Por Arnoldo Mora
Es ya un lugar común afirmar que vivimos en una crisis en el sistema educativo en general y, en especial, en la educación pública de primaria y secundaria. Por desgracia, todos los datos y cifras confirman los peores augurios de una crisis, que constituye la mayor de las amenazas a la democracia y la paz social y a los logros materiales y culturales de nuestra sociedad actual. Ese papel preponderante de la educación se debe a que somos herederos de la cultura griega clásica, para la cual la única solución a todos los males que afectan a la humanidad radica en la erradicación de la ignorancia; razón por la cual sólo existe una medicina para combatir toda forma del mal, cual es la de forjar un método que enseñe o eduque a las nuevas generaciones; tal pretendía ser la mayéutica de Sócrates, y la creación por parte de la sociedad, de una nueva profesión, la más valorada de todas: la de ser educador, “paidagogós” , o guía del buen camino de los niños, si nos referimos a las raíces etimológicas del término. Pero los filósofos griegos fueron más lejos; sostuvieron que la única razón de ser de la educación es enseñar a pensar. Todo hombre es un animal racional, decía Aristóteles, lo cual quiere decir que está dotado de razón, de capacidad de convertir en “logos” (palabra-pensamiento) los datos de la experiencia sensible. En nuestros días, la filosofía analítica afirma que la mayor revolución que vivimos se da con la creación de un lenguaje basado en las matemáticas, lo cual ha posibilitado la creación de la inteligencia artificial (AI) que se ha convertido en el desafío mayor de lo que entendemos por “humano”, hasta tal punto que constituyó el tema central de la más reciente cumbre del G20, que tuvo verificativo en Roma.
Por eso debemos ir a la raíz del problema y preguntarnos qué significa “educar”. La respuesta la dieron los filósofos griegos: educar es enseñar a pensar, esto es, indagar los fundamentos de la razón o conciencia racional o teórica y su aplicación utilitaria, de donde surge el ámbito de la tecnología y el poder que de ahí se desprende, pasar de la razón teórica al pensamiento práctico, del “logos” a la “techne”. Por eso preguntarnos cómo y por qué piensa el hombre es la cuestión radical que está a la base del origen de por qué el ser humano debe educarse. Si el pensar constituye la característica fundamental del ser humano, lo que lo distingue de los otros seres que pueblan el universo, debemos comenzar por preguntarnos qué es pensar y cómo llegamos a la construcción de un lenguaje que nos permita interpretar primero y luego transformar el material que nos proveen nuestros sentidos como punto de partida, en otras palabras, se trata de convertir en lenguaje, es decir, traducir los datos empíricos en símbolos a la luz de principios racionales; lo cual se da en tres niveles epistemológicos: el del lenguaje, el de los símbolos matemáticos y, como culminación, la abstracción lógico-filosófica. Pero para poder cuestionarnos en torno a lo que significa “pensar”, ante todo, debemos indagar cuál es la facultad que nos posibilita lograr ser “animales-pensantes”. Esa dimensión del saber filosófico se suele llamar “epistemología”; el término proviene de Platón, quien distinguía el saber racional (“episteme”) de la simple opinión o palabrería (“doxa”); el salto del uno al otro se da cuando descubrimos que nuestra facultad de pensar constituye el origen del saber racional; Descartes, Kant y Husserl son considerados como los principales representantes de aquella corriente de la filosofía que se fundamenta en el pensamiento crítico, lo cual solemos calificar como saber o reflexión epistemológica.
