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Etiqueta: Adriano Corrales Arias

Ser radical

Adriano Corrales Arias*

            ¿En qué consiste o qué significa ser radical? Según la RAE (del latín tardío radicalis, derivado también del latín radisicis: “raíces”), es lo “perteneciente o relativo a la raíz”, mejor dicho, lo “perteneciente o relativo a las raíces” (de las palabras). En botánica es lo “dicho de cualquier parte de una planta que nace inmediatamente de la raíz: hoja, tallo radical”, en el campo de la química sería el “agrupamiento de átomos que interviene como una unidad en un compuesto químico y pasa inalterado de unas combinaciones a otras” y en matemática la “raíz cuadrada”. Posee también otros significados como “fundamental o esencial, “total o completo” (cambio radical) e, incluso –y, según mi criterio, forzado o sesgado– “extremoso, tajante, intransigente”, o “partidario de reformas extremas” (nótese la contradicción o paradoja: ¡o son reformas o son extremas!; no hay reformas radicales).

            De tal modo que ser “radical”, o actuar radicalmente, es ir a la raíz de las cosas, de los hechos y, naturalmente, de las palabras, de los conceptos. “A la raíz del cacho”, diría nuestra gente. Dicho de otro modo, implica no quedarse en la superficie, en lo aparente, sino bajar a lo que no se ve, a lo oculto, pero que, –como en el caso de las plantas– es lo nutricio para la existencia de la naturaleza, del cosmos y de todo fenómeno sociocultural e, incluso, “sobrenatural”. Ello conlleva una alta dosis de curiosidad humana y conduce a la búsqueda de saberes (conocer lo que se oculta, indagar en el enigma; de allí tal vez se derive el mito del árbol del conocimiento en el paraíso perdido), que son los acicates de la investigación científica y de la incesante actividad artístico/literaria y filosófica.

            En la época de la globalización bajo esquema neoliberal y de la contrarreforma que la misma impulsa para acabar con el Estado Social de Derecho (iniciada en nuestro país en los años ochenta del siglo pasado y extremada en la actual administración), asistimos al borrado histórico y sociocultural dado que, a la misma globalización (internacional) y a la contrarreforma (local, aunque también aplicada en otros lares, Europa, por ejemplo) no le conviene. Para acabar con las reformas sociales e institucionales de los años cuarenta del siglo pasado –luego de una corta pero cruenta guerra civil–, mismas que permitieron la erección del “Estado Benefactor”, es necesario desaparecer su historia. Pero, además, evitar que se hurgue en la misma –así como en la que hizo posible esto que conocemos como Costa Rica o América– y se divulgue. Es decir, obstaculizar la investigación y la enseñanza –extensión– de la misma y de todos los saberes que se agrupan a su alrededor: ciencia, literatura, arte, filosofía; humanidades en general. En radical: acabar con el conocimiento auténtico para que prolifere lo superficial, lo liviano, lo estrictamente necesario para la contrarreforma. En una palabra: acabar con el sistema educativo público (básico, secundario y superior) para privatizarlo y posibilitar el negocio con una formación básica destinada únicamente a la producción y al consumo.

            Quiero insistir en la naturaleza de la universidad, especialmente pública. La misma nace en Europa como expresión del desarrollo intelectual –iniciado en el siglo XI alrededor de la filosofía y la teología– y se desarrolla en la edad media europea como un conglomerado de profesores y estudiantes (universitās magistrōrum et scholārium) que muy pronto cuentan con el apoyo y el fuero de diferentes estados en Italia, España, Inglaterra y Francia, particularmente. Ya en siglo XVIII se van a decantar dos modelos: la napoleónica en Francia y la humboldtiana en Alemania. La primera subrayaba la docencia para graduar cuadros técnicos y profesionales al servicio del estado y la segunda la investigación científica como búsqueda de nuevos conocimientos. La universidad contemporánea conjuga ambos modelos agregando un tercero: la extensión universitaria, conocida también como acción social. Así la universidad debe investigar (producir conocimiento) para una docencia de calidad a la altura de los tiempos y de los nuevos saberes y tecnologías, pero, además, debe vincularse con la sociedad que la hace posible para compartir esos saberes en tanto aprende también de la comunidad donde se aloja. Así, la educación superior pública es una inversión social, cultural y científica integral y dialógica al servicio de la sociedad que la hace posible, para ello debe contar con un fuero especial –la autonomía– de tal modo que su quehacer y presupuesto no dependan de avatares y caprichos políticos, tal y como acontece en el presente. A cambio, la universidad privada lo que busca en esencia es el lucro, la ganancia; por eso privilegia la docencia y, salvo serias excepciones, sobre todo en países “desarrollados”, no realiza investigación ni extensión. De allí sus serias carencias académicas.

