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Las Sombras de la esclavitud moderna

Frank Ulloa Royo

Costa Rica duerme, pero las sombras de la esclavitud no. Caminan por las paredes y las veredas, arrastran sus pies gastados sobre las angostas calles, sobre plantaciones, sobre fábricas, aparecen como sombras de albañiles sobre rascacielos que cambian el paisaje del viejo San José. No tienen rostro, solo cicatrices y algunas las señales del látigo y la horca. No tienen nombre, solo números. La historia les cerró el libro, dijo que la esclavitud era cosa del ayer, pero nunca atascó la puerta. Siguen aquí las sombras. Hoy una nueva ley pretende normalizar la jornada de doce a catorce horas, si agregamos el tiempo de traslado al hogar.

En la oscuridad del siglo XVIII, los esclavos africanos llegaban en barcos de madera, con grilletes oxidados mordiendo sus tobillos y con el temor de que eran traídos para ser comidos, pero despertando como esclavos en las plantaciones. Los traían para hacer crecer la caña, para tejer las redes del comercio, para servir mesas que nunca serían suyas. Pensaron que algún día serían libres, pero la libertad en Costa Rica se dio como el truco de un prestidigitador: ilusoria, rápida, fugaz. Se acabó la esclavitud en los papeles, pero no en las manos de quienes seguían trabajando hasta que su piel se confundía con la tierra.

Las sombras de la esclavitud se ocultaron en la servidumbre del siglo XIX, las mujeres que desgarraban su piel en el agua helada y retorcida, lavando ropas ajenas. Sus dedos se hinchaban hasta no sentir, sus espaldas se doblaban hasta perder la forma humana. Cuando la fatiga las consumía, sus cuerpos caían en las aguas turbias, disolviéndose en el tiempo. Nadie las nombraba. Nadie las lloraba. La esclavitud había cambiado de rostro, pero su hambre de vida seguía intacta.

Luego vinieron las leyes contra la vagancia. Costa Rica quería crecer y necesitaba obreros sumisos, hombres que trabajaran sin alzar la mirada. La pobreza no era un accidente, era un crimen y los niños y niñas eran entregados al patrón para ser educados en el trabajo. Quien no trabajara lo suficiente sería castigado, encerrado, expulsado de la sociedad. El látigo del capataz se convirtió en el bolígrafo del legislador, y la servidumbre encontró nuevos nombres: “desarrollo”, “productividad”, “progreso.”

Siglos después, las sombras miran hacia Singapur, donde las trabajadoras domésticas viven en casas que no son suyas, sirven comidas que nunca probarán, limpian habitaciones donde jamás dormirán. Llegan desde Indonesia, Filipinas, Myanmar. Sus nombres desaparecen cuando cruzan la frontera, sus identidades se diluyen en contratos de trabajo que las atan como esclavas modernas. No pueden salir sin permiso. No pueden descansar. Son piezas descartables en una economía que las consume y expulsa cuando ya no sirven.

Y ahora, en Costa Rica, se escuchan susurros en las oficinas gubernamentales: “Jornadas de 12 horas, como en Singapur, como en las grandes economías.” Los empresarios celebran, los políticos aplauden, algunos sindicatos alzan su voz, los gremios callan y el presidente dice que trabajar más es la respuesta al atraso del país. La historia se retuerce en su tumba. Los Mártires de Chicago observan desde el olvido, sus gargantas están todavía abiertas por la horca que les estranguló y aun las leyes les niegan el descanso.

Las sombras de la esclavitud ríen en la casa del patrón, caminan por las calles húmedas, sufren en silencio. No se fueron nunca. La esclavitud cambió de piel, pero sigue esperando nuevos cuerpos. Y cada vez que los trabajadores bajan la cabeza, que aceptan el cansancio de las largas jornadas como destino, las cadenas invisibles se cierran un poco más, y las carlancas les impiden caminar. La pregunta no es ¿si la esclavitud volverá? ¡La pregunta correcta es: ¿si alguna vez se fue?

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