Género, poder y democracia en la academia

Rosaura CHinchilla-Calderón
Rosaura.chinchilla@ucr.ac.cr
Docente a.i. en la Facultad de Derecho
Nuestro país transita un campo minado: se ha erosionado el pacto social que nos sostuvo y se dinamitan pilares como la autonomía universitaria. El regateo de recursos del FEES, las leyes de empleo público y la desvalorización de la educación superior son síntomas de un desgaste estructural que también se refleja en la propia comunidad universitaria. El mundo tampoco ofrece un respiro. Autoritarismos renovados, neofascismos, guerras y genocidios ignominiosos asedian democracias frágiles y penetran los espacios académicos. En ese marco, los derechos se negocian a la baja y retroceden. Mientras tanto, en casa, los feudos internos de poder impiden acciones de avance.
Congresos con deuda pendiente
La UCR, aunque fue el primer centro educativo superior moderno y formalmente laico del país —al suceder a la pontificia Universidad de Santo Tomás que, además de Letras y Derecho contaba con Facultad de Teología— absorbió parte de las unidades académicas de aquella y las unió a otras nuevas, pero sin generar una unificación integradora. De allí que el quehacer universitario se fuera ajustando mediante la reflexión intra-orgánica por medio de los congresos universitarios los cuales se convirtieron en espacios de autocrítica y reforma. A esta fecha suman siete y un octavo está en curso. Algunos marcaron hitos, como el tercero (1971-72), que transformó la estructura académica. Solo en el quinto (1990) se instauró una comisión para reflexionar sobre “la (sic) mujer universitaria”.
Democracia universitaria: el ángulo olvidado
El VIII Congreso se desarrolla bajo el lema: “La construcción de la Universidad del futuro en respuesta a las necesidades nacionales y globales”. Una consigna esperanzadora que quedará en palabras si no se aprovecha la coyuntura para afrontar la deuda histórica con la democratización universitaria tanto externa —para llevar aún más oportunidades educativas de calidad a diversas zonas del país— como con la interna a fin de disminuir las brechas que hoy caracterizan el quehacer universitario. Entre estas se encuentran distorsiones como
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el desigual peso de las voces en la deliberación interna según se provenga del sector académico, administrativo o estudiantil;
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las desigualdades entre el personal académico de la sede central frente a las sedes regionales;
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la infravaloración del personal en condición de interinazgo frente al adscrito a régimen académico.
Sin embargo, la brecha más persistente es la de género, a la que se suman condicionantes interseccionales que generan nuevas estratificaciones. Mujeres interinas, en sedes regionales, indígenas, afrodescendientes o con alguna condición de discapacidad, para citar solo algunos casos, estarán en el vértice de las discriminaciones. Aunque es vital reflexionar sobre todas las formas de democratización universitaria, me centraré en esta última.
“Androcratemia”
Designaremos, caprichosamente, como “androcratemia” el estado patológico de una comunidad de saberes en donde el poder masculino se naturaliza, reproduce y legitima como si fuera parte de su funcionamiento vital. El término une las raíces griegas “andrós” (hombre, varón), “Kratos” (poder, dominio) y “-emia” (sufijo de patologías sistémicas, como en anemia o septicemia, y morfonema final de la palabra “academia”). Y este es, precisamente, el estado de las cosas en la UCR.
Baste mencionar que el sexismo en nuestra academia está tan naturalizado que en más de 80 años de historia solo ha habido una rectora propietaria; la cantidad de profesoras eméritas y catedráticas es escandalosamente menor respecto de sus pares varones; los salones y plazas llevan nombres masculinos; cientos de docentes sostienen el quehacer interno con sus interinazgos perennes y la composición de las Asambleas de Facultad, Consejos Científicos de Institutos de Investigación y de paneles académicos convocados sigue siendo mayoritaria o exclusivamente masculina.
Pese a ello, los acuerdos formales adoptados por las instancias administrativas y de gobierno de la UCR sobre la discriminación contra las mujeres universitarias han sido pocos, recientes y no exentos de resistencia. No fue sino hasta 2020 en que el Consejo Universitario (CU) aprobó el proyecto Mujeres en la bibliografía para: “1. Exhortar a la comunidad universitaria a desarrollar procesos reflexivos que permitan identificar las desigualdades de género presentes en la academia, para así tomar medidas concretas, a fin de erradicar las inequidades existentes…” También se comprometió a incluir la perspectiva de género en el trabajo cotidiano de la Universidad y a elaborar diagnósticos anuales sobre el estado interno de la igualdad de género. Más recientemente se han creado iniciativas como PUBLICARE para estimular la producción académica de mujeres y su ascenso en régimen académico; surgió la Unidad de género de la UCR y la Red de Mujeres en Ciencias, Ingenierías y Humanidades. Sin embargo, fueron las denuncias públicas las que propiciaron la depuración de la tramitología asociada a procesos por acoso sexual en la docencia y no se ha dado el paso principal: implementar acciones afirmativas que garanticen la igualdad en la academia.
Paridad de género: una obligación, no una opción
El VIII Congreso tanto como las actuales autoridades universitarias no deberían evadir más la cuestión. Se requieren reformas estatutarias que garanticen la paridad en órganos de decisión y que implementen medidas afirmativas claras: concursos y becas exclusivas para mujeres, criterios diferenciados de admisión para poblaciones históricamente marginadas (como ya aprobó el CU algunas) y políticas de contratación que eliminen carteles diseñados a la medida de unos, no pocas veces cercanos a centros decisorios.
Quien objete estas medidas bajo el argumento de “discriminación inversa” desconoce que tratados internacionales como la CEDAW o la Convención de Belém do Pará, ambos ratificados por Costa Rica, obligan al Estado —y, por ende, a la universidad pública— a aplicarlas. Estos tratados están por encima de la Constitución Política y de la autonomía universitaria la cual nunca puede usarse para justificar retrocesos sino para potenciar posiciones humanistas y nada puede recibir mejor ese calificativo que disminuir brechas entre seres humanos. Las acciones afirmativas no son concesiones, sino compromisos éticos y jurídicamente vinculantes.
La paridad de género como justicia democrática
El Estatuto Orgánico de la UCR establece que su misión es contribuir a la justicia social y al bien común. Hoy, esa misión exige que la universidad asuma con seriedad la paridad y la perspectiva interseccional de género.
No basta con sumar algunos nombres de mujeres a listas o fotos institucionales. Se trata de transformar las estructuras que las excluyen, de abrir espacios de poder real y de garantizar que la academia costarricense deje de reproducir las mismas desigualdades que critica.
El VIII Congreso Universitario o reafirma una universidad que se moderniza en el vacío, sin democratizarse, o inaugura un camino donde las mujeres universitarias dejan de ser satélites de focos de poder y para ser concebidas como parte esencial de la academia, en igualdad de condiciones que sus pares hombres.
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