            Así entendemos, de mejor manera, los ataques desmedidos, arteros y cínicos al conocimiento, a la acción sociocultural, al arte y al pensamiento representados por la institucionalidad que los genera y promueve: la universidad pública y el sistema educativo (MEP), cuya cristalización ha conllevado un ingente esfuerzo nacional o, como dice nuestro pueblo, “ha costado un ojo de la cara”. Dichos ataques –que no son nuevos ni mucho menos– no se quedan allí, se extienden a la seguridad social y a la salud, a la banca nacional, a las telecomunicaciones, el comercio exterior y a otros ámbitos de acción estatal, en fin, a las actividades estratégicas del quehacer y ahorro nacionales; lo dicho: al Estado Social de Derecho construido con sangre sudor y lágrimas y el cual permitió, hasta hace poco, el ascenso social y la promoción de oportunidades socioeconómicas, educativas y culturales para miles de hogares costarricenses.

            Lo peor: además de ocultar, confundir, desprestigiar y poner en contra a una masa intoxicada ideológicamente por el discurso único de una “prensa canalla”, o lo que podríamos denominar como “dictadura en democracia” (término acuñado por quien sacudiera la institucionalidad con un “bazoocazo constitucional” –según uno de sus ex compañeros ya ido– para perpetuarse en el poder y profundizar la contrarreforma iniciada –vaya paradoja– en el gobierno del ex compa que lo acusaba de golpe de estado técnico), la cual ha logrado invertir los términos: los culpables del deterioro del país y sus finanzas son los educadores, profesores universitarios, estudiantes, funcionarios y trabajadores públicos, no sus mecenas políticos –creadores de franquicias y turecas electoreras según sus necesidades–, es decir, los evasores y elusores, esos grandes empresarios nacionales y trans-nacionales (tránsfugas), verdaderos culpables de la crisis actual inducida por la misma contrarreforma que impulsan a favor de sus grandes negocios corporativos y off shore –¡oh belleza!– con el apoyo del estado cooptado por ellos mismos a pesar de su vilipendio y desmantelamiento.

            Ser radical entonces es buscar la luz del conocimiento (Lucem Aspicio reza el logo de la Universidad de Costa Rica) para enfrentar las diversas y complejas problemáticas humanas y de la naturaleza. Ir a la raíz de los asuntos para comprender nuestro mundo con sus pluriversos y así tratar de develar y dilucidar los enigmas existenciales y cósmicos que nos rodean y nos implican. He allí la actitud de toda persona que aspire a la transparencia y a la honestidad intelectual con ánimo solidario. Ojalá que nuestro inteligente pueblo, hoy confundido y embaucado por el discurso único y los cantos de sirena neoliberales, se radicalice para que logre comprender lo que le están birlando desde hace mucho rato: su razón de ser; el Estado Social de Derecho que hizo la diferencia en un país pequeño cobijado por la reforma social y por las garantías sociales gracias a sus luchas, a su sangre vertida en el campo de batalla, mismas que hoy sus enemigos de siempre intentan, sin oposición alguna, arrebatarle.

            Seamos radicales pues. Vayamos hasta la raíz para conocer en profundidad el generoso, pero intrincado, árbol de la vida y así conseguir las herramientas necesarias para que la luz del saber, de la justicia social y de la auténtica democracia, brille para todos sin distingos de ninguna clase.

*Escritor

¿El mes de la Patria?

Adriano Corrales Arias*

            Con fanfarrias, desfiles, faroles, banderas, discursos baldíos y una gritería chauvinista que aprovecha la antipatriótica y fundamentalista entente neoliberal –en el poder desde los años ochenta del siglo pasado– se celebra en Costa Rica –y en el resto de Centroamérica (sin Panamá ni Belice)– el denominado “mes de la patria”, debido a la supuesta independencia de las pequeñas provincias ístmicas del imperio español.

            Para iniciar, debemos decir que, en el caso de nuestra provincia, el acta de independencia del reino de España se firmó un 29 de octubre de 1821 (el acta se conserva en el Archivo Nacional, una copia en la Municipalidad de la ciudad de Cartago; pueden consultarse). De hecho, el gobierno de Daniel Oduber Quirós (1970-1974) con la rúbrica de nuestra gran escritora Carmen Naranjo, entonces ministro de Cultura y encargada de la cartera de Educación, decretó que se celebrase dicha fecha como el auténtico día de la independencia nacional (el decreto continúa violándose sin razón alguna –solamente el municipio de Cartago lo acata, empero, paradójicamente, a su vez “celebra” el 15 de setiembre–; también puede consultarse). Recordemos que el 15 de setiembre de 1821 se firma en Guatemala el acta de independencia de la ciudad de Guatemala, que no de América Central.

            De tal modo que la supuesta fecha independentista es impostada. En otras palabras, desde hace más de un siglo la nacionalidad costarricense se funda sobre una descomunal falacia histórica. La misma se intensifica con otras fechas problemáticas y con la creación de héroes y antihéroes, caso de la emergencia de Juan Santamaría para ocultar el asesinato del héroe y libertador nacional Juan Rafael Mora Porras en 1860. O los crímenes impunes de la guerra civil de 1948 (Codo del Diablo) y más recientemente el golpe de estado técnico para reelegir al principal impulsor de la contrarreforma neoliberal en curso, en el aciago año de 2006. Son ejemplos, hay muchos más.