El conocimiento humano parte de la experiencia empírica, de lo que nos suministran nuestros sentidos (Aristóteles); estos datos nos dan el “ente”, es decir, una presencia óntica que no ha descubierto su ligamen con el “ser” o conciencia de lo universal (Hegel). Pero si lo ligamos al origen del lenguaje, es decir, a la construcción del universo simbólico, debemos partir de indagar cómo construimos lo simbólico mismo. Al afirmar nuestra condición de animal, partimos de que constatamos lo real-externo a manera de “huella”, que el hombre convierte en “trazos”; con ello tenemos el primer nivel de “abstracción”; ambas experiencias son fundamentalmente visuales, es decir, espaciales. Pero si afirmamos que el origen de nuestros conocimientos empieza como constatación de huella que deviene en trazo por la acción-imaginación humana (dibujo), sólo es posible si lo vemos como una presencia de un ente que ya no existe en forma inmediata. La conciencia de lo exterior como única forma de constatar lo exterior a nuestra existencia se da simultáneamente, como conciencia del pasado y del futuro, dentro de los cuales está inserto el dato que asume la conciencia como presente; esto hace que lo dado no sea para el hombre un hecho sino un acto, es decir, que no se da sin un sujeto activo, por no decir creador. Nuestra experiencia primigenia se da dentro del marco de la imaginación, lo que convierte al dato en contenido del lenguaje. La experiencia del dato como inserto en el tiempo se produce gracias a la conciencia del pasado y al proyecto hacia el futuro que implica nuestra conciencia como sujeto activo; el pensamiento es acción. Esta conciencia como presente eterno, es decir, que subsume el pasado y el futuro hace de la conciencia un ser temporal (Husserl) y del espacio-tiempo la condición de posibilidad de lo real como dato de la conciencia o información del conocer (Kant). Lo cual convierte la huella en signo gracias a la mediación del trazo. Convertir la huella en signo de una presencia es la esencia misma del conocer racional. Idea y palabra se identifican en lo que los griegos llamaban “logos”. Lo que se suele llamar “salto epistemológico” ((Althusser) o convertir lo empírico (experimental) en racional se da cuando el signo se convierte en símbolo, el “ente” en “ser” (Aristóteles), iluminando la comprensión de lo concreto con la dimensión de lo universal (Hegel), la facticidad en ley del pensamiento y en norma de la acción. Pero esto no se da sin una concepción ontológica de lo real en cuanto tal (Aristóteles); lo cual hace que pasemos de la “existencia” a la “esencia” (Sartre), de lo percibido a lo concebido (Tomás de Aquino”), del “ser” a la nada” (Hegel), de lo concreto a lo abstracto, de lo particular a lo universal, del “ente” al “ser” (del “to ti-estin” al “einai” según la terminología de la METAFÍSICA de Aristóteles, que Hegel tradujo muy literalmente como “Da-sein” y “Sein” (libro primero de la CIENCIA DE LA LÓGICA.). Pero gracias a la crítica heideggeriana, la metafísica en la corriente existencialista actual se reduce a antropología ontológica (Olarte), lo cual le permite a Sartre titular su obra maestra como EL SER Y LA NADA, entendiendo por “ser” lo real y por “nada”, al ser-del-hombre. Retrocediendo a la filosofía del conocimiento anterior a la crítica epistemológica que dio origen a la filosofía moderna con Descartes, se debe recurrir a la teoría de la “abstracción” de Aristóteles. El pensador griego hablaba de tres niveles de abstracción: el físico, el matemático y el filosófico en el sentido fuerte del término, es decir, metafísico. La abstracción física consiste en prescindir de la unicidad del dato para asumirlo a la luz de sus cualidades sensibles, lo cual le da un primer nivel de universalidad; la abstracción matemática consiste en ver en el dato tan sólo su dimensión cuantitativa (“numérica” en el sentido pitagórico); finalmente, la abstracción metafísica consiste en asumir la inteligibilidad-onticidad del dato en su condición de ser en cuanto ser (“ens generalissimum” según los escolásticos). En la filosofía actual se expresan esos tres niveles del conocer (”noético-noemáticos”, según los términos de Husserl) en la forma siguiente: gramatical o experiencia primigenia o existencial que nos es dada en el lenguaje (“poesis” según el último Heidegger), abstracción matemática o traducción algebraica del lenguaje (Moore, Russell) y la abstracción filosófica o lógica (Hegel).
