La crisis de la socialdemocracia: entre la irrelevancia y el olvido
Mauricio Ramírez Núñez
Académico
La socialdemocracia, alguna vez presentada como síntesis entre el marxismo y la democracia liberal, como esa “tercera vía” que prometía un camino intermedio, ha quedado atrapada en un laberinto sin salida desde la proclamación del supuesto “fin de la historia” de 1991. En aquel momento, fue absorbida por el totalitarismo liberal ganador de la Guerra Fría que, disfrazado de pluralismo y falsa horizontalidad, la despojó de su núcleo original: la defensa de las grandes mayorías trabajadoras, campesinas, cooperativistas y de los sectores populares.
De aquel proyecto que aspiraba a constituirse en alternativa real frente al capitalismo salvaje, apenas subsiste una sombra. La socialdemocracia se desplazó hacia un progresismo cultural que, en lugar de reforzar la base social y económica de los pueblos, se volcó a la defensa de agendas propias del liberalismo individualista: la fragmentación de derechos en torno a minorías culturales, la mercantilización del consumo como identidad y una política reducida a gestos y banderas simbólicas. En lo económico, mutó en una versión moderada del neoliberalismo, legitimando la apertura indiscriminada de mercados, la subordinación al capital transnacional y la lógica devastadora de la globalización occidental.
La fórmula tantas veces repetida “abiertos en lo económico y progresistas en lo social”, no es más que un disfraz del neoliberalismo más acérrimo. Se ofrece con un rostro amable, igualitario y moderno, pero en la práctica reproduce la misma concentración de poder en las élites económicas y políticas de siempre, mientras concede migajas de justicia cultural que maquillan la desigualdad estructural.
Sin un retorno a las raíces, a la tradición y a un mestizaje ideológico con lo propio, con la memoria histórica, las formas comunitarias, las identidades populares y los valores autóctonos, como existió en Costa Rica en su momento, la socialdemocracia está condenada a la muerte política. Su alejamiento de los pueblos y la adopción de agendas ajenas a su realidad en nombre del falso progreso, la arrastra a un vacío existencial donde solo prospera el nihilismo: un discurso hueco de inclusión sin sustancia, una socialdemocracia zombi, un progresismo incapaz de transformar, y una economía que perpetúa las cadenas del capital.
Una ideología que no logra arraigarse en la historia concreta de los pueblos, que no dialoga con la tradición ni se mezcla con lo propio, termina por perder vitalidad y horizonte. La socialdemocracia, en su versión actual, ha dejado de ser alternativa para convertirse en mera administradora del mismo sistema que afirmaba combatir. Si no ocurre un retorno a las raíces y una reconciliación con las verdaderas demandas de las mayorías, su destino será la irrelevancia y el olvido.
El capital, mientras tanto, ha sabido estudiar a fondo a sus adversarios históricos y extraer de ellos lecciones para neutralizarlos, incorporando parte de sus banderas como medidas preventivas y desarmando así cualquier posibilidad de cambio real.
Hoy, esta corriente que en su momento fue rebelde debe ir más allá y dejar de creer que con publicar algo en redes sociales o participar en un acto performativo es “hacer resistencia”, mientras la vida material del pueblo se deteriora en todos los aspectos.
La verdadera resistencia no se construye en la virtualidad ni en gestos simbólicos de una curul, sino en la organización concreta, en la recuperación de la soberanía política y económica, y en la reconstrucción de un proyecto arraigado en la memoria del pueblo. Sin ese salto cualitativo, la socialdemocracia seguirá siendo un actor ornamental del sistema que dice cuestionar, destinada a diluirse entre la irrelevancia y el olvido.
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