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Occidente y el fin de la unipolaridad

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez

Tras el fin de la Guerra Fría, el mundo fue testigo de la consolidación del orden unipolar encabezado por el llamado “Occidente colectivo”, es decir, Europa continental, Inglaterra y Estados Unidos. Como vencedores y ante el colapso del socialismo real, impusieron su hegemonía en todos los ámbitos: político, militar, económico y cultural. La globalización neoliberal literalmente colonizó el planeta, y los ideólogos estadounidenses proclamaban el “fin de la historia”, bajo la ilusión de que la democracia liberal era el destino inevitable de todas las naciones. La utopía del totalitarismo liberal hecha realidad.

Este dominio se sustentaba militarmente en la OTAN, políticamente en el discurso de la democracia liberal, y culturalmente en la narrativa de los derechos humanos y la supuesta tolerancia, promoviendo la ideología LGBTI y otros valores que, lejos de fortalecer a las sociedades, las sumieron en la decadencia y la división interna. En lo económico, la primacía del mercado global sin fronteras permitió a las élites occidentales consolidar un sistema apátrida, donde el capital y la producción eran trasladados a donde resultara más barato, debilitando sus propias economías nacionales.

Sin potencias que pudieran desafiar su monopolio del poder, el Occidente colectivo mantenía la ficción de que el mundo estaba dividido entre buenos y malos, entre países «civilizados» y «forajidos» que debían ser democratizados a la fuerza, ya fuera por medios duros (intervenciones militares y/o sanciones económicas) o blandos, como las primaveras árabes, revoluciones de colores y manipulación mediática.

Sin embargo, el ascenso de nuevas potencias a inicios de siglo puso fin a esta ilusión. Rusia, bajo el liderazgo del presidente Vladimir Putin, resurgió como un actor clave en la geopolítica global. China superó a Occidente en el ámbito tecnológico y compite de tú a tú con Occidente, mientras que países como la India, Turquía y otros, despertaron como un jugador fundamental en la política internacional. Estas naciones comenzaron a construir su propio camino, exigiendo un lugar en la toma de decisiones globales y desafiando la narrativa occidental que se arrogaba la posesión de la verdad absoluta y el control de la historia.

A esto se sumó un factor clave: la deslocalización de la producción. Europa y EE.UU., en su afán de maximizar beneficios, trasladaron su manufactura a Asia, debilitando sus economías y perdiendo su ventaja competitiva. Al darse cuenta del error, ya era demasiado tarde: el mundo había cambiado y Occidente estaba en desventaja ante los nuevos polos de poder.

Frente a esta crisis, las élites liberales globalistas, especialmente en EE.UU. bajo el mando demócrata, decidieron escalar el conflicto mundial, llevando al mundo al borde de una guerra nuclear. Utilizaron a Ucrania como herramienta contra Rusia, no para defender la soberanía de Kiev, sino como una maniobra desesperada para sostener un orden unipolar en decadencia. La retórica de la Guerra Fría fue desempolvada para justificar su actuar y constantes provocaciones, disfrazándolas de una lucha entre democracia y autoritarismo cuando, en realidad, los objetivos eran otros: frenar el ascenso de Rusia y mantener la hegemonía occidental a cualquier costo.

Sin embargo, Donald Trump rompió con esta lógica. Con un enfoque pragmático y realista, aceptó que EE.UU. ya no es la única potencia dominante, y que su rol como “policía mundial” es insostenible. Al tomar esta decisión, Trump desacopla a EE.UU. del Occidente colectivo y pone fin a un orden mundial que duró poco más de 30 años, desde la caída de la cortina de hierro. La narrativa de buenos y malos, autoritarios y democráticos, derecha e izquierda, deja de tener relevancia en el sistema internacional.

Con este cambio, el discurso occidental de manipulación global se derrumba. Ahora, la política internacional ya no se define por valores impuestos desde Washington o Bruselas, sino por intereses estratégicos y económicos reales. El nuevo orden multipolar empieza a consolidarse poco a poco, a pesar de la resistencia de una Europa débil y una OTAN herida de muerte, que claramente, siguen apostando por continuar la guerra, aunque no tengan cómo, antes que negociar una paz duradera con Rusia. Aunque parece que Zelenski, acorralado y sin futuro, ya empezó a dar señales de aceptar el liderazgo de Trump para poner fin al conflicto.

En el marco de esta nueva realidad internacional, que se vislumbra camina a pasos agigantados, ya no importa si un país es democrático o autoritario; lo que define las relaciones entre naciones es su capacidad de negociación, lo que puedan ofrecer al mundo, su economía y su poder militar. Por eso, hoy a EE.UU. ya no le interesa si coincide con Corea del Norte o con Alemania en las votaciones de Naciones Unidas, porque el criterio de alineación ideológica como criterio de orientación internacional ha muerto. El mundo ha entrado en una nueva era, y con ello, Occidente ha perdido el monopolio de la narrativa, y, por ende, de la historia.

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