Todo lo dicho debe ser concebido como la fundamentación epistemológica de la educación formal en los niveles de primaria y secundaria, cuya crisis ha motivado el que yo, en mi condición de filósofo, haya pergeñado estas líneas con el fin de demostrar que educar sólo puede significar una cosa: enseñar a pensar, es decir, asumir lo real desde la teoría como diría Platón; para lo cual sólo hay un camino: pensar en abstracto (Aristóteles) lo cual no deja de ser una tautología según Wittgenstein. Veamos. Lo primero que se debe enseñar a los niños es el lenguaje materno; el niño aprende a hablar mimetizando los gestos y sonidos que emanan del rostro materno, concretamente de sus labios; esto lo logra el niño en los cinco primeros años de su vida; es muy importante que en el entorno familiar se hable siempre al niño y que se emplee un lenguaje variado para que enriquezca su vocabulario; el desarrollo de la inteligencia es directamente proporcional a las diversidad y abundancia de palabras que, desde la más tierna edad, aprenda el nuevo miembro del grupo familiar. El siguiente paso es aprender a leer y escribir, lo cual se suele hacer simultáneamente, lo cual según lo dicho líneas arriba, es partir de la huella al trazo y finalmente, al signo. Pero el lenguaje sólo se convierte en texto cuando al conjunto de símbolos sonoros se añade la dimensión temporal, cuando el texto sólo se puede entender si lo asumimos como la expresión gráfica de un acontecimiento, es decir, si se le ve bajo la óptica de “ser-en-el-tiempo”, dado que el dibujo nos dio la dimensión espacial. El trazo nos da la escritura como expresión gráfica del lenguaje; pero al asumirse el lenguaje como signo nos adentramos en la dimensión o abstracción matemática, lo real, al asumirse en su dimensión cuantitativa se convierte en número (Pitágoras), lo cual nos permite ordenar los datos en grupos numéricos a partir de unidades indivisibles (“quantum” según Planck); debemos a la civilización sumeria, matriz de la civilización occidental, que esa numeración sea decimal, es decir, sumando los dedos de las dos manos; es de notar que los griegos no conocieron el cero, que debemos a la India. El niño aprende en la escuela primaria las cuatro operaciones aritméticas. De los rudimentos de la aritmética pasa el joven estudiante a la geometría; el dibujo o dimensión espacial del signo es visto como un conjunto de relaciones formales, lo que permite medir. Ya en secundaria, se aprende el álgebra, término de origen árabe debido al sabio que la inventó (siglo X) y que fue introducido en Europa en el Renacimiento; gracias al matemático francés Viéte, Descartes la conoció, lo cual le permitió crear las matemáticas modernas o geometría analítica que une ambas tradiciones, gracias a lo cual la ciencia moderna ha alcanzado las inauditas dimensiones de máxima revolución de nuestros tiempos. Pero al convertir los números en palabras el álgebra recupera la abstracción de la gramática y le da al símbolo matemático una universalidad y abstracción que las matemáticas griegas no le dieron. La dimensión ulterior de las matemáticas, que sólo se estudia en educación superior, es el cálculo, que consiste en asumir desde la lógica o abstracción filosófica, cosa que debemos a Leibniz, creador del cálculo infinitesimal. Finalmente, la dimensión filosófica del saber sólo se logra con las categorías propias de la lógica, tanto formal (identidad) como dialéctica (contradicción); con ello hemos llegado a la máxima universalidad del saber humano (Hegel), haciendo realidad aquello que decía Piaget, para quien el conocimiento humano se reduce a establecer dos columnas: la del sí y la del no. El curso de filosofía que debe impartirse en el último año de secundaria, tiene como objetivo preparar al estudiante para su ingreso a los estudios superiores. Para ello debe ser un adicto a la lectura y capaz del pensar en abstracto. Si después de once años de educación formal no se ha logrado eso, el país ha incurrido en un descomunal despilfarro del presupuesto nacional y nutrido el legítimo descontento y frustración de las nuevas generaciones, a las que debemos preparar para (con)vivir en un mundo globalizado, en donde el saber suministrará a la sociedad más posibilidades de éxito que las armas y el dinero. Sólo así la especie sapiens podrá sobrevivir.