Neoliberalismo, salto autoritario y universidad pública

«El gobierno inaugurado en mayo de 2018 ha acelerado y profundizado la puesta en marcha de las llamadas políticas neoliberales. No se trata solo de la política económica. El proyecto neoliberal busca imponer una reestructuración social en profundidad. Quiere cambiar la estructura social, el marco cultural, las mentalidades. El neoliberalismo trae aparejado un giro autoritario, que responde a o anticipa un incremento del malestar y la conflictividad social. En ese marco general, colocamos el análisis de los ataques a la Universidad Pública. Porque lo que pasa en la Universidad, es una expresión de lo que pasa en el país.

La reestructuración social neoliberal y el empuje conservador, el salto autoritario, crean condiciones político-culturales para el ataque a la Universidad pública. La reestructuración neoliberal busca disminuir el peso social de lo público, y un aspecto particularmente relevante de ello es erosionar el alto prestigio social de las universidades públicas (tarea nada sencilla en un país en el que los negocios privados del sector, tras 40 años, siguen siendo objeto de una consideración claramente inferior a la de los centros públicos). Por ello, entender el enconado ataque de que son objeto requiere comprender el proyecto neoliberal y sus implicaciones más amplias».

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Roberto Ayala

El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos’… Una ligera modificación en la célebre máxima o fórmula de Gramsci aporta el marco general histórico-social y político-cultural en el que me parece que el tema a desarrollar puede hacerse razonablemente comprensible. Vivimos un momento o período de crisis civilizatoria. El mundo en el que vivimos, el capitalismo, no tiene futuro, no merece tenerlo, porque no puede dar lugar a un orden social justo. Las perturbaciones y desequilibrios se multiplican y agravan. Desde el avance y agudización de los niveles de desigualdad social, que está en la base más o menos mediada del enorme malestar que recorre las más distintas y distantes sociedades, y que preanuncia explosiones de descontento, verdaderos estallidos sociales, en la línea del protagonizado por los chilenos desde el último tercio de 2019, hasta las recurrentes y cada vez más frecuentes y gravosas manifestaciones del cambio climático en curso, que pone en evidencia y desnuda la suicida miopía política de sectores decisivos del poder económico y político en el mundo capitalista.

Podríamos hacer referencia a los procesos migratorios descontrolados, el cada vez mayor poder de las mega-corporaciones o los conflictos militares y las centenas de miles de vidas humanas perdidas en las maniobras geopolíticas desplegadas por las grandes potencias y sus intereses y rivalidades; el recrudecimiento de la xenofobia y el racismo, o el empobrecimiento y profundización de la dependencia de las sociedades del capitalismo periférico, el deterioro de los estándares sociales entre los europeos y en el mundo capitalista avanzado en general, etc..

            Pero el factor decisivo de lo que podemos llamar crisis civilizatoria es la ausencia aparente de una salida histórica, de un proyecto social alternativo claro. La degeneración burocrática y final derrumbe de las experiencias de sociedades postcapitalistas del siglo XX ha provocado una enorme confusión político-cultural y un catastrófico retroceso en la conciencia social de clase de los explotados y oprimidos. El hecho de que el enorme malestar se combine con incertidumbre y escepticismo respecto del futuro, la ausencia para la gran mayoría de una opción social que aparezca como viable, la falta de salida político-social creíble, así como las insalvables limitaciones de y recurrentes frustraciones con las diversas variantes de neo-desarrollismo, ‘nacional-popular’, crea una situación extremadamente peligrosa, susceptible de ser arrastrada por cantos de sirena, monstruos que abrirán vías falsas de salida, creando condiciones para involuciones catastróficas o evoluciones distópicas, la ‘barbarie’ sobre la que alertaba Rosa Luxemburg.

Vivimos una situación en que el escapismo individual, el cinismo, el indiferentismo social y elementos de regresión en lo cultural, se amalgaman con importantes procesos de protesta social que buscan, a tientas, una salida progresiva, más intuida que concebida, ampliadora de las posibilidades de realización humanas, enriquecedora de la vida. Una situación histórica con rasgos paradójicos, en que, por un lado, se van reuniendo condiciones y se suman elementos para un gran salto adelante, en los más diversos planos, en el proceso de la autoconstitución humana. Por otro lado, la crisis del proyecto emancipatorio, la incapacidad para encontrar una salida superadora del capitalismo, da lugar a la proliferación de eventos y dinámicas que apuntan en un sentido regresivo.

Hay que insistir en este punto, clave para abordar movimientos contradictorios y comportamientos desconcertantes que se multiplican en la última década, para ir más allá de todo el impresionismo fenomenista imperante: la sobrevida del capitalismo provoca un aumento tendencial de las tensiones y elementos de desequilibrio en el sistema social de conjunto y en sus distintos niveles, desde los planos más amplios hasta los meandros de la vida cotidiana de millones de individuos. La inseguridad del presente y la incertidumbre respecto del futuro están produciendo todo tipo de movimientos amenazantes, desde la proliferación de sectas religiosas conservadoras y el fortalecimiento de movimientos políticos de ultraderecha, incluso filofascistas, hasta movimientos de repliegue en la intimidad y de huida hacia lo privado y un feroz individualismo que busca gratificaciones compensatorias en la cultura de consumo como factor decisivo de status y de la autoestima (en realidad, las tensiones contemporáneas no hacen sino profundizar rasgos inherentes a la sociedad burguesa, que tiende a disolver los vínculos tradicionales entre los seres humanos, dando lugar a una socialidad degradada de individuos atomizados, que viven para ocuparse de sus intereses particulares).

Puesto de manera muy resumida, este es el marco histórico-social en que tenemos que abordar el tema de la situación que vive el país, si no queremos reincidir en la trampa del excepcionalismo local. El gobierno inaugurado en mayo de 2018 ha acelerado y profundizado la puesta en marcha de las llamadas políticas neoliberales. En pocas palabras, estamos ante el gobierno más ‘neoliberal’ de los últimos 30 años. No cabe dudas de que la aplicación de este tipo de políticas, contra la opinión de algunos comentaristas, viene de hace décadas, polémica de la que me ocuparé sintéticamente en breve. Pero tampoco parece controvertible el señalamiento del gobierno encabezado por el sr. Carlos Alvarado como el momento de una ofensiva sin precedentes contra derechos y conquistas de los trabajadores y los sectores populares.

NEOLIBERALISMO

Tomando los términos de Callinicos, “el neoliberalismo intenta sujetar todos los aspectos de la vida social a la lógica del mercado y hacer de todo una mercancía”[1]. Una concepción-política que realiza una forma particularmente pura de la lógica del capital. Se trataría de un importante reforzamiento del poder de clase, que ha llevado a una redistribución masiva de los ingresos y la riqueza a favor de las élites. Tal transferencia de riqueza lleva por su parte a una mayor concentración de poder social (‘la riqueza y el poder se engendran mutuamente’, Locke), capacidad para incidir en la dinámica de la vida social, y a partir de ahí derrama efectos sobre el conjunto de la sociedad. Esto incluye por supuesto las Universidades públicas.

Para Harvey, el neoliberalismo es una teoría de las prácticas político-económicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las habilidades empresariales del individuo[2]. El papel del Estado, sintetiza Harvey, es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de la propiedad privada, mercados libres y libertad de comercio. Por supuesto, como sabemos, cualquier licencia sobre estos estrictos límites, y sobre todo la execrable intervención en los mercados, debe ser enérgicamente rechazada, por su inevitable efecto: cuestionar, distorsionar, violar, las ‘leyes naturales’ del orden económico. Smith concluía, en su planteamiento general, pero no sin unas cuantas llamativas inconsistencias o contradicciones, que lo mejor sería ‘dejar que las cosas sigan su curso natural’.

La elaboración y el debate sobre las políticas neoliberales, ha sido considerable. Pese a ello, con cierta frecuencia se pueden encontrar en los medios, y en alguna mesa de debate, quien asuma la desconcertante postura de negar que el término haya alcanzado un contenido preciso. Los que cuestionan las políticas neoliberales, estarían usando una voz desprovista de un significado elementalmente delimitado. De esta, algo desesperada, manera, se intentaría restar todo sentido y valor a las críticas y los análisis sobre los efectos económicos y sociales generales de las políticas neoliberales.

Se ha alertado sobre el hecho de que usualmente los que cuestionan la pertinencia actual de la convencional distinción ‘derecha/izquierda’, distinción política, ideológica y cultural, suelen ser de derechas. Algo similar parece ocurrir con el término ‘neoliberalismo’. Una nota publicada en la página electrónica del Instituto Mises, recurre en esta línea al argumento de que una forma de evidenciar la vacuidad intelectual del término, es que en realidad ‘prácticamente nadie se identifica como neoliberal’. Es decir, el cuestionamiento del ‘neoliberalismo’ carece de objeto pues ‘nadie’ se reivindica de tal denominación[3]. La razón del abandono obviamente es el profundo desprestigio del marbete. Más de 40 años de políticas asociadas a la noción, y los efectos socioeconómicos producidos, han llevado a sus promotores a buscar autodenominaciones alternativas.

Pero casi todos tenemos una idea al menos aproximada de lo que el término connota. La crisis del keynesianismo en el contexto de los años 70, la incapacidad de las técnicas convencionales para resolver la crisis de bajo crecimiento e inflación, derivada en buena medida de la internacionalización y del libre flujo de capitales, con la consiguiente pérdida o erosión de las condiciones de aplicación eficiente de las políticas keynesianas, llevó a las élites políticas a lanzar un ataque frontal contra los salarios, condiciones de vida de los trabajadores y su capacidad de organización y resistencia. Elevar la tasa de explotación para recuperar la tasa de ganancia. La retirada del Estado de la regulación económica y la agresiva poda (cuasi desmantelamiento, en algunos casos) del llamado estado de bienestar, se combina con un retorno, ideológico o instrumental, a políticas, valores y actitudes conservadoras, incluyendo una fuerte regulación restrictiva de las condiciones legales de los movimientos de trabajadores. Desde Tatcher y Reagan, esta orientación conservadora se expresa en una combinación variable de aspectos como la defensa de la familia tradicional, el ataque a derechos y libertades sociales o la escenificación de un patrioterismo militarmente agresivo, la promoción del nacionalismo cultural (la campaña del english only, en los 80, es una ilustración) y elementos, más bien de fachada, de moral victoriana, hasta el violento ascenso de la derecha cristiana y, no casualmente, de un papado militantemente conservador, con K. Wojtyla[4].

En este desplazamiento ‘neo’ conservador radicaría la especificidad de la posición neoliberal de conjunto respecto de la tradición liberal de corriente principal. La que, por otro lado, ha sido objeto de algún coloreado. Una confusión frecuente es asociar liberalismo con apoyo a la democracia como forma política. Pero el registro histórico muestra que los liberales, en su gran mayoría, han albergado fuertes aprensiones, cuando no una actitud de abierta oposición elitista, respecto de las formas democráticas de organización. Para no pocos liberales la democracia política es vulnerable a, y ha dado recurrentemente muestras de estar inherentemente inclinada a, lo que denominan ‘populismo’; es decir, ser proclive, particularmente susceptible a las ‘formas demagógicas’ de actividad política, hecho posible por el resentimiento mediocre y el bajo nivel cultural característico de la plebe (el clásico prejuicio aristocratizante de las élites). De ahí la gran resistencia a abandonar el voto censitario, así como la inclusión desde el principio de mecanismos como una ‘cámara alta’, inspirada en la conservadora cámara de los lores británica, o la renovación solo parcial y en distintos momentos de las asambleas representativas, para evitar que coyunturas particularmente agitadas, de polarización social o radicalización política, provocaran vuelcos importantes en el equilibrio de poder y las instituciones. Hay que contar también entre estos mecanismos de prevención de los temidos ‘desbordes’ de la democracia, pese a todas sus constitutivas restricciones formales y delegativas (representación), un poder judicial, una banca central y un ente contralor, colocados más allá del más elemental control político democrático[5].

Para los liberales, la libertad económica ha estado siempre por encima de la libertes políticas, o la segunda subordinada a la suerte de la primera, junto a la exclusión de los derechos sociales del concepto de derechos humanos y de los atributos de la ciudadanía; la libertad individual por encima de los derechos sociales (sin los segundos, los primeros se tornan retóricos y ornamentales para la gran mayoría), la libertad negativa (ausencia de restricción), por encima de la libertad positiva (las condiciones sociales de posibilidad de los individuos de ejercer efectivamente sus derechos y libertades individuales). En síntesis, el liberalismo, en su corriente principal, ha sido una falsa defensa de la libertad individual, subordinada al mecanismo ciego, ‘natural’, del mercado, y una defensa de una falsa libertad, la del mercado y de la propiedad privada de los medios de generación de riqueza, a la cual solo tiene acceso una pequeña minoría.

