Freddy Pacheco León
»Se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor», dijo el Dr. Salvador Allende aquel tenebroso 11 de setiembre de 1973, instantes antes de morir.
El asesino vitalicio Augusto Pinochet, fiel a los deseos de Richard Nixon y los «aristócratas» chilenos que ante la presencia de «los rotos» veían perder el «señorío» palaciego del Palacio de La Moneda, cobardemente ordenó bombardear con aviones Hawker Hunters el palacio presidencial. Su objetivo: asesinar al Presidente Constitucional de Chile. Dignísimo «compañero» quien rechazó rendirse y refugiarse en una embajada de nación amiga, como la de Costa Rica, a la que don Pepe le instó asilarse.
¡Jamás! podríamos olvidar el momento de las firmes palabras del Presidente, a través de la radio, con interferencias provocadas por los fascistas, en medio del ruido macabro de las armas pesadas, los tanques y camiones por las calles y el vuelo de los aviones a reacción.
Para entonces vivíamos en un apartamento en calle Mac Iver con Huérfanos, a pocas cuadras de La Moneda, desde donde la pesadilla dejaba de ser tal; el anunciado golpe de Estado se estaba ejecutando. Fue el inicio de una larga y sangrienta dictadura militar, donde los asesinatos, la tortura, los desaparecidos y los robos al Estado, eran cotidianos. Ya Víctor Jara no cantaba en el Teatro Municipal, ni se escuchaba la voz grave y lenta de Pablo Neruda, el eterno poeta que murió de pena.
Pero un día la estrella de la bandera chilena volvió a brillar, y por fin, se abrieron de nuevo las grandes alamedas, se condenó a Pinochet y otros criminales uniformados, se expulsó a los que usurpaban el poder político y, por karma del destino, el siniestro Richard Nixon fue expulsado cual vil delincuente de la Casa Blanca…