en mi reciente libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional. Es decir, 20 años después de que tradujera en California las crónicas de Clinton Rollins, el destino lo hizo converger en un acto cívico alusivo a la guerra libertaria contra Walker, de la cual estaba muy bien enterado, sin duda.

Conocido en el ámbito familiar como Guillermón —por lo fornido que era—, se dedicó a la cría de ganado en Hervideros, su finca en San Jerónimo de Esparza, mientras residía en el centro de la ciudad, al lado de donde estuvo la casona paterna, exactamente detrás de la iglesia de la localidad.

Un hecho que amerita destacarse es que él mantuvo una amistad de por vida con el otrora cónsul nicaragüense Ortega. Y, como producto de esa relación, éste posiblemente más de una vez lo visitó en Esparza.

En una de esas ocasiones, a fines de octubre de 1928, cuando su hermana Deyanira —casada con el portorriqueño-costarricense Eustoquio Villalón Montero— dio a luz a la segunda de sus cinco hijas, Ortega fue su padrino de bautizo. Asimismo, sugirió que la denominaran Mabel, al argumentar que era un nombre muy bonito, y que se escribe igual en varios idiomas, lo cual fue acogido por los padres de la niña. Como una simpática curiosidad, tras su visita a Guatemala y Nicaragua, en 1876 el errabundo Parkhurst había sentado cabeza en San Francisco, California, donde ese año se casó con Annie Shannon, con quien tres años después procrearía a una niña llamada Mabel; esto Ortega quizás nunca lo supo, ya que fue Bolaños Geyer quien lo reveló, y hasta 1977.

Para retornar a Guillermo, murió en su natal Esparza en 1969 —cuando frisaba los 86 años—, dos años antes de que Bolaños Geyer emprendiera sus excelentes y esclarecedoras averiguaciones acerca de Clinton Rollins.

Y, para concluir, ¡ya ven lo que son las vueltas de la vida, amigos lectores! Por interesarme en ese fantasmal filibustero, debido a que su apellido coincidía con el de una gringa exnovia mía, terminé metido en asuntos de la familia de mi esposa, incluido el bautizo de mi recordada y amada suegra, doña Mabel Villalón Figueroa.

Filibusteros quemado cadáveres de soldados centroamericanos en Granada, en abril de 1857. Fuente: Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper.

Kim Phuc…, ¡aquella afligida y desnuda niña vietnamita!

Kim Phuc con sus hermanos y primos, huyendo de las bombas de napalm. Cortesía: Nick Ut

Artículo publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Al hurgar en mis archivos personales de hace más de medio siglo, y revisar la pequeña agenda que solía portar en mi bolsillo, me percato de que el jueves 8 de junio de 1972 fue un día más, quizás intrascendente, en mi vida de estudiante universitario. Al respecto, salvo una clase del curso de Zoología de Invertebrados por la mañana, con el Dr. Manuel María Murillo, la víspera había entregado un informe de laboratorio del curso de Genética General, y me preparaba para un quiz de dicha materia el viernes 9. Es decir, no más que los quehaceres habituales de un estudiante. Por cierto —como una curiosidad—, exactamente tres meses antes, el jueves 9 de marzo a las cinco de la tarde, se había presentado el cantautor catalán Joan Manuel Serrat en el Centro de Recreación, en su primera visita a Costa Rica.

Sin embargo, a unos 17.000 kilómetros de distancia, ese 8 de junio la situación era muy grave en Vietnam del Sur. Iniciada casi 17 años antes, la prolongada presencia del ejército estadounidense continuaba —en apoyo al régimen survietnamita—, sin visualizarse un triunfo de ninguna de las partes en contienda; sus adversarios eran los guerrilleros del Frente Nacional de Liberación de Vietnam (Vietcong), que deseaban tomar el poder para lograr la unificación de ese país con Vietnam del Norte. De hecho, al final la victoria sería para los insurgentes, que pudieron fundar la actual República Socialista de Vietnam, pero el triunfo no se logró sino hasta tres años después, en 1975, con un altísimo saldo de vidas truncadas, calculado en más de tres millones de víctimas, al igual que de incontables personas heridas, mutiladas o quemadas, más una naturaleza devastada. ¡Un auténtico infierno!

Ahora bien, en medio de tal conflagración y barbarie, hubo un hecho que tuvo una repercusión internacional de gran calado. En efecto, en la tarde de ese 8 de junio —cuando aquí era de madrugada, dada la diferencia de 13 horas entre ambos países—, por un error de cálculo, la pequeña aldea de Trang Bang fue impactada por cuatro bombas de napalm, nombre de una especie de gel de gasolina que usaron masivamente las tropas estadounidenses. Al ocurrir esto, desde un templo, dos niñas y tres niños corrieron aterrorizados por la calle, y entre este grupo de hermanos y primos, una de las niñas, de nueve años de edad, avanzaba desnuda en su desesperada huida. Gritaba «¡Muy caliente! ¡Muy caliente!», pues su ropa resultó incinerada, además de que varias partes de su cuerpo fueron seriamente quemadas por tan abrasador combustible.

Como testigo presencial de ese descorazonador hecho, ahí estaba un joven de 21 años llamado Huynh Cong Ut —hoy conocido como Nick Ut—, quien trabajaba para la agencia de noticias estadounidense The Associated Press (AP), y en ese preciso instante pulsó el disparador de su cámara para captar la pavorosa escena, así como otras más, en secuencia. Puesto que era un fotógrafo profesional, pudo haber quedado satisfecho con registrar ese episodio de terror, para que AP la divulgara la imagen por el mundo. Al fin de cuentas, esa es la labor de un corresponsal de guerra, y tan elocuente y oportuno retrato de seguro sería muy bien acogido por dicha agencia.

Kim Phuc, mostrando las graves quemaduras en su espalda y brazos. Cortesía: Rubén Darío Arenas.

Sin embargo, en un encomiable gesto de humanidad, de inmediato Nick le dio agua y la arropó, y junto con el chofer que lo acompañaba, en el automóvil trasladaron a la niña Kim Phuc Phan Thi a un hospital, para que la trataran de manera urgente; por cierto, en cuanto a su apelativo, las dos primeras partículas corresponden a su nombre personal, y las otras dos a sus apellidos. Las enfermeras se negaron a curarla, pues no sabían cómo lidiar con quemaduras tan serias, pero Nick amenazó con denunciar este hecho por la prensa. Por tanto, aceptaron recibirla, y al día siguiente pudo ser trasladada al Primer Hospital de Niños de Saigón. Ahí comenzó un calvario de 14 meses de hospitalización, y numerosas operaciones.

Para retornar a Nick, es oportuno señalar que él conocía muy de cerca las miserias y el dolor que causan las guerras, pues su hermano Huynh Thanh My había fallecido en 1965, durante sus labores como corresponsal de guerra de AP. Y, para sentirlas aún más, años después él resultaría herido tres veces, lo que incluso obligó a que lo operaran de una rodilla, un brazo y el estómago.

Para retornar a la cuestión de la fotografía, en el momento en que la captó, Nick jamás pensó en la repercusión que tendría tan providencial imagen, aunque sí tenía la certeza de que era muy buena. Porque, si como reza el popular aforismo, «una imagen vale más que mil palabras», con más eficacia que los miles de cables transmitidos por años por los teletipos de AP y otras agencias noticiosas, en un solo golpe de vista se reveló al mundo entero —y en cosa de uno o pocos días—, la magnitud del genocidio que ocurría en Vietnam. Sin duda, la conmoción fue realmente universal, y sensibilizó a vastos sectores, muy especialmente en los propios EE.UU. En realidad, esa estremecedora fotografía quedó tatuada de manera indeleble hasta hoy en la mente y el corazón de las personas realmente sensibles al dolor humano.

Nuestros temores por otra guerra como esa

No podría relatar pormenores de lo acontecido posteriormente, pues mis recuerdos son bastante difusos. Sin embargo, a pesar de lo poco que aparecía los periódicos, la radio y la televisión, nos manteníamos al tanto de lo que ocurría con las protestas mundiales contra esa nefasta guerra; bueno…, todas lo son, pero esta era peor. En medio de esto, creció nuestra admiración por el valiente boxeador Cassius Clay o Muhammad Alí —el más grande de todos los tiempos—, quien, como objetor de conciencia que fue, puso en serio riesgo su brillante e indetenible carrera, al oponerse a la conscripción, ley que lo obligaba a ser reclutado para ir a matar seres humanos. Al final salió airoso, con el apoyo y el beneplácito del mundo entero.

Kim Phuc con el fotógrafo Nick Ut y el exembajador Mauricio Ortiz, en la Casa Amarilla. Cortesía: Mauricio Ortiz.

En mi caso, siempre he sido antibelicista, no solo por mi formación ética y mis principios, sino que también porque mi padre Pasko —croata de nacimiento—, al igual que su familia y sus amigos, fueron víctimas de los horrores de la Primera Guerra Mundial, en la que él incluso debió ir al combate; y, aunque por fortuna salió ileso, en medio de los diez millones de muertos que hubo, tan traumáticos episodios hirieron su alma y dejaron una impronta indeleble en su ser, como lo relaté en mi artículo Un hombre que vino de la guerra (Meer, 13-VII-17). Además, tuve el privilegio de nacer en un país en el cual, cuando vine al mundo, ya el parasitario ejército —porque todos lo son— había sido abolido, por lo que he disfrutado siempre de la vocación pacifista, el diálogo y la búsqueda de consensos que han caracterizado la vida social y política de nuestra amada Costa Rica.

Por eso, ya concluida la guerra en Vietnam, en 1977 publiqué en la prensa el artículo Vietnam o la moral ecológica (Semanario Universidad, 23-V-77), para expresar mis críticas hacia la postura de algunos científicos en relación con la guerra. Asimismo, cuando cursaba mis estudios de postgrado en EE. UU., hubo un largo período durante el cual los torvos Ronald Reagan y Alexander Haig —su secretario de Estado—, se proponían convertir América Central en una hoguera. Esto nos indujo a participar en varias manifestaciones multitudinarias en las ciudades de Riverside y Los Ángeles —a las que se sumaban numerosos excombatientes en Vietnam, quienes repudiaban cualquier asomo de guerra—, y además en 1981 publiqué un artículo intitulado El Salvador: que no sea otro Vietnam, el cual apareció en el periódico El Sentimiento del Pueblo, órgano de los estudiantes chicanos de la Universidad de California.

Narro estas cosas para dejar patente que, a pesar de la distancia y el tiempo, la guerra de Vietnam no me fue ajena. Porque siempre he hecho mía aquella sentencia con la que nuestro sabio científico Clorito Picado respondió al embajador estadounidense Arthur Bliss Lane en 1941 —en plena Segunda Guerra Mundial—, cuando quiso amedrentarlo: «Son quienes como yo, nada tenemos que perder al decir lo que pensamos, porque nada de lo que pueda sobrevenirnos logrará intimidarnos, porque estamos preparados para todo menos para el silencio, cuando ese silencio es cien veces peor que la muerte. Los que gozamos de esa libertad de pensamiento y de esa libertad de prensa, decimos lo que en nuestro espíritu sugieren los acontecimientos de cualquier punto de la tierra, porque la Humanidad pertenece a todo hombre que sea capaz de vivir la vida conforme a su propia conciencia».