El hecho es que las luchas por las grandes reformas sociales y políticas de fines del siglo XIX y primera mitad del XX, contaron sin dudas con la participación relevante de grupos liberales (los ‘liberales sociales’), pero fueron sobre todo impulsadas por diversas expresiones del socialismo y del movimiento obrero, desde la extensión del derecho de voto hasta los derechos sociales. Estas luchas sociales, que demandaron enormes sacrificios, que tuvieron que enfrentar despiadados embates represivos, no pocas veces de gobiernos liberales, finalmente obligaron a las élites liberales a tolerar concesiones limitadas, que buscaban calculadamente contener el desarrollo de los movimientos anticapitalistas y la radicalización de de amplios sectores subordinados. De esta manera rendían tributo a la prudente recomendación de Burke: ‘hay que reformar para preservar’…

La diferencia relativa de las expresiones neoliberales es el vuelco conservador. Específicamente en sus versiones latinoamericanas, y haciendo a un lado la brutal experiencia de las dictaduras militares, los gobiernos surgidos de los regímenes electorales, han combinado políticas de retirada del estado, en lo económico-social, con un apoyo en la iglesia católica o en grupos evangélicos, junto a una creciente bonapartización de la institucionalidad, es decir, el refuerzo de los mecanismos represivos y de judicialización de la protesta social. Así, las políticas que han transformado a América latina en la región más desigual socialmente del mundo, se han visto combinadas, en la mayor parte de los casos, con un persistente conservadurismo en materia de valores y normas, junto a un amezquinamiento de las reglas e instituciones de la democracia formal. Esta es la postura prevaleciente entre las élites (los sectores dominantes). Si en el terreno político-social se puede dar cuenta de algunos avances y logros, es debido a los esfuerzos y determinación de diversos movimientos sociales, grandes expresiones de protesta, con participación de sindicatos y movimientos de estudiantes, mujeres, campesinos, ambientalistas, población autóctona, lgtbi o la izquierda política, en sus diversas expresiones y pese a su debilidad general.

La multitud de expresiones de lucha social y la magnitud de la resistencia social, en condiciones adversas, incluso de violencia mortal (Colombia, Honduras, Guatemala, p.e.), muestra con rotundidad, contra la peregrina pretensión de ciertos publicistas de derecha, que muchos ya identifican con suficiente claridad a que remite el término neoliberalismo, así como los efectos sociales que provoca. No solo en la periferia sino en el capitalismo avanzado, donde los niveles de desigualdad se ensanchan constantemente, desde hace varias décadas.

 Pero nunca estará de más recordar que la noción tiene también un respaldo histórico-teórico. Un aspecto decisivo es que, como reconocen historiadores liberales del pensamiento económico, la teoría economica en el siglo XX experimentó una deriva crecientemente practicista. Desde Keynes hasta el presente, lo que caracteriza a los discursos teóricos y a las políticas económicas es su inclinación ecléctica y de ingeniería de mercado, en el marco del acervo liberal más amplio. De modo que en la noción y prácticas del neoliberalismo se acomodan de forma poco orgánica elementos provenientes del giro neoclásico-marginalista de fines del siglo XIX (Marshall, Jevons, Menger, Walras), con elementos de la Escuela de Austriaca (von Mises, von Hayek) y, final y destacadamente, con un marco general de actualización aportado por los monetaristas de la Escuela de Chicago (Friedman, Stigler y otros).

En el debate sobre las políticas neoliberales, un recurso menos frecuente, pero más osado, es poner en cuestión, o minimizar, la aplicación del ideario neoliberal en el país. Es difícil imaginar un criterio igual de contrafáctico. Si bien en la comparación con otras sociedades de la región, resulta claro que la agenda del Consenso de Washington, hasta hace unos años, no alcanzaba en el país el mismo ritmo y la extensión de aplicación, la afirmación referida resulta sorprendente. Sin necesidad de abundar, en el país se vienen aplicando políticas neoliberales en forma consistente, desde los años 80, a partir de la profunda crisis del inicio de la década. Más que medidas de coyuntura, conviene recordar cambios estructurales en el modelo de acumulación y crecimiento: fuerte reducción relativa del empleo público; ‘independencia’ del Banco Central (con una Ley Orgánica que impone una concepción más liberal que la de la FED norteamericana); aumento de más de 10 puntos del índice de Gini, manifestando el enorme ensanchamiento de la desigualdad en el ingreso y la riqueza; la ley de ‘protección’ del trabajador, orientada fundamentalmente a reforzar el mercado local de capitales creando un gran fondo de recursos a disponibilidad; una política cambiaria, sostenida por años, de sobrevaluación del Colón, como mecanismo de ajuste y purga de la economía.

Más recientemente, el proyecto de legalización, no de introducción, de la jornada laboral, denominado por la prensa de derecha ‘4×3’, o más precisamente, 4×12, 12 horas diarias, 4 días a la semana, iniciativa presentada y argumentada como de interés para la atracción de inversión extranjera (uno de los dos objetivos centrales de la política económica proclamados por la propaganda neoliberal; el otro sería mantener baja la inflación, la gran justificación en todas partes de los ajustes contra los salarios y los derechos de los trabajadores), en la versión digamos honesta. En la versión cínica, se llega a decir que ‘este tipo de jornada permitiría a los empleados atender gestiones y realizar trámites necesarios o urgentes’, o incluso que les permitiría descansar más, estar con la familia o hacer turismo![6]. La realidad es totalmente otra. Una jornada de 12 horas, más, al menos para la mayoría, 2 horas de ida y retorno del trabajo, más el tiempo de preparación previa a la salida, más las 8 horas recomendadas de sueño, le dejarían a los trabajadores, alrededor de 1 hora para todos los efectos domésticos, aparte de un quinto día lastrado por la fatiga física y mental, y que no se puede descartar que también sea laborable, como ya ocurre en aquellos sectores donde la jornada 4×12 ya es practicada. Y esto viniendo de sectores que gustan presentarse como defensores de la familia (tradicional, claro).

En breve, las políticas económicas neoliberales remiten a tres componentes fundamentales: privatizaciones, mediante las cuales se transfiere al sector privado empresas y funciones públicas; desregulación de la economía, derivando a la lógica del mercado amplios sectores del funcionamiento económico (reconocidamente, la desregulación financiera, desempeñó un importante papel en la génesis de la crisis económica del 2008); apertura al mercado internacional y promoción del ‘libre comercio’, ignorando las profundas asimetrías entre los participantes de la economía mundial y el sesgo a favor de los centros metropolitanos de las regulaciones comerciales y de flujo de capitales internacionales. Desde aquí se sigue todo un elenco de políticas sectoriales específicas.

Pero el neoliberalismo no se restringe al ámbito de las políticas económicas. Es un modo de gobernar y concebir la sociedad. No es solo un conjunto ya muy identificable de medidas económicas: es el intento de una reestructuración social en profundidad, que busca inducir, dirigir, un cambio cultural decisivo, que se vuelque sobre las mentalidades. Y al cambiar las subjetividades, acomodar el sentido común, el pensamiento ordinario, y las prácticas, a las necesidades del despliegue, de reproducción, en lo cotidiano, en lo micro, de las estructuras e instituciones promovidas por la concepción neoliberal. Es una operación de ingeniería político-social. Una prolongada sucesión en el tiempo, el acumulativo proceso de cambios económicos, termina por provocar cambios en la estructura social como tal, reacomodos, no solo en la relación entre los sectores privilegiados, las élites, y los sectores subordinados, los trabajadores y sectores populares, sino al interior mismo de las clases poseedoras. Estos cambios en la estructura social se proyectan sobre la esfera política, restando margen a las tradicionales corrientes nacionalistas burguesas, o neo-desarrollistas, por ejemplo. Este es el mecanismo fundamental que ha socavado a la socialdemocracia europea. El recorte de capacidades reguladoras del Estado, a lo interno, y la igualmente desregulada, ‘desbocada’, internacionalización, explican en buena parte de la relativa pérdida de eficacia de las políticas keynesianas (pensadas sobre todo para el nivel del Estado ‘nación).

Los cambios en el orden económico, la acumulación de contra-reformas, los efectos acumulados de las medidas de corte neoliberal, crean condiciones, favorecen o directamente promueven reverberaciones en lo político y en la estructura social, en las instituciones, en la cultura política, en el sentido común, en las subjetividades políticas. Desde un punto de vista objetivo, las políticas reformistas, ‘progresistas’, pierden recursos y eficacia, y, sobre todo, desde el subjetivo, se instala en el sentido común una percepción-representación acerca de la falta de racionalidad técnica de las alternativas a la visión neoliberal, rotulándolas de ideologismos anacrónicos. Este aspecto, la saturación naturalizante del clima ideológico-cultural, es siempre un aspecto crucial en la dinámica de la vida social, y para las opciones efectivamente disponibles o percibidas como razonables que en determinado momento se presentan al pensamiento ordinario y las actitudes-comportamientos de los individuos. La saturación del clima ideológico busca remodelar el sentido común y da lugar a un formidable obstáculo político, dificultando el avance de la conciencia social de clase de los explotados y oprimidos.

GIRO AUTORITARIO

En este marco social general, de ensanchamiento de la desigualdad social, de deterioro social, en particular de dificultades crecientes para los sectores medios e inferiores de la ‘clase media’ asalariada (elemento que en algunos casos ha incidido en forma específica en la dinámica de los acontecimientos), tendencia que, con altibajos y distintos ritmos, se viene desarrollando desde los años 80, pero que vuelve a acelerarse desde la crisis de 2008, asistimos a la irrupción y ascenso de movimientos y partidos políticos de ultraderecha y derecha conservadora, en distintas sociedades y regiones, desde Brasil y Filipinas hasta la mayoría de los países de Europa occidental y Rusia, incluyendo claro a Trump en EEUU. Acá hemos tenido una expresión de ello en las elecciones de 2018, y sobre todo en el desplazamiento a la derecha de todo el espectro político. El ascenso de la derecha conservadora, en sociedades tan distintas y distantes, es por sí mismo un indicador general y un síntoma de crisis en el orden social global.

Se multiplican los elementos de crisis en el capitalismo contemporáneo. Junto a los problemas de inestabilidad recurrentes y de bajo crecimiento económico (riesgo de estancamiento secular), de deterioro social, los fenómenos derivados del cambio climático, las crisis sanitarias y gripes pandémicas de los últimos 20 años, la multiplicación de conflictos político-militares que se prolongan indefinidamente, los impactos negativos sobre el empleo y los trastornos y reacomodos socioculturales derivados de o inducidos por acelerados cambios tecnológicos, los flujos migratorios descontrolados producidos por condiciones socioeconómicas extremas, conflictos o por la simple ilusión de encontrar mayores y mejores opciones en países de capitalismo avanzado o intermedio, el incremento de la rivalidad entre distintos centros de poder y sus intereses geopolíticos, los desencuentros en la coalición de Estados por décadas encabezada por EEUU, los nuevos fenómenos culturales que se vinculan de manera no intencionada con la tendencias fundamentales de despliegue del capitalismo internacional, cambios culturales que recorren el mundo entero y que, en el marco más general de inseguridad e incertidumbre, producen o refuerzan tensiones, temor, miedo, hasta rechazos fóbicos (y movimientos irracionalistas: terraplanistas, antivacunas, ambientalismo primitivista, desindustrializador y antitecnológico, nativismo o nostalgia neorromántica por el pasado, etc.), alimentando de vuelta a los movimientos de derecha conservadora.

Estos y otros elementos de crisis en el orden social internacional, contribuyen en forma determinante a lo que algunos han llamado ‘la derechización rampante que vive el mundo’. En realidad, el ascenso de la ultraderecha se da en el marco de una gran polarización social, en el cual movimientos y luchas sociales impulsadas por diversos sectores sociales populares, entre ellos el siempre decisivo movimiento de los trabajadores, salen a enfrentar los viejos y nuevos desafíos. De Francia a Chile, las huelgas (en educación, automotrices, fast food, etc.) y otros movimientos sociales en EEUU (black lives matter, mujeres, inmigrantes y minorías étnicas, universitarios contra la montaña de deudas, etc.), así como conflictos en muchos otros lugares, muestran que estamos ante un encrespamiento de luchas y enfrentamientos por la definición del futuro.

En ese marco, se hace imprescindible entender los fenómenos que apuntan a o amenazan con impedir avances y provocar retrocesos sociales que empeoran la relación de fuerzas y producen olas de escepticismo, de confusión y desmoralización/desorganización de la resistencia social. El fortalecimiento de sectores de ultraderecha o derecha religiosa, estimula o directamente produce desplazamientos en lo político-institucional que corresponden a lo que se puede caracterizar como un ‘giro autoritario’, que lleva a retrocesos en libertades y derechos democráticos, en ya muy restringidas ‘democracias formales’. De Brasil a El Salvador, de Guatemala a Chile, en EEU o Europa, Rusia o Filipinas, cada uno con sus más o menos llamativas particularidades, asistimos ya hace algunos años a un reforzamiento de los mecanismos de control social coercitivo. La dominación se mueve siempre en una relación variable entre los recursos de construcción de consenso hacia los subordinados y la coerción, que va de los mecanismos jurídico-legales de constreñimiento, hasta el directo ejercicio de la violencia, o la mera amenaza de su empleo. La base del orden social es la fuerza, pero esta necesita algún grado/forma de legitimación institucional-ideológica, variando de lo trascendental-providencial hasta lo legal-racional.