            Sin embargo, miles de ticos celebrantes del malhadado y comercial/turístico “mes de la patria”, con la sensiblería patriótica exacerbada también aplauden el intento de venta del Banco de Costa Rica, la quiebra y posible privatización de la nodriza madre de nuestras instituciones –la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS)– el desmantelamiento del sistema educativo –MEP y universidades públicas– la cancelación de las Garantías Sociales y, en fin, el derribo del Estado Social de Derecho erigido con sangre, sudor y lágrimas (Codo del Diablo) luego de una guerra civil y de un pacto social inédito en América y más allá. Ya no hay patriotismo que valga, ni defensa de instituciones fundamentales para nuestra democracia. La mayoría de ellos, cuando celebran sus fiestas, se desgañitan con una ranchera mexicana, un reguetón puertorriqueño o una cumbia colombiana, ignorando por completo la notable producción musical criolla. Son ejemplos –hay más– que indican la paradójica toxicidad chauvinista y mezquina propia del tico promedio, que no del costarricense informado respecto de las fortalezas y debilidades de esta provincia, por tanto, defensor de su patrimonio tangible e intangible.

            He señalado en diversos artículos y conversas que allí se incuba la diferencia entre el (o lo) costarricense y el (lo) tico. El primero –es otro ejemplo– no pierde su prosodia distintiva, el ustedeo y el voseo; mientras que el segundo es un imitador: tutea de manera impostada o se aferra a formas extranjerizantes, tanto en el habla como en sus hábitos culinarios y de vestimenta, para no ir muy lejos y hablar de su impronta descalificadora, pachotera y xenófoba. Es ese individuo que niega lo auténticamente propio, pero defiende lo menos representativo, tipo folclor paródico y advenedizo que hace mofa del campesino o de los sectores populares incluidos los migrantes. Entiende que esa es su “Costa Risa”.

            La patria es nuestra infancia y nuestra adolescencia. Allí se conforman nuestros valores y se modela nuestro aprecio por el verdadero terruño: el paisaje, la lengua, la culinaria, los ritmos y expresiones corporales, entre otras acciones y confrontas socioculturales. He allí la MATRIA, el solar de la Madre Tierra que nos acoge durante el paso por este planeta. Luego entendemos que hay dos: la “patria”, sesgada y tóxica; la “matria”, auténtica y prístina. La primera –la tica– nos contamina de patrioterismo y chauvinismo provenientes de la ideología de los sectores dominantes –en general antipatrióticos con sus falacias, corruptelas y sumisión a los poderes imperiales– pues son ellos quienes conducen la contrarreforma neoliberal, es decir, el desmantelamiento del estado social de derecho y nuestra historia sociocultural. La segunda –la costarricense– es la que portamos siempre: auténtica por emotiva, pero razonada; históricamente crítica, inclusiva, tolerante, pacifista, hospitalaria, internacionalista, solidaria. Esa que, como quien no quiere la cosa, ha venido siendo descartada por el “mes de la patria” y sus gestores para promover –léase imponer– de manera grotesca, chabacana y violenta, a la primera.

*Escritor

¿POR QUÉ DESTRUCTORES Y MALANDRINES? (III)

Adriano Corrales Arias*

En su LIII aniversario, la emergencia nacional provocada por la pandemia del Covid-19 trajo a flote la crisis que arrastraba el Ministerio de Cultura y Juventud (MCJ), acumulada en los últimos treinta años y acelerada en los últimos diez. Merced a la contrarreforma neoliberal iniciada en los años ochenta del siglo pasado con los tristemente célebres Planes de Ajuste Estructural (PAEs), dicho ministerio fue despojado de algunas de las funciones estratégicas para las que originalmente fue creado. Por eso carga con serias limitaciones para responder a una realidad cambiante y también en crisis, la cual se expresa en una sociedad trastocada por el cambio global y por una creciente y profunda desigualdad estructural.

Frente a ese aniversario y ante el opaco bicentenario de la “república”, muchas personas pensamos que bien valdría la pena realizar un balance colectivo del ministerio y de las políticas culturales en Costa Rica para repensar lo que se había hecho y dejado de hacer, pero, fundamentalmente, sobre el rol que debería jugar el MCJ en el futuro cercano, sin olvidar que, al menos simbólicamente, también es el ministerio de la juventud. Con acendrada ingenuidad, esperamos a que el mismo ministerio, en las últimas dos administraciones, se abocara a ello con la presencia organizada de los sectores involucrados en el quehacer cultural y artístico del país. Con Godot, continuamos esperando.

Es importante recordar que el 5 de julio de 1971, mediante la Ley No. 4788, se crea el Ministerio de Cultura Juventud y Deportes, de modo tal que la cartera involucraba también a la Juventud y al Deporte. (El pequeño ministerio se había incubado en la otrora Dirección de Artes y Letras del Ministerio de Educación, cuyo gran impulsor, entre otros, fuera el artista y arquitecto Rafael Ángel “Felo” García). En los años setenta y parte de los ochenta, funcionó el Movimiento Nacional de Juventudes (MNJ) un vigoroso proyecto con casas de la juventud por todo el país. Más tarde se eliminó al “movi” (así lo llamábamos) porque coadyudaba a generar dirigentes juveniles conscientes y críticos (¡con instructores israelíes!), muchos de los cuales pasaban a las organizaciones políticas de izquierda. Pero, además era el ente rector del deporte; luego se creó el ICODER quitándole esa papa caliente al ministerio, cuyo quehacer en esa rama era casi decorativo.

La creación del MCJ obedeció al objetivo estratégico del proyecto original promovido por los llamados “hombres de letras” del Partido Liberación Nacional, jefeados por don Alberto “Beto” Cañas Escalante, en un contexto marcado por la guerra fría y por las consecuencias de la guerra civil con sus persecuciones y su anticomunismo. Como en tantas otras acciones socialdemócratas y socialcristianas, el MCJD funcionó para institucionalizar conflictos y sectores “en pugna”. El Ministerio nace sin saldar la eterna disputa entre “Cultura” y/o “Bellas Artes”, es decir, entre la visión “bellaletrista y bellartística” y el concepto antropológico en el cual la cultura se entiende de manera más amplia e integral. Era una concepción difusionista: fortalecer las bellas artes, llevar la cultura a quienes no la “tenían”, ir a las comunidades con un proyecto de extensión jerárquico y patriarcal. Para ello había que crear conjuntos artísticos (OSN, CNT, CND, TNT…), museos, bibliotecas, entre otros entes; más tarde, cuando el concepto antropológico se fue imponiendo, se crearon direcciones regionales y casas de la cultura con un nuevo discurso acerca de cierta “regionalización” ante el pudor de una conciencia vallecentrista asumida a medias. Eso hizo aguas muy pronto y el ministerio no se reactualizó, sino que, al contrario, se recortó.

Ya entrado el nuevo milenio, el MCJ se fue adaptando a la contrarreforma y extendiéndose más al espectáculo (FIA, FNA, Feria del Libro, Festival de Cine, etc.) y apoyando las incipientes industrias culturales. La actividad cultural pasaba de ser prioridad del estado (benefactor) a dejarse en manos de la iniciativa privada que, de todas maneras (rezaba el slogan) “produce libertad”. En los últimos años se le dio prioridad a los “pequeños productores de cultura” (artesanos y emprendimientos “artísticos”) e incluso los grandes proyectos de masas tipo FIA o FNA hicieron aguas, ya por la desidia, ya por la impericia de los tres últimos (des)gobiernos. Es claro que el ministerio transitaba a la deriva dependiendo de las administraciones o de las “personalidades” de sus ministros o ministras, así como de sus efímeros equipos de trabajo.

Ante la crisis prolongada y con la emergencia de la pandemia, algunos “artistas” pegaron el grito al cielo (yo me preguntaba: ¿por qué no lo hicieron antes?, ¿por que hasta los tiempos del Covid 19?), amenazando incluso con acusaciones y anatemas, a la vez que lanzaban un estentóreo SOS. Muchos de ellos comparaban al ministerio con una suerte de CNP, ICT, INVU o IMAS, sin comprender la naturaleza del mismo ni la amplitud del concepto cultura constreñido, según sus visiones, a la “actividad artística”. Otros, como quien esto escribe, pensamos que ya era demasiado tarde para pataleos puesto que hacía algunos años le habían dado el tiro de gracia. La contrarreforma neoliberal lo precarizó, los tres últimos gobiernos lo desmantelaron. Sin embargo, “del ahogado el sombrero”, pensaba; algo se podría rescatar. Se precisaba, eso sí, de una reforma total del estado que lo revitalizara y colocara a la altura de los tiempos. En otras palabras, se trataba de preservar y fortalecer el Estado Social de Derecho que la contrarreforma neoliberal había venido debilitando y que ahora intenta rematar sin oposición y con miles aplaudiendo. La pregunta todavía se impone: ¿será posible?

Para entonces un reconocido cantautor ponía en una de las redes sociales: “Muchos de los que reclaman ahora parece que han estado muy cómodos durante tantos años de silencio”. La frase contiene una vigencia estremecedora y se extiende a lo largo y ancho del tejido social desestructurado y herido por la contrarreforma y por una élite que maneja, con ácida lucidez e impune soltura, los hilos del poder y de los negocios al amparo de un estado secuestrado por su avaricia sin fin. La discusión, quiero decir, la lucha, es mucho más amplia y álgida de lo que parece. Pero pocas personas lo entienden. Y a muy pocas les interesa.

*Escritor

¿POR QUÉ DESTRUCTORES Y MALANDRINES? (II)

Adriano Corrales Arias*

La contrareforma neoliberal aprovecha la ventaja comparativa de un gobierno supuestamente popular con un presidente que recibe apoyo mayoritario. Se apresura a concretar la ruta iniciada hace más de cuarenta años: desestructurar y privatizar el Estado Social de Derecho. La clausura ha iniciado por las secciones más sensibles: cultura, educación y salud. En estos artículos me ocupo de la primera, la fundamental según mi criterio, puesto que la cultura, en su acepción más antropológica, es la argamasa de toda sociedad. Me limito, claro está, a la institucionalidad construida en nuestro país para difundir y promover “cultura” desde el gobierno central.

El actual Ministerio de Cultura y Juventud (MCJ) es un híbrido encabalgado entre el modelo difusionista de las bellas artes proveniente de la socialdemocracia liberacionista aupado por el socialcristianismo, con una “nueva visión” de la cultura en su sentido más antropólogico, aunado a una visión neoliberal de la gestión artístico/cultural: un verdadero ornitorrinco. Me explico: el estado benefactor, con la contrareforma neoliberal iniciada en los años ochenta del siglo pasado, fue desmontándose de a poco con una pugna entre el originario difusionismo socialdemócrata, la regionalización y la cogestión neoliberal. Es decir, al lado de quienes al interior conciben la cultura como una práctica más antropólogica y nacional, perviven los que conciben la cultura como la promoción y difusión de las llamadas bellas artes y, sobre todo en las últimas administraciones liberacionistas y del PAC (son las mismas, ¿no?), quienes creen que hay que recortar el estado y dejarle esas tareas a la iniciativa privada, a las industrias culturales.

No hay duda de que el principal objetivo de la presente administración es finalizar la contrareforma neoliberal, acelerada en los últimos desgobiernos, enterrando de una vez por todas el Estado Social de Derecho al constreñir sus principales funciones y privatizar sus tareas estratégicas (salud, educación, seguridad, telecomunicaciones, banca, entre otras). Las primeras medidas para el recorte fiscal se orientaron hacia el empleo público y la contención del gasto en términos de servicios; nada sobre la evasión y elusión fiscal ni el pago de intereses de la deuda, auténticos disparadores del déficit. Todo ello indicaba que Cultura también estaba en la mira del empequeñecimiento estatal, toda vez que no es un ministerio importante para la hacienda pública (en manos neoliberales), a pesar de que el anterior presidente fuese “escritor” e intelectual progre procedente de la universidad pública, lo mismo que su predecesor.

Quedaba claro entonces que, para realizar reformas en ese ornitorrinco/elefantito blanco vallecentralino, había que arrancar otras reformas a nivel económico y político. Dicho de otro modo, se precisaba de un proyecto país que definiera si se trataba de una verdadera “revolución cultural” (visión del progresismo PAC) o de la defensa del Estado Social de Derecho con toda la institucionalidad instalada en términos socioculturales. Lo práctico, entonces y ahora, por obviedad, era la defensa de lo construido, es decir, la protección de los derechos laborales de los funcionarios de cultura y de todo el estado, así como la revitalización del mismo a través del cobro real de los tributos persiguiendo a evasores y elusores fiscales tal y como corresponde. Y claro, consolidar las entidades artísticas descentralizadas con las demás instancias de promoción cultural.

La otra discusión que hace algunos años proponía, giraba en torno al modelo a seguir de acuerdo a las Políticas Culturales vigentes, así como las reformas legales que se precisaban para robustecer un ministerio minimizado, difusionista y paternalista concebido para “artistas” y gestores del valle central; acaso un poquito de folclor y turismo para las regiones periféricas. Es decir, se trataba de reconceptualizar en profundidad lo que debíamos entender por CULTURA, así como las políticas y la estructura administrativa de cara a los grandes desafíos y necesidades que tenía y tiene el país, especialmente en las regiones periféricas con énfasis en las marginales, tales como las costas, las altas montañas, el norte/norte y el sur/sur. Para ello debía pensarse en una estrategia de lucha que involucrara, ya no solo a los artistas y trabajadores de la cultura, sino también a empleados públicos, sobre todo de la educación, y a trabajadores organizados en general.

Se trataba de una alianza entre sectores de trabajadores públicos con la posibilidad de desarrollar una estrategia de lucha para la defensa del estado costarricense en su mejor modelo de planificación y acción social diversificada. Dicha alianza debería pasar por acuerdos con universidades públicas, educadores medios y primarios (organizaciones gremiales y colegiaturas), municipalidades, asociaciones de desarrollo comunal, casas de la cultura y grupos artístico/culturales locales. Todo un reto entonces y todavía, aunque ya el rancho arde sin que se vislumbre oposición organizada alguna. La contrarreforma neoliberal ha golpeado tanto a la sociedad civil que los temores, la desconfianza y la inseguridad nos mantienen atomizados y sin arrestos para la pelea. El reflujo es total.

*Escritor

¿POR QUÉ DESTRUCTORES Y MALANDRINES? (I)

Adriano Corrales Arias*

Adriano Corrales Arias

Circula la noticia de que la Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica (OSNCR) dejará de existir por falta de recursos financieros. Lo mismo sucede con el Ministerio de Cultura y Juventud, el cual, de seguro, será clausurado. Es la crónica de una muerte largamente anunciada, como trataré de evidenciar en este y dos artículos más. Lo cierto es que la contrarreforma neoliberal, iniciada hace más de cuarenta años, cuya ruta es la desestructuración del Estado Social de Derecho, está culminando su arremetida ingresando por las áreas más sensibles del alma patria: la cultura y la educación. Para ello ha diseñado gobiernos como el actual, plagados de incompetencia, ignorancia, charlatanería y un odio esquizofrénico hacia lo público. Es la cultura de la cancelación y de las anti humanidades.

La OSNCR fue fundada el 31 de diciembre de 1940 gracias a los oficios de la entonces primera dama de la República, Ivonne Clays Spoelders, los hermanos Reyes Calderón, el músico uruguayo Hugo Mariani y el violinista Alfredo Serrano. En ese año, bajo la batuta del mismo maestro uruguayo Mariani y con cuarenta músicos, la así bautizada “Orquesta Nacional” realizó su primer concierto en el Teatro Nacional. En 1942 el presidente de la República, Rafael Ángel Calderón Guardia, le otorga una subvención mensual a la agrupación, así como el rango de Orquesta Sinfónica Nacional de Costa Rica, luego de agudas carencias financieras en los primeros años de su existencia.

En 1970, con la creación del Ministerio de Cultura y Juventud (MCJ) durante la tercera administración del presidente José Figueres Ferrer, maduran las condiciones para que la entidad adquiera el perfil y el rango artístico de auténtica orquesta sinfónica profesional, mediante la reforma y reorganización impulsadas por don Alberto Cañas, primer ministro de Cultura, apoyado por su viceministro Guido Sáenz. Actualmente es considerada una de las mejores orquestas de Latinoamérica; en noviembre del 2017 fue galardonada con el Grammy Latino en la categoría de “Mejor álbum de música clásica” por su disco Música de Compositores Costarricenses Volumen 2. Sus álbumes Bossa Nova Sinfónico y Música de Compositores Costarricenses Volumen I también fueron nominados al Grammy Latino en los años 2013 y 2014.

La orquesta está integrada por setenta y dos músicos profesionales, 87 % de los cuales son costarricenses, la mayoría como estudiantes de su Programa Juvenil. Ha efectuado giras nacionales e internacionales por Asia, Europa, Norteamérica, Centroamérica y el Caribe. La agrupación realiza cerca de ochenta conciertos al año, cuenta con once producciones discográficas y es una de las instituciones culturales más prolíficas del país. En el año 2022 más de veintisiete mil personas asistieron a las presentaciones que ofreció en diversos escenarios costarricenses. Recientemente se ha presentado con el conocido cantante italiano Andrea Bocelli, el violonchelista Gary Hoffmann, el violinista Philippe Quint y la flautista Jasmine Choi, así como con los directores Shlomo Mintz, Giancarlo Guerrero, James Judd, Mark Laycok y José Serebrier, entre otros.

He allí la institución que el actual gobierno, recipiente, resultado y disparador de las políticas neoliberales de los últimos cuarenta años, desea clausurar alegando la cacareada y falaz crisis fiscal. Pero no es sólo la OSNCR lo que desean clausurar (¿y privatizar?). También se cerraría el Sistema Nacional de Educación Musical (SINEM) creado en el 2007 y ratificado mediante decreto en el 2010 con el afán de estimular el desarrollo humano a través de la música. Es un órgano de desconcentración mínima del MCJ, con personería jurídica instrumental, encargado de promover la creación y el desarrollo de escuelas de música, programas orquestales y programas especiales de promoción de la música. Al día de hoy cuenta con veinte escuelas distribuidas en el territorio nacional con los siguientes programas especiales: Atención de Primera Infancia, Música con Accesibilidad para Todos – para personas con necesidades educativas especiales – y Programas de Atención Prioritaria, ubicados en diversos puntos del país.

Como se ve, la contrarreforma es una auténtica contrarrevolución cultural. Desea cerrar las instituciones artísticas y culturales existentes con el ánimo de hacer tabula rasa sociocultural y educativa para continuar martillando con el discurso único del mercado total, léase totalitario. La voracidad de un pequeño grupo no repara en la salud emocional y espiritual de una población que, hasta hace poco, se ufanaba de presentar como la “más feliz del mundo”. Ni se diga de la salud física porque lo mismo sucede en el mundo productivo y laboral. He allí el verdadero significado de la malhadada y grotesca frase “comerse la bronca”. La meta es convertir a Costa Rica en el país desigual y pobre de la primera mitad del siglo XX, pero ahora con una población cinco veces mayor.

*Escritor

El falso patriotismo

Adriano Corrales Arias*

Ante el otorgamiento del Benemeritazgo de la Patria a la artista del canto popular, Isabel Vargas Lizano (1919-2012), mejor conocida como Chavela Vargas, muchos ticos se rasgan las vestiduras negando dicho reconocimiento porque, entre otras lindezas, la galardonada “no quería a su patria”, “no amó a Costa Rica”, “negó su tierra natal y se acogió a otra patria”, “cantaba feo”, “era una resentida social”, “era lesbiana y borracha”, “nadie la conoce” y otras más. (Todas las anteriores las he tomado al azar de las redes sociales; las había más crudas, violentas y misóginas, tanto de hombres como de mujeres).

No vamos a repetir la historia, pero recordemos que Chavela nació en San Joaquín de Flores, Heredia, y a los diecisiete años marchó a México donde, con cuantiosas carencias y peripecias, forjó su vida artística hasta convertirse en una reconocida cantante internacional. Tanto allá como aquí, conoció el desprecio y la marginalidad, ya por su opción sexual, ya por su calidad de extranjera, en algunos momentos casi con status de refugiada. En la madurez se sobrepuso al alcoholismo y quiso retirarse a morir en Costa Rica, pero su regreso, cual círculo vicioso, despertó la cizaña y la violencia simbólica contra su persona y, entonces, retornó a México alicaída y perturbada; de allí su célebre frase: “una mexicana nace donde le da la gana”.

Debo anotar que son decenas los artistas e intelectuales costarricenses quienes han debido marchar a México, o a otras naciones, en condición de autoexilio o de expulsión directa, como el caso de nuestra María Isabel Carvajal, reconocida como Carmen Lyra. Entre muchos, destaco al gran escultor “mexicano” Francisco “Paco” Zúñiga, a la extraordinaria poeta Eunice Odio, cumbre de nuestra poesía y a la gran narradora Yolanda Oreamuno, quien murió en brazos de Eunice y antes había confesado, en una carta a Joaquín García Monge, que, por favor, no la consideraran costarricense. Como dice un buen amigo, ha sido “una oleada de excepcionales costarricenses que encontraron en la generosidad y solidaridad del «Méjico lindo y querido», terreno fértil para hacer fructificar su obra artística”.

Lo que llama sobremanera la atención es que muchos de esos ticos, con una sensiblería patriótica exacerbada, aplauden el intento de venta del Banco de Costa Rica, la quiebra y posible privatización de la nodriza madre de nuestras instituciones, la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS), el desmantelamiento del sistema educativo, tanto del MEP como de las universidades públicas, y un largo etcétera. Allí no hay patriotismo que valga, ni defensa de instituciones fundamentales para nuestra democracia. Muchos de ellos, cuando celebran sus fiestas, se desgañiten con un ranchera mexicana, un reguetón puertorriqueño o una cumbia colombiana, ignorando por completo la notable producción musical criolla. Los segundos son ejemplos ramplones quizás, pero de alguna manera indican esa toxicidad chauvinista y mezquina propia del tico promedio, que no del costarricense informado respecto de las fortalezas y debilidades de este país, por tanto defensor de su patrimonio tangible e intangible.

He dicho en diversos artículos que allí se incuba la diferencia entre costarricense y tico. El primero, por ejemplo, no pierde su prosodia distintiva, el ustedeo y voseo; mientras que el segundo es un imitador, es quien tutea de manera impostada o se aferra a formas extranjerizantes, tanto en el habla como en sus hábitos culinarios y de vestimenta, para no ir muy lejos y hablar de su impronta descalificadora y pachotera. Es ese individuo que niega lo auténticamente propio, pero defiende lo menos representativo, tipo folclor paródico y advenedizo que hace mofa del campesino o de los sectores populares. Entiende que esa es su “Costa Risa”.

La patria es nuestra infancia y nuestra adolescencia. Allí se conforman nuestros valores o disvalores (depende del contexto) y se modela nuestro aprecio por el terruño: el paisaje, la lengua, la culinaria, los ritmos y expresiones corporales, entre otras acciones y confrontas socioculturales. Luego entendemos que hay dos “patrias”: una sesgada y tóxica, otra auténtica y prístina. La primera nos contamina de patrioterismo y chauvinismo puesto que representa la ideología de los sectores dominantes, en general antipatrióticos; son ellos los que conducen la contrarreforma neoliberal, es decir, el desmantelamiento del estado social de derecho. La segunda la portamos con nosotros siempre, es auténtica por razonada, crítica, inclusiva y solidaria; por eso puede decirse que un costarricense, en efecto, se desenvuelve donde le da la gana.

*Escritor.

Tengo pesadillas eléctricas

Adriano Corrales Arias

(Sobre el filme “Tengo sueños eléctricos” de Valentina Maurel)

Adriano Corrales Arias*

La película costarricense “Tengo Sueños Eléctricos” de Valentina Maurel, cineasta costarricense que estrena su primer largometraje – con dos cortos a cuestas -, ha llegado a los cines del país precedida por múltiples premios en varios festivales, entre ellos el de San Sebastián en España, el de Locarno en Suiza y el de Tesalónica en Grecia. Se le ha reconocido como mejor película, por su dirección y por la actuación de los protagónicos Daniela Marín Navarro y Reinaldo Amién Gutiérrez.

El filme está ambientado en una Costa Rica urbana, San José específicamente, y nos presenta a Eva (Daniela Marín Navarro), joven de dieciséis años que vive con su hermana menor, su gato y su madre, con quienes mantiene una ambigua y difícil relación de convivencia. Recién se han instalado en una casa heredada por una tía lejana, pero la chica busca mudarse con su padre (Reinaldo Amién Gutiérrez), quien atraviesa una suerte de “segunda adolescencia” con trastorno bipolar, sumido en la intemperancia y la ira de alguien que no puede lidiar con su soledad, la ambigüedad identitaria, sus carencias, neurosis y fantasmas. Con él Eva descubre la rabia y el dolor que carcomen, cuando se mira y se adentra en el nebuloso y trizado espejo del progenitor.

Es una película notable, bien lograda. El guion es potable, supera con creces esa condición de nuestro cine que ha carecido, generalmente, de escrituras robustas. La fotografía es sobresaliente, sobre todo con esos primeros y medios planos que nos permiten hurgar en la psicología de los personajes; la cámara en mano subraya la ansiedad y angustia de los protagonistas y crea una atmósfera de zozobra. Lo mismo la escenografía de una San José neoliberal carcomida por su decadencia, como en uno de los poemas de Luis Chaves  que se leen durante las secuencias de taller literario (quien aparece como el director del mismo). La banda sonora apoya la historia con un retro que, sin embargo, nos confunde un tanto, como veremos más adelante. Las actuaciones son solventes, aunque a veces decaen en la sostenibilidad  de la verosimilitud, sobre todo en el personaje de Palomo (José Pablo Segreda Johanning) y el de la madre (Vivian Rodríguez); se nota, eso sí, la eficiente mano de la directora. La edición y el montaje son cuidadosos, ágiles y convincentes, aunque se advierten los cortes intencionales y, como ya se sugirió, a veces confunden en términos de la temporalidad de la historia o de la sucesión de los acontecimientos. En todo caso, estamos ante un peli digna, bien lograda, certera en su factura.

Una cosa es mirar una peli internacional y otra una costarricense. Hay un cambio de mirada sin duda. Quiero decir que, el sabernos interpelados y retratados, nos convierte en críticos más severos en tanto somos, de cierto modo, agentes/actores de los conflictos que se nos muestran en la pantalla. Hay un mayor involucramiento, por ende, mayor susceptibilidad y exigencia. Por ello es que, quizás, no logramos la distancia necesaria para ver conflictos de una humanidad generalizada, sino de una clase media urbana, seudo intelectual, diletante, josefina, vallecentrista. Hay un click posmoderno que atenúa los conflictos desde una visión pequeño burguesa en una sociedad desestructurada, desigual y, por tanto, violenta.

No se trata de consideraciones morales; está claro que estamos visionando asuntos incómodos, tóxicos, en la casa paterna, en la familia tuanis y pura vida de un Chepe precarizado por la economía informal. Sin embargo, en el abordaje hay cierto desconecte del mundo social y económico. Sabemos que la violencia está allí, pero no sabemos de dónde procede. Es autodestructiva, por supuesto, pero, ¿cuáles son sus resortes?, por decirlo de alguna manera. No la vemos, o no la percibimos en bruto, pero está latente, sugerida, al acecho (como en la poesía dub antillana nacida en Inglaterra, a la cual se alude con el nombre de ese personaje silencioso, pero fuertemente simbólico: el gato negro llamado Kwesi, relativo al poeta jamaiquino Linton Kwesi Johnson, máximo representante de un estilo literario ampliamente fundamentado en los principios de belleza derivados del reggae [Dawes, 2003:1, citado por Arnaldo Valero en “Introducción a la poesía Dub: LKJ”, Cuadernos del Cilha. Nº 7/8 (2005-2006).].); uno adivina esa violencia sistémica, la estructural, es decir, la anomia de una sociedad que se desgaja por dentro debido a los cambios y presiones externas. Y ese quizás es su mayor logro, pero también su doble filo. No es que exijamos realismo social ni mucho menos, sino sencillamente entender que la violencia no es gratuita, se incuba y expresa por razones varias, fundamentalmente por las desigualdades socioeconómicas y los ajustes estructurales.

Claro que no se trata de resolver el conflicto en el producto cinematográfico, sabemos que el arte no responde ni ofrece moralejas, su tarea es cuestionar. Pero, en el filme que nos ocupa – tal vez por ese prurito de ser costarricenses, que no ticos-, quisiéramos que se nos sugieran los vínculos de la violencia en una familia de clase media costarricense que ha tenido acceso a los principales servicios del estado social de derecho a pesar de sus carencias socioeconómicas. O que, quizás por el mito de la