Kim Phuc con su hijo Thomas. Cortesía: Rubén Darío Arenas.

Mi encuentro con Nick y Kim Phuc

En la veraniega mañana del 11 de enero de 2024 —hace apenas un mes—, de cielo impecablemente azul, muy temprano me dirigí hacia San Isidro de Heredia, a tan solo 20 minutos de mi casa en San Pablo. Al escalar en mi automóvil los lomeríos de estas alturas, sentía el pecho inflamado de frescor y los ojos de verdor, de tan gratos que son esos paisajes de montaña. Además, iba muy ansioso a una singular cita, que era un desayuno en casa del amigo Mauricio Ortiz y su esposa Rosiris Valverde, para departir con tres amigos vietnamitas suyos.

Debo mencionar que Mauricio es hijo del eximio y recordado médico Juan Guillermo Ortiz Guier, benemérito de la Patria y creador del concepto y la práctica de «hospital sin paredes», novedoso y eficiente sistema que tanto ha contribuido a llevar salud a las zonas rurales del país. Él es ingeniero industrial, y ahora exitoso empresario en el ramo de los fletes y las mudanzas internacionales, además de que en el gobierno anterior fungió como embajador de Costa Rica en Canadá. Asimismo, porta genes del general hondureño Francisco Morazán —líder unionista centroamericano—, al igual que del cónsul francés Juan Jacobo Bonnefil, quien rescató y conservó los restos de nuestros héroes don Juanito Mora y José María Cañas, tras su fusilamiento en Puntarenas. Fiel a tan nobles actos de su ancestro, Mauricio ha dedicado incontables horas, esfuerzos y recursos personales a las actividades del grupo cívico La Tertulia del 56 y de la Academia Morista Costarricense, entes en los que confluimos y hemos compartido por varios años.

Para retornar al desayuno en su casa, ahí estaban el ya citado y célebre fotógrafo Nick Ut, más una pareja de compatriotas suyos, Son Kim Nguyen y su esposa Thanhlong Thi Nguyen, quienes, invitados por Mauricio, vinieron de vacaciones. Efusivos, nos abrazamos como si fuéramos viejos conocidos, de tan amigables que son. Asimismo, me llevé la grata sorpresa de que los tres residen en Los Ángeles, y que llegaron allá en 1979, año en que yo arribé a la por entonces más bien pequeña ciudad de Riverside —a poco más de una hora de distancia de aquella gran urbe—, por lo que pudimos compartir remembranzas de esos tiempos, así como enterarme de algunos acontecimientos recientes en esa región de California, por la que tanto cariño siento.

Aparte de la hospitalidad de Mauricio y Rosiris, así como de las delicias del desayuno, fue muy placentera la conversación con estos tres vietnamitas, en medio de la cual Nick tuvo la gentileza de regalarme una copia, debidamente autografiada, de la célebre foto que, con el nombre The terror of war (El terror de la guerra), en 1973 fue galardonada con dos prestigiosos laureles: la Foto del Año, de la agencia holandesa World Press, y el Premio Pulitzer en EE. UU. Además, puesto que tan memorable imagen fue captada con una cámara alemana marca Leica, 40 años después, en 2012, ingresó al Salón de la Fama de esta prestigiosa firma fotográfica. Y, por si no bastara, hace apenas tres años, en 2021, a Nick se le entregó la Medalla Nacional de las Artes, con la que el Congreso de EE. UU. premia a artistas y filántropos de las artes, aunque esa vez, de manera excepcional, se condecoró a un fotoperiodista.

4. Luko Hilje y Nick Ut, sosteniendo la foto autografiada. Cortesía: Mauricio Ortiz.

Por cierto, en nuestra conversación, él narró que sus vacaciones en Costa Rica obedecían a su interés por captar imágenes de la maravillosa naturaleza de nuestro país, lo cual hizo en días pasados en varios puntos geográficos de nuestro territorio. Es de suponer que —si hay nuevas visitas suyas—, en los próximos años podremos deleitarnos con el exquisito producto pictórico de la sinergia resultante de nuestra prodigiosa biodiversidad y la maestría de un fotógrafo del calibre del humilde Nick.

Ahora bien, en medio de las gratas pláticas de más de una hora de desayuno, hubo una sorpresa realmente asombrosa. En efecto, en cierto momento Mauricio me preguntó si deseaba conversar con Kim, mediante una videollamada. Me quedé estupefacto, pues no esperaba algo así, pero ni siquiera tuve tiempo de reaccionar, pues casi al instante Mauricio colocó frente a mí su teléfono celular, y ahí estaba Kim Phuc —aquella afligida y desnuda niña vietnamita de la célebre foto de hace casi 52 años—, conversando conmigo. ¡No lo podía creer, pero así era!

Con gran calidez humana y genuina compasión, manifestó cuánto dolor y llanto le causan las guerras, y en particular los actuales conflictos bélicos en Ucrania y Gaza, y especialmente por los niños, víctimas de tanta irracionalidad. Además, nos contó que en Toronto había en ese momento una fuerte tormenta de nieve, y que estaba cuidando a su anciana madre, bastante enferma. Por mi parte, además de expresarle mi admiración por todo cuanto hace por la paz en el mundo, le dije que debería venirse para Costa Rica, donde esa mañana disfrutábamos de un entorno montañoso de delicioso clima veraniego. Agradecida, me dijo que conoce bien esta zona de Heredia —ella vino el año pasado con Nick, para el lanzamiento de la traducción al español de su libro La ruta del fuego, y se hospedó en casa de Mauricio y Rosiris—, y que algún día le encantaría vivir aquí. ¡Ah maravilla de maravillas sería tener como residente a esta extraordinaria mujer en un país pacífico y pacifista, como el nuestro!

6. Luko Hilje y Nick Ut, mientras Luko conversa con Kim Phuc. Cortesía: Mauricio Ortiz.

Un revelador libro

Sobre Kim se publicó el libro The girl in the picture (La niña de la foto), escrito por Denise Chong, el cual vio la luz en 1999. No obstante, de manera complementaria, años después ella escribió su propio libro —recién citado—, el cual fue publicado en 2017, con el título Fire road (La ruta del fuego). Tanta acogida tuvo, que había sido traducido a seis idiomas, pero no al español. Por fortuna, durante su gestión como embajador en Canadá, el acucioso Mauricio había buscado a Kim, en persona, y le ofreció encargarse de dicha traducción. Fue así como, con gran convicción y capacidad de convocatoria, concitó el apoyo económico de varios empresarios costarricenses y de la cancillería, para que el libro fuera una realidad. Y, tanto, que fue presentado el 12 de abril de 2023 en la Casa Amarilla —sede del Ministerio de Relaciones Exteriores—, en nuestra capital, nada menos que con la asistencia de Kim y Dick.

Dicho libro, que el generoso Mauricio me obsequió —autografiado por Nick—, es realmente conmovedor; por cierto, se puede adquirir en el Instituto Interamericano de Derechos Humanos, y los fondos captados con su venta son para la Fundación Internacional Kim. En él, Kim narra toda su vida, y lo hace de manera muy amena y sin dramatismo alguno. En realidad, al leerlo uno se contagia de su alegría de vivir, además de admirar cómo, tras las 17 intervenciones quirúrgicas a las que fue sometida, para injertarle piel, y a pesar de las cicatrices que hasta hoy laceran su cuerpo y le provocan recurrentes e intensos dolores, lo que ella transpira es bondad y dulzura.

De su intensa y accidentada travesía vital, narra cuánto menosprecio sufrió después de su tragedia, y cómo se alejó de sus creencias y prácticas religiosas previas, dentro del caodaísmo —un culto politeísta local— para encontrar a Jesús, quien desde entonces ha colmado su vida de bendiciones y gracias; lo logró a través el cristianismo evangélico, su actual religión. Asimismo, relata cómo su caso fue manipulado con fines políticos por las nuevas autoridades de Vietnam, así como en Cuba, donde residió unos seis años y empezó a estudiar medicina; no concluyó su carrera, pues junto con su esposo Toan Bui Huy —a quien conoció en dicho país—, desertó y se exilió en Canadá, donde mora hasta hoy.

De manera sorprendente, sin importar los muchos avatares que ha sufrido, en su corazón no alberga ni pizca de rencor, y dice haber perdonado por completo a quienes, de una u otra forma, le hicieron daño o se lo quisieron hacer, a lo largo de los años. Al respecto, en un pasaje de su libro indica lo siguiente: «Todavía no sé el nombre del piloto que dejó caer las bombas de napalm sobre mi aldea en 1972, pero no necesito ese detalle para decirle que me encantaría poder conocerlo un día, regalarle una sonrisa, darle un abrazo, verlo a los ojos y decirle: “Lo perdono. Lo que pasó, pasó. Sigamos adelante en paz. Nadie sale ileso de la guerra, y aquella guerra que destrozó a mi país seguramente también lo dejó lastimado a usted. Yo espero en Dios que haya podido sanar y sepa que por siempre tendrá mi perdón”».

Madre de Thomas y Stephen, así como abuela cuatro veces, en plena congruencia con sus convicciones y actitudes, Kim es hoy un ícono mundial de la paz. Galardonada con el doctorado honoris causa por seis universidades, y amiga de los principales líderes políticos, económicos y espirituales del mundo, es embajadora de buena voluntad de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).

Es oportuna aquí una acotación, para relatar que, después de 30 años de ausencia de su terruño, a mediados de 2016 ella tuvo la oportunidad de visitar la aldea de Trang Bang, donde la abrumaron y hasta la martirizaron los recuerdos. Y pocas semanas después, una noche en que a su amigo Nick —a quien llama tío Ut— se le tributó un importante homenaje en Los Ángeles por parte de la prensa local, se le invitó a acompañarlo al escenario mientras que —como era de esperar—, se proyectaba en la pantalla la famosa foto de ella huyendo del horror. Aunque la había visto hasta la saciedad, esa vez no pudo contener el llanto. En sus palabras, «miré mis pies en la foto. ¡Cómo corría! Y cómo seguí corriendo durante años, intentando escapar de las bombas, de la guerra, de la foto, del dolor, de mi religión, de Vietnam, de Cuba… Movida por la tristeza, luego por la rabia y luego por el miedo. Por decisión propia, había pasado gran parte de mi vida huyendo, convencida de que esa era mi única opción. Pero ese camino, esa carrera, me había llevado directamente a los brazos de Dios».

5. Kim Phuc, con la foto que la hizo famosa. Fuente: Wikipedia.

Asimismo, en un pasaje previo de su libro ella expresa: «La foto. Mi foto. La foto de la que intenté incansablemente escapar, y la que terminó dándome una misión en la vida». Y eso es muy cierto, porque además de ser ella hoy una adalid de la paz mundial, durante los últimos 30 años, junto con otras organizaciones humanitarias, la Fundación Internacional Kim promueve proyectos para aportar ayuda médica y psicológica a miles de niños y niñas víctimas de la guerra, para así rescatarlos de graves traumas y a la vez elevar su dignidad hasta su condición de seres humanos plenos.

¡Qué compleja pero hermosa misión, de veras, esta de la infatigable y generosa Kim! Y, aunque no lo necesite realmente, creo que su fecunda y siempre floreciente obra humanitaria amerita que se le galardone con el Premio Nobel de la Paz, y que sea el gobierno de Costa Rica quien la postule, con lo cual nuestro país se enaltecería también.

Un tributo al legado cívico del Dr. Karl Hoffmann


Lápida develada el día del bicentenario del nacimiento del Dr. Karl Hoffmann, en el cementerio de Esparza. Foto: Luko Hilje.

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Alocución en el homenaje del 7 de diciembre de 2023 en el cementerio de Esparza, para honrar la memoria del médico y naturalista alemán Karl Hoffmann y su esposa Emilia

Hace exactamente 200 años, el 7 de diciembre de 1823, vino al mundo un niño en la ciudad de Stettin, Alemania, en el hogar de Anton Hoffmann y Julie Brehmer, comerciante él, y ama de casa ella. De religión luterana, pronto se le bautizó con el nombre Karl, el mismo que figura en la lápida que develaremos esta mañana.

2. Lápida conmemorativa, en el momento de ser develada. Foto: Verónica Solórzano.

Nació cerca del agua, pues Stettin —por entonces parte del reino de Prusia, pero hoy perteneciente a Polonia y denominada Szczecin— es un puerto fluvial del río Oder, no tan distante del muy frío mar Báltico. Y, ¡quién lo iba a decir!, moriría casi 36 años después también cerca del agua, pero ahora en la muy cálida Puntarenas.

Datos de nacimiento y defunción son estos, fechas mudas, como una especie de paréntesis del comienzo y el cierre de una vida, pero que no nos revelan nada de la trayectoria ni del legado de este extraordinario ser humano que fue Karl Hoffmann Brehmer.

No se conoce acerca de sus tiempos de infancia y adolescencia, pero sí de su juventud, cuando sus intereses lo llevaron a la muy prestigiosa Universidad de Berlín para cursar la carrera de medicina, que culminó en 1846, a los 23 años de edad. Sin embargo, sentía gran atracción por el estudio de las plantas, los animales y los volcanes, lo cual fue cultivando de manera paralela a su profesión de médico. Esto le permitió frecuentar los museos de Berlín, donde conoció a destacados científicos y, en algún momento, trabó amistad con el gran naturalista Alexander von Humboldt, el mayor explorador del trópico americano.

De seguro que la lectura de la provocadora obra de Humboldt, así como las conversaciones con él, lo estimularon e indujeron a mudarse a Costa Rica, donde por entonces había una incipiente colonia alemana. Y fue así como este sabio anciano incluso escribió una carta dirigida al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, recomendando a Hoffmann y a su colega Alexander von Frantzius, a quienes calificaba de «científicos muy distinguidos y además hombres muy morales, hijos de familias respetables de nuestro país».

Llegados a San José en enero de 1854 junto con sus esposas, ambos se dedicaron a ejercer la profesión de médicos, mientras efectuaban giras y recolecciones de plantas y animales en su tiempo libre.

En esas estaban, felices explorando nuestra naturaleza, cuando en noviembre de 1855 empezaron a correr aciagos rumores. En efecto, el país podría ser invadido en cualquier momento desde Nicaragua por el ejército filibustero de William Walker quien, bien financiado por importantes personajes y sectores de los estados esclavistas sureños, deseaba implantar la esclavitud en los cinco países centroamericanos, así como anexarlos a EE. UU.

La amenaza tomó forma pocos meses después, por lo que el 1° de marzo de 1856 don Juanito llamó al pueblo a las armas. Ante esta ominosa coyuntura, muchos de los alemanes residentes en el país se ofrecieron para ir a defender a su patria adoptiva.

De inmediato, don Juanito aceptó su sincera y valerosa oferta, e incluso nombró a algunos en los altos mandos del ejército, y entre ellos a Hoffmann, a quien designó como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Es decir, le tenía tanta confianza, que no dudó en poner en manos suyas la salud de nuestras tropas, sin importarle que fuera extranjero.

A partir de entonces, Hoffmann desplegó sus atributos de excelente y compasivo médico, como lo revelan varios testimonios provenientes tanto de soldados rasos como de oficiales del ejército, quienes atestiguaron sus acciones. Aunque no participó en la batalla de Santa Rosa, ocurrida en la tarde del 20 de marzo, antes de que clareara el día siguiente don Juanito lo envió desde Liberia, para que apoyara al Dr. Cruz Alvarado Velazco. Ahí, en medio del dolor por el fallecimiento de 19 de nuestros combatientes, con gran diligencia él y Alvarado curaron a los 32 que resultaron heridos; murió apenas uno, pero de tétano.

1. Escena de la batalla de Rivas. Fuente: Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper.

Semanas después, temprano en la batalla del 11 de abril, en Rivas, ante el acecho de las huestes filibusteras, esta vez Hoffmann sí empuñó el fusil, y lo hizo con certera puntería, mientras auxiliaba a los primeros caídos ante la pólvora y los sables filibusteros. Ese fatídico día, en las estrechas callejuelas de Rivas el fuego fue tan intenso, que murieron 136 soldados en pocas horas, a quienes se sumaron nada menos que 300 heridos. Había que atenderlos a como se pudiera, por lo que, ya en la tarde, se improvisó un hospital de campaña en una casa de la ciudad. Ahí estuvieron recluidos 270 de los heridos, hacinados, con poca higiene y sin suficientes medicinas. Al fin de cuentas, y a pesar de esos inconvenientes, junto con sus escasos ayudantes pudieron salvar las vidas de casi todos los heridos; incluso realizó siete amputaciones, técnica en la cual tenía gran pericia.

3. Retorno de las tropas, con muchos combatientes enfermos del cólera. Fuente: Frank Leslie᾽s Illustrated Newspaper.

Sin embargo, mientras estaban en la faena de rescatar vidas, se asomó sigiloso un invisible pero implacable enemigo: el cólera.

Para fortuna nuestra, Hoffmann conocía bien este mal, pues en 1848-1849 había trabajado en un sanatorio berlinés, donde pudo efectuar investigaciones para buscar su curación. No obstante, en aquella época se ignoraba que el agente causal de la enfermedad es una bacteria, cuyo nombre científico es Vibrio cholerae, y más bien se creía que el cólera era causado por miasmas, es decir, vapores provenientes de las aguas estancadas o de cuerpos en descomposición, así como por climas insanos, como el de Rivas en la estación seca.

Esto explica que los altos mandos del ejército tomaran la decisión de repatriar las tropas, sin imaginar que esto más bien favorecería la diseminación del bacilo y provocaría una epidemia en los principales centros de población. Durante tan grave crisis sanitaria, que causó la muerte de unas 10.000 personas, Hoffmann desarrolló y promovió el uso de un preparado, denominado «medicina anti-colérica», que consistía en una mezcla de gotas amargas con un licor fino, el cual libró de la muerte a innumerables personas.

Es decir, con gran altruismo y entrega a sus semejantes, el infatigable Hoffmann se dedicó de lleno a salvar vidas. Sin embargo, lamentablemente, no reparó en su propia existencia.

En efecto, ya superada la epidemia, él empezó a sufrir las consecuencias del desmedido y agobiante esfuerzo que hizo tanto en Rivas como en el Valle Central. De manera paulatina comenzó a sentirse débil, mientras su cuerpo se inflamaba, perdía movilidad y sus dedos se endurecían. Ello lo llevó al extremo de quedar incapacitado para seguir activo como médico, lo cual provocó que no contara con ingresos económicos. Para peores, aunque era un hombre ahorrativo, el gobierno le adeudaba el para entonces casi exorbitante monto de poco más de 2700 pesos, pues él pagó de su bolsillo cuantiosos gastos de la Campaña Nacional.

5. El Dr. Karl Hoffmann, ya enfermo, circa 1857. Cortesía: Silvia Meléndez.

Fue por esto que, enterado de sus tribulaciones, don Juanito gestionó que se le concediera una pensión vitalicia, de 50 pesos mensuales, a partir del 1º de marzo de 1858. El Congreso apoyó de inmediato tan justa como noble iniciativa, al aducir que él prestó sus valiosos servicios a nuestro país «en la época de mayores conflictos de guerra y de epidemia del cólera, que dejarlo sin recompensa sería dar una prueba de que carecíamos de los más nobles sentimientos de gratitud», para culminar señalando que «tantos sacrificios, tanta abnegación en un extranjero, no debe quedar sin recompensa».

Al final de cuentas, en realidad él casi no pudo disfrutar de su pensión, lamentablemente. Esto fue así porque, menos de un año después, a inicios de febrero de 1859, junto con su esposa decidieron mudarse a Puntarenas, al considerar que tal vez el clima cálido podría atenuar el mal que le aquejaba. Sin embargo, tristemente, en esos días recién se había iniciado ahí una epidemia de tifoidea, y ella se contagió. Murió muy pronto, el 12 de febrero, lo cual fue devastador para él. Es decir, lejos de aportarle alivio, la llegada a Puntarenas le acarreó mayores e irreversibles pesares.

Ya sin su amada compañera, su alma estaba lacerada, y no tenía sentido seguir viviendo. Su vida cotidiana se plagó de depresión y postración. Al presentir la cercanía de su final, preparó su testamento, en el cual consignó que, cuando llegara la hora del desenlace, se le enterrara sin pompa alguna, pero sí al lado de su amada Emilia, en Esparza.

En acatamiento de su voluntad, en la mañana del 12 de mayo —exactamente tres meses después de la partida de ella—, una carreta transportó su ataúd hasta el punto donde hoy estamos, para inhumar su cuerpo. Había exhalado su último suspiro la víspera, allá en Puntarenas, en la calle del Estero.

4. Lápida conmemorativa, cubierta con la bandera de Costa Rica, antes de su develación. Foto: Luko Hilje.

Eso sí, días antes había dictado una conmovedora carta para su amigo don Juanito, a raíz de la elección de éste como presidente de la República por tercera vez consecutiva. En uno de sus pasajes iniciales expresaba que «Yo también, aunque nacido en un suelo muy distante, pero agradecido a la República que tan benignamente me acogiera, no puedo menos que desear su engrandecimiento, su felicidad». Y la culminaba manifestando que «he puesto un pie ya en el borde del sepulcro, pero procuro conciliar mis ideas para manifestar mis deseos. ¡Quiera el cielo conservar la vida de Su Excelencia para la felicidad y grandeza de la joven Centro-América!».

Así se cerró la travesía vital de este entrañable ser humano, brillante y acucioso naturalista, así como abnegado médico, siete meses antes de completar los 36 años de vida.

Ahora bien, a partir de ese día quizás nadie reparó en su tumba, la cual de manera inexorable fue erosionada por los calcinantes soles y las inclementes lluvias del trópico. Empero, y hay que decirlo, esa tumba fue más lastimada por la desmemoria y el olvido.

Tan es así, que debieron transcurrir 70 extensos años para que la patria se acordara de él, nuevamente. Y eso ocurrió a propósito de la inauguración del hermoso monumento a don Juanito, frente al edificio de Correos y Telégrafos, efectuada el 1º de mayo de 1929, fecha conmemorativa de la rendición del filibustero Walker.

Para entonces, el gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez encomendó al naturalista Anastasio Alfaro González —director del Museo Nacional—, que viniera a Esparza a localizar los restos del ilustre médico alemán que nos tiene congregados hoy aquí. En esa ocasión, el gobierno argumentaba que «la nación tiene contraída una deuda de gratitud con el doctor Carl Hoffmann por los importantes servicios que le prestó, principalmente como cirujano mayor del ejército en la guerra nacional».

6. Inscripción en la parte posterior de la lápida conmemorativa. Foto: Luko Hilje.

En efecto, Alfaro cumplió a cabalidad la tarea asignada. El propio día en que vino a Esparza, en su libreta de campo anotó lo siguiente: «Domingo 21 de Abril de 1929. Tenemos localizadas las tumbas del Dr. Hoffmann y señora; llevaré lo que haya de ambos». Narra su hija Isabel Alfaro de Jiménez que, al consignar eso, de tan impresionado que estaba, «su escritura firme y clara cambia; el trazo es tembloroso, las letras desiguales, fuera de línea». A la mañana siguiente, en presencia de más de 30 personas, se abrió la fosa. Hecho esto, Alfaro anotó que aún quedaban restos del uniforme de teniente coronel con el que Hoffmann fue enterrado, posiblemente por decisión propia, y para testimoniar que hasta su último día de vida fue un soldado al servicio de Costa Rica.

Asimismo, un hecho a resaltar es que, cuando Gonzalo Marín —director de la escuela local— se enteró de la exhumación, al mediodía convocó a un breve acto cívico en la escuela, después del cual los maestros y los niños se desplazaron hasta la jefatura política, donde un pequeño féretro contenía los restos de los esposos Hoffmann. Colocados los niños alrededor de éste en grupos de cuatro, le hicieron guardia de honor. Además, la escuela envió una corona, y los niños trajeron flores de sus casas y las colocaron sobre el ataúd.

Trasladados por tren a la capital el martes 23, los restos fueron recibidos en la Comandancia de Plaza, donde se mantuvieron custodiados hasta el domingo 28, cuando a partir del mediodía fueron expuestos en capilla ardiente y velados por oficiales del ejército.

Al día siguiente, al ser las nueve de la mañana, en la Plaza de la Artillería se detonaron tres cañonazos, para anunciar el inicio del cortejo hasta el Cementerio General, y de inmediato se colocó el pequeño ataúd sobre una cureña. En el desfile, que duró hora y media y fue presenciado por miles de personas, figuraban una banda militar, comitivas de estudiantes de secundaria y de policías, miembros de infantería y artillería del ejército, los jerarcas de los supremos poderes, el presidente de la República y su gabinete, los comandantes de plaza, algunos embajadores y los miembros de la colonia alemana.

Ya en el cementerio, tuvo lugar una emotiva ceremonia, que se prolongó por otra hora y media, y en la cual hubo varias alocuciones. Como culminación, en el momento exacto en que el ataúd era enterrado en la tumba construida con tal fin, se escucharon tres cañonazos, seguidos por siete disparos de rifle, para completar así el protocolo con el que se tributan honores a un General de Brigada.

Así que, depositados en esa sobria tumba de mármol asignada por el gobierno, ahí han permanecido desde entonces, y permanecerán para siempre, las cenizas de los esposos Hoffmann.

Sin embargo, hoy, a casi un siglo de distancia, tomamos una iniciativa complementaria, que es la que nos tiene reunidos aquí.

En efecto, en este camposanto —que en 1992 fue declarado Monumento de Interés Histórico Arquitectónico—, desde hace 94 años no quedó huella alguna de que aquí estuvieron enterrados por 70 años los esposos Hoffmann. Y es por eso que nos propusimos restituir tan importante hecho, al menos de manera simbólica, con la colocación de una lápida o monolito conmemorativo.

Y lo develamos hoy, 7 de diciembre de 2023, en el día exacto en que se cumple el bicentenario del nacimiento del Dr. Hoffmann, como un proyecto de la Asociación La Tertulia del 56, que se dedica al rescate de la memoria y el legado de los héroes de la Campaña Nacional.

Asimismo, a su llamado respondimos con presteza seis patriotas —todos presentes esta mañana aquí—, para financiar dicha lápida; la Municipalidad de Esparza, representante de la comunidad que por tantos años acogió los restos de los homenajeados; y la Universidad Técnica Nacional (UTN), auto-declarada Universidad Morista, y cuya Cátedra Juan Rafael Mora Porras funciona en su Sede del Pacífico, en Puntarenas, lugar donde murieron tanto don Juanito como los esposos Hoffmann. Asimismo, con gran compromiso, se sumó el Instituto Tecnológico de Costa Rica, cuya editorial publicó nuestro libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional, que será presentado esta noche en Puntarenas.

Para concluir, confiamos en que este hermoso monolito de molejón rosado, esculpido con esmero por el hábil marmolista josefino Manuel Antonio Coto Astorga, soportará todo embate y estará aquí hasta el final de los tiempos. Pero, a la vez, quisiéramos que igualmente firme y duradera sea la memoria del Dr. Hoffmann y de su esposa Emilia, a quien tanto le debemos también.

No obstante, es a nosotros a quienes nos corresponde preservar, honrar y divulgar su legado, como una inagotable fuente dónde abrevar, sobre todo en momentos en que —amenazada por foráneos o por malos hijos—, la patria nos convoque de nuevo en su defensa.

Y, entonces, imbuidos de su ejemplo, que desde cualquier trinchera que ocupemos, podamos responder a su llamado, como el Dr. Hoffmann nos enseñó que se debe hacer.

¿La Trinidad, o Punta Nicolás Aguilar?

Vista aérea de la punta de La Trinidad, donde se libró la batalla en la que sobresalió Nicolás Aguilar Murillo. Foto: Elvin Hernández.

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Hasta hace unos 14 años, no había tenido la oportunidad de conocer La Trinidad, bello paraje silvestre donde el río Sarapiquí vierte sus aguas en el majestuoso San Juan. Además, fue ahí donde se libró una batalla clave durante la Campaña Nacional de 1856-1857 contra el ejército filibustero que, conducido por William Walker, pretendía implantar la esclavitud y anexar a EE. UU. los cinco países centroamericanos. Lo hice en diciembre de 2010, gracias a una invitación de la Municipalidad de Sarapiquí para conmemorar dicha efeméride.

1. Desembocadura del río Sarapiquí en el San Juan, con la punta de La Trinidad a la izquierda y Punta Alvarado a la derecha. Foto: Luko Hilje.

En cuanto a este topónimo, pensé que obedecía al triángulo formado por las respectivas esquinas de las dos riberas del río Sarapiquí, más la punta que, en territorio nicaragüense, se denominaba Punta Hipp o Punto Hipp en el siglo XIX, debido a que ahí tenía una fonda el joven alemán Wilhelm Hipp —naturalizado estadounidense—, quien además vendía leña para abastecer los pequeños vapores que recorrían el río. En mi artículo En la boca del Sarapiquí (Nuestro País, 28-XII-2011), señalo que “visto en una imagen de satélite, poco antes de desvanecerse en el San Juan [el Sarapiquí] traza un semicírculo casi perfecto. Del lado opuesto, en territorio de Nicaragua, el contorno de esa otra ribera se parece al perfil de un simio, cuya nariz se ubica exactamente frente a la boca del Sarapiquí”. Sin embargo, tiempo después me enteré de que, en realidad, con dicho topónimo se honra al general nicaragüense José Trinidad Muñoz Fernández (1790-1855), y por un motivo más bien fortuito.

3. La punta de La Trinidad, vista desde Punta Alvarado. Foto: Luko Hilje.

No obstante, antes de referirme a eso, es pertinente una digresión para indicar que ello tuvo relación directa con el puerto de San Juan del Norte, donde el río San Juan desemboca en el mar Caribe. Como lo explica la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada en su libro El río San Juan en la lucha de las potencias (1821-1860), el citado puerto era parte del vasto reino selvático de la Mosquitia, habitado por los indios misquitos, pero su rey permitió que en 1845 la Gran Bretaña lo declarara como un protectorado de esta nación.

Ahora bien, según narrara el célebre historiador Rafael Obregón Loría en su libro Costa Rica y la guerra contra los filibusteros, en octubre de 1847 las autoridades misquitas comunicaron al gobierno nicaragüense que, por estar en su territorio, tomarían el puerto de San Juan del Norte, de gran auge comercial pocos años después. Esto provocó la airada reacción de dicho gobierno, que decidió enviar un batallón de 500 hombres, encabezados por el mencionado general Muñoz. Puesto que, antes de desplazarse hacia San Juan del Norte, acampó con su tropa en la desembocadura del río Sarapiquí, este sitio “desde entonces tomó el nombre de La Trinidad”, en palabras del académico Obregón.

Este historiador relata otros detalles de ese conflicto, para señalar que Muñoz se pudo apoderar de San Juan del Norte, donde reinstaló a las autoridades locales y regresó a Granada, tras dejar un contingente en La Trinidad. No obstante, apenas un mes después, los ingleses no solo retomaron el puerto, sino que incursionaron río adentro en lanchas artilladas con cañones, y derrotaron a la tropa acantonada en La Trinidad. Hecho esto, continuaron aguas arriba y se apoderaron de las fortificaciones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Al final de cuentas, Nicaragua tuvo que ceder San Juan del Norte a las autoridades misquitas, que incluso lo bautizarían con el nombre Greytown, en honor de Sir Charles Edward Grey, gobernador de Jamaica.

En síntesis, no hubo un solo hecho heroico o siquiera destacable de parte de Muñoz y su batallón, que amerite y justifique que la desembocadura del río Sarapiquí se haya denominado La Trinidad por nada menos que 175 años.

Sin embargo, apenas un decenio después, el lunes 22 de diciembre de 1856, sí ocurriría un acontecimiento significativo, que cambiaría de manera determinante el curso de las acciones bélicas contra Walker, a favor de los ejércitos centroamericanos, que ya se habían aliado para combatir a las huestes filibusteras en territorio nicaragüense.

De manera muy resumida, los filibusteros tenían en sus manos el estratégico punto de La Trinidad. Por tanto, para desalojarlos hubo que atacarlos por sus espaldas, para lo cual las tropas costarricenses debieron ingresar por el territorio de San Carlos y después navegar por el río homónimo y por el San Juan, hasta La Trinidad. Fueron muchas las vicisitudes y adversidades ocurridas, sobre todo porque no se tenía experiencia alguna en confrontaciones navales ni fluviales.

Para enfrentar a Walker en el río San Juan, se enviaron dos batallones. El de vanguardia, de 200 hombres, partió de la capital el 3 de diciembre, al mando del sargento mayor Máximo Blanco Rodríguez, mientras que el de retaguardia, de 500 hombres, lo hizo el día 15, conducido por el general José Joaquín Mora Porras. Es pertinente indicar que este segundo batallón arribó a Muelle de San Carlos —que era el punto de partida para las acciones en el San Juan— el 22 de diciembre, es decir, el mismo día de la batalla en La Trinidad. Por tanto, Mora y su gente ignoraban por completo lo que ya estaba ocurriendo ese día decenas de kilómetros aguas abajo, en la ribera derecha del San Juan.

Es oportuno destacar que la víspera del combate debieron pernoctar cerca del estero del Colpachí, hacinados en sus rústicas embarcaciones. Además de estar empapados y entumecidos por la incesante lluvia, nuestros combatientes debieron soportar hambre, al igual que las inclementes picaduras de zancudos, que los acosaban por miles. Aun así, tan deseosos estaban de luchar que, apenas clareó, desembarcaron y penetraron en la montaña para hacer una fogata que les permitiera secar los fusiles y la muy mojada pólvora que llevaban. Hecho esto —que no fue muy exitoso, como se verá pronto—, cerca de las diez de la mañana avanzaron por tierra hacia La Trinidad, con bastante dificultad, pues en esos casi dos kilómetros el terreno era muy anegado y de vegetación difícil.

Detectada la posición de los filibusteros, que estaban distraídos alrededor de una gran mesa, cerca de la hora del almuerzo Blanco dio la orden de atacar. Fue así cómo, organizados en cuatro columnas, 30 combatientes irrumpieron a trote en el campamento enemigo, a la vez que disparaban sus fusiles. Sin embargo, apenas cinco de las húmedas armas funcionaron y, ya alertados de lo que ocurría, de inmediato los filibusteros se desplazaron a las dos trincheras que tenían, para resguardarse y contraatacar. Para entonces, una ya había sido tomada por los nuestros y cuando desde la otra un enemigo se preparaba para disparar metralla con un cañón emplazado ahí, de súbito corrió hacia esta trinchera el cabo Nicolás Aguilar Murillo, le clavó en el pecho la bayoneta de su fusil y lanzó al filibustero a un lado.

Aparte de la importancia específica de tan audaz y hasta temerario acto, que evitó muertes en las filas costarricenses, esto insufló coraje y osadía a sus compañeros. A falta de pólvora, y duchos ellos en el uso de la bayoneta, sus muy filosas cuchillas causaron numerosas muertes en el bando enemigo. Además, aterrorizados por lo que veían, muchos filibusteros se lanzaron al San Juan, cuyas corrientes los arrastraron hasta hundirlos y ahogarlos. Al final de cuentas, en apenas 40 minutos de combate murieron 60 filibusteros, en tanto que dos fueron capturados —entre ellos el comandante Frank Thompson—, y seis lograron llegar con vida después a San Juan del Norte. En nuestras filas hubo apenas dos heridos.

Como era urgente continuar con el ataque sorpresivo, esa misma tarde Blanco y una tropa abordaron varias de las embarcaciones rústicas para dirigirse a San Juan del Norte, donde, al amanecer, capturarían con astucia y facilidad varios de los vapores utilizados por Walker. Y, ya con una fuerza naval en manos propias, se empezaría a tomar posiciones clave en el río San Juan, como el Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Es por eso que, como lo hemos sostenido varios de quienes hemos estudiado en detalle lo ocurrido en el San Juan en esos tiempos, la derrota en La Trinidad representó el principio del fin de las aspiraciones colonialistas de Walker.

2. El héroe nacional Nicolás Aguilar Murillo. Foto: Museo Histórico Cultural Juan Santamaría.

Ahora bien, para retornar al combate en La Trinidad, el valiente cabo Nicolás Aguilar, quien era oriundo de Barva, Heredia, contaba con apenas 22 años de edad cuando ejecutó tan meritoria acción. Ello justificaba que se le premiara con 500 pesos —en una época en que un ministro ganaba 160 pesos al mes—, para así honrar una promesa del oficial Joaquín Fernández Oreamuno, pero esto no se cumplió sino hasta 1886. Asimismo, en 1892, cuando frisaba los 64 años, ya sin poder trabajar y en estado de pobreza, se le otorgó el grado de coronel, se le condecoró y se le asignó una pensión de 60 pesos mensuales, que pudo disfrutar por apenas seis años. Todo ello está sustentado de manera prolija en el documento Nicolás Aguilar Murillo, un barveño héroe nacional, compilado en años recientes por el microbiólogo barveño Miguel Rodríguez Ruiz, para fundamentar que se le concediera dicho título. Hoy, y desde diciembre de 2013, ostenta la condición de héroe nacional, junto a Juan Santamaría, Juan Rafael Mora Porras y Francisca (Pancha) Carrasco Jiménez.

A este lauro, de sobra justo, consideramos que debiera sumarse otro: la denominación, con su nombre, de la esquina izquierda de la desembocadura del río Sarapiquí, en el sitio exacto donde tuvo lugar la batalla de La Trinidad. Podría llamarse Punta Nicolás Aguilar Murillo, Punta Nicolás Aguilar o Punta Aguilar, al igual que, por ejemplo, hasta hace poco en el país hubo cantones con nombres como Valverde Vega y Alfaro Ruiz, y que en el actual cantón de Pérez Zeledón haya un distrito llamado Daniel Flores. Al respecto, cabe acotar que a la esquina derecha de esa boca se le ha llamado Punta Alvarado de manera informal, pero merecida, pues el botero cartaginés Francisco Alvarado Mora, residente ahí por largo tiempo, fue un personaje muy importante en las batallas del río San Juan, aunque en los anales históricos se le haya ignorado, más bien por desconocimiento; lo fue como diestro guía en la construcción de botes y balsas, hábil capitán de vapores y valeroso combatiente.

Propongo, entonces, que la Municipalidad de Sarapiquí realice las gestiones pertinentes ante la Comisión Nacional de Nomenclatura, para designar de manera oficial ambas puntas de tan emblemática desembocadura con los nombres de estos dos grandes patriotas, que no dudaron en defender a Costa Rica cuando hubo que hacerlo. Sin embargo, bautizar por bautizar no tiene mayor sentido, si no se educa a la sociedad, y en particular a los niños y jóvenes, acerca del significado de su aporte.

Una manera de hacerlo es promover visitas a los sitios donde ocurrieron batallas significativas, para entender en el propio lugar de los hechos cómo y por qué sucedieron. Aún más, ya desde hace varios años la muy dinámica y eficiente Municipalidad de Sarapiquí ha planteado la posibilidad de establecer eco-museos en varios puntos, en los que se articulen tan importantes sucesos de la guerra libertaria contra Walker con otros aspectos históricos de la zona, así como con aquellos asociados con la gran riqueza biológica de esta región del país, donde el bosque tropical muy húmedo alcanza su mayor esplendor.

En tal sentido, debería promoverse el turismo histórico a Sarapiquí, que tiene en La Trinidad y Sardinal dos de los tres hitos clave de la Campaña Nacional en el territorio nacional —junto con Santa Rosa, en Guanacaste—, y que hoy son parte de la Ruta de los Héroes de 1856-1857. Por fortuna, se cuenta con un eficiente servicio de botes, que permiten hacer ese recorrido en pocas horas. Para un residente del Valle Central, se puede llegar a Puerto Viejo en un par de horas y, tras un viaje apacible y seguro hasta La Trinidad, regresar a sus hogares antes de que anochezca. La recompensa será más que gratificante: disfrutar de las bellezas escénicas del río, de su flora y su fauna, así como impregnarse de historia patria y amor por nuestro terruño.

Asimismo, es pertinente destacar que hoy ese recorrido también se puede hacer por tierra —algo inimaginable hasta hace poco tiempo—, gracias a los empeños de varias personas y entidades. Al respecto, es de resaltar el aporte del amigo Mauricio Ortiz Ortiz, quien, con gran generosidad y patriotismo, de su propio peculio financió una amplia exploración arqueológica de La Trinidad. Liderada por la especialista Maureen Sánchez Pereira, esto permitió desenterrar más de un millar de objetos, tanto de uso cotidiano como bélico; los resultados aparecen en el artículo Arqueología en el sitio La Trinidad: un campo de batalla del siglo XIX (revista Yulök, 2021), en tanto que la colección está depositada en el Museo Histórico Cultural Juan Santamaría. Ingeniero de formación, así como empresario en el ramo de los fletes y las mudanzas internacionales, Mauricio es hijo del recordado médico Juan Guillermo Ortiz Guier —benemérito de la Patria—, y ha sido un muy activo miembro del grupo cívico La Tertulia del 56 y de la Academia Morista Costarricense.

En fin, dejo planteada aquí la iniciativa para que emerjan los topónimos propuestos, con la ventaja de que no habría necesidad de eliminar el nombre de La Trinidad que, aunque insustancial y carente de sentido para los costarricenses, ya tiene un fuerte arraigo en la geografía, la cartografía y la historia nacionales.

5. Monumento de la batalla de La Trinidad, en Punta Alvarado. Foto: Elvin Hernández.

En el bicentenario del nacimiento del Dr. Karl Hoffmann

Tumba del Dr. Karl Hoffmann y su esposa, en un homenaje tributado en el sesquicentenario de la Campaña Nacional. Foto: Luko Hilje

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Nacido el 7 de diciembre de 1823 en la ciudad de Stettin, en el reino de Prusia —hoy denominada Szczecin, y parte de Polonia—, de joven Karl Hoffmann Brehmer se debatía entre estudiar medicina o ciencias naturales, que incluyen disciplinas como la botánica, la zoología, la paleontología, la geografía, la geología y la vulcanología. No obstante, tan capaz y brillante era, que resolvió ese atormentador dilema mediante una especie de sincretismo, al optar por ambos campos científicos, uno por formación y el otro por afición.

En efecto, se matriculó en la muy prestigiosa Universidad de Berlín, de donde se graduó como médico a los 23 años de edad, en setiembre de 1846, junto con su amigo Alexander von Frantzius; dos años mayor que él, éste era oriundo de Danzig, hoy Gdansk, y perteneciente a Polonia, también. Por cierto, entre el elenco de sus profesores figuraba el patólogo humano Rudolf Virchow —que años después propondría la teoría celular, la más importante en la historia de las ciencias biológicas, junto con la de la selección natural, de Charles Darwin—, con quien además cultivó una cálida e imperecedera amistad.

Asimismo, de manera paralela a sus actividades de médico, efectuó recolecciones para el proyecto Flora Prusiana de Dietrich, concebido y liderado por el botánico Albert Gottfried Dietrich, lo que le permitió interactuar con especialistas del calibre de Carl Sigismund Kunth y Johann Friedrich Klotzsch en el Museo Botánico de Berlín. Además, por su interés en los animales, solía visitar el Museo Real de Zoología en Berlín, donde pudo alternar con los mastozoólogos Martin Heinrich Carl Lichtenstein y Wilhelm Peters, el ornitólogo Jean Louis Cabanis, el entomólogo Friedrich Klug y el malacólogo Carl Eduard von Martens.

La atracción del trópico

Un importante hecho a destacar es que algunos de estos taxónomos conocían las curiosas flora y fauna de los trópicos, por lo que en ambos museos Hoffmann tuvo la oportunidad de familiarizarse con esas maravillosas formas de vida. Asimismo, como el gran naturalista Alexander von Humboldt —el mayor explorador del trópico americano, desde fines del siglo XVIII— frecuentaba esos recintos científicos, sobre todo por su cercana relación con Kunth, quien le ayudó mucho en la descripción de numerosas plantas, es posible que Hoffmann lo conociera ahí. Esto explica que, en 1853, cuando él y su amigo von Frantzius decidieron venirse a vivir en Costa Rica, Humboldt escribiera una carta de recomendación para ambos, dirigida al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora Porras.

Juan Rafael Mora Porras, Libertador y Héroe Nacional de Costa Rica. Cortesía: Carlos Ossenbach

Fue con ese rico bagaje, tanto de médico como de naturalista, que él se mudó a nuestro país, junto con von Frantzius y las esposas de ambos. En realidad, su expectativa no era ejercer como médicos, sino más bien convertirse en profesores de ciencias naturales en la Universidad de Santo Tomás y, de manera complementaria, explorar la flora, la fauna y los volcanes del país. Sin embargo, en dicho ente no había carreras de ciencias naturales, medicina o farmacia, por lo que debieron dedicarse de lleno al ejercicio de su profesión, y efectuar giras y recolecciones en su tiempo libre.

A pesar de algunos contratiempos iniciales, todo era auspicioso. Y tanto, que en 1855 pudo escalar los volcanes Irazú y Barva, tras lo cual escribió sendos relatos, amenos y pletóricos de detalladas observaciones científicas. Asimismo, pudo enviar unos 3300 especímenes a los museos de Berlín, entre los cuales había numerosas especies nuevas para la ciencia. De ellas, 38 portan su apellido, en honor a él; al respecto, por ejemplo, su colega Peters bautizó al perezoso de dos dedos (Choloepus hoffmanni), en tanto que Cabanis hizo lo propio con el pájaro carpintero Centurus hoffmannii, hoy llamado Melanerpes hoffmannii.

Perezoso de dos dedos (Choloepus hoffmanni), bautizado en honor de Hoffmann. Foto: Fabio Hidalgo

En realidad, Hoffmann estaba embelesado escudriñando nuestra naturaleza, cuando en el horizonte empezaron a cernirse oscuros nubarrones, que presagiaban dolor y tragedia. En efecto, aquel pequeño pero pujante país que era Costa Rica, pleno de naturaleza prístina y con una economía dinámica y robusta —favorecida por las continuas y altas exportaciones de café—, de súbito se veía gravemente amenazado por un ejército filibustero y mercenario, organizado y liderado por el abogado, médico y periodista William Walker.

Hacia el frente de batalla

El esclavista y jefe filibustero William Walker. Foto: Wikipedia

El espectro de la guerra empezó a perfilarse en noviembre de 1855, y ya para marzo era inminente una invasión desde Nicaragua, donde Walker se había instalado desde mediados de 1855. El riesgo era demasiado alto pues, bien respaldado y financiado por importantes personajes y sectores de los estados esclavistas sureños, Walker se proponía implantar la esclavitud en los cinco países centroamericanos, así como anexarlos a EE. UU., como parte de un proyecto denominado Federación Caribe.

Fue por eso por lo que había que responder sin dilación, y fue cuando se escuchó firme y tonante la voz del presidente Juan Rafael (Juanito) Mora, para expresar: «Compatriotas: ¡A las armas! Ha llegado el momento que os anuncié. / Marchemos a Nicaragua a destruir esa falange impía que la ha reducido a la más oprobiosa esclavitud. / Marchemos a combatir por la libertad de nuestros hermanos».

Esto ocurrió en la mañana del sábado 1° de marzo, ante una inmensa multitud congregada en la Plaza Principal —actual Parque Central—, convocada por su querido y valiente líder.

Sabedor de que sus huestes necesitarían un médico de primer nivel, ya desde la víspera don Juanito había nombrado a Hoffmann como Cirujano Mayor del Ejército Expedicionario. Es decir, depositó en las manos de un extranjero la integridad sanitaria de sus tropas, y lo hizo con absoluta confianza en él. Y Hoffmann no lo defraudaría.

Por el contrario, a partir de entonces, dio fehacientes muestras de su capacidad profesional. Por ejemplo, aunque no participó en la batalla del 20 de marzo en Santa Rosa, en Guanacaste —pues había permanecido en Liberia, con el grueso del ejército—, al día siguiente don Juanito lo envió allá, para que apoyara al Dr. Cruz Alvarado Velazco. Y ambos lo hicieron con tal éxito, que falleció apenas uno de los 32 heridos, pero de tétano; en la batalla habían fallecido 19 combatientes.

Por el contrario, en la muy cruenta batalla del 11 de abril en Rivas, Nicaragua, dadas las adversidades sufridas inicialmente por nuestras tropas, él debió multiplicarse. Fue así como en la mañana se le vio disparando el fusil con admirable puntería, que tan útil le había sido en la captura de aves y mamíferos para sus colecciones. Y, ya por la tarde, en medio del dolor de atestiguar la muerte de 136 soldados en pocas horas, empezó a desplegar sus dotes de excelente y compasivo médico. La mejor muestra de esto fue cómo se prodigó —junto con sus pocos colegas—, en la atención de unos 300 heridos, 270 de los cuales estuvieron en un hospital de campaña a cargo suyo, improvisado en una solariega casa de la ciudad. Ahí debió encarar tan descomunal labor, sin condiciones de higiene aptas ni suficientes medicinas, y aun así realizó ocho amputaciones, en lo cual era muy diestro.

Hoffmann frente al cólera

Sin embargo, lo peor estaba por venir. En efecto, bastaron pocos días para que se asomara un enemigo más serio que la pólvora, los sables y los cuchillos enemigos: el implacable cólera morbus o cólera asiático. Aunque nadie lo conocía, Hoffmann sí estaba familiarizado con sus síntomas, pues durante una epidemia de cólera que sufrió Alemania en 1848-1849, él trabajó en el Sanatorio de Cólera Nº 1, en Berlín, e incluso realizó experimentos, en búsqueda de sustancias que permitieran combatirlo.

El Dr. Karl Hoffmann, ya enfermo. Cortesía: Silvia Meléndez

Como en aquella época aún no se conocían los microorganismos, los médicos creían que las enfermedades infectocontagiosas eran causadas por miasmas, es decir, vapores o partículas invisibles emitidas por las aguas estancadas o putrefactas, así como por residuos vegetales en descomposición y cadáveres de animales.

Asimismo, se pensaba que el calor excesivo, como el de Rivas, irritaba el hígado, lo cual provocaba un aumento desmedido en la secreción de bilis y, con ello, el cólera. Esto último explica que se tomara la decisión de abandonar cuanto antes dicha ciudad y retornar a Costa Rica, lo cual fue un gran error, a la luz del conocimiento actual. Tanto se ignoraba, que habría que esperar 28 años para que, en 1884, el eminente microbiólogo alemán Robert Koch determinara que el agente causal de la enfermedad es la bacteria Vibrio cholerae.

En consecuencia, conforme los combatientes regresaban al interior del país, el contagio se acrecentaba, y las tropas diezmaban. Era una auténtica caravana de la muerte, no solo por los que sucumbían día a día, sino también porque muchos de los que sobrevivieron durante la travesía portaban consigo el bacilo y, por tanto, contagiaron al resto de la población. ¡Casi no hubo hogar que se librara de tan temible peste!

Sin embargo, en tan apremiantes días, de pavor y desesperanza, por la prensa emergió la voz de Hoffmann para llamar a la cordura y ofrecer acertadas recomendaciones. Entre ellas destacó un preparado suyo, que denominó “medicina anti-colérica”, “mixtura tónica” o “esencia tónica”, el cual consistía en 20-30 gotas amargas vertidas en coñac o vino fino. En efecto, hoy se sabe que tanto el alcohol como los ácidos matan al bacilo de manera casi instantánea, pero deben ser ingeridos antes de que éste alcance el intestino, ya que después se multiplica en forma masiva y libera una toxina que no es afectada por dichas sustancias. Por fortuna, su medicamento fue usado ampliamente, y es muy posible que permitiera salvar centenares de vidas, aunque este dato nunca fue contabilizado, y más bien quedó invisibilizado por el efecto devastador de la epidemia, que provocó la mortalidad del 10% de la población, en una época en que ésta rondaba los 100.000 habitantes.

Un angustioso y prematuro final

Durante y poco después de la epidemia, la vida de Hoffmann se empezó a llenar de sombras y de angustia. Fueron demasiado agobiantes el esfuerzo y el estrés de la guerra y el cólera, por lo que su organismo lo resintió de manera seria e irreversible.

Así, víctima de un padecimiento crónico y degenerativo relacionado con la médula ósea, se mostraba abotagado, débil, con la movilidad limitada y los dedos rígidos, lo cual le impedía atender a su clientela, lo que causó una merma en sus ingresos. Al respecto, es pertinente mencionar que él mismo había pagado de su bolsillo numerosos gastos de la Campaña Nacional, que ascendían a casi 2800 pesos —un verdadero capital entonces—, deuda que el gobierno tuvo dificultades para honrar. En todo caso, preocupado por su crítica situación, don Juanito tomó la iniciativa de otorgarle una pensión vitalicia, por 50 pesos mensuales, a partir del 1º de marzo de 1858.

Ante el empeoramiento de su salud, a inicios de febrero de 1859 los esposos Hoffmann se trasladaron a Puntarenas, esperanzados en que el clima caliente y seco permitiría mitigar la enfermedad de él. Sin embargo, con tan mala fortuna que en esos días había un brote de tifoidea, que pronto se convirtió en epidemia, debido a lo cual su esposa Emilia se contagió y murió pronto, el 12 de febrero. Viudo y crudamente solo, sin su principal bastión, Hoffmann entró en un estado de postración, que lo condujo a la muerte exactamente tres meses después, el 11 de mayo; para entonces tenía poco más de 35 años. Fue enterrado en el cementerio de Esparza sin ninguna pompa, pero al lado de su amada esposa, como él lo solicitó en su testamento.

Desde entonces, su tumba permaneció en el abandono y el olvido. No obstante, a raíz de la inauguración del monumento a su amigo don Juanito Mora, frente al edificio de Correos y Telégrafos, el 1º de mayo de 1929 —fecha conmemorativa de la rendición de Walker—, el gobierno del abogado e historiador Cleto González Víquez encomendó la localización de sus restos al naturalista Anastasio Alfaro, director del Museo Nacional. Hecho esto, se acordó exhumarlos y trasladarlos a la capital, donde se les enterró con honores de General de Brigada en medio de una gran apoteosis, el lunes 29 de abril.

Un merecido tributo

Desde que incursioné en el estudio de la vida y la obra de Hoffmann, hace 17 años, pensé que, aunque ese homenaje fue más que merecido, su figura no debería disociarse de la localidad de Esparza. Es decir, me parecía necesario que los visitantes al cementerio local sepan que una pequeña parcela de tierra en dicho camposanto albergó los restos de Hoffmann y su esposa nada menos que por 70 años. Es por eso por lo que siempre pensé que debería haber un hito en ese sentido, y por largo tiempo exploré varias opciones que, por fin, hoy están a punto de concretarse.

En efecto, aunque el sitio exacto en que ellos estuvieron enterrados actualmente está ocupado —no lo estuvo hasta hace poco tiempo—, desde hace varios años el administrador del cementerio me indicó que inmediatamente en su costado norte hay un área bien amplia, para colocar un monolito conmemorativo dedicado a ellos. Por tanto, entre seis ciudadanos que admiramos y valoramos los aportes de Hoffmann a nuestra patria hicimos una contribución para financiar la confección de una hermosa lápida, que ya está grabada y lista para ser instalada. Será develada el próximo jueves 7 de diciembre, día en que se conmemora el bicentenario del nacimiento del homenajeado.

Ello se efectuará en una sobria y emotiva ceremonia, gestada por cuatro entidades que, desde diferentes ámbitos, representan al pueblo costarricense: la Asociación Morista La Tertulia del 56, que se dedica al rescate de la memoria y el legado de los héroes de la Campaña Nacional; la Municipalidad de Esparza, expresión político-administrativa de la comunidad que acogió los restos de los esposos Hoffmann, así como tuteladora del cementerio local, que en 1992 fue declarado Monumento de Interés Histórico Arquitectónico; y la Universidad Técnica Nacional (UTN), auto-declarada Universidad Morista, y cuya Cátedra Juan Rafael Mora Porras funciona en su sede del Pacífico, en Puntarenas, lugar donde murieron don Juanito y los esposos Hoffmann.

Conviene destacar que a esta iniciativa se sumará la Editorial Tecnológica, del Instituto Tecnológico de Costa Rica, con la publicación del libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional —escrito por el autor del presente artículo—, que será presentado ese mismo día en el campus de la UTN en Puntarenas, bautizado con el nombre Juan Rafael Mora Porras, Libertador y Héroe Nacional. En dicho libro se analiza de manera detallada el legado médico y humanitario de Hoffmann en aquellos tétricos meses de 1856 y 1857, en que Costa Rica estuvo en riesgo de perder su soberanía y su libertad.

Fue en esos tiempos, tan infaustos, que Hoffmann no dudó en dejar a un lado sus muy preciados intereses de naturalista —que fue el motivo de su arribo al país—, ante el llamado de su patria adoptiva, que demandaba con urgencia sus servicios y destrezas de médico. Las incontables vidas que salvó representan una deuda imposible de saldar, pero que hoy, como costarricenses agradecidos, tratamos de restituir al menos parcialmente con ese monolito conmemorativo y ese libro, para celebrar el bicentenario de su nacimiento.

Los vestigios de un puente centenario

El vetusto puente, sostenido sobre la roca central del cauce del río Reventazón y el bastión de la ribera derecha. Foto: Luko Hilje.

Publicado originalmente en le revista digital europea MEER

Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)

Tuve la fortuna de laborar por 13 años como entomólogo agrícola y forestal en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), ubicado en Turrialba, tras lo cual fui honrado con el título de profesor emérito, por lo que todavía mantengo vínculos con tan querida institución. Aún más, siempre viví en su campus, en el sector denominado 109, y tan cerca del otrora caudaloso río Reventazón, que su apacible rumor nos arrullaba todas las noches, como trasfondo de los incesantes y gratos coros de grillos, ranas y cuyeos. ¡Ah noches plácidas, de naturaleza pura!

Sin embargo, nunca reparé en que un poco aguas abajo del largo puente que desde inicios de 1962 permite la comunicación entre las ciudades de Turrialba y Siquirres —localizado a unos 200 metros de nuestra casa, en línea recta— hay vestigios de un puente metálico de gran significado histórico. No es fácil observarlo, pues está bastante escondido entre la vegetación de ambas riberas. Eso explica que nunca lo viera —a pesar de mi prolongada estadía ahí—, aunque lo cierto es que las innumerables veces que transité por ahí fue en automóvil, concentrado en manejar por las escarpadas, retorcidas y peligrosas pendientes de la cuenca del río.

Irónicamente, no fue sino cuando ya vivía en Heredia que, ante una pregunta que le hice para un libro que estaba escribiendo, mi amigo Manuel Barahona Camacho me envió una fotografía del antiguo puentecito, enmarcado en una espléndida floración anaranjada de árboles de poró. ¡Una auténtica postal!

Fue así como me propuse conocerlo de cerca. Por tanto, junto con mi ex asistente Arturo Ramírez Naranjo, en numerosas visitas a Turrialba he recorrido varias veces su entorno inmediato, y tomado decenas de fotografías. Para entonces ya me había sumergido en abundantes y añosos documentos en el Archivo Nacional, que me permitirían desentrañar la historia de ese sitio, que quedó plasmada en dos artículos académicos, publicados en revistas universitarias.

El piso del viejo puente, visto desde el cauce del río. Foto: Luko Hilje.

Ahora bien, puesto que este año se conmemora el centenario de la inauguración del citado puente, en el presente artículo deseo hacer un resumen de su historia. Al respecto, el lector puede consultar nuestro artículo Los puentes en Angostura, Turrialba, el cual apareció en el 2017 en la revista Comunicación (26(2): 97-127), del Instituto Tecnológico de Costa Rica.

Una alternativa al camino de Matina

Durante la conquista del territorio de Costa Rica por parte de los españoles, se necesitaba una vía que comunicara el litoral del Caribe con Cartago, la capital de entonces. Y fue así como se abrió el célebre y hasta mítico camino a Matina, que era una trocha por terrenos de muy densas selvas y escabrosa topografía. Al respecto, cabe acotar que en 1838 el ingeniero inglés Henry Cooper Johnson hizo un puntilloso reconocimiento de dicha ruta, y nos legó un muy detallado relato de su curso. En años recientes, con la ayuda del amigo Juan Manuel Castro Alfaro, topógrafo y gran conocedor del territorio nacional, fue posible trazar ese curso sobre las actuales hojas cartográficas del Instituto Geográfico Nacional, y así elaborar un mapa veraz y de gran calidad estética —gracias al amigo Felipe Abarca Fedullo—, que aparece como un anexo de mi libro Turrialba en la mirada de los viajeros.

En su relato, Cooper comunicó al gobierno del mandatario Manuel Aguilar Chacón —que fue el que le encomendó esa delicada y extenuante labor— lo adversas que eran las condiciones para establecer una ruta firme, para que transitaran por ahí los centenares de carretas tiradas por bueyes que trasegarían el café que se deseaba exportar a Europa. Y, aunque extensos trechos del camino eran inapropiados, al acercarse a la ribera del río Reventazón era «donde la chancha torcía el rabo». En efecto, en un paraje no muy lejano de la actual ciudad de Siquirres —zona donde ya está explayado el río—, su cauce era excesivamente amplio, y portador de un desmesurado caudal. Tan es así, que el ancho del cauce era de unos 100 metros en tiempo normal, y de hasta 250 metros cuando arreciaban los temporales y había lluvias torrenciales.

El bastión de la ribera izquierda y la roca central del cauce. Foto: Luko Hilje.

Ese paraje estaba cerca de La Junta, donde en 1882 la Northern Railway Company tendió un puente ferroviario de dos cuerpos, de 198 m de extensión, el cual se puede observar hoy desde la ruta 32, aguas abajo y no muy lejos del actual y muy extenso puente del Reventazón. En aquella época, todo cuanto había ahí era un par de ranchos pajizos, y se denominaba La Canoa, porque era donde había una canoa para cruzar el río. Las canoas podrían transportar personas y bultos pequeños, pero jamás miles de sacos de café.

En síntesis, por la amplitud del cauce y las correntadas, con las tecnologías de la época no era viable construir un puente para carretas en tan amplio cauce, ni tampoco colocar una barcaza o “ferry” sujetada a un cable o andarivel, como la que existió en el río Barranca, de modo que las carretas no tuvieran que vadear este río para llegar a Puntarenas. Por tanto, había que buscar una opción para soslayar el Reventazón por otra zona, aguas arriba.

El sitio ideal para tender un puente

Aun así, sin haber visualizado una solución técnica para este nudo gordiano, Braulio Carrillo Colina —quien derrocó a Aguilar—, optó por mejorar la vereda existente, en vez de abrir una nueva por otro lado, y cuando ya se había avanzado unos 63 kilómetros, en 1842 fue Carrillo el depuesto por el general Francisco Morazán, quien dejó al garete la obra. Sin embargo, tan importante era ese camino para el desarrollo del país que, al ascender a la presidencia Juan Rafael (Juanito) Mora Porras, le dio prioridad y, con gran ejecutividad, menos de seis meses después, en junio de 1850, lograba que se estableciera la Sociedad Itineraria del Norte para que se dedicara a la construcción del camino.

Este ente público-privado entró en acción con prontitud, y ya para diciembre había contratado una cuadrilla de baquianos, encabezada por Antolín Quesada —mestizo oriundo de Paraíso— para que, a partir de Urasca, en el valle de Orosi, recorriera el Reventazón en busca de un punto estrecho, donde se pudiera tender un puente para carretas. Después de una semana de arduas labores y penalidades por la impenetrable y escarpada ribera izquierda del río, la empresa fue coronada con éxito, pues en medio de aquellos silenciosos boscajes, de súbito los exploradores hallaron dos angosturas, no muy lejos de Turrialba; para entonces, este villorrio se asentaba no en el valle actual, sino en las lomas de Colorado, a unos 10 kilómetros del río Reventazón.

El puente ya inaugurado, el 3 de junio de 1923. Foto: Manuel Gómez Miralles.

Informada de tan importante hallazgo, en enero de 1851 la Sociedad envió una comitiva para verificar tal descubrimiento, lo cual alegró mucho a todos pues, efectivamente, ahora se contaba con dos puntos aptos para el proyecto de puente. Aún más, si bien estaban muy cercanos entre sí, el primer estrechamiento tenía la inmensa ventaja de que en medio del cauce del río había una inmensa roca, la cual podría servir como un soporte natural para afianzar bien el puente. Así que…, ¡manos a la obra!

Sin embargo, no todo era tan sencillo, y demoró un año el planeamiento, la búsqueda de financiamiento y la ejecución de la obra. En efecto, para inicios de 1852 ya estaba construido ahí un puente de siete vigas o troncos de unos 22 metros de longitud, colocados sobre bastiones de cal y piedra. Su diseño e instalación fueron ejecutados por el empresario y agricultor catalán Buenaventura Espinach Gual, quien era el presidente de la Sociedad.

Fue justamente por esa época que apareció en escena el barón Alexander von Bülow, ingeniero y economista alemán que lideraba los esfuerzos de la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centroamérica, orientados a establecer asentamientos agrícolas en nuestro istmo. Tras sendos fracasos en Guatemala y Nicaragua, por entonces no sabía dónde fundar uno en Costa Rica, pero, al enterarse de los avances de la Sociedad Itineraria del Norte, les propuso un pacto. Se trataba de instalar una colonia alemana en Angostura —nombre adquirido gracias al hallazgo de Antolín Quesada— y, desde ahí, construir un camino hasta Moín o Limón, donde además se erigiría una ciudad-puerto.

Es pertinente indicar que a von Bülow no le satisfizo el puente, pues consideró que se necesitaba uno más sólido y confiable, y le encargó el diseño de uno nuevo al ingeniero alemán Francisco Kurtze, quien cumplió a cabalidad la tarea encomendada. No obstante, debido a innumerables dificultades, que aparecen detalladas en nuestro libro La bandera prusiana ondeó en Angostura, ya para fines de 1853 el proyecto de colonia había abortado.

Por fortuna, Kurtze conservó consigo el croquis del puente. Y, para su fortuna, la gran oportunidad vendría, durante el primer gobierno del cartaginés Jesús Jiménez Zamora, quien se empeñó en retomar el proyecto del camino a Limón. Para entonces Kurtze fungía como director general de Obras Públicas, lo que le permitió sugerir y concretar su sueño, de modo que el puente se construyó, y fue inaugurado el 27 de marzo de 1865. Algunos viajeros europeos que pasaron por Angostura en años posteriores atestiguaron la belleza de ese puente de madera, que tenía forma de arco aéreo y con un techo de tablitas de madera de pejibaye, parecidas a tejas. Cabe destacar que, como parte de la meritoria iniciativa del presidente Jiménez, para entonces también se había abierto un tramo de 13,5 kilómetros de camino, que comunicaba Angostura con Cacao, cerca de donde hoy están los caseríos de La Flor y Pilón de Azúcar.

A pesar de ser de madera y estar expuesto a las incesantes lluvias y altas temperaturas que caracterizan a Turrialba, el citado puente duró más de medio siglo, aunque en realidad Kurtze había previsto que duraría de 30 a 35 años. Sin embargo, desde hacía muchos años estaba bastante deteriorado, por lo que se le habían hecho varias reparaciones.

El anhelado puente de metal

Obviamente, urgía contar con un puente más firme y duradero, pero a lo largo del tiempo los gobernantes pusieron oídos sordos al clamor de los vecinos. Y no sería sino hasta 1923, con el advenimiento del gobierno del ramonense Julio Acosta García (1920-1924), líder del movimiento popular que destronó a la dictadura de los hermanos Joaquín y Federico Tinoco, que se acogerían las peticiones de los turrialbeños. No obstante, fueron precedidas por continuos y abundantes reclamos, que la municipalidad local no siempre supo atender.

Al fin de cuentas, surgido de la mente del ingeniero Fernando Cabezas Zaldívar, se contó con el diseño de un puente de hierro, construido en los talleres de la Dirección General de Obras Públicas, de la Secretaría de Fomento. Es decir, fue un puente surgido de mentes y manos costarricenses. Y, una vez que estuvieron listas las diferentes partes de la estructura, fueron transportadas poco a poco hasta Turrialba, en vagones-plataforma de la Northern Railway Company. Correspondió a los maestros de obra Vicente Ramírez y José Hernández ensamblar toda la estructura, que estuvo lista a mediados de 1923. Los costos implicados equivalieron a la hoy risible suma de ₡ 5.565,95.

Es pertinente indicar que, a partir de la ribera izquierda del Reventazón, se instaló un puente corto y con barandas bajas, que permitía comunicar dicha ribera con la gran roca que hay en medio del río. Asimismo, la parte superior de la roca fue acondicionada para facilitar el acceso al nuevo puente, de 24 metros de longitud, con extensiones en cada extremo, para afianzarlo sobre esta roca y el bastión de la ribera derecha.

Enhiesto en medio de aquel entorno de abundante verdor y turbulentas aguas, así como elevado 26 metros por sobre la superficie de la corriente del río, el nuevo puente lucía majestuoso aquella soleada mañana del domingo 3 de junio de 1923, cuando la comitiva encabezada por el presidente Acosta llegó hasta él, para inaugurarlo. De súbito, estaba frente a él un séquito de más de 20 personas, de ministros, invitados especiales y periodistas, etc., a quienes se sumaron unos 50 miembros de la comunidad turrialbeña. En medio del júbilo, y después de la entonación del himno nacional, hubo algunos discursos breves, y el acto alcanzó su clímax cuando, de manera simbólica, se quebró una botella de champán contra una cercha del puente. Casi de inmediato, el sacerdote alemán Santiago Bellut bendijo la tan anhelada estructura.

Poco después, la comitiva partió en sus cabalgaduras hacia la ciudad de Turrialba, donde durante el resto del día se vivió una auténtica fiesta, de la cual quedó un inestimable testimonio en 13 impecables imágenes, captadas por el célebre Manuel Gómez Miralles, quien era el fotógrafo oficial del gobierno de Acosta. Las pude conseguir gracias al recordado amigo Julio Ernesto Revollo Acosta —nieto del presidente Acosta—, y fue así como me fue posible reproducirlas en el artículo ¡Día de fiesta en Turrialba! Un testimonio fotográfico de la inauguración del puente en Angostura, en 1923; éste apareció en el 2019 en la revista Herencia (32(1): 7-23), de la Universidad de Costa Rica.

Cercha del viejo puente, invadida por la vegetación. Foto: Luko Hilje.

Palabras finales

Con los años, conforme el camino hasta Siquirres fue mejorado, e incluso asfaltado, fue este puente el que hizo posible el tránsito de carretas, y después de automóviles, hasta dicha ciudad caribeña. Lamentablemente, la pavimentación del camino que comunicaba Siquirres con Puerto Limón demoraría poco más de medio siglo, al punto de que la comunicación vial desde el Valle Central hasta el litoral Caribe no fue factible sino en la administración de Daniel Oduber Quirós (1974-1978). Fue entonces cuando realmente cristalizó el sueño de los tres mandatarios que más insistieron en integrar la actual provincia de Limón al resto del país: Manuel Aguilar, Braulio Carrillo y Juan Rafael Mora. Para entonces ya se contaba con el actual puente, inaugurado poco antes de concluir la administración de Mario Echandi Jiménez (1958-1962).

Mientras tanto, como testigo mudo de estos y muchos otros aconteceres, ahí están hasta hoy los vestigios del otrora tan útil puentecito, del cual persisten los bastiones de ambas riberas, así como las cerchas de ambos lados, muy oxidadas y carcomidas por la infalible intemperie. Cabe aclarar que nunca funcionó como un puente ferroviario, como lo afirman algunas personas de manera infundada, pues por ese punto nunca hubo línea del tren.

Para concluir, deseo aprovechar esta oportunidad para proponer que la Municipalidad de Turrialba, junto con el Instituto Costarricense de Electricidad, el Instituto Costarricense de Turismo y otros entes locales, impulsen acciones para restaurar ese puentecito, de modo que se convierta en un símbolo, así como en un componente de un circuito turístico del cantón, junto el paraje donde se intentó erigir la colonia alemana en Angostura, la recién restaurada estación del ferrocarril y otros hitos históricos.

Asimismo, sugiero que se bautice el actual puente largo con el nombre de Antolín Quesada, humilde ciudadano de origen indígena, que fue el verdadero descubridor del sitio de Angostura. Por cierto, en 1864 él había efectuado el primer ascenso documentado al volcán Turrialba, junto con los cartagineses Manuel y Francisco Guillén, tras lo cual el farmacéutico alemán Juan Braun organizó una expedición a su cima; Braun dejó un testimonio escrito, que aparece en nuestro artículo Un ascenso histórico al volcán Turrialba, publicado en el 2008 en la revista Herencia (21(2): 79-89).

Así que, amigos lectores, si ustedes desconocían esta historia, la próxima vez que pasen por ahí, agucen su mirada para detectar entre la vegetación ese vetusto pero bello puentecito. Y, al observarlo, podrán revivir en sus mentes las expectativas, vicisitudes, angustias, dolores, celebraciones y alegrías de tantos seres humanos que tuvieron relación con él a lo largo de su historia, las cuales he narrado —al menos de manera parcial— en este artículo.

Homenaje a héroes de 1856 – charla y publicaciones

SURCOS comparte la siguiente invitación del investigador y escritor Luko Hilje.

“En esta semana, cuando se conmemora un año más del vil fusilamiento de nuestros héroes don Juan Rafael Mora y el general José María Cañas, daré una charla en Puntarenas y otra virtual, como una retribución a la inmensa deuda que le tenemos pendiente como costarricenses. En ellas me referiré ampliamente a la abnegada, humanitaria y encomiable labor del médico alemán Karl Hoffmann durante la Campaña Nacional.

Asimismo, puesto que el próximo 7 de diciembre Hoffmann hubiera cumplido 200 años de edad, estamos organizando otras actividades, de las cuales pronto les informaré. Una de ellas será la publicación (para diciembre) de mi nuevo libro Karl Hoffmann, médico y héroe en la Campaña Nacional.

Además, les informo que, como parte de la celebración de su natalicio, también ha aparecido recientemente mi artículo Karl Hoffmann, primer estudioso integral de la biodiversidad costarricense, publicado en la Revista de Ciencias Ambientales, de la UNA. Si desearan leerlo, nada más deben hacer doble clic en el siguiente enlace y, una vez ahí, hacer lo mismo en el cuadrito que dice PDF (debajo de la carátula de la revista).

https://www.revistas.una.ac.cr/index.php/ambientales/article/view/19119