Por nmurcia
David Healy, psiquiatra, profesor universitario, historiador de la psiquiatría y crítico contumaz de la farmacologización de su especialidad y la medicina en general (impagable su demoledor Pharmageddon) acaba de publicar un editorial en el BMJ titulado “Serotonina y depresión: El marketing de un mito”. No dice nada que no sepamos, pero una Editorial del BMJ marca tendencias.
Por su interés docente y para mejorar su difusión lo hemos traducido.
“El grupo de fármacos llamados Inhibidores de la Recaptación de la Serotonina (IRSS) surgió a finales de los 80, casi dos décadas después de que fueran conocidos. El retraso de se debió a la búsqueda de una indicación. Hasta entonces, no habían demostrado ningún posible perfil lucrativo como la obesidad o la hipertensión. Ya en 1960, la idea de que la concentración de serotonina estaba reducida en la depresión [1] había sido rechazada [2] y, en los ensayos clínicos, los IRSS habían perdido su pulso contra los antiguos antidepresivos tricíclicos como tratamiento para la depresión severa (melancolía) [3-5].
Cuando comenzaron a surgir las preocupaciones acerca de la dependencia que generaban los tranquilizantes en los primeros 80, se intentaron suplantar las benzodiazepinas por un fármaco serotoninérgico, la buspirona, etiquetado como ansiolítico no-productor de dependencia. Ésto fracasó [6]. Las lecciones a aprender fueron que los pacientes esperaban que los tranquilizantes tuvieran un efecto inmediato y que los doctores esperaban que produjeran dependencia. No fue posible desintoxicar la marca “tranquilizante”.
En vez de eso, las compañías farmacéuticas vendieron los IRSS para tratar la depresión, aún a expensas de que eran menos efectivos que los antiguos tricíclicos, publicitando la idea de que la depresión era la enfermedad de base que estaba detrás de las manifestaciones superficiales de la ansiedad. La estrategia fue un éxito extraordinario al centrarse en la idea de que los ISRR devolvían los niveles de serotonina a la normalidad, una noción que más tarde transmutó en la idea de que corregían un disbalance neuroquímico. Los antidepresivos tricíclicos no tenían una narrativa comparable.
El mito de la serotonina
En los 90, ningún académico podía vender el mensaje de la disminución de serotonina. Estaba claro que no había correlación entre la potencia de la inhibición de la recaptación de serotonina y la eficacia de los antidepresivos con ese efecto. Nadie sabía si los ISRR aumentaban o reducían los niveles de serotonina; aún no se sabe. No había ninguna evidencia de que el tratamiento corrigiese nada [7].
Sin embargo, la idea de que era necesario recuperar los niveles de serotonina se instauró entre los pacientes y las asociaciones de enfermos. La historia de la disminución de la serotonina se enraizó, de hecho, en el dominio público más que en el ámbito psicofarmacológico. La concepción serotoninérgica era parecida a la noción freudiana de líbido – difusa, amorfa, e incapaz de explorarse – una pieza prototípica de chatarra intelectual [8]. Si los investigadores usaban este lenguaje era porque hacía referencia casi simbólica a ciertas anormalidades fisiológicas que casi todos pensaban serían encontradas, tarde o temprano, en la fisiopatología de la melancolía, aunque no necesariamente en la “depresión” leve.
El mito atrapó hasta el mercado de las medicinas alternativas. Los materiales y consejos provenientes de estas medicinas alentaban a la población a comer alimentos o participar en actividades que aumentaban sus niveles de serotonina, lo que, a su vez, reforzaba la validez de usar antidepresivos [9]. El mito también capturó a psicólogos y otros profesionales, quienes aprovecharon la ocasión para intentar explicar la importancia evolutiva de la depresión en términos de función del sistema serotonínico [10]. Las revistas y los editores asumían esta idea equivocada y la ensalzaban y reproducían en libros y artículos como si fuera un hecho robusto y bien establecido científicamente, y, mientras, se vendían antidepresivos.
Por encima de todo, el mito capturó a doctores y pacientes. Para los doctores, fue un recurso que permitió una explicación fácil y rápida de la enfermedad y facilitó la comunicación con sus pacientes. Para los pacientes, la idea de corregir una anormalidad tenía una fuerza moral que superaba los recelos que algunos podían tener sobre tomar tranquilizantes, especialmente al trasmitir de forma atractiva que la aflicción no era una debilidad.
Distracción costosa
Mientras tanto se marginalizaban tratamientos menos costosos y más efectivos. El éxito de los ISRR expulsó fuera del mercado a los antiguos antidepresivos tricíclicos. Esto es un problema porque los ISRR nunca han sido capaces de demostrar eficacia en las depresiones asociadas a un alto riesgo de suicidio (melacolía). Los estados de nerviosismo que los ISRR tratan no se asocian a un mayor riesgo de suicidio [11]. La focalización en los ISRR supuso también el abandono de la búsqueda de verdaderas alteraciones biológicas relacionadas con la melancolía (como las teorías del cortisol aumentado) [12].
Dos décadas después, el número de antidepresivos prescritos por año es ligeramente superior al número de personas del mundo occidental. La mayoría de las prescripciones (nueve de cada 10) son para pacientes que se encuentran con dificultades para dejar el tratamiento; más o menos, una décima parte de la población [13,14]. A estos pacientes comúnmente se les aconseja que continúen el tratamiento precisamente porque sus dificultades para dejarlo indican que lo necesitan, igual que un paciente diabético necesita insulina.
Mientras, ciertos estudios sugieren que la ketamina, una sustancia que actúa en el sistema glutámico, es un antidepresivo más efectivo que los ISRR para la melancolía arrojando así aun más dudas a la relación entre serotonina y depresión [15-17].
La serotonina no es irrelevante. Como la noradrenalina, la dopamina y otros neurotransmisores, podemos esperar que sus niveles varíen entre individuos, y encontrar ciertas correlaciones con el temperamento y la personalidad [18]. Había indicios de un rol dimensional para la serotonina en los 70, con investigaciones que correlacionaban niveles reducidos de metabólicos de la serotonina con impulsividad, lo que predisponía a actos de suicidio, agresión y alcoholismo [19]. Tal como pasó con el eclipse de la teoría del cortisol, este hilo de investigación también fue enterrado; los IRSS reducen los niveles de los metabólicos de la serotonina en algunas personas y son particularmente ineficaces en grupos de pacientes caracterizados por su impulsividad (con rasgos de personalidad límite, “borderline“) [20].
Esta historia nos obliga a reflexionar acerca de cómo la opinión de médicos y otros profesionales puede otorgar plausibilidad epidemiológica y biológica a las teorías. ¿Puede una explicación biológica y terapéutica, plausible (pero mítica), conseguir que todo el mundo margine los datos de los ensayos clínicos que muestran nula evidencia de vidas salvadas o de funciones restablecidas? ¿Pueden los datos de ensayos clínicos publicitados como efectivos permitir más fácilmente la adopción de una explicación biológica mítica? No hay estudios publicados sobre este tema.
Estas cuestiones son importantes. En otras áreas de la vida los productos que usamos, desde ordenadores hasta microondas, mejoran año a año, pero este no es el caso de las medicinas; este mismo año cualquier tratamiento podrá lograr ser un éxito en ventas a pesar de ser menos efectivo y menos seguro que los medicamentos anteriores. Las ciencias emergentes del cerebro ofrecen enormes ámbitos para desplegar cualquier cantidad de chatarra intelectual o científica [21]. Tenemos la necesidad de entender el lenguaje que usamos.
Hasta entonces, chao, y gracias por toda la serotonina.
Conflicto de intereses: He leído y entendido la política del BMJ respecto a la declaración de intereses y declaro que soy miembro fundador de RxISK, el cual trabaja para alzar la voz sobre el perfil de seguridad de los medicamentos y estoy en el comité consultivo de la Fundation of Excellence in Mental Health Care. He participado como testigo experto en casos vinculados a suicidio y violencia relacionados con los IRSS.
Enviado a SURCOS Digital por Rafaela Sierra.
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