EL EFECTO SIMONE

Por Memo Acuña (Sociólogo y escritor costarricense)

El primer plano de su rostro mostraba una persona desencajada, desconcertada. Acostumbrado a vencer rivales con una técnica depurada y dejarlos desperdigados en el campo de juego, esa noche ofreció un pobre espectáculo que a la postre coincidió con el del resto del equipo. Brasil, el favorito Brasil, perdería la final del campeonato mundial de fútbol de Francia 1998.

Luego se sabría que la noche previa, Ronaldo Luiz Nazario de Lima o, simplemente Ronaldo, había sufrido un colapso que se reflejaría en su estado físico y emocional en ese importante partido. Una columna del sitio digital “apuntes de rabona” sobre ese hecho, señalaba que el jugador no sabría dónde estaba y que había “corrido porque tenía que hacerlo”.

Denominado en el concierto global mediático como “El fenómeno” por sus capacidades innatas para jugar al fútbol, Ronaldo, el joven Ronaldo de 21 años, sucumbiría así a la presión global que había depositado sobre él la responsabilidad de guiar a la mítica Brasil a un quinto campeonato del mundo. Lo lograría finalmente cuatro años después en el mundial de Japón y Corea en 2002.

A esa noche francesa, el jugador llegaba como la indiscutible estrella global del deporte. Figura e imagen de la marca transnacional de implementos deportivos Nike, amasaba una temprana fortuna y las luces de los reflectores brillaban sobre su sombra.

La misma marca había creado para él los primeros zapatos de fútbol personalizados y con marca patentada de la nueva era: “Mercurial R9”. Luego de esta aventura publicitaria, vendrían los CR7, los Messi contemporáneos y el mundo del fútbol seguiría girando en su danza de millones hasta hoy.

Lo que ocurrió con Ronaldo la noche del 11 de julio de 1998 previa a la final, es un ejemplo de lo que el alto rendimiento, esa fábrica de hacer sueños a costa de las subjetividades, hace con los deportistas. Sucumbió a una convulsión que lo alejaría de la realidad hasta el día siguiente en el que, como mencionó la columna ya citada, “jugó pero no jugó” en el partido de la final francesa. Posteriormente, problemas de tiroides dieron al traste con su condición física y debió retirarse de toda actividad futbolística.

23 años después de este episodio el mundo sigue contemplando la tensión no resuelta entre deportividad y rendimiento, éxito y salud, perfección y error. En unos Juegos Olímpicos disruptivos, como todo lo que ha pasado en este planeta desde marzo de 2020, el clamor de los deportistas por el respeto a su humanidad ha sido constante. Han aprovechado la vitrina de los medios globales y las redes sociales para hacerlo.

No es común ver a un o una atleta de renombre quebrarse, bajarse de la competencia nombrando su derecho a la salud mental, al resguardo emocional. Ya lo había hecho, este mismo año, la tenista japonesa Naomi Osaka al desdeñar la hegemonía de los micrófonos y las cámaras en el Abierto de Francia Roland Garros, aduciendo que necesitaba proteger su integridad como persona. Terminó abandonando el torneo.

Pero allí no acaba la disrupción de las subjetividades. Reconocida como “La gimnasta imposible” por sus siempre perfectas rutinas de alta calificación, sus acrobacias sin comparación, su perfil permanentemente impecable, la atleta estadounidense Simone Biles, puso en otra dimensión una discusión actual y preocupante sobre la salud integral de las personas que bregan en el alto rendimiento.

En tiempos de pandemia y todo lo que trajo a su paso para las subjetividades, este no es un tema menor. Quizá luego de que el núcleo del virus se aleje y se reinstale nuevamente la vida bajo otros signos, los abordajes sobre la salud mental sean reconocidos desde verdaderas políticas públicas que no sigan enfoques solamente restituyentes y rehabilitatorios. Estos temas, finalmente, deben abordarse y defenderse contra toda lógica economicista, racionalista.

El impacto de lo hecho por Simone Biles en esta semana de exposición mediática ha sido evidente. Otra deportista casada con los millones de Nike (con quien terminó su relación en 2015) y con la marca Athleta (vinculada a la transnacional Gap) ha detenido de alguna manera y por algunos días la maquinaria del espectáculo deportivo y ha obligado a la audiencia global a poner sus ojos sobre la persona, no la gimnasta.

Tras ella se cuentan otros gestos de deportistas que han salido a expresar su condición de humanidad. Sobre ellos hablaremos en otro momento. Por lo pronto, recordémonos que todos, todas en todos los campos de la vida, tenemos que ejercer el derecho irrenunciable a quebrarnos, a mostrarnos con todas las debilidades y fortalezas para luego levantarnos una y otra vez como demostración de humanidad. Simplemente humanidad.

Esa es la disputa a la que asistimos contra un sistema preparado, o que dice preparar para la perfección. Este pareciera ser el efecto Simone, la principal medalla que cuelga de su cuello y del nuestro como la persona que es, que somos.