En la perspectiva del análisis convencional, vivimos en ‘democracias representativas’. En un criterio más crítico, lo que hay son regímenes políticos electorales, controlados por élites sociales, gestionados por un personal político apoyado en una tecnoburocracia, en las condiciones del capitalismo periférico, con el apoyo de los grandes medios de comunicación, sometidos al poder de grupos económicos altamente concentrados; es decir, con márgenes de autonomía más bien precarios. Los regímenes políticos en Latinoamérica han tenido históricamente, en general, un fuerte carácter excluyente, dominados por oligarquías en las que concurren fracciones tradicionales y sectores vinculados a los distintos momentos de los procesos modernizadores. Los reflejos represivos han estado siempre presentes, y las salidas de dominante coercitiva estaban siempre disponibles para conjurar momentos de alza de las luchas sociales. La relativa estabilización en las últimas 3 décadas de los regímenes electorales, tras los diversos triunfos de la imponente movilización contra las dictaduras, al acompañarse de la aplicación de las políticas neoliberales, incluyó una tendencia a la paulatina incorporación de elementos restrictivos, de reforzamiento de los arreglos institucionales coactivos (normas legales e instrumentalización de un poder judicial no sometido a control democrático) que permitieran implementar las reformas económico-sociales, mediante el debilitamiento institucional-legal de la capacidad de resistencia social.

En breve, la aplicación de políticas neoliberales lleva tarde o temprano al reforzamiento de los dispositivos de control, en general, y también a los coercitivos, en la medida que las reforman ensanchan la brecha social y por tanto provocan malestar y crean condiciones para el desarrollo de la protesta social. Los avances contra el derecho de huelga, el continuo debilitamiento de los sindicatos o el desconocimiento del instrumento de la convención colectiva, el conjunto de medidas que activamente buscan limitar la capacidad de resistencia y organización de los trabajadores, constituyen la mejor expresión de ello[7].

Pero el embate autoritario necesita legitimarse, necesita construir consentimiento político para poder sostenerse. Tom Bottomore hacía notar, sin alcanzar a dar del todo una hipótesis interpretativa, que buena parte de los sectores que más se habían beneficiado del estado benefactor británico en los años de la postguerra, votaban con amplia mayoría las políticas de desmantelamiento de Tatcher, en los años 80[8]. El problema planteado hoy es cómo entender el hecho de que importantes sectores de la población, trabajadores y sectores medios asalariados, logren ser convencidos de votar a la derecha neoliberal, o a la ultraderecha conservadora, un comportamiento que más temprano que tarde se revelará como un actuar contra los intereses que se derivan de la propia condición social y su posición de clase. En las condiciones hoy predominantes de organización de la forma política de la dominación bajo el capitalismo, la aplicación de las políticas neoliberales impone una tendencia al reforzamiento de los dispositivos autoritarios, pero también y sobre todo operan mecanismos de construcción de consenso ideológico/consentimiento político hacia los subordinados. El giro autoritario se apoya en ambos aspectos, construcción de consenso y coerción, legal o represiva.

Las políticas neoliberales no consisten solo en ni se limitan a medidas estrictamente económicas. El proyecto neoliberal, tanto en sus formulaciones discursivas como en sus ensayos prácticos, es bastante más que economía teórica y política, no es solo un elenco de políticas económicas, es todo un modo de gobernar y de concebir la sociedad[9]; es el intento de promover una reestructuración social en profundidad, que busca nada menos que provocar, inducir, un decisivo cambio cultural y en las mentalidades. Quiere cambiar la subjetividad, remodelar el sentido común, como condición para la construcción de un consentimiento político duradero. La colonización de la subjetividad sumida en la pseudoconcreción, arrojada en la inmediatez, de gruesos sectores de la población, es un elemento decisivo del salto autoritario. En breve, la reorganización neoliberal de la economía se proyecta a la estructura social y al campo de la cultura, y de ahí, como veremos más adelante, a la educación y las universidades públicas.

Pero el avance de las concepciones neoliberales en imponer una definición de la realidad, en instalarse en el sentido común de amplios sectores sociales, no puede explicarse exclusivamente, ni siquiera principalmente, en base a ingeniosas y sofisticadas campañas propagandísticas. Los enormes y variados recursos de los intereses dominantes requieren para alcanzar eficacia significativa apoyarse en condiciones objetivas y subjetivas previas propicias. Y esta es la cuestión decisiva. Un elenco de circunstancias se articula para producir condiciones de conjunto que hacen a sectores anchos de la población, de la clase media asalariada y pequeña propietaria, de barrios urbanos populares, concentraciones depauperadas o zonas rurales, susceptibles a los discursos neoliberales, con o sin elementos conservadores.

En una primera aproximación, la combinación de deterioro social, específico en cada sector social y de clase, y pérdida de credibilidad de las instituciones y el sistema político-partidario, tiende a sacudir los patrones de conducta política de gruesos sectores de la población. El deterioro social de importantes sectores de trabajadores y clase media, asalariada o pequeña-propietaria, produce un creciente malestar y descontento, que por su vez, tras una cierta acumulación de experiencias negativas (gobiernos de partidos por mucho tiempo mayoritarios incapaces de revertir el deterioro y su percepción, gobiernos aplicando políticas claramente opuestas a sus posiciones y ofertas de campaña, sonados escándalos de corrupción, respuestas represivas a los movimientos de protesta y reclamo, notorios casos de simple incompetencia, etc.), se trueca en progresiva deslegitimación y pérdida de confianza en las instituciones. En estas circunstancias, el sistema político y de partidos comienza a experimentar elementos de crisis, se agrietan y pierden eficacia los dispositivos ocupados en la producción de lealtad hacia el ordenamiento socio-institucional, lo mecanismos institucionales e ideológicos de construcción de consentimiento político, en las condiciones ya de por sí relativamente frágiles (instituciones débiles, en diversos grados) del capitalismo periférico. Las lealtades más o menos tradicionales comienzan a romperse, y se abre espacio para el surgimiento y desarrollo de nuevas opciones políticas.

La pérdida de confianza y creciente deslegitimación del arreglo institucional, experimenta una vuelta de tuerca adicional con el rotundo fracaso (de unos) y las grandes dificultades (de otros) de los gobiernos llamados progresistas (neo-desarrollista, nacional-populares, etc.). Las grandes expectativas levantadas por Chaves, Lula, Morales o los Kirchner, en la región, y también Syrisa y Podemos, o incluso Obama, más allá, se cambiaron en diversos niveles de desencanto y una sensación de frustración general. En las condiciones del capitalismo contemporáneo, no solo periférico, pero con más razón en este caso, los proyectos reformistas enfrentan obstáculos formidables, desde un punto de vista fenoménico-empirista. En realidad, los obstáculos son estructurales, insalvables si se tiene como referencia los análisis más sólidos de la lógica del capitalismo tardío. De Mandel a Wallerstein, resulta claro que los proyectos empeñados en encontrar una vía de desarrollo capitalista autónomo, están condenados al fracaso. Sometidos a un entorno hostil y a operaciones de aislamiento, enfrentarán una sofocante presión de los centros de poder económico y político internacionales, aparte de la furiosa actividad de sabotaje de los grandes grupos económicos y las élites locales, con la inestimable contribución de los grandes medios de comunicación, corporativa e ideológicamente vinculados a los intereses dominantes.

Más allá de sus grandes e insuperables (auto)limitaciones, estos gobiernos y experiencias, expresión deformada de los avances en los procesos de lucha contra las políticas neoliberales, dieron como resultado, cada uno a su manera, conquistas importantes. Renacionalización de sectores importantes del aparato productivo, condición para fortalecer la capacidad de inversión del Estado y los mecanismos internos de acumulación de capital, políticas de industrialización, fortalecimiento del mercado interno de consumo, productivo y doméstico, incremento del gasto social, así como una limitada y contenida modificación en la relación de fuerzas con los sectores dominantes, favorable a los sectores populares, que justamente permitió avanzar en algunas reformas. Hubo, según los casos, gran recuperación de crisis profundas, significativa reducción de la pobreza, crecimiento económico, aprovechando la coyuntura en los mercados de materias primas, incluso pequeñas mejorías de la distribución del ingreso, etc.

Todo eso es conocido. Finalmente, por distintas vías, y con el oportuno marco de la crisis económica internacional del 2008 y sus desarrollos, los mercados financieros y las élites locales, junto a una buena cuota de desaciertos y torpezas propias, los proyectos progresistas terminaron por entrar en declinio, perdiendo buena parte de su sustento político. Poniendo entre paréntesis las importantes particularidades (las políticas de Rousseff constituyen un modelo de autosocavamieinto), el ocaso de los gobiernos ‘progresistas’ significó una enorme frustración para sectores muy extendidos de la población que les habían prestado un fuerte apoyo. Las grandes expectativas y el enorme entusiasmo, sostenido por casi una década, termino en distintos grados de frustración, paulatina o abrupta. La situación es fluida, los gobiernos de derecha neoliberal no resuelven nada, incluso han profundizado las crisis (Macri), lo cual deja abierta la posibilidad de un nuevo vuelco en la situación. Pero las relaciones estructurales permanecen, más allá del acaecer pendular.

En breve, el fracaso y la frustración, en distintos niveles, provocada por lo que podríamos llamar la década ’progresista’, suma un elemento decisivo para entender la erosión de la credibilidad en el sistema político. Todo esto por supuesto en el marco del gran retroceso en la conciencia social, de clase, provocado por el derrumbe final de los experimentos post-capitalistas, burocráticamente deformados.

Este escenario se presenta como condición de posibilidad para el ascenso, con distintos grados de éxito, de las corrientes políticas y los discursos conservadores, laicos o de la derecha religiosa. De manera diferenciada, sectores de clase media asalariada y pequeña propietaria, trabajadores de distintos niveles de capacitación, sectores populares en general y contingentes depauperados y marginados (migrantes pobres), son empujados a situaciones que los tornan susceptibles de acoger los elementos básicos de las campañas conservadoras: xenofobia, nacionalismo (el nacionalismo cultural se propaga rápidamente en muchas sociedades del capitalismo avanzado), conservadurismo moral o aversión al cosmopolitismo.

Una expresión particular es el avance de las corrientes pentecostales, muy notorias en las periferias, obreras y/o marginales, de las ciudades latinoamericanas, y que desde esta implantación intentan avanzar hacia otros estratos sociales (el llamativo caso de la Iglesia Universal del Reino de Dios, surgida en Brasil). No cabe duda de que la marginación social y los efectos culturales asociados, son datos clave para la implantación del pentecostalismo. La relativa desestructuración social de las zonas urbano-periféricas, el mundo de la pobreza, del desamparo social, de los (que se perciben como) despreciados por ‘la sociedad’ (todo aquello que desborda su mundo de vida cotidiana), de la vida casi del todo sumida en la inmediatez de la pseudoconcreción (Kosik), los efectos culturales y psicológicos disfuncionales (los elementos lumpen), los valores y códigos específicos y la fragmentación de la personalidad en situaciones socialmente degradadas; el reino de la necesidad como tal, en las condiciones contemporáneas; todo ello, ofrece un campo por demás propicio para la prédica y la actividad de los grupos neo-pentecostales o carismáticos. La atomización social, en tiempos de deterioro socioeconómico, profundiza la fragmentación de la subjetividad, e impulsa a la lucha por salidas individuales o particulares, que de vuelta agrava el debilitamiento de los vínculos. Una vez que las opciones particulares fracasan, solo queda el retorno a lo tradicional, el repliegue en lo afectivamente constituido. En una situación percibida como de ‘malos tiempos’, la gente normalmente buscará refugio en aquello que parezca ofrecer algo de seguridad, y en lo más cercano emocionalmente.

Las fracturas sociales derivadas del curso neoliberal, junto al agostamiento de las instituciones que normalmente canalizan las demandas y expectativas, procesando los conflictos, sometiéndolos a negociaciones que terminan construyendo consentimiento político, abren espacio a los discursos conservadores y al impulso autoritario. La inseguridad del presente y la incertidumbre del futuro, en el marco de la crisis del proyecto emancipatorio, predisponen a gruesos contingentes de la población a considerar la transacción de los ya magros márgenes de libertad por ilusiones de seguridad.

En este marco podemos incorporar un tercer elemento: los grandes y acelerados cambios culturales, de tono cosmopolita, que acompañan, son funcionales y contribuyen a (re)producir el proceso general de mundialización capitalista. Rasgos y elementos culturales, novedosos o preexistentes, que se amalgaman o semiarticulan en el proceso de la reestructuración dinámica del capitalismo internacional, la economía-sistema mundo. Esta dimensión cultural, relativamente autónoma, que se mueve según (dentro de ciertos límites, que pueden ser bastante amplios) su propia lógica, surge las más de las veces en el centro capitalista y se irradia hacia las periferias. Lo cual quiere decir que en las sociedades centrales es un producto del proceso de conjunto, más allá de las tensiones que inevitablemente provoca, pero en las periferias sobreviene desde fuera, chocando y desequilibrando las estabilidades dinámicas prevalecientes.

En las sociedades del capitalismo periférico las impactantes olas del cambio cultural producen dislocamientos más o menos relevantes, en tanto son recepcionados de manera diferenciada por las diversas fracciones y sectores de clase y demás categorías sociales[10]. Las reverberaciones en la macro y microsubjetividad producen en algunos casos notorios cambios en los comportamientos, actitudes, expectativas y modos de ser y hacer, etc. Trastocan estructuras mentales, usos y costumbres, códigos y pautas, tradiciones e instituciones, creencias y prejuicios, largamente establecidos, que además fungen de soportes tangibles e intangibles de elementos básicos y decisivos del orden social, de la dominación, y del sentido común correspondiente. Cambios resistidos porque han sido producidos por fuerzas no controladas por el propio individuo o las colectividades. En condiciones de creciente vulnerabilidad, real y percibida, el individuo y el grupo pueden enfrentar miedos primarios. Miedo a la pérdida de estructuras establecidas, de pautas prescritas, soportes incorporados de la vida cotidiana, que producen sentimientos de seguridad, y que se ven amenazados, sin que despunten opciones accesibles o confortadoras. Cambio cultural cosmopolita que altera y trastorna redes de significantes que dan sentido y permiten orientarse en el mundo social, más allá del ámbito de la vida cotidiana.

Las ondas de cambio cultural acelerado producen sorpresa, asombro, desorientación, perplejidad, temor. Trastocan y empujan al ocaso instituciones y creencias socialmente constrictivas por mucho tiempo incuestionables; pero en las condiciones de inseguridad e incertidumbre generan reacciones de rechazo, miedo. Las ‘miserias del presente y angustias del porvenir’, son asociadas por los sectores conservadores al fantasma de sociedades abiertas, secularizadas, diversas y relativistas, promoviendo el refugio en lo familiar, en lo afectivamente constituido, en lo tradicional. La inseguridad y la incertidumbre producen sentimientos de impotencia, falta de control, abandono y vulnerabilidad, combinándose con resentimiento y frustración, que se traduce en temor a lo nuevo, a lo diferente. Así se refuerzan los elementos de tribalismo y el prejuicio. El primero funciona como un mecanismo defensivo, de las estructuras mentales y sociales que nos aportan una sensación de familiaridad y seguridad, en los hábitos comunes. El segundo permite canalizar hacia los ‘otros’, los ‘forasteros’, los ‘raros’, la fuente de la amenaza. El prejuicio estereotipa, generaliza acríticamente, incluso contra la evidencia más cotidiana, los individuos seleccionan de manera sesgada su información sobre el grupo que hace de chivo expiatorio, lo cual permite ‘confirmar’ reiteradamente la imagen establecida. Buscando respuestas para la situación y las amenazas, son inducidos a asociarlas con esos ‘otros’ amenazantes, que en realidad son víctimas, también ellos (emigrantes, pobres, grupos discriminados, jóvenes de aspecto no convencional), o incluso, activistas sociales empeñados en construir salidas progresivas a la situación.

En breve, los cambios culturales acentuados y acelerados, en general, son recibidos con aprensión y provocan cierta resistencia. Es un mecanismo adaptativo, con valor de supervivencia. Si nos abriéramos desaprensivamente al cambio, nos pondríamos en una situación de peligrosa exposición. Lo nuevo, en general, tiene que ser puesto a prueba, tiene que exhibir su valor de verdad, su practicidad/utilidad. Eso, en general. En el contexto de un incremento inusual de las sensaciones de inseguridad e incertidumbre, producto de prolongados procesos de deterioro e inestabilidad social, los grandes cambios culturales pueden llegar a ser percibidos como directamente amenazantes, o ser manipulados en el sentido de producir formas de rechazo fóbico, irracional, al menos en sectores de la población. ¿Cuáles serían las condiciones necesarias para que tales sensaciones y estados emocionales consigan extenderse lo suficiente como para producir efectos y reacciones sociales significativas?

Un elemento político-subjetivo pero con peso objetivo en la realidad, es la dinámica de las luchas sociales, de la lucha de clases. Una sucesión de derrotas de las luchas y movimientos sociales, en un lapso temporal de cierta prolongación, en la medida en que se traduce en desorganización, tiende a producir desmoralización y escepticismo. Es el caso entre nosotros. Desde la gran experiencia social del movimiento contra el TLC, arrancando en el 2004 y culminando con la gran movilización social del referéndum, que pese a conseguir un notable resultado electoral de 48.5%, finalmente constituyó una derrota política, los trabajadores y los movimientos sociales han soportado una serie de derrotas, que han debilitado su capacidad de resistencia. Fenómeno diferenciado, evidenciado con más fuerza allí donde las conducciones burocráticas mantienen un control poco amenazado, sin embargo, poco a poco, ha ido extendiéndose por los distintos sectores. Uno de particular relevancia político-simbólica, el movimiento estudiantil universitario. Resulta innecesario abundar en la historia del protagonismo de la juventud universitaria en las luchas sociales no solo en el país sino en toda Latinoamérica. Frecuentemente punta de lanza de las más diversas expresiones de la protesta y el reclamo social, el debilitamiento del movimiento de la juventud estudiantil le resta empuje, determinación y radicalismo a las expresiones de protesta. No es este el lugar para explorar las causas de este reflujo, pero no cabe duda de que a las conducciones de las federaciones estudiantiles de los últimos 10 años corresponde una buena cuota de responsabilidad. Pero el fenómeno se reproduce, con igual o menor profundidad, en otros sectores.

Este retroceso relativo pero importante de la capacidad de resistencia social, junto a los fenómenos de desmoralización y escepticismo a que da lugar, produce despolitización, fragmentación y dispersión, en ciertos sectores. El estado de malestar no desaparece, pero tiende a expresarse como resentimiento, el cual puede dar lugar a formas airadas, incluso explosivas, de manifestación del descontento, pero episódicas e inconexas, que por tanto se traducen en nuevas derrotas o logros rápidamente anulados. Se da entonces una situación paradójica, gran malestar y descontento, un estado de ánimo que en cualquier momento puede abrir el camino para una recomposición de la disposición de activación social, pero que mientras dura alimenta en extensos sectores sociales salidas individuales y particularistas.

En este análisis aflora la complejidad social, dinámica, cambiante. A todo lo anterior se agrega otros dos factores de carácter digamos estructural. Primero, el hecho de que el movimiento social del capitalismo, que incorpora elementos de distintas esferas y niveles, de lo macro a lo microsocial, produce una creciente diferenciación social. Mucho se ha escrito sobre la forma en que el capitalismo crea incesantemente nuevas necesidades, revoluciona la estructura de las necesidades humanas, modificando incluso el concepto histórico y cultural de las mismas (por supuesto, el orden burgués está lejos de de poder satisfacer, para la mayoría de la gente, las necesidades que su propio movimiento crea, como consecuencia colateral de la persecución competitiva de la mayor tasa de ganancia posible; el sistema está en función no de la satisfacción de necesidades, sino de la atención a la demandad solvente). Pero la multiplicación de las necesidades, y de los objetos y servicios que permiten atenderlas, es solo una parte de la diferenciación social. El desarrollo competitivo de la acumulación de capital, induce a abrir nuevos sectores y ramas de la producción, curso que se da en tensión dialéctica con desarrollos tecnológicos e innovaciones organizacionales. La diferenciación del entramado productivo lleva a una correspondiente diferenciación y complejización social, que se hace observable en el desarrollo de distinciones adicionales del tejido social, sectores de clase y categorías sociales emergentes o que alcanzan una relevancia inédita. El aspecto por mucho más relevante, en las últimas décadas, es la masiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo y a la actividad económica extradoméstica, en general. Tendencia que por su vez repercute en distintas direcciones y niveles de lo sociocultural; es un fenómeno de repercusiones sistémicas.

El punto es que la gran diferenciación social de los últimos 40 años, por un lado, extiende la asalarización del trabajo (la proletarización), refutando sin apelaciones a quienes hace no tanto anunciaban ‘el adiós al trabajo’[11], el ‘fin de la centralidad del trabajo en el mundo capitalista contemporáneo’; por otro lado, tal extensión se ha dado con un gran aumento de su complejidad, heterogeneidad y segmentación (Antunes), que introduce grandes diferencias en tipos de actividad, remuneraciones, niveles y entorno cultural, delimitación socioespacial, estilos de vida, autopercepción, expectativas y condiciones de vida cotidiana, entre los trabajadores. Por un lado, crea las condiciones objetivas para la extensión de la solidaridad de clase; por otro, dificulta prácticamente su construcción.

El otro elemento de efectos estructurales es el resultado acumulativo del prolongado período de hegemonía neoliberal. La paulatina aplicación de medidas neoliberales inevitablemente termina por provocar cambios en la estructura de la sociedad. Por su vez, estos cambios socioestructurales favorecen, orientan, ajustes en el clima ideológico-cultural, valores y códigos normativos, que constituyen el ámbito de socialización de los individuos. Así se van moldeando las subjetividades integradas o integrables. El creciente peso local de corporaciones e intereses de los países metropolitanos, la vinculación de los principales grupos económicos locales con el capital extranjero, pérdida de peso social y político del empresariado autónomo grande y mediano local, en particular del sector productivo tradicional, el hecho de que el modelo de acumulación y crecimiento se orienta hacia el exterior y las exportaciones, perdiendo cada vez más importancia el mercado de consumo interno y la producción local (sustitución de importaciones), etc., induce modificaciones en todo el tejido social y en la dinámica de lo político, con cambios correlativos en la macro y microsubjetividad, en el clima cultural y las mentalidades.

Los cambios en la estructura relacional, en la dialéctica de relación y estructura, provoca cambios en la dinámica social. El incremento de la desigualdad social y su creciente visibilización en términos de posición de status, las modificaciones de la cultura de consumo, tendiendo a resaltar el consumo simbólico y los marcadores de posición social, todo ello asociado con la desenfadada exhibición de los signos externos de lo convencionado como ‘éxito’, contribuyen a configurar una atmosfera cultural que promueve el individualismo ético-social. La multiplicación de las tensiones sociales, y los conflictos asociados, empujan a los individuos y a sectores sociales enteros a conductas escapistas relacionadas con el efecto analgésico del consumismo[12]. (Hay una diferencia decisiva entre el consumo como momento de disfrute, momento de subjetivación del objeto-producto, de que habla Marx en la “Introducción” de 1857[13], y el consumismo como ideología y practica alienante.).

El punto es que el malestar social, y su expresión individual, íntima, en el marco de la despolitización y el escepticismo, alientan conductas de repliegue en la intimidad, de retirada de lo público y refugio en lo privado-doméstico. La generalizada sensación de incertidumbre, el debilitamiento de los lazos sociales amplios y un clima cultural que promueve activamente el individualismo y la búsqueda privada de salidas, inclina también a actitudes cínicas (en el sentido hoy común del término, desconfianza sarcásticamente expresada en la sinceridad y honradez de otros en el entorno social, como en el técnico, el Cinismo clásico, como escuela de pensamiento y forma de vida, buscaba darle respuestas individuales a la incertidumbre). Se trata evidentemente de una actitud defensiva. Y que se diferencia según la posición social-de clase. Entre sectores de clase media, se manifiesta como una resuelta retirada a los intereses privados. Los sectores medios, por ingreso, estilo de vida e identidad subcultural, han experimentado una fuerte presión, y, una parte, abierto deterioro, en el marco de la época neoliberal’. Percibiéndose como asediada, un sector significativo se decanta, en el plano político, por opciones de la derecha neoliberal, recurriendo a lo que periodísticamente se ha denominado ‘votar con el bolsillo’. La angustia provocada por las crecientes dificultades para mantener la posición social, en particular de los hijos, lleva, con cada vez mayor frecuencia, a actitudes y comportamientos que subrayan, casi obsesivamente, las preocupaciones con la seguridad, incluso si eso amenaza con ir en detrimento de los márgenes de libertad. En San José, en los residenciales de clase media, los costos de la seguridad tienen un peso no despreciable en el presupuesto doméstico: guardas, barreras, casas enrejadas, murallas, más que muros, portones, verjas, cadenas, alambre ‘navaja’, electrificado de cercas, alarmas, cámaras, privatización de lo público, cercado de los parques, traslado de la tradicional vivienda al esquema de condominio cerrado. La neurotizante preocupación con la (in)seguridad, la real y la representada, lleva a considerar razonable opciones de encierro y separación respecto de ‘los de afuera’. Como efecto, el tapiado obstruye (casi) completamente la vista hacia fuera, produciendo una situación de aislamiento, de claustro, y una ilusoria sensación de protección. Resulta inevitable que la alteración emocional y cognitiva que resulta, en diversos grados, de esta conducta, se proyecte, con mediaciones diversas, al campo de lo político. Para la ‘clase media’ atemorizada la solidaridad es un lujo propio de tiempos de desahogo , tiempos cuyo recuerdo es cada vez más difuso. La prioridad son los hijos y su futuro. En cuanto a los ‘perdedores’ del neoliberalismo, la caridad seguramente puede atemperar los impactos que con gran probabilidad se seguirán del apoyo a los que ofrecen una reducción de los impuestos y el recorte del gasto público (además de aliviar las conciencias). En buena parte de las sociedades de América latina se puede observar esta fuerte inclinación de sectores medios a buscar en la derecha, liberal o neoconservadora, una respuesta a las dificultades de reproducción como franja social que enfrenta. La paradoja resulta evidente, si se considera que son justamente las políticas neoliberales las causantes de las congojas de la clase media.

En los barrios populares o urbano periféricos, el deterioro social ha profundizado los efectos desagregadores de la severa limitación de oportunidades, la pobreza y la marginación. El debilitamiento de la organización y la capacidad de resistencia social de los subordinados, refuerza los elementos de fragmentación social y las tendencias a buscar soluciones individuales, a partir de marcos familiares también degradados. La despolitización desmoraliza y atomiza, empuja hacia los niveles y recursos más básicos de supervivencia. La agudización de los rasgos culturales disfuncionales, ‘lúmpenes’, contribuye a socavar el sentido de comunidad. La vida cotidiana alienada y alienante envuelve a los individuos, en su comportamiento y actitudes, en un circuito de reproducción de las condiciones de esa cotidianeidad.

El mundo de la pseudoconcreción, del vivir sumidos en la inmediatez, se reproduce a sí mismo a través de su interiorización naturalizada en la interacción de los mismos individuos que constituyen el objeto de la dominación. La mente atrapada en los marcos objetivos y subjetivos de la cotidianeidad pseudoconcreta, opera como un cepo que funciona para mantener a los individuos sujetos a la lógica de la situación. Empantanados en condiciones sociales que se constituyen en un formidable obstáculo para el acceso a los recursos culturales que permiten desarrollar autoestima y autodominio, un cierto control sobre la propia vida, los subalternos desarrollan representaciones que resultan funcionales (el poder social busca ‘normalizar’ a los individuos), en el sentido de permitir un desarrollo adaptado de la convivencia (integración funcionalizada)[14]. Vivir arrojado en la inmediatez es vivir fundamentalmente en los límites del presente, de una sucesión de presentes, sin historia ni proyecto, limitando severamente la capacidad para proyectar expectativas en un futuro que no puede ser pensado sino como simple extrapolación del presente, como más de lo mismo. Con escaso margen para pensar un futuro personal estimulante, diferente, los individuos se dejan arrastrar al presentismo, y sus imperiosas exigencias. Encontrar alguna fuente de ingresos, legal o no, y buscar espacios y momentos gratificantes. Satisfacción de necesidades ‘necesarias’, físicas y psíquicas, y desaparición cultural de las actividades orientadas a atender las ‘necesidades superiores’, en los términos de Agnes Heller.

Los recursos ideológicos y culturales orientados a la construcción de hegemonía hacia los explotados y oprimidos se apoyan en las condiciones socioestructurales del mundo de la vida cotidiana de los subordinados. Por supuesto, la eficacia de estos dispositivos está siempre en tensión con el malestar individual y colectivo que en cualquier momento puede, dependiendo de una variedad de factores, traducirse en activación social colectiva y movimientos reivindicativos y de protesta. El descontento puede, combinado con otros elementos, romper tal ‘normalidad’ en cualquier momento, pero han de enfrentar la muralla defensiva de los recursos ideológico-culturales que sostienen la hegemonía. En las condiciones de despolitización y dispersión, lo que prevalece es el resentimiento, en tanto forma de manifestación del descontento. Sentimiento nacido de la frustración y de la sensación de impotencia, de la erosión de la autoestima y de la pérdida de autoconfianza. Actitud psíquica o estado psicológico que, en los términos de Scheller, se extiende socialmente en condiciones de grandes y notorias disparidades de riqueza y poder (y, podríamos agregar, de acceso a bienes culturales altamente apreciados, marcadores de posición social), en sociedades que por otro lado proclaman la igualdad de derechos políticos, pese a la gran inequidad de hecho.

Pero hay que insistir en que el resentimiento se relaciona con la sensación de impotencia, y esto (llevando a Nietzsche más allá de sí mismo) con el escepticismo vinculado a las derrotas sufridas por los sectores populares en las luchas sociales, y el consecuente debilitamiento de su capacidad de autoafirmación como sujeto de un proceso transformador.

El deterioro social combinado con fuerte pérdida de credibilidad de la institucionalidad política, incluidas las opciones `progresistas` o de izquierda, producen atomización social y fragmentación de la subjetividad, con derivas fuertemente individualistas, retiradas de lo público, gran escepticismo, hasta tonos cínicos. Pero estos efectos se diferencian según la posición social, de clase, articulada con distintas categorías sociales. En general, entre los sectores medios con alto acceso a la educación y bienes culturales, predomina el individualismo liberal. En los sectores populares, los discursos conservadores encuentran condiciones particularmente propicias. Entre los trabajadores y barrios populares, cuando la conciencia social, de clase, retrocede, lo que ocupa el sitio es la cultura tradicional y sus típicos valores. Pseudoconcreción es también primitivismo del pensamiento ordinario. Por supuesto, estos rasgos psico-culturales se pueden encontrar en distintos segmentos y niveles de la jerarquía social. No hay exclusividad. Pero condiciones específicas se muestran más propicias a unos que a otros.

Un fenómeno que tiende a reforzar tal reacción estadísticamente diferenciada entre sectores sociales es el carácter del nuevo impulso del proceso de expansión urbana, dirigido en buena medida por criterios mercantiles, que ha caracterizado a las grandes ciudades latinoamericanas en los últimos 20 años, y que hace una contribución decisiva al profundizar la segregación socio-espacial, según sectores de clase y estratos. Esto es aún más notorio en una ciudad como San José, comparativamente menos segregada que otras ciudades latinoamericanas, hasta unos treinta años atrás. A partir de mediados de los años 90, se acelera el curso típico, con características propias. Desde los residenciales cerrados hasta la fuerte y ostensible inversión inmobiliaria en la zona de Escazú. Resulta bastante obvio el sentido y los efectos de la segregación socioespacial: reforzar la separación física y el extrañamiento psicosocial, incluso la aversión cultural, de sectores de clase y estratos o categorías socio-ocupacionales diferentes. Es difícil exagerar el efecto de disociación sociocultural que produce esta separación física. Son, en buena medida, mundos apenas conmensurables. Es la razón de que los individuos de los sectores populares se sientan cuasi-forasteros fuera de los entornos de su vida cotidiana (el barrio, el centro de la ciudad, su lugar de trabajo, los centros comerciales diseñados para el correspondiente nivel de ingreso).

Conjuntados con los elementos referidos más arriba, estos aspectos estructurales contribuyen a la atomización de la vida social y la fragmentación de la personalidad. La inseguridad del presente y la incertidumbre del futuro, en los sectores medios, y la precariedad normalizada en los barrios populares (tomados por los bajos salarios, el desempleo, subempleo e informalidad, la carencia de recursos culturales, la delincuencialidad como opción de vida, y un sentido común adecuado a tal cotidianeidad), producen un clima cultural y actitudes que en algunos grupos pueden aproximar, en grado variable, a lo que el equipo de investigadores liderado por Theodor Adorno denominó ‘personalidad autoritaria’. Más allá de las limitaciones de la teoría, sometida a un riguroso escrutinio, sus aspectos más sólidos, los que han sobrevivido, permiten dar cuenta del hecho de que la incertidumbre y la precariedad acentuada, en un marco de derrotas y retroceso de las luchas sociales, favorecen el desarrollo de las características asociadas a las actitudes autoritarias. La fragmentación induce comportamientos típicos de la lucha individual (lo privado-familiar) por la subsistencia. Las deficiencias, o inexistencia, de la política pública y el debilitamiento de los lazos de solidaridad social, erosionan la conciencia y autoestima de clase, predisponen a la subordinación al poder, a la validación de la autoridad, produciendo no solo obsecuencia, sino rechazo, que puede llegar a ser violento, de las conductas percibidas como cuestionadoras. El impulso de autoconservación puede llevar a extremos de conformidad, con lo establecido, deseo de orden. No es difícil ver que en estas circunstancias psicosociales, los discursos conservadores puedan encontrar terreno abonado. El conservadurismo moral y político se relaciona de manera significativa con el autoritarismo, la normalización de la desigualdad social y el temor al cambio. Cuando la cotidianeidad se articula fundamentalmente en torno a la subsistencia y se percibe el entorno como incuestionable y sin salida, todo comportamiento cuestionador es percibido como amenaza.

Esta es la clave para entender el notorio éxito de la empresa evangélica. No bastaría con el trabajo asistencial, puesto que se trata de una campaña de proselitismo. La propuesta de construir comunidad, y, a su manera, reconstituir relaciones de solidaridad, en torno a un discurso y propuestas de un fuerte tono conservador, moral y político, se da en el escenario ya descrito, pero además encuentra un sólido sostén en el hecho de que frente a situaciones aguda y persistentemente adversas, los sectores más despolitizados y retrasados en la conciencia social, tienden a replegarse hacia los valores y creencias de la cultura tradicional, saturada de prejuicios. Una expresión de ello es el rápido avance del nacionalismo en general, y en particular del nacionalismo cultural, en Europa o EEUU, reforzado en este caso por la permanente promoción del nacionalismo imperial (para un norteamericano promedio, resulta una verdad autoevidente que su prosperidad personal depende en buena medida de que su país mantenga su posición de primera potencia internacional).

El nacionalismo cultural campea, en diversas versiones, tanto en las sociedades del capitalismo avanzado como en la periferia, y en los diversos sectores de clase y estratos. Normalmente se lo asocia con las reivindicaciones de nacionalidades oprimidas. Pero en la última década las expresiones más llamativas se relacionan con el ‘populismo’ de derecha, patriotero y xenofóbico, muy notorio en Europa. Sostenido en una concepción esencialista, metafísica e idealizada de la identidad colectiva, es manipulado por sectores de derecha y conservadores para enmascarar o justificar derivas autoritarias y/o para generar un efecto cohesionador interno ante las presiones de los centros de poder económico y político externos, en el contexto de la mundialización capitalista y los desequilibrios que ha profundizado.

En EEUU, la derecha religiosa, sobre todo, hace del nacionalismo cultural un escudo protector y un arma ofensiva contra lo que se le aparece como la conspiración secularizante de los sectores ‘liberal-progresistas’ de las grandes ciudades y universidades, inclinados al cosmopolitismo, partidarios de la ‘ideología de género’ (marxista-posmoderna!), contrarios a la ‘pureza étnica’, y defensores de la libertad de orientación sexual/de placer, aparte de cómplices de la invasión migrante no-aria. Independientemente de cuánto hay de efectivo en tales distinciones binarias, el hecho es que ha mostrado gran eficacia en el intento de crear chivos expiatorios y muñecos de paja para distraer la atención de las verdaderas razones y responsables de las diversas crisis o elementos de crisis que atraviesan al capitalismo contemporáneo. El carácter reaccionario e irracionalista de la derecha religiosa es un rasgo constitutivo, pero da un salto en cuanto a su influencia política, a partir de comienzos de los años 80, bajo Reagan, en base a la alianza con un influyente sector de la cúpula liberal republicana (en un país de todos modos cargado por la pesada herencia puritana). Movimiento reforzado por el tono también conservador de Tatcher en Gran Bretaña, menos relacionado con grupos religiosos que con un enfoque patriotero y de exaltación de la familia y valores tradicionales. En el caso de la mayoría de las sociedades latinoamericanas, un rasgo peculiar del conservadurismo religioso se relaciona con cierta distinción social. Ante el avance del evangelismo en los barrios populares, los sectores medios tienden a mantener su adscripción a la iglesia católica.

La combinación de nacionalismo cultural, conservadurismo moral y elementos de personalidad autoritaria, al instalarse en los barrios populares, levanta una muralla o cava un foso difícil de salvar para las posiciones que buscan una transformación de la vida y los términos de la convivencia social. Las políticas de izquierda para avanzar en su audiencia y capacidad de convocatoria, necesitan enfrentar los prejuicios y lastres tradicionalistas del pensamiento del mundo de la vida cotidiana de los subordinados, un sentido común que desempeña un papel sistémico en la conservación de la dominación interiorizada. El proyecto emancipador se enfrenta no solo a las condiciones de la explotación del trabajo en el mundo capitalista, también, y, en cierto sentido, sobre todo, a las formas de opresión que crean y se apoyan en dispositivos ideológico-culturales que refuerzan la desigualdad social con categorizaciones sociales que imponen distinciones de status y consideración social. La subjetividad colonizada impide la transición de las múltiples acciones por demandas inmediatas a la comprensión de la necesidad de cambiar los fundamentos del mundo social.

La cotidianeidad alienada consiste justamente en un conjunto de hábitos e instituciones cuyo funcionamiento justamente garantiza que los individuos sean sometidos por el grupo a un proceso de socialización mediante el cual interiorizan las creencias, valores y códigos normativos que buscan garantizar la integración funcionalizada de los individuos y el aprendizaje de los roles sociales derivados de su posición en la jerarquía, en la estratificación. Los niños de las comunidades proletas son socializados, por sus propias familias, para integrarse en el mundo del trabajo en funciones distintas de aquellas para las que son socializados los individuos provenientes de las familias de clase media acomodada.

Mantener a los explotados y oprimidos en condiciones de indigencia espiritual ha sido decisivo para la reproducción de todo orden social fundado en la explotación del trabajo humano y la desigualdad social estructural. En la lucha contra las concepciones idealistas, Marx y Engels se esforzaron en mostrar que la emancipación para abrirse camino necesita destruir las condiciones que hacen necesarias las ilusiones. Pero no cabe duda de que en el proceso, para avanzar, hay que enfrentar las ilusiones mismas. De ahí la célebre fórmula: el arma de la crítica es tan importante como la crítica de las armas….

UNIVERSIDAD PUBLICA

La reestructuración social neoliberal y el empuje conservador, el salto autoritario, crean condiciones político-culturales para el ataque a la Universidad pública. La reestructuración neoliberal busca disminuir el peso social de lo público, y un aspecto particularmente relevante de ello es erosionar el alto prestigio social de las universidades públicas (tarea nada sencilla en un país en el que los negocios privados del sector, tras 40 años, siguen siendo objeto de una consideración claramente inferior a la de los centros públicos). Por ello, entender el enconado ataque de que son objeto requiere comprender el proyecto neoliberal y sus implicaciones más amplias.

Pese al largo predominio de las políticas neoliberales, las universidades públicas en Costa Rica, como en buena parte de América latina, siguen siendo los principales centros de formación superior, tanto en la docencia como en la investigación, más allá de y pese a sus múltiples deficiencias y carencias. Considerando la infraestructura física, el nivel general del personal académico, los centros de documentación y biblioteca, la infraestructura tecnológica y las condiciones de acceso de estudiantes, profesionales y docentes, la concepción general de la formación, el trabajo de extensión social y, en general, el impacto social en lo económico, diversos aspectos de lo cultural y, finalmente, en la actividad científica y tecnológica en el país, los centros públicos están muy por encima del nivel de los mejores negocios privados. En ningún lugar como en la educación superior, y la salud pública, se hace tan patente las limitaciones de lo mercantil.

Por otro lado, pese a que las universidades públicas no pueden escapar al denso clima ideológico-cultural impuesto por los sectores dominantes, y de que, como órganos del Estado del capitalismo periférico costarricense, pertenecen a un dispositivo institucional diseñado y operado para cumplir con funciones y aportar insumos y servicios imprescindibles en la reproducción del orden social y económico (en particular, aportando personal profesional capacitado a los distintos segmentos del mercado de trabajo), a lo que hay además que agregar su dimensión de agencia ideológica orientada a la construcción de hegemonía, pese a todo ello, por su carácter peculiar, de lugares de concentración del acervo, transmisión, creación, examen y debate, del conocimiento social disponible (el ‘general intellect, de que hablaba Marx), siempre resulta posible crear y encontrar espacios relativamente abiertos de elaboración y reflexión críticas. Esto señala el carácter paradojal de las Universidades públicas, por un lado, dispositivos de la autoreproducción del orden social y fuente de relatos fundamentadores; por otro, ámbitos en que, sometidos a todo tipo de presiones, represivas y de adaptación, pueden desarrollarse expresiones de pensamiento e investigación crítica, conectadas directa o indirectamente a diversos movimientos y luchas sociales.

En un determinado momento histórico, claramente el período de la segunda postguerra, la creación y/o impulso del sistema de educación superior pública, se articulaba al proyecto desarrollista. El fomento de la industrialización demandaba ocupaciones y destrezas diversas. El proceso de modernización encabezado y dirigido por el Estado lleva a la multiplicación de sus funciones y órganos, conjunto ordenado alrededor de la tarea de potenciar el crecimiento económico, orientado a la sustitución de importaciones y la creación de condiciones las más propicias para la proliferación de todo tipo de iniciativas empresariales privadas. Un elemento del diseño consiste en el reforzamiento, o creación, de un mercado interno de consumo capaz de absorber buena parte de la producción en las primeras subfases del ‘take off’ rostoviano. En la medida que, en el caso latinoamericano general, los mercados de exportación se mantuvieron prácticamente cerrados para todo lo que no fuera materias primas, junto al hecho de que el nivel de integración regional del proyecto modernizador impulsado desde la CEPAL, no pasó de las declaraciones de buenas intenciones y alguna burocracia inoperante, el estímulo del crecimiento dependió sobre todo de la profundidad, y los límites, del mercado interno.

En ese marco, la universidad pública pasa a desempeñar un papel central y a ocupar un lugar social principal. Para fines de los años 60 y comienzos de los 70, la universidad pública es el objetivo de todo joven, sobre todo en el conurbano, de familias trabajadoras de mediano ingreso. Un torrente de hijos e hijas de padres con apenas estudios secundarios, asumían un notable cambio cultural y de mentalidad. Ir a la universidad se tornó parte de las expectativas socialmente incorporadas por este sector social. La mayoría de clase media baja, familias trabajadoras de medio nivel de capacitación, en las cuales, no raro, la madre se desempeñaba como ama de casa. La creciente diferenciación y complejización social, facilita el consenso social en torno a la financiación de una rápida expansión del número y capacidad de los centros universitarios públicos[15].

En América latina, al menos en buena parte, la universidad pública es el instrumento principal de movilidad social ascendente, el camino a la condición de ‘clase media’ moderna, con el boleto de acceso al patrón de consumo y al estilo de vida correspondientes. No pocas veces es también la plataforma para la realización de estudios de postgrado en el exterior, una experiencia culturalmente renovadora, de superación del talante provinciano. Es por la universidad de fines de los años 70 (y siguientes), con desarrollos variados según las diversas situaciones y lugares, que pasa todo lo que asociamos con ‘los años 70’, el ‘setentismo’, que en Centroamérica tiende a correrse más hacia los 80, atenuado en diversos grados por las condiciones sociales y culturales en la mayor parte de la región. De la cultura rock, entre los jóvenes de clase media acomodada, a la militancia en las distintas expresiones de la izquierda, del protagonismo del movimiento estudiantil universitario al ascenso de la sociología hacia el lugar de privilegio de la cultura intelectual-progresista, de la apresurada y desaprensiva ruptura con la moral sexual conservadora-católica al consumo ‘social’ de marihuana, de los conciertos de música de protesta a las noches de bohemia, con cierto exceso… Tendencias sociopolíticas, culturales y microsubjetivas que encuentran expresión en la Costa Rica de la época, en grupos minoritarios claro, pero que en buena medida marcan la tendencia y protagonizan la escena del momento. El autorepresentado país de pequeños propietarios rurales se enrumbaba a lo urbano y a un cambio cultural y de mentalidad importante, entre sectores y grupos decisivos. La universidad fue uno de los principales vehículos. Los años 70 vieron el despuntar de un gran cambio cultural, la expresión local del que recorría el mundo desde las sociedades del capitalismo avanzado, y la universidad fue el lugar donde más desenfadadamente resonó.

La crisis de comienzos de los 80, representa un tropiezo abrupto y el punto de arranque de un cambio profundo. El modelo de acumulación y crecimiento desarrollista que había impulsado una gran trasformación social dentro de los límites del capitalismo periférico, entra en crisis, alcanzado por la crisis de endeudamiento. Las políticas neoliberales hacen su irrupción y se imponen, primero como respuestas ad-hoc, luego como nueva ortodoxia. La reorientación de la economía hacia la exportación, de bienes no tradicionales y de servicios turísticos, y la atracción de inversión extranjera, releva la preocupación con el mercado interno de consumo. Comienza el proceso de ensanchamiento de la desigualdad de ingreso y riqueza. Las políticas neoliberales avanzan sobre el legado desarrollista. Achicamiento del Estado y transferencia al sector privado de funciones diversas, venta de activos y privatizaciones, gran reducción del peso relativo del empleo público, subsidios diversos, exoneraciones y reducción de impuestos a las grandes empresas y los más ricos, privilegios y entrega al capital extranjero, TLC’s, normativa del banco central, política cambiaria, apertura externa, la política antiinflacionaria como pretexto para atacar los salarios y la capacidad de inversión del Estado, flexibilización del mercado laboral, ley ‘de protección’ del trabajador, saturante campaña de los medios de comunicación corporativos, etc.

Las universidades públicas se defienden, pero no son inmunes. Los distintos estamentos de la comunidad, casi siempre con el movimiento estudiantil a la cabeza, no necesariamente las federaciones de estudiantes, dan muestras de una enorme capacidad de resistencia, alcanzando victorias significativas, aunque parciales. En la primera década del siglo veremos dos espectaculares expresiones de movilización social con fuerte participación universitaria, el llamado ‘combo 2000’ y el desarrollo ‘in crescendo’ del movimiento contra el tratado de libre comercio con EEUU, durante los años 2005-2007. Con todo, el embate privatizador, acorazado y fogoneado por un gran bloque de intereses y un cada vez más hegemónico discurso ideológico, continúa avanzando, absorbiendo los tropiezos. No se privatizaron las universidades públicas, pero hay muchas formas de someter a lógica de mercado la educación superior.

En 1976 inicia actividades la UACA, primer negocio privado del país. La élite política le concede la condición de ‘fundación sin fines de lucro’, es decir, una más de las formas de exonerar (evadir legalmente) del pago de impuestos. Algunos apellidos ilustres y fuertes vínculos con el poder social y político, arropan los pasos iniciales del proyecto. Más de 40 años después el centro privado sobrevive en la intrascendencia. Con todo, en esas 4 décadas, se crearon en el país más de 50 centros de estudios privados, una buena parte clasificables en el rubro de ‘universidades de garaje’[16]. Usinas de títulos sin verdadera fiscalización ni control de calidad, centrados en carreras con mercado laboral hace mucho saturado (con alguna excepción, del todo accidental e institucionalmente inestable), no pocas veces carentes de las más elementales condiciones materiales y profesionales exigibles. Un burdo intento de maquillar la situación consiste en la espuria distinción entre ‘universidades de docencia’ (privadas) y ‘universidades de investigación’ (públicas). Pero una universidad que no hace investigación no es una universidad, es un colegio, un mero centro de enseñanza. Y aún la docencia en los negocios privados es deficiente, por falta de condiciones básicas, como bibliotecas y centros de documentación bien dotados, entre otras.

Dos factores alcanzan particular relevancia en la notoria floración de negocios privados: primero, la modernización y urbanización del país, alimenta el interés cultural, o impone la necesidad social, de buscar una certificación de educación superior, en el intento de lograr una inserción en el mercado laboral más promisoria. Por otro lado, mientras el interés y la demanda de acceso a la educación superior crecía, la oferta de cupos de los centros públicos se estancaba o avanzaba muy por detrás del crecimiento de la demanda. Puesto en breve, la limitación de los cupos en las Universidades públicas ha sido uno de los más importantes factores, sino el principal, del crecimiento acelerado de los negocios privados.

A partir de los años 90, decenas de miles de jóvenes se lanzan a la extenuante tarea de articular trabajo y estudio, en el intento de mejorar su posición social, colocando entre paréntesis el tema de la calidad de la formación recibida en los centros privados, y en un momento en que la economía del país crecía a un ritmo de 4-5% promedio, generando ya una cantidad insuficiente de empleo, pero muy por encima del desempeño de la última década. El crecimiento de los negocios privados a un ritmo bastante superior al de los centros públicos, es una forma de privatizar la educación superior. Pero no es la única.

Ante la imposibilidad, hasta el momento, de avanzar con una política de privatización directa de las Universidades públicas, posición de los sectores liberales más duros[17], el proyecto de mercantilizar la educación superior ha tenido que recurrir a mediaciones. Desde la permanente puja, limitación y regateo, en torno al presupuesto universitario, y, cuando se ha podido, directamente recorte, como en los últimos años, hasta una creciente derivación de la oferta de algunas carreras, de particular prestigio y/o demanda, como medicina, odontología, periodismo, derecho, psicología, administración, educación, hacia los negocios privados[18]. Otra vez, sin mecanismos efectivos de control de la calidad de la formación, planes de estudio, nivel del personal docente o recursos pedagógicos, tecnológicos y de investigación.

El clima cultural y el proceso de reestructuración social neoliberal también se manifiestan en la universidad pública en la forma de ajustes paulatinos en los programas de estudio orientados en el sentido de un practicismo que, so pretexto de adecuar los programas a las necesidades ‘sociales’, en realidad al mercado de trabajo y los específicos requerimientos de las empresas, produce un amezquinamiento de la formación; en una reorientación de los planes de estudio que da particular énfasis a los aspectos más aplicados, no pocas veces presentados en abierta contraposición con ‘lo teórico’, entendido como sofisticación inútil. Más que profesionales con sólida formación teórica y capacidad de análisis, se busca proveer técnicos. Degradando la relación teoría/práctica, se debilita la capacidad de pensamiento innovador, la actitud crítica, la capacidad de plantear los problemas fuera del marco del sentido común de la actividad específica; la transmisión de conocimiento se contrapone sin justificación a la capacidad para construirlo, y se olvida que ‘no hay nada más práctico que una buena teoría’. Ya no importa saber porqué pasan las cosas, solo saber cómo se hacen y como hacerlas bien, interesa saber hacerlas y hacerlas lo mejor posible. De ello resultan individuos que consiguen abordar problemas prácticos, pero que enfrentan carencias difíciles de remontar cuando de generalizar y pensar de manera abstracta se trata. Eso limita la capacidad para discernir los aspectos compartidos de problemas diferentes. Sin capacidad de abstracción y generalización no puede haber conocimiento científico.

La tendencia practicista está de una u otra manera siempre presente en el mundo capitalista. Ya en el siglo XIX se puede observar la tecnologización del desarrollo del conocimiento científico, condicionado por las necesidades de la acelerada expansión del capitalismo industrial. La mercantilización de la investigación tecnocientífica permite entender el desconcertante desequilibrio entre lo que se ha destinado en el último par de décadas al desarrollo de la tecnología de teléfonos inteligentes y los recursos destinados a campos de conocimiento no directamente vinculados con los intereses de las grandes corporaciones, pero sí muy próximos al tratamiento de problemas y penurias sociales acuciantes. No son las necesidades sociales las que fijan las pautas de la educación y la investigación, sino los requerimientos de la competitividad empresarial (y la competencia entre los Estados de las potencias centrales). Los obstáculos para el avance de la ciencia son fundamentalmente sociales.

El practicismo en la formación impone la búsqueda no precisamente de conocimientos, sino de competencias. La educación superior debería mantener como objetivo buscar formas de articular la formación profesional con una aproximación actualizada a lo que en el mundo germano se denominó ‘bildung’, es decir, la formación que pone al individuo en relación con su herencia cultural, tanto de su comunicad como la humana general, y que le permite elevarse al plano de su condición histórico-universal, a la comprensión y conciencia de su historicidad, de ese mundo que hacemos y que sin embargo nos arrastra[19]. Pero la mercantilización y el practicismo no están interesados en desarrollar bildung, sino en formar ‘recurso humano’, instrumental en el mercado.

La mercantilización se manifiesta (como tendencia en América latina) también por otras vías, acaso menos evidentes, en los intentos de crear una absurda contraposición entre las áreas de ingeniería y tecnología y las ciencias sociales, humanidades y artes (lo cual en realidad, es una expresión de lo visto en el párrafo anterior); en la presión ejercida en dirección al autofinanciamiento de las universidades y el objetivo de recuperar una parte significativa de los costos de la educación mediante cargos a los estudiantes y sus familias (lo cual encarece enormemente la educación superior, restringiendo su acceso y/o produciendo la crisis de endeudamiento de los estudiantes de la que tenemos noticia tanto en EEUU como en Chile). El alza de las tarifas y el creciente traslado a los estudiantes de los costos, se observa con claridad en los estudios de postgrado.

Las limitaciones presupuestarias se traducen en restricciones crecientes en los más diversos ámbitos. Desde los sistemas de becas, el programa de residencias estudiantiles y diversos servicios de apoyo a los estudiantes provenientes de familias de medio y bajo nivel de ingreso, hasta la restricción en la oferta de cursos y cantidad de grupos, de acuerdo a la demanda, la degradación del trabajo docente con el nunca resuelto problema del alto porcentaje de interinazgo, caída de los sueldos, sobre todo del personal sin estabilidad laboral, así como recortes a los fondos de investigación. La privatización de la educación superior es un empeño que avanza por distintas vías.

Finalmente, la mercantilización tiene su complemento en la elitización de las instituciones públicas de educación superior. La elitización de las universidades públicas erosiona, previsible y comprensiblemente, el respaldo social, hace una contribución inestimable a la campaña de la derecha liberal contra el prestigio de las instituciones, que borra su insustituible contribución a la sociedad, presentándolas como poco más que un club de privilegiados y un festival de despilfarro de los dineros públicos. Típicamente, por un lado inducen la elitización para luego utilizarla como justificación de la campaña de desprestigio y palanca de la mercantilización. El hecho es que, de una u otra forma, los aspectos ya mencionados coadyuvan a la selectivización del ingreso. Informes recientes indican que dos terceras partes de la población estudiantil de nuestras universidades públicas proviene de las familias de los dos quintiles superiores de ingreso. Pero la situación es aún más restrictiva en los casos de la UCR e ITCR.

Es un hecho que hay una sobre-representación de los jóvenes provenientes de familias de clase media alta y profesional, y que los hijos de las familias trabajadoras de mediana y baja calificación enfrentan grandes dificultades para acceder a las instituciones públicas, y a las carreras con nota de corte para admisión más alto. Lo cual produce la desconcertante paradoja de que los jóvenes de familias trabajadoras deban orientarse hacia los centros privados para intentar dar cumplimiento a su aspiración de acceder a estudios universitarios. Y entonces han de lidiar con los temas ya abordados, de baja calidad de la enseñanza general y tarifas crecientes, lo que además tiene una consecuencia más opaca, una mayor dificultad para alcanzar los puestos de trabajo mejor remunerados.

Pocas cosas hay tan absurdas como una ‘institución de educación superior con fines de lucro’. Tanto más si se maquilla la situación para enmascarar la realidad. Los negocios privados de la educación superior, han gozado de un fuerte impulso en los últimos 40 años. Los resultados han sido apenas mediocres, en el mejor de los casos. Pese a lo cual han experimentado una fuerte expansión. Se ha buscado instalar la percepción de que existe una situación de competencia real entre las universidades públicas y los negocios privados, creando un clima de opinión en el cual se subrayan las supuestas ventajas de los últimos: menor duración de las carreras, a costa de la solidez y profundidad de la formación, una orientación neta hacia las necesidades del mercado de trabajo, lo cual estimula planes de estudio practicistas, un ‘fuerte vínculo empresarial’, eufemismo referido a la densa carga ideológica del clima organizacional, la flexibilidad de los horarios, lo cual ‘permite vincularse más rápidamente al mundo laboral, mientras se estudia’, rasgo que, en lo que tiene de positivo, desaparecería en los principales centros, tan pronto consiguieran debilitar suficientemente a las instituciones públicas.

La campaña privatizadora/mercantilizadora busca socavar por distintas vías la educación superior pública. Así como no se puede entender la atmósfera ideológica hostil a las universidades públicas, patrocinada por los medios controlados por poderosos grupos económicos y la derecha política, sin consideración de la agenda neoliberal que impulsa una reestructuración social en profundidad en el país, desde hace décadas, tampoco se puede pretender que la superación de las amenazas se dará dentro de los límites de la institución académica. Resulta imprescidible que las comunidades académicas comprendan, se involucren y asuman sus responsabilidades en los movimientos sociales (como tantas veces en el pasado) que intentan frenar y revertir la reestructuración social neoliberal, como parte de los procesos más amplios que buscan una salida a los crecientes desequilibrios y el estancamiento civilizatorio del capitalismo.

Tal cosa, por supuesto, exige enfrentar con determinación a los enemigos de la educación superior pública, pero también hacerse cargo de las limitaciones y deformaciones internas que, inadvertidamente o no, facilitan su trabajo. Desde la elitización hasta la degradación laboral del interinazgo, pasando por un examen de admisión que premia y convalida las desigualdades previas, hasta los problemas vinculados con la investigación, postgrados, sedes regionales, injustificables brechas salariales, etc.

CAPITALISMO Y CRISIS CIVILIZATORIA

El embate neoliberal echa mano tanto de elementos del individualismo secularizante liberal clásico como de posiciones neoconservadoras, rasgo que introduce no poca confusión tanto en el análisis como en las respuestas al fenómeno. El liberalismo ‘neo’ es el liberalismo predominante en las condiciones del capitalismo tardío, la variante que, desde el punto de vista de las élites o grupos dominantes, mejor responde a los problemas estructurales de reproducción que enfrenta el capitalismo en la contemporaneidad.

La crisis de estancamiento y alta inflación de los años 70 decidió el ocaso de las políticas keynesianas. La concepción intervencionista, el ‘capitalismo regulado’, moría de éxito. Keynes (el ‘arquitecto del capitalismo viable’) se había propuesto salvar al capitalismo, literalmente[20]. Y lo había logrado, produciendo la teoría de la política económica que permitió a los gobiernos y élites salvar el trance. La notoria recuperación de las potencias capitalistas, con EEUU a la cabeza, y de la estructura imperialista de la economía-política mundial, con un importante proceso de recomposición y reestructuración, asociado a un salto tecnológico generalizado, se tradujo en conjunto en una fuerte aceleración de la secular tendencia del capitalismo a la internacionalización, uno de los rasgos fundamentales del sistema, identificado por el análisis de Marx y Engels ya en EL MANIFIESTO y desarrollado en EL CAPITAL.

La internacionalización limitó severamente la eficacia de las herramientas keynesianas, diseñadas para un ámbito estatal. La globalización desregulada, hecha posible por el keynesianismo, articulando intereses de Estados centrales y grandes corporaciones, marca una nueva fase de despliegue internacional del capitalismo como sistema social. La mundialización se sigue, como posibilidad y proceso objetivo, de las tendencias sistémicas del capitalismo, y, en determinado punto, se hace política consciente, que opera sobre esas tendencias y posibilidades reales (del sistema, que es decir la acción humana en la historia). Es la típica dialéctica de proceso objetivo y acción consciente. El mundo en que vivimos es una herencia de generaciones pasadas, una construcción humana. Pero para nosotros es el mundo efectivo, una objetividad, en el marco de la cual, de las posibilidades inscriptas, la subjetividad, la acción-praxis social, construye el futuro, reproduciendo, modificando o transformando ese mundo. Los seres humanos construyen un mundo a partir del mundo.

La acción política opera sobre las posibilidades objetivas heredadas, desarrollando unas tendencias y obstruyendo otras. Tatcher y Reagan aprovechan las circunstancias ya referidas impulsando políticas de ajuste y ‘estabilización’ a costa del salario y las condiciones laborales y de vida de los trabajadores, para intentar resolver la crisis. El resultado es un considerable incremento de la tasa de explotación del trabajo (lo que por su vez redunda en el observable incremento de la desigualdad social), como vía para remontar la caída de la tasa de ganancia, recomponiendo la rentabilidad de las empresas. Un feroz recorte de conquistas sociales, el llamado ataque al ‘Estado de bienestar’, también desata una fuerte resistencia social. Por eso resulta crucial limitar la capacidad de organización y resistencia social, de los trabajadores y los sectores populares. Las medidas orientadas a debilitar a los sindicatos avanzan en todas partes, y se articulan con el clima ideológico individualista e insolidario. En este contexto, Jameson puede referirse al Postmodernismo, como ‘la lógica cultural del capitalismo tardío’.

Las políticas neoliberales corresponden por tanto al intento de los sectores dominantes de resolver las contradicciones y desequilibrios acumulados por el capitalismo contemporáneo. El indiferentismo social y la promoción del egoísmo ‘racional’, son parte del profundo cambio en la subjetividad que buscan inducir, como aspecto fundamental de la reestructuración social que intentan imponer. Pero los distintos sectores sociales, por las características materiales y espirituales de su vida, responden de manera diferenciada a los relatos orientados a construir consenso social, consentimiento político o integración social funcionalizada. Aunque los diversos discursos inciden en los distintos ámbitos, es más probable que los contenidos relativos a la persecución del éxito individual, expresado en el consumo simbólico y los marcadores de posición social (parafraseando a Marx, ‘el consumo hace tolerable la vida’), tengan mayor audiencia en los sectores medios (asociados a las expectativas y aspiraciones de su condición), mientras que los más conservadores se extiendan entre los grupos sometidos a una severa limitación de oportunidades (en este caso, vinculado a la desesperanza y el resentimiento). En condiciones sociales particularmente degradadas, los individuos enfrentan serios obstáculos para acceder a e incorporar los recursos culturales que les permitirían alcanzar un control razonable sobre sus impulsos (emociones, autodominio). No se puede subestimar los estragos que produce el deterioro social en la estructura de la personalidad y el sentimiento[21].

Articulándose a la ortodoxia económica liberal, las posiciones conservadoras en política y moral funcionan como un indicador de que el sistema además de no conseguir superar sus viejas fracturas, acumula nuevas. Y eso empuja a un sector de las élites a posiciones cada vez más conservadoras y autoritarias[22]. Incluso aquellos sectores que mantienen actitudes liberales en temas culturales y éticos, participan del consenso en torno a ajustes autoritarios en las formas e instituciones político-jurídicas (el orden social no se puede confiar exclusivamente a la eficacia de los mecanismos de construcción de hegemonía; no puede prescindir de los recursos coercitivos, con sus gradaciones de contundencia). A veces directa y abiertamente, como en los intentos en EEUU de revertir las leyes que garantizan el derecho al aborto. A veces actuando delegativamente, confiando a una variedad de organizaciones, operacionalmente ágiles y con sólido respaldo financiero, la tarea de vehicular las acciones y discursos.

El retroceso a posiciones conservadoras, en política y/o moral, tiene el valor de un síntoma, en las condiciones del capitalismo tardío. Es una de las contradicciones y fuentes de conflicto que lo atraviesan. Porque está claro que la dinámica objetiva (la lógica general subyacente y el curso histórico efectivo registrado) del capitalismo ha llevado, como consecuencia no buscada conscientemente, desde sus orígenes, a una creciente secularización y racionalización, aunque sea instrumental, de la vida social. Este justamente es uno de sus costados más luminosos, celebrado con honestidad intelectual y política por Marx y Engels. Pero si la dinámica objetiva del capitalismo produce ‘la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales y el derrumbe de viejas y venerables ideas y creencias’, y hace que todo lo que se creía permanente y perenne se esfume y lo santo sea profanado, ’obligando a los hombres a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás’[23], y así ha sido, por otro lado, la multiplicación de desequilibrios y crisis o elementos de crisis del capitalismo, lleva a los sectores dominantes a replegarse de las posiciones más convencionalmente liberales, a refugiarse en dispositivos conservadores y autoritarios.

Un movimiento nada novedoso. En general, expresa una correlación con frecuencia observable en la historia. Una de las expresiones más célebres y conocidas, pero a menudo no reconocida, es la brecha intelectual y de talante que separó a los ilustrados sofistas de los fundamentalmente conservadores y pro-oligárquicos Platón y Aristóteles, en el momento de la decadencia del mundo griego clásico.

Puesto en breve, mientras el capitalismo objetivamente seculariza, destrascendentaliza (en términos de Weber, el desencantamienteo del mundo) mostrando que los seres humanos pueden conocer y controlar su mundo, las élites o grupos dominantes, sostienen, en la medida de lo posible, el apoyo, explícito o no, a las instituciones conservadoras y a los valores y códigos normativos tradicionales, como recursos de influencia y control, de socialización integradora. Superficialmente puede haber estridentes disputas entre grupos y sectores de las élites, pero incluso los más liberales sopesan con cuidado las posibles consecuencias no deseadas de un exceso de apertura. El deseo de orden choca con la necesidad de ‘aggiornar’ el clima cultural de acuerdo a las necesidades de funcionamiento y evolución del capitalismo.

Si el neoliberalismo es la forma político social que mejor expresa las necesidades de reproducción social amplia del capitalismo tardío, eso coloca dos deducciones: primero, permite entender las dificultades para la llamada ‘economía heterodoxa’ de superar, reemplazar exitosamente, la ortodoxia neoliberal. Las políticas neoliberales no se sostienen principalmente sobre sus méritos teórico-metodológicos, sino sobre el hecho de que es un relato que se hace desde el poder, y en el seno de una realidad construida y reproducida por ese poder, y que ahí resulta funcional. Es una ingeniería social, económica, política y cultural. Es la (re)producción discursiva de lo existente. El neoliberalismo es el capitalismo tardío verbalizado, lo cual significa que reproduce sus limitaciones y racionaliza sus desequilibrios, y por tanto termina por agudizar desde lo subjetivo las contradicciones de la objetividad.

Una expresión decisiva de ello es la ominosa perspectiva, estudiada por muchos especialistas, de que las sociedades del capitalismo avanzado estén deslizándose hacia una fase de estancamiento económico secular, similar a la vivida por Japón desde comienzos de los años 90. Un elemento de ello ya visible es, aparte de la baja tasa promedio de crecimiento de la última década, la aún más magra generación de empleo, así como la notoria degradación del que se genera. El neoliberalismo no solo no es parte de la solución, es parte del problema.

En segundo lugar, dada la incapacidad de las fórmulas neoliberales para estabilizar el capitalismo, abriendo un nuevo ciclo prolongado de crecimiento, la ‘heterodoxia’ responde a una carencia real. La misma de los tiempos de Keynes, encontrar la fórmula de un capitalismo ‘viable’, para no solo actuar de apagafuegos. Esta vez, no constreñida en los límites del Estado ‘nación’, sino pensada y proyectada en el plano de la economía mundial, de una globalización regulada, cosa sin dudas factible, si de evitar el aviva-fuegos del neoliberalismo se trata. Sin embargo, la historia del siglo XX mostró con toda claridad los precisos e insuperables límites del keynesianismo, incluso cuando tiene éxito. Por eso me parece pertinente terminar este trabajo insistiendo en que, primero, no se puede denunciar el neoliberalismo sin cuestionar el capitalismo tardío como un todo, y, segundo, que una hipotética reforma keynesiana, solo prolongaría la crisis civilizatoria, puesto que dejaría intactas todas las contradicciones fundamentales del capitalismo, manteniendo la posición subordinada de las sociedades de la periferia capitalista y el correspondiente flujo de valor hacia los centros. Aunque por supuesto, buena parte del instrumental keynesiano sería de utilidad en un marco de transición postcapitalista.

Mayo 30, 2020

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[1] Callinicos, Alex. “Las universidades en un mundo neoliberal”. Pág. 1. http://www.rebelion.org/docs/91678.pdf

[2] Harvey, David. BREVE HISTORIA DEL NEOLIBERALISMO. Ed. Akal. Madrid. 2007.

[3] Al responsable del artículo se le escapa que en 1992 M. Vargas Llosa, B. Levine, y P. Berger, publicaron un grueso tomo titulado EL DESAFIO NEOLIBERAL

[4] “Thatcher y Reagan promovieron la misma agenda reformista: bajos impuestos, reducciones del gasto social, todo el poder al mercado, máxima libertad para la iniciativa privada y constantes restricciones a la actividad del sector público. El estado era, para ambos, el problema, no la solución… Odiaban al intelectualismo y todo lo que éste tiene de elitismo y artificialidad”. Antonio Caño, “La alianza Thatcher-Reagan definió el final del siglo XX”. El País, Madrid, abril 8, 3013,

[5] El tema del elitismo liberal es discutido en las propias filas: “En nuestro afán por luchar contra el populismo asimilamos todo lo “popular” con aquello que detestamos lo cual genera una consecuencia nefasta. Hemos perdido la principal batalla: la de la calle. La cultura ha sido regalada por una esencia discriminatoria del liberalismo elitista; asco a los pobres”. Encinas, Jorge, “Por un liberalismo sin elitismo”. https://studentsforliberty.org/eslibertad/blog/por-un-liberalismo-sin-elitismo/

[6] “…el Ministro de Trabajo enfatizó que…”, elmundo.cr, feb. 22, 2018.

[7] A esto habría que sumar la ideología que contrapone la noción de ‘nuevos movimientos sociales’ a las ‘viejas’ o ‘tradicionales’ formas de organización, el movimiento de los trabajadores, por supuesto, promovida por intelectuales ‘progresistas’. Discurso particularmente nefasto en tanto que contribuye a mantener y profundizar la separación y el extrañamiento entre los distintos sectores explotados y oprimidos, apoyado en un particularismo metafísico.

[8] Marshal, T. H.; Bottomore, Tom. CIUDADANIA Y CLASE SOCIAL. Ed. Losada. Buenos Aires. 2004.

[9] En una entrevista en la revista Women´s Own en octubre de 1987, la señora Tatcher decía “there is no such thing as society. There are individual men and women, and there are families”.

[10] Los elementos del cambio cultural contemporáneo se correlacionan con los hondos cambios sociales inducidos por el proceso de creciente internacionalización capitalista y las innovaciones tecnológicas asociadas. Una de las formas de manifestación de las contradicciones fundamentales del capitalismo es la tensión entre la dinámica objetiva al cosmopolitismo frente a la promoción política y cultural del nacionalismo.

[11] Gorz, Habermas, Rifkin y otros, con sus variaciones y puntos débiles y fuertes sobre el tema. Ver los trabajos de Ricardo Antunes, en particular ¿ADIOS AL TRABAJO? Ed. Antídoto, Buenos Aires, 1999.

[12] Individualismo y cultura de consumo. La reestructuración social neoliberal alienta el repliegue en lo privado, doméstico o ‘público’ mercantil (grandes centros comerciales), y la desconfianza/retirada de lo público. La mercantilización de los términos de la convivencia y de la cultura por el neoliberalismo apologiza lo privado contra lo público, rompiendo la dialéctica de lo social. En una primera aproximación, lo público es el lugar del ciudadano, del sentido de comunidad, del interés general; lo privado, el del consumidor, de los intereses particulares, de la competencia descarnada y del egoísmo ‘racional’. Ya alertaba Hegel sobre la escisión que la nueva sociedad abría entre la existencia privada y la pública comunitaria, la ‘moralidad’ y la ‘eticidad’, la ‘sociedad civil’ y el Estado, entre el individuo privado y la universalidad concreta de lo público. Para Hegel se trata de superar la noción individualista de libertad, la libertad ‘negativa’, para alcanzar el verdadero concepto de libertad, que solo puede realizarse en la comunidad.

[13] Marx, K. CONTRIBUCION A LA CRITICA DE LA ECONOMIA POLITICA. Ed. Alberto Corazón. Madrid. 1978. Pág. 233. “…y finalmente, en el consumo el producto desaparece del movimiento social, se convierte directamente en objeto y servidor de la necesidad individual y la satisface con el disfrute…. En la producción el sujeto se objetiva; el consumo el objeto se subjetiva”. El consumo como momento del disfrute se distancia de todo ascetismo.

[14] Marx: “no se les puede pedir que abandonen las ilusiones acerca de su condición, porque viven en condiciones que exigen ilusiones”. INTRODUCCION A LA CRITICA DE LA FILOSOFIA DEL DERECHO DE HEGEL.

[15] Entre 1967 y 1981 se pasó de 6mil a 54mil estudiantes universitarios, casi todos en las universidades públicas. Ruiz Angel. LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN COSTA RICA. Ed. Universidad de Costa Rica. San José. 2000.

[16] En 1994, 24% de los estudiantes lo hacían en centros privados, actualmente tal porcentaje se eleva a algo más de 50% (dato difícil de precisar pues los negocios privados ni siquiera tienen la obligación de reportar su número de estudiantes). Del porcentaje que lo hacen en las Universidades públicas, 15% corresponde a la modalidad a distancia, la UNED.

[17] Para el Banco Mundial, la educación superior es un bien privado, no público, al igual que la atención de salud de tercer nivel, lo cual justificaría su desplazamiento al ámbito del mercado, donde el acceso estaría del todo mediado por la capacidad de pago, despejando el camino para la completa mercantilización y elitización. Una buena aproximación sería el caso de un país como Chile.

 

[18] Es realmente incomprensible, e injustificable, que la UNA, al menos, no tenga carreras como Medicina, Ingeniería o Arquitectura. Mientras proliferan en los negocios privados, lo cual da cuenta de la necesidad y demanda social.

[19] En LA FENOMENOLOGIA…., “Las dos tareas que Hegel se traza son: introducir la conciencia individual en la Ciencia y, a la vez, elevar el yo singular al yo de la humanidad, lo cual es la realización de la Bildung”. Fabre, Michel, “Experiencia y formación: la Bildung”. Rev. de Educación y Pedagogía, #59, 2011. Medellín, Colombia.

[20] Un elemento que contribuye en forma decisiva a configurar el contexto es el hecho de que en los años70 el capitalismo ha superado, sobre todo en los países avanzados, la extrema amenaza a su supervivencia que enfrentó en los años 30 y 40. El ‘Estado de bienestar’ de la segunda postguerra surge, no de la lógica económica del capitalismo, sino de la intervención política reguladora (aunque evidentemente se hace posible, actúa y adquiere eficacia sobre la base de las posibilidades objetivas generadas por el funcionamiento del sistema y los grupos e intereses prevalecientes), con el propósito de moderar los desequilibrios y las expresiones más agudas y peligrosas de las crisis capitalistas, a fin de ganar margen para gestionar la ‘cuestión social’ y someter a negociación el conflicto social, en sus términos y calado. El ‘Estado de bienestar’ se convirtió en el ‘capitalismo viable’, en las condiciones político-sociales y las relaciones de fuerzas en la lucha de clases de la época.

[21] Los grupos religiosos intentan llenar el vacío, no pocas veces con éxito, que deja la marginal, precaria, del todo insuficiente, presencia del Estado y las políticas públicas, e incluso, en otros países, su total ausencia. No se le puede reprochar a la gente que no tiene margen. La combinación de esta precariedad y sensación de abandono-vulnerabilidad, con los déficit de secularización y el peso de los valores tradicionales en los barrios populares y los sectores empobrecidos, los hace muy susceptibles al discurso conservador (generalmente asociado a una labor asistencialista) de las sectas, que alimenta todo tipo de prejuicios y actitudes de rechazo a los rasgos de cambio cultural, (cambio de tendencia cosmopolita, que amenaza mores y costumbres). Es un aspecto que fomenta mentalidades rígidas y facilita el giro autoritario y el voto a la derecha conservadora.

[22] Posiciones conservadoras que muchos profesan efectivamente, mientras para otros tienen un valor sobre todo instrumental, en la fabricación de ‘cohesión social’. ‘Los poderosos crean reglas que no cumplen’.

[23] Marx y Engels. MANIFIESTO COMUNISTA. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm.