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Etiqueta: Manuel Delgado

Poner a los pobres en la agenda

Manuel Delgado

Decía la presidenta de México Claudia Sheinbaum que “lo que no se nombra, no existe”. Y, efectivamente, una manía de la ideología oficial es ocultar, invisibilizar, porque de esa manera los problemas que no se mencionan salen de la agenda social. Muchos de los mensajes políticos, documentos de índole social, prospectos de programas de unidad popular y otros, no son deficientes por lo que dicen, o solo por lo que dicen. Su mayor deficiencia es lo que no dicen, lo que pretenden mantener en el olvido.

De la pobreza se habla porque sencillamente no se puede dejar de hablar, pero se le trata de manera general y semiescondida, envuelta en un tumulto de otros temas que le atañen solo de lejos. El gran tema de la pobreza, que consiste en la mala distribución de la riqueza, en el acaparamiento del tesoro por parte de unos pocos y el reparto de las migajas para el resto, ese tema nunca se menciona.

Y este, y no otro, es el tema esencial, la piedra nodal, de nuestra sociedad. Si en algo queremos cambiar este país, hay que comenzar por allí. Una mejor distribución de la riqueza es la puerta que abre el camino a la solución de todos los demás problemas.

¿Cómo acometer esa tarea de distribuir la riqueza? No creo que a eso se pueda responder en una frase, pero podríamos mencionar varias. La primera es que hay que elevar los salarios, en especial los de la empresa privada, que son los que se han quedado más rezagados. Debe instaurarse un sistema de salarios crecientes, ajustables no a la inflación sino al aumento de la productividad y la producción, al incremento del producto interno bruto. Segundo, hay que dotar al trabajador de herramientas eficientes para la defensa de sus derechos, en particular de sus sueldos. Lo principal en esto es la protección y el fomento de los sindicatos y otras asociaciones de trabajadores, así como la tutela de sus derechos a negociación colectiva y a huelga.

Parte de estos salarios individuales son las prestaciones sociales y, muy especialmente, las pensiones. Hay que defender el derecho a la pensión, que incluye una reducción y no un aumento, de la edad de retiro y, al mismo tiempo, un aumento y no una reducción de los beneficios. La derecha nos ha atosigado con la vergüenza de las pensiones de lujo, pero nada dice de la vergüenza de las pensiones miserables con las que tiene que hacer frente un enorme porcentaje de la población de tercera edad. Hay que acabar con esas pensiones vergonzosas, vergonzosas por bajas, y darle a nuestra población el derecho a una ancianidad digna. Pero ninguna de estas cosas debe hacerse a costa de los mismos trabajadores.

En una época en que la estructura etaria de la sociedad ha cambiado tanto, ya no puede seguir rigiendo el principio de que sean los trabajadores activos los que sostengan los beneficios de los pensionados. Por el contrario, esa tarea debe ser de toda la sociedad, es decir, del estado, del fisco, que debe ser financiado por impuestos cada vez más progresivos.

Yo no creo correcto que volvamos a insistir en dedicar un porcentaje IVA a esta tarea. Tampoco, que se le pongan impuestos (es decir, tomarle parte de sus ganancias) a las empresas estatales. Eso es recurrir una vez a la vieja manía de repartir los impuestos indirectos, en pasarle el fardo a los trabajadores. Así, por ejemplo, una norma para que el ICE entregue parte de sus utilidades al régimen pensiones redundará, más tarde o más temprano, en un alza de las tarifas de los hogares.

Este último tema es la otra gran clave para redistribuir la riqueza: urge una reforma fiscal profunda, que cobre impuestos a los grandes capitales y libere a los pobres del pago de impuestos. Al mismo tiempo, deben acabarse la evasión y elusión fiscales, de los que todos saben y acerca de lo que también se habla cada vez menos. Ambas cosas todos las sabemos, solo que ahora parece que hemos entrado en una época de pánico donde el asunto no puede siquiera mencionarse. Tememos molestar al capital, que sueña con vivir feliz y en paz, amasando sus millones día con día. Sobre todo, creo que nos da miedo a que nos tilden de extremistas o de comunistas, lo cual no sería del todo descabellado.

Una cuestión fundamental que debe ocupar lugar relevante en una agenda de reforma social es revertir las leyes del gobierno de Alvarado y sus aliados, las cuales empobrecieron a los trabajadores y mantienen sometida a la parálisis la función pública. El llamado plan fiscal queda incluido en lo que ya dije, pero hay que repetir que esa ley ultrarregresiva les restó enorme poder adquisitivo a las clases trabajadoras, además de que complicó enormemente la administración tributaria. Lo mismo puede decirse de la norma fiscal, acerca de la cual no hace falta evaluar nada: todos sabemos que ha hecho un enorme daño a las instituciones del estado y ha hecho retroceder décadas la labor social del estado. Hay que mandar al cajón del olvido la ley de empleo público, y proceder a una reforma verdadera, profunda y, sobre todo, humana, del empleo público y del aparato estatal. Por supuesto, queda dicho, hay que devolverles a los trabajadores su derecho a organizarse y a manifestarse. Hay que descriminalizar la protesta social.

Un programa de acción social y política constaría de muchos puntos más, porque la sociedad es un ente muy complejo y porque los problemas no se han atacado desde hace tiempo, haciendo que la sociedad se deteriore en muchos campos. Pero esta línea central de reforma económica, de distribución de la riqueza y fiscal, la única ruta que puede abrir camino a las otras reformas, al rescate de la Costa Rica solidaria y a un futuro de justicia y progreso.

Chinos en Puntarenas

Manuel Delgado

Habla el cielo, de puro estrellado”, dice José Martí iniciando su hermosísima página sobre nuestra Puntarenas, cuando narra su estancia de aquella noche de junio de 1894.

Describe ese sabor fiestero, de baile y de parranda, que se respiraba en el puerto. Hay un momento en que detalla: “Afuera, en mesas limpias, las chinas venden gallinas asadas, pescado frito, frijoles y tortas, y el rompope de huevo y maíz, grato y espeso.”

Siempre me intrigó esa presencia abundante de chinas vendiendo comida en las calles, y lo pregunté a dirigentes de la comunidad china en Costa Rica. “Jamás, me dijeron, no había chinas en esa época, y si las había, estaban casadas y no se les permitía salir de sus casas. ¿Una china en las calles? Eso es impensable”. Ese fue mi primer tropiezo.

La misma duda asalta con el verbo chinear, que al parecer viene de la palabra china. En mi niñez decíamos que los ricos (yo era un niño muy pobre) tenían en sus casas chinas, que eran esas mujeres de servicio. Simplemente eran empleadas domésticas que, entre otras cosas, cuidaban a los niños, es decir, los chineaban.

Pero resulta que me dicen que eso es igualmente imposible. Los hacendados mantenían chinos en sus haciendas y casas, muchos de ellos, como cocineros, pero chinas, jamás.

En un estudio publicado en 2008, Ronald Soto Quirós señala que un siglo antes el número de chinos registrados en el país era de 63 hombres y sólo 6 mujeres. Los varones eran principalmente cocineros, sastres, zapateros, pero sobre todo lavanderos. Allí señala en muchas partes que a los emigrantes chinos no se les permitía traer a sus esposas, aunque sí señala que más tarde algunas mujeres chinas hacían trabajos domésticos, aunque su número es muy reducido.

Resulta que una tercera vez me tropecé con el vocablo “chino”, pero no aquí, sino en México. Me costaba mucho entender el término, porque chino se refería simplemente al colocho, al riso de pelo que muchas mexicanas se hacían de manera trabajosa y artificial. Sucede que nuestros indígenas americanos tenían el pelo lacio, y era difícil alcanzar un rizado, es decir, un “chino”.

Elena Poniatowska, en su novela “Hasta no verte Jesús mío”, recoge las palabras de la Jesusa que varias veces menciona el tema. En el capítulo 1 dice que un personaje traía “chinas sus pestañas”. Entendía que quería decir lacias o chuzas, como decimos, pero no. Más adelante, hablando de otra persona, escribe que “tenía su pelo chino quebrado y usaba trenzas” (Capítulo 4). Dos capítulos más adelante señala que “entonces se usaba el pelo largo y a los niños se les hacía un chinito aquí en medio de la cabeza y les caía la puntita del chino en la frente… ¡Y vaya que costaba trabajo el chino aquél! Se mojaba el pelo en agua de linaza, se enrollaba con un carrizo y ya salía el bucle redondo, botijón, tiesecito. ¡Pelos lisos no me gustaban, lacios, no, no, porque se ven muy mal!”

Entonces quedaba claro: chino se refería al bucle, al colocho, o a la persona colocha.

Por cierto, la palabra “china” es allí corriente a raíz de un legendario personaje que fue la China Poblana, toda una institución en México. No existe, hasta donde yo sé, una descripción exacta de esa muchacha de Puebla, pero suele representársela precisamente con el pelo rizado, más mulata que mestiza. Así se ve, por ejemplo, en los grabados de José Guadalupe Posada.

Todo esto me hizo pensar que aquí está el detalle: chino significa entonces lo contrario de lo que parece; chino es no-chino, valga la dialéctica.

Sucede que, en su estructura de castas, la sociedad racista de la colonia española denominaba “chino” a la categoría de seres humanos que provenía de la mezcla de un indígena con un negro, o de un indígena con un mulato, un afrodescendiente. Pues bien, es muy explicable que en esa descendencia predomine el pelo negro, es decir, afro. Entonces es casi seguro que el “chino” de la colonia tuviera el pelo rizado. Es muy tentador pensar que el asunto está así resuelto, al menos para México.

Volvemos a Martí. Está probado cuando los conquistadores españoles quisieron hacer frente a la crisis poblacional que resultó del casi total exterminio del indígena guanacasteco, trajeron esclavos negros a los que cruzaron con las mujeres chorotegas. De allí viene esa bellísima mezcla que constituye la base de la población guanacasteca. Entonces no es descabellado pensar que eso fue lo que vio Martí en esa noche estrellada en Puntarenas, esa mezcla de sangres materializada en mujeres que ofrecían a los visitantes, en las noches de fiesta, sus comidas peninsulares. Eran chinas, como las de México y Cuba, sangre africana e indígena de la que nos sentimos tan orgullosos.

(En las ilustraciones: Óleo de Miguel Cabrera de 1763 mostrando una familia de negro e india y su hijo chino y China Poblana grabado de José Guadalupe Posada).

La votación en la ONU

Manuel Delgado

En medio de la basura reaccionaria, la prepotencia y el servilismo de gobierno de Chaves, Costa Rica asumió en la votación de la ONU en relación con Ucrania la mejor postura. Abstenerse de votar una moción que pretende perpetuar la guerra es más acorde con nuestra idiosincrasia, nuestra neutralidad y nuestro espíritu de paz.

Que esa moción fue también rechazada por Estados Unidos, es cierto. Pero también es cierto que se abstuvieron, al igual que Costa Rica, naciones con gobiernos de “izquierda” como Cuba, China, Brasil Colombia, Honduras y otros. Esos países respaldaban otro texto que evitaba culpar a Rusia y pedía un final rápido del conflicto, seguido de una paz duradera.

¿Que la actitud de nuestro gobierno es seguidista y hasta servil? Es cierto, pero también lo era la anterior, que coincidía con la votada por la mayoría en esta ocasión y por la cual Chaves fue condecorado por Zelensky.

Pero el fondo es lo que vale. Nuestros diputados están muy molestos porque el gobierno no secundó la moción de Ucrania y la Unión Europea, que pretendían darle largas a una guerra perdida con el fin de obtener utilidades.

Destaca aquí, una vez más, la actitud del Frente Amplio de plegarse a la derecha en cuestiones de política exterior. Una vez más el partido amarillo se pone a la cola de Feinzaig. Ya lo había hecho en otras ocasiones.

Un partido popular, por no decir revolucionario, tiene que poner de primero el fondo de la cuestión y no quedarse en cuestiones secundarias. Y lo que hay de fondo se puede resumir en pocas palabras:

1.- Que esa guerra no la inició Rusia hace tres años, sino el gobierno ilegítimo y racista de Zelensky hace muchos años, con sus ataques contra la población ucraniana rusa, con su violación de los acuerdos de Minsk, con el asesinato en masa de los dirigentes de origen ruso de Odesa, con el golpe de estado fascista que removió del poder al gobierno legítimo e instauró una dictadura filofascista.

2.- Que esa guerra era innecesaria, y que pudo haberse evitado, ahorrándole así dolor y destrucción a ese país.

3.- Que la guerra la tiene perdida Ucrania y desde hace rato, pero tercamente Estados Unidos y la Unión Europea la han mantenido a costa, repito, de grandes sacrificios y de un sobreendeudamiento del que costará décadas salir.

4.- Que a Europa le importa un bledo el pueblo ucraniano, y pide desesperadamente un sitio en la mesa no con fines humanistas sino para ver qué tajada sacan de ese negocio.

5.- Que a Zelensky y su camarilla corrupta también les importa un bledo el país y solo quieren seguir lucrando de la guerra.

6.- Que para una paz duradera hay que hacer un cambio político en Ucrania, derrocando el gobierno corrupto actual, legalizando los partidos políticos que en su totalidad siguen ilegalizados, liberando los presos políticos y realizando elecciones libres que constituyan un gobierno democrático.

Un político responsable tiene que tomar eso en cuenta en sus decisiones y tiene la obligación de educar al pueblo en estas verdades. Lo demás es oportunismo político.

No hay que ceder en el terreno ideológico

Manuel Delgado

Cuando Trump ganó las últimas elecciones, el político español Pablo Iglesias dijo: “Hay que radicalizarse”. ¿Paradoja?

Él explica que fue “una expresión provocadora para llamar la atención” acerca de un fenómeno político sobre el que hay una enorme confusión, y que resume así: La actitud de los demócratas de EEUU, que profesan a menudo algunas fuerzas de izquierda en el mundo, de hacer cualquier cosa para detener a la ultraderecha, “es regalarle el terreno del juego ideológico a la derecha”. Cuando se dejan sus consignas “radicales” y se corren al centro, la derecha gana, porque ella está imponiendo a sus opositores y a la sociedad sus formas de pensamiento.

Es lo que él llama el “malmenorismo”, la política del mal menor. “Esa cosa de los liberales asustados buscando un centro para enfrentar a la ultraderecha, me parece de una enorme ingenuidad”, dice. Es la política de no asustar, de moderar lenguaje (y no solo lenguaje) cuando la lucha arrecia, de evitar todo, y aquí todo es todo, lo que se sospecha que pueda asustar. Frente a esto una cita más de Iglesias: “La táctica de no dar miedo al adversario puede dar réditos en el terreno corto, pero al final quien domina la ideología se lleva el gato al agua” (es decir, ganar la pelea).

Me gusta Pablo Iglesias, primero, porque es un político y un académico de enorme talento; pero sobre todo porque él ha probado eso que critica en carne propia. Él fue uno de los promotores de ese “malmenorismo” en la izquierda española, camino que lo llevó al fracaso. Ahora su partido, Podemos, se ha separado de la socialdemocracia y ha comenzado un camino en solitario, con avances lentos pero seguros. Para dar solo un ejemplo, él dirige una red de comunicación alternativa con varios canales. El de Youtube, llamado La Base, tiene entre 200 mil y 300 mil reproducciones diarias.

El tema de la ideología es una constante en el pensamiento de Iglesias. Él afirma que la derecha tiene muy claro que el gran escenario de combate político es la ideología, lo que ellos llaman “guerra cultural”. Por el contrario, las fuerzas de izquierda dan relativa poca importancia al tema, acentuando su acción más en la reivindicación económica y la denuncia puntual, de la corrupción por ejemplo, en detrimento de acciones tendientes a ganar la conciencia de las masas, de dar esa guerra cultural. Un ejemplo de ello es cuánta gente tiene la izquierda dedicada a la labor ideológica respecto a la destacada en otras labores. Mi experiencia me dice que siempre fue y que sigue siendo muy poca. Lo mismo podemos decir de los recursos materiales.

Por el contrario, la derecha siempre le ha dado enorme importancia a la guerra cultural, pero esto se ha acentuado en las últimas décadas. Muchos de los votantes de Trump o de Chaves son gente desinformada, sin estudios, guiados solo por los instintos. Pero muchos otros están claramente ganados por su ideología. Los postulados neoliberales son realmente apoyados por mucha más gente que hace unas décadas. Nos han ganado la batalla ideológica. De eso no hay duda.

“En ese sentido, dice Iglesias, creo que la izquierda tiene que entender que hacer política no solamente es mejorar las condiciones materiales de existencia de los sectores subalternos, de la clase trabajadora… sino también dar una batalla de tipo ideológico que es probablemente condición de probabilidad de éxito”. Pablo Iglesias y su grupo, es decir, su red de canales alternativos, tienen 30 personas a tiempo completo dedicadas a esto y que se mantiene de manera autónoma, es decir, por contribución de los lectores.

Un gran ejemplo de todo lo que hay que hacer, por un lado, y de lo que se puede hacer y se puede lograr, por otro.

Ay don Ottón

Manuel Delgado

Según el economista Ottón Solís, en autos conocido, los gobiernos como el de Trump y Chaves podrían no cumplir ninguna de sus promesas de campaña y no se verían afectados en su popularidad. Su fuerza radica en otra parte. “Este tipo de políticos, afirma, son populares porque son voceros de los enojos que una buena parte de la población tiene contra todo lo que perciben como causante de su situación”.

Mucho se ha debatido acerca de por qué Chaves sigue siendo tan popular pese a que no ha hecho nada, y me parece que don Ottón da en el clavo. La fuerza de nuestro presidente se debe a la debacle de los demás, se debe a que la población se siente decepcionada de todos los demás políticos y de su discurso.

La fuerza de su política es que Chaves se presenta como el presidente del antisistema. Las debilidades de los otros, incluida la izquierda, es que son concebidos como los defensores del sistema, de un sistema detestable por muchas razones.

En primer lugar, porque es un sistema de desigualdad y de corrupción, donde los empleados rasos viven en pobreza o muy cerca de ella mientras los altos cargos devengan salarios incontrastables (superiores a los de sus homólogos de otros países); donde los costarricenses normales sufrimos más que disfrutamos de pensiones miserables mientras un grupito se ha ideado un régimen de lujos; mientras los costarricenses de a pie sufrimos de la ineficiencia de las instituciones, de su burocratización, del poco acceso a la educación de calidad; y así muchos etcéteras.

Y ese sistema es defendido por esos partidos que los han creado y también por el partido de don Ottón, el PAC, quien por ocho años ejerció un poder que solo dejó cifras en rojo en todos los campos.

No me digan que cambiar un sistema no es fácil, sobre todo si no se quiere echar al niño con el agua sucia, es decir, si se resguardan los derechos conseguidos por décadas de gran esfuerzo. Claro que no es fácil. Pero todo partido que mantenga su apoyo acrítico a ese sistema, que no se proponga un cambio rupturista, es decir, la ruptura de este sistema y su sustitución por otro, todo partido así, digo, está destinado al fracaso.

El PAC surgió, en medio de un gran entusiasmo, por cierto, porque ya estábamos hartos del bipartidismo corrupto. Nació de la decepción. Pero desdichadamente ese bipartidismo corrupto se convirtió muy pronto en tripartidismo corrupto, y esa triple decepción, esa triple tomada de pelo, sumió el pueblo en enojo, en la ira, en el deseo de venganza. “Dado que esa mayoría no tiene un micrófono o una cámara de TV para expresar su rencor contra los supuestos (o reales) culpables, se desahoga con el agresivo vocabulario de los Trump y los Chaves dirigidos a las élites de las instituciones, la prensa, los negocios y del resto de la política (el establishment)”, señala don Ottón. Nada más cierto. Por el pueblo llano aplaude la chabacanería, los insultos, los improperios, porque ese lenguaje soez representa lo que nosotros quisiéramos decirles a esos detentores del estatus quo.

Hay una arista más que señala el fundador del PAC como “la promesa incumplida que resultó ser el neoliberalismo”. ¿Promesa incumplida? En realidad se trató de la aplicación consecuente, hasta el fondo, del neoliberalismo.

No se puede olvidar que durante mucho tiempo los gobiernos fueron introduciendo o haciendo intentos por introducir esa filosofía, la filosofía de la selva. Pero circunstancias diversas, en especial la resistencia popular (recordemos la lucha entra el Combo), impidieron su puesta en marcha más allá de cierto límite profiláctico.

Fueron los gobiernos del PAC, especialmente el segundo, sospecho que con un decidido apoyo de don Ottón, el que pisó el acelerador hasta el fondo.

Cinco grandes proezas del PAC: desarmar años de esfuerzos por crear una ley procesal laboral moderna; aprobar un plan fiscal que nos puso a los pobres a tributar hasta por el aire que respiramos; someter al país a la camisa de fuerza de la regla fiscal con el fin de reducir servicios públicos y empobrecer salarios; someter al sector público a una homogenización que viola los derechos de cada sector de trabajadores y crea un estado centralista y corporativo (ley de empleo público).

Todo ello ha demostrado ser un enorme fracaso. El más grande de todos es la caída del caudal electoral del PAC a menos del 1% de los votos, una “proeza” única en el mundo. Pero esa Costa Rica que el PAC nos heredó sí ha abierto a Chaves, traído por el PAC desde el Banco Mundial, las puertas de su acción antipopular y privatizadora.

Frente a esta pesadilla que vivimos y otras que nos vaticinan, se habla mucho de la unidad de los buenos. Sí, esa es la fórmula: unirnos contra el neoliberalismo y sus apóstoles. Pero esa unidad no puede ser a cualquier precio. En primer lugar, no puede ser la unidad para regresar el poder a los que ya han estado allí. Debe ser una unidad que abra una nueva época que conduzca a un cambio profundo del sistema político, social y económico.

Al menos creo que esa unidad debe proponer volver la institucionalidad a su estado de 2018. Es decir, aprobar la ley procesal laboral, eliminar el plan fiscal, eliminar la regla fiscal, mandar al museo la ley de empleo público.

Pero además, debe proponer fórmulas jurídicas que protejan el sindicalismo, las huelgas y las convenciones colectivas y realizar una primera distribución de emergencia de la riqueza, que eleve salarios y pensiones ipso facto.

You may say I’m a dreamer. Espero vivir muchos años y, al final, morir así, como un dreamer.

Seca electoral

Manuel Delgado

Es desconsolador leer las noticias en estos días, y no por Zapote (que ya ni nos sorprende) o Valencia (que tanto quiero), sino por los magros resultados electorales en Brasil y Chile.

Definitivamente, y por más que los presidentes hablen de democracia, ni Lula ni Boric cuentan con el apoyo de sus pueblos.

Parece estar claro que la clase obrera brasileña le ha vuelto la espalda a su viejo líder sindical, que ha debido conformarse con pírricas victorias en al puro norte del país, lejos, muy lejos de los centros industriales de São Paulo, Minas Gerais, Curitiba o Porto Alegre, para no citar más. La gran mayoría de los municipios obreros vecinos de São Paulo, donde Lula fue el candidato más votado en las elecciones de 2022, quedaron en manos de partidos de centro-derecha y derecha.

En Chile, dice el periódico del Partido Comunista, “la derecha avanzó [y] el oficialismo retrocedió… casi la totalidad de los partidos oficialistas, de izquierda y el progresismo presentaron un retroceso… En términos políticos la derecha tiene razones para celebrar y sentir una positiva proyección a lo que serán los comicios parlamentarios y presidenciales del 2025”.

La actitud hostil hacia Venezuela de ambos, pero sobre todo de Lula, es de vieja data, pero no es arriesgado pensar que en las más recientes estas elecciones tuvieron una responsabilidad. Se oponen a la revolución bolivariana por oportunismo, pensando en los votos que hay que ir a ganar en condiciones tan adversas.

Pero la lección principal no está allí. Se trata de que, en ese juego de acercamiento a sus derechas, ambos gobiernos han decepcionado a sus electores. Las grandes expectativas se quedaron en muy poco y las reformas impulsadas no convencen a un electorado que quiere transformaciones.

El sociólogo guatemalteco Edelberto Torres Rivas, hablaba de “revoluciones sin cambios revolucionarios” para explicar el desencanto de este tipo de gobiernos. Ese ha sido, me parece a mí, la principal falla de la izquierda latinoamericana: su reticencia a ser realmente de izquierda, su tendencia a “mejorar” su imagen haciendo suyos no solo el lenguaje sino incluso las metas del enemigo, procurando ser simpáticos para las oligarquías frente a las cuales nunca resultarán suficientemente simpáticos.

Ahora, por cierto, los cambios van a ser más difíciles. Por ejemplo, el PC chileno (que está en parte dentro del gobierno y en parte fuera del gobierno) señala que con esos malos resultados los cambios van a ser más difíciles e, incluso, que es posible que haya cambios, se entiende retrocesos, en el gabinete.

Dios no coja confesados.

CINCO POETAS

Manuel Delgado

No sé qué caminos tuvieron que andar estos cinco poetas para caer en mis manos. Vinieron en una antología de poesía de estudiantes la cual, a su vez, es el resultado de un concurso organizado por el Consejo Estudiantil Universitario (el antecesor de la FEUCR) y escogidos por un tribunal conformado por Arturo Agüero Chaves (quien también hace el prólogo), León Pacheco Solano y José Fabio Garnier, tremendo trío.

La antología tiene mi edad, que no es poca. Se editó en 1952, en un momento en que el país se hallaba sumido en los sopores de la guerra civil, con sus odios, su represión antipopular y su falta de esperanza. Algo así da a entender Arturo Agüero.

A dos de esos cinco jóvenes poetas los conocemos por sus actividades políticas, pero casi por nada más. Guillermo Villalobos Arce fue un destacado dirigente del Partido Unificación Nacional, el antecesor del PUSC. Más tarde publicó obra poética, pero ninguna antología o historia de la literatura, hasta donde sé, se ocupa de ella. El otro es Enrique Obregón Valverde, quien sigue activo en las filas del Partido Liberación Nacional.

Villalobos Arce, por cierto, fue uno de los estudiantes señalados como “colaboracionistas” del derrocado gobierno de Picado y sancionados con la expulsión por dos años. Es uno de los partidarios del calderonismo o del comunismo que fueron perseguidos en una decisión odiosa por la que la Universidad acaba de pedir perdón. Su poesía, que no menciona el hecho, está transida de ese dolor de la derrota y la persecución.

Salvador Jiménez Canossa, otro de este quinteto, es también desconocido para el gran público, aunque él desarrolló un importante a las letras y a la poesía misma, con varias obras publicadas.

El cuarto en esta lista, Alfonso Ulloa Zamora, también pisa apenas el umbral del recuerdo, pese a que fue académico de la lengua y autor de unos nueve poemarios. Lo menciona, aunque no muy elogiosamente, el filósofo y escritor Luis Barahona en su libro “Lo real y lo imaginario”. Alberto Baeza, que en su obra “Evolución de la poesía costarricense” hace un análisis breve de Jiménez Canossa y de Montero Vega, apenas si lo menciona al final. Para mí, es de lo más sólido que incluye esta antología, en especial por su “Canto a un árbol derribado”, que más tarde aparecerá en algunas publicaciones.

Arturo Montero Vega, el quinto en esta lista, es el más conocido y antologado del grupo. Militante comunista, siempre buscó con su obra la denuncia y la solidaridad con los trabajadores. Fue, como dice un autor, “Poesía civil, narrativa, conversacional, que reclama, al lado de la estructuración lírica, una dimensión ética y moral, en consonancia con las modulaciones de la poesía social latinoamericana”. Se le llamó parte de “la generación perdida”, quizá porque la represión física y el aislamiento cultural a la que fueron sometidos los derrotados después de la guerra del 48. “He estado solo en mi patria recogiendo el dolor y el esfuerzo de mi pueblo”, dijo.

¿Cuál es el ambiente de esta antología? El de la postguerra, con heridas tan hondas como las causadas en Villalobos Arce y en el entorno de Montero Vega. Por eso hay en ella cierta desazón, nostalgia: “No puedo ahora/recordar la tierra/la inmensa madre tierra negra y fértil” (Ulloa Zamora); “Entonces mi dolor viene de lejos./Desde que el compañero,/aquel que dibujaba a escondidas,/que sabía la voz de los colores,/se hundió en el bananal/ verde y espeso.” (Villalobos Arce).

Pero es quizá el grito expresionista de Montero Vega el que irrumpe desde lo prohibido. Para el tribunal, la asociación estudiantil y la universidad misma, premiar y publicar esos versos que suenan a manifiesto político, a clara protesta, a denuncia airada, constituye un acto de valentía. Con todo el poemario sucede, pero sobre todo con el amplio trabajo dedicado a Carmen Lyra, la que acaba de morir en el exilio, la que vino muerta para ser enterrada de manera casi clandestina, la que sigue peleando con su ejemplo. No es la Chavela maestra o escritora, no; es Chavela, “camarada de Manuel [Mora]/y amiga mía,/compañera de todos los obreros y víctima a largo plazo de la tiranía.” Ese poema es de 1949, y fue leído en el sepelio de la heroína.

Me hubiera gustado saber más de esos muchachos que conformaban la directiva del Consejo Estudiantil Universitario. Ignoro todo de ellos. A uno, sin embargo, lo conocí muy bien y lo admiré como se debe. Se trata de Rodrigo Carazo Odio.

(En la foto de 1956 aparecen Alfonso Ulloa, primero en primera fila, y Salvador Jiménez Canossa, segundo en tercera fila. Junto a ellos, en el mismo orden, Carlos Rafael Duverrán, Joaquín García Monge, Gonzalo Dobles, José Basileo Acuña y Julián Marchena. En segunda fila a: Teodoro Martén, Carlos Luis Fallas, Arturo Echeverría Loría y Manuel Segura Méndez. En tercera fila a: Jorge Gallardo, Fabián Dobles, Manuel Picado y Carlos Luis Sáenz).

Doble pecado de ser pobre y mexicano

Manuel Delgado

“Lo peor que tiene la pobreza es la humillación. No la necesidad, porque uno puede pasarse días sin comer. Pero no te puedes escapar de la indignidad de la pobreza. Ser pobre tiene mal olor, una cierta pestilencia”.

Muchas frases así son lanzadas como dardos y como cuchillos afilados hacen trizas la mente. Pero no las dice cualquiera, la dice uno que de verdad conoció la pobreza y la discriminación.

Anthony Quinn provenía de esos botaderos del México profundo. Era hijo del hijo de un irlandés, Francisco Quinn, y de una empleada doméstica. Cuando ella solo tenía 16 años, el muchacho le dijo que se había enrolado en las filas de Pancho Villa y que quería que ella lo siguiera como soldadera, es decir, la mujer que le hacía la comida, le lavaba y le zurcía la ropa, lo ayudaba en el campo de batalla, le curaba las heridas y la que, además, le dio un hijo, ese muchachito llamado Antonio, nacido en un vagón del tren militar en mitad del combate.

Por ese padre, el pequeño desarrolló un sentimiento de amor y de odio irresolubles que lo atormentarán por siempre. Él era el mejor y el peor padre, amoroso las pocas veces que estaba presente con él y luego con su hermanita; ausente casi todo el tiempo. Antonio vivió de su mamá que iba de un sitio a otro buscando trabajos miserables, sobre todo de empleada doméstica, lavadora de ropa (en el río y en batea) y planchadora, a los que, además, tenía que arrastrar a sus dos hijos.

Huérfano a los diez años (en realidad había sido huérfano toda su vida), Antonio (o Anthony, como pasó a llamarse) hizo todos los trabajos: recolector de frutos, limpiabotas, mandadero, dibujante, saxofonista en una banda de jazz, boxeador y… predicador en una iglesia pentecostal (“Quizá la ley de Dios no dijese que unos deben morirse de hambre mientras otros viven en la abundancia”).

La necesidad lo arrojó a una ocupación no prevista, la de actor, primero en teatro y más tarde en pequeñísimos papeles en el cine, quizá porque, como él dice, “la ficción era la única realidad con que podía contar”.

Allí, como figura de celuloide, su ascenso fue vertiginoso, aunque siempre, antes y después, tuvo que combatir esa discapacidad de ser un “sucio mexicano”, situación que tuvo oportunidad de disimular a menudo pues por su físico (pese a su tez morena) y su apellido, bien podía pasar por un irlandés. Pero terco hasta decir basta, nunca renunció a su patria de origen, quizá porque, como él mismo dice, “necesitamos molinos de viento…”

Esa condición de cuasi espalda mojada le puso obstáculos siempre para obtener papeles estelares. La Hollywood blanca nunca le otorgó un Oscar a mejor actor, aunque sí dos por papeles de reparto. Pero todos lo recordamos por sus grandes actuaciones, sobre todo por su entrañable Zorba el Griego.

Son apasionantes su obra, su vida y su autobiografía, titulada “El pecado original”, una rareza bibliográfica.

Es una autobiografía muy curiosa, muy original, porque no cuenta el transcurso de su ascenso en el cine ni los detalles de su vida amorosa, sino que, toda entera, es una conversación con su psiquiatra, un reporte de su psicoanálisis, donde va dilucidándose ese zipizape con un niño diez años que no es otra cosa que su conciencia. Una pieza maestra de la literatura que no sé cómo se escribió, pero que supongo que tiene mucho de la mano de su personaje, al que hay que inscribirlo también como representante de la literatura norteamericana.

No era la intención del autor, pero la obra retrata el desagradable ambiente de Hollywood y la desagradable vida gringa, pero tiene, entre otros encantos, el de nunca apartarse de ese México sufrido, mágico, amado e inagotable de donde proviene.

LA INDÓMITA ELENA

Manuel Delgado

Era una princesita nacida en Francia de un descendiente del trono de Polonia y de una mexicana de la más rancia aristocracia porfirista. Y como si fuera poco, era “güerita”: blanca, rubia, de ojos azules. Cuando se mezclaba con las indias mexicanas, no faltaba quién le espetara: “¿Usted qué busca aquí, gringa?”

Desde muy joven comenzó a trabajar con los periódicos más prestigiosos de México, primero el Excelsior y luego Novedades. Hacía entrevistas a personalidades y notas de la alta sociedad.

Un día se tropezó con Josefa Bohórquez (o Bórquez), ex soldadera y soldada ella misma, mujer de todos los oficios y pobre por todos los costados, quien le cambió la vida para siempre. La hizo mexicana, la enseñó no solo a hablar en mexicano, sino sobre todo a sentirse como mexicana, con todo lo bueno y todo lo malo de la historia de este país. De allí nació Jesusa Palancares, protagonista de su novela “Hasta no verte Jesús mío”, uno de los personajes y una de las novelas más conmovedoras que haya leído.

Con esa mujer arranca Elena Poniatowska su libro “Las indómitas”, una colección de testimonios de mujeres que han marcado la vida literaria y la lucha política del México del último medio siglo. Son seis personajes individuales y dos colectivos que nos retratan a esta nación tan rica y tan controversial, tan empobrecida y explotada, tan pobre y tan desigual. Todas ellas acalladas, ninguneadas, lanzadas al silencio y al olvido, y entonces vueltas a la vida de mano de la escritora.

Quiero resaltar a uno de esos personajes, o, con perdón de los turistas, a una de esas personajas. Se trata de Rosario Ibarra y no solo de ella, sino de esas madres, esposas, hijas, hermanas, que durante décadas han luchado por esclarecer el paradero de los desaparecidos, sustraídos por el ejército y las bandas criminales, asesinados en medio de terribles torturas y escondidos bajo un manto de sombra, que no del olvido.

Pero en este capítulo, el personaje son las madres de los desaparecidos, retrata a la perfección a la misma Elena. Apenas a dos años de la publicación de “Hasta no verte Jesús mío”, Elena publica “La noche de Tlatelolco”, un libro de testimonios acerca de la masacre de 1968, escrita con base en entrevistas de los estudiantes prisioneros en la terrible cárcel de Lecumberri, “el palacio negro”. Ahora es muy fácil hablar de eso, pero entonces la represión en México era inexpugnable. Después de la masacre el país fue sumido en una ola de represión y de censura totales. Poquísimos fueron los valientes que alzaron la voz para denunciar el crimen, y Elena fue una de esas pocas voces.

Diez años después las madres de los desaparecidos toman la Catedral y se declaran en huelga de hambre. Allí, con ellas, está “la princesita roja”.

Como siempre me pasa con la literatura mexicana o con parte de ella, muchas veces tengo que interrumpir la lectura para dejar que baje el nudo de la garganta. Eso me pasa con este libro de Poniatowska.

Pero en honor a México y a su pueblo valeroso, no importa sufrir un poco. Leer a Poniatowska es una forma de compartir el dolor y también darle aires a la esperanza. Entonces tengo el coraje de recomendárselos.

LOS MÁS POBRES

Manuel Delgado

Para ellos la vida no se vive, se sufre. El día es un tránsito amargo cuyo único propósito es llegar vivo a la noche. Son los pobres de México, una porción de la humanidad atormentada hasta lo indecible, condenada a vivir en un status que apenas podría considerarse humano.

Así son los personajes de “Una muerte en la familia Sánchez” de Oscar Lewis (1969), una consecuencia o un residuo de “Los hijos de Sánchez”, su obra más famosa, publicada ocho años antes.

“Una muerte…” narra la vida, muerte y entierro a Guadalupe, una integrante del clan Sánchez aunque muy alejada de su patriarca, Jesús. Está realizada mediante tres entrevistas a cada uno de tres testigos: Manuel, Roberto y Consuelo, familiares cercanos de Guadalupe, entrevistas que son la materia de las tres partes de la obra: La muerte, que en realidad es el transcurso de la vida de Guadalupe y su epílogo, la muerte; segunda, El Velorio, que reúne a la familia y muestra sus trifulcas y, tercero, El entierro o cierre. Y es que la muerte es solo una parte del sufrimiento. Vivir cuesta mucho, pero morirse no menos. Para una familia tan pobre, es una carga demasiado grande velar el cuerpo, ofrecer comida y bebida a los asistentes, casi todos los vecinos alcohólicos, comprar el ataúd, pagar el transporte del féretro, enterrar al muerto.

Guadalupe, al igual que todos los Sánchez, es un ejemplo de esos mexicanos expulsados de sus tierras lejanas por la pobreza y la violencia, obligados a cambiar una y otra vez de residencia y, por último, arrojados a algún barrio pobre de la capital. Son ejemplo de la explotación, la miseria, la violencia, de un hambre insaciable que llevan en sus estómagos y en sus almas.

Tres cosas llaman la atención: la primera es esa misma miseria, la carencia absoluta de todo o de casi todo, que los hace llevar una vida en la que la única preocupación es cómo no morir antes de que caiga la noche. La segunda es la violencia insoportable de vidas hechas para producir daño. Los hombres golpean siempre a las mujeres y a los niños. Tercero, el alcoholismo que todos, incluida Guadalupe, padecen en un grado extremo. Al fin y al cabo, pasar borracho todo el día no es solo la forma de olvidar el hambre, sino además la manera, valga la paradoja, de conservar la vida.

Tuve que parar muchas veces la lectura porque, le decía a mi esposa, ya no soportaba tanto dolor ni tanto sufrimiento de este pueblo al que tanto amo.

Lewis creó una corriente llamada “antropología de la pobreza” y tuvo como método principal la entrevista de personas salidas de los estratos más desfavorecidos de las sociedades del continente.

Su obra más conocida, la ya citada “Los hijos de Sánchez” (1961), de más de 500 páginas, es un largo recorrido de la vida y experiencias de Jesús Sánchez, recogida en muchas horas de entrevista viva y volcada al papel casi sin cambios.

No obstante, las experiencias de pobreza, Lewis reconoce que Jesús Sánchez no es en realidad un pobre entre los pobres, sino más bien un representante de una clase media muy modesta que creció como resultado del desarrollo del país después de la Revolución Mexicana.

Los verdaderos libros sobre la pobreza son otros, en especial, “La vida”, un tomazo de 700 páginas, que retrata la terrible situación de los pobres puertorriqueños tanto en San Juan como en Nueva York, y “Pedro Martínez”, una historia de campesinos pobres. Antes, en 1946, Lewis había publicado una obra acerca de los indígenas de Tepoztlán, ese mismo pueblo donde vivió Chavela Vargas.

“Una muerte en la familia Sánchez” pasa a ser, entonces, la verdadera obra acerca de la pobreza urbana mexicana. Pero, además, es la más literaria, la más elaborada y una verdadera pieza maestra de la narrativa del continente.

Un detalle curioso acerca de Lewis es que en la preparación de su obra “Pedro Martínez” colaboró la joven periodista Elena Poniatowska, quien poco después iba a emplear esa técnica de la entrevista para la realización de su obra “Hasta no verte Jesús mío”, pieza maestra de la antropología de la pobreza urbana y el libro que coloca a Poniatowska en la primera línea de la literatura mexicana.

No es fácil conseguir la obra de Lewis, pero los invito a intentarlo y les doy la bienvenida al gremio de sus seguidores.