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Por Memo Acuña (sociólogo y escritor costarricense)

Son niños muy pequeños. Entre los dos no alcanzan siquiera 5 años, pero ahí están jugando a las escondidas detrás de las piernas de sus madres. Sus madres tampoco tendrán mucha edad, a lo sumo 24, 25 años cada una.

Observo lo que puedo observar, que es todo y nada a la vez. Minutos antes era tan sólo un salón dispuesto para esperar uno de los tres vuelos diarios que en promedio están llegando a Ciudad Guatemala con personas deportadas. Me comentan que la intensidad de estas llegadas ha crecido en las últimas semanas.

Son vuelos clasificados: unidades familiares, los que vienen de la ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EUA) y un tercero en el que devuelven, por decir lo menos fuerte, a aquellas personas migrantes interceptadas en el tránsito, generalmente en el desierto fronterizo entre Estados Unidos y México.

Se trata de vuelos comerciales en los que vienen en promedio 135 personas. Una y otra vez. Uno tras otro. Observo de nuevo a los niños que juegan y que a tan corta edad ya han sido categorizados por un régimen de administración migratoria, que los ha marcado con figuras jurídicas como si fueran adultos: son deportados.

Me encuentro en el Centro de Atención para Migrantes Retornados (CAMR) ubicado en las oficinas de la fuerza aérea guatemalteca, ubicadas en el lado opuesto a las instalaciones habituales donde llegan, transitan y se van cientos de miles de pasajeros diariamente, pero en otras condiciones. Yo soy uno de ellos.

Para aquellos habrá una salida dirigida, marcada con rótulos que la comunicación internacional aeroportuaria ha dispuesto en todos los aeropuertos del mundo: exit, custom, conexions. Las personas pasajeras se dirigirán a las bandas respectivas a retirar su equipaje luego de haber sorteado con éxito los trámites migratorios. Compraran algún obsequio. Llegarán.

Pero para quienes llegan de otra manera en los vuelos de los deportados no habrá más señalización que varios protocolos que deberán cumplir en los servicios de migración y salud, antes de cruzar por una única puerta que les indicará la entrada a una sociedad de la cual salieron semanas antes buscando un futuro mejor.

Tampoco pasarán por una sala a recoger su equipaje, porque no lo hay. Son llamados por número y sus pertenencias, reducidas a una bolsa negra, son entregadas sin demora.

Es una mañana fría y oscura. Le pregunto a Cynthia Loría, costarricense radicada en Guatemala hace muchos años y coordinadora de la organización Avina, que procura entre otras cosas la reinserción laboral de esta población retornada, si es posible hablar con una de las personas. Me dice que sí. Pero no me atrevo. No es el momento, pienso.

Es que llegan con sentimientos de frustración y desesperanza que se les ve y les cruza por el cuerpo. Por eso no considero oportuno interrumpirles. Pero si seguir observando imágenes fuertes como la de niños, niñas y mujeres calzarse sus zapatos a los que las autoridades migratorias estadounidenses les han quitado los cordones. “Los han despojado de su dignidad” pienso en voz baja mientras sigo observando a los dos niños jugar con total y absoluta seguridad. Ajenos a su condición y la de sus madres.

Semanas antes iniciaron una travesía vía terrestre con la esperanza de llegar y establecerse en Estados Unidos. No dimensiono su caminar, su travesía. No es posible para mi pensar que niños y niñas tan pequeños deban inscribir en sus biografías la narrativa de la movilidad como único proyecto posible.

Es una mañana fría de junio de 2022. A la pista del aeropuerto La Aurora en Guatemala ya han bajado dos vuelos “malditos”: el de las llamadas unidades familiares, en las que observo solo dos familias completas. Son en total 45 unidades de las cuales 43 son formadas por madres e hijos.

El otro vuelo, al que le llaman “el de la ICE” viene compuesto por 132 hombres y únicamente 3 mujeres. Son alineados en la pista antes de ingresar a cumplir los protocolos. En ese momento su desparpajo combinado con enojo por el proyecto fallido los hace un grupo intimidante: ¡Viva Guatemala! Gritan de forma Irónica; ¡tenemos hambre! Dicen algunos con total honestidad.

En este vuelo vienen varios hombres uniformados con vestimentas que la administración migratoria estadounidense les ha provisto, en una especie de acción correctiva que empieza por despojarles su identidad, su subjetividad.

Esa mañana en el vuelo de las unidades familiares el número de niños y niñas que ingresan es superior al de personas adultas: 68 y 57 respectivamente. Lo que significa no más ni menos la fractura absoluta que nuestras sociedades centroamericanas están presentando, hipotecando un incierto futuro.

Pocas observaciones participantes me han golpeado tanto como esta que comparto. Quisiera haber visto algo distinto pero la realidad es otra.

Me quedo con la imagen de los niños que juegan porque eso es lo que deben hacer los niños en un mundo como hoy. La esperanza en sus juegos debería ser declarada como tantas otras cosas intangibles un asunto de política pública.

Abogo por eso.

 

Fotos: archivo personal con imágenes del Centro de Atención para Migrantes Retornados (CAMR), Fuerza Aérea de Guatemala. 2 junio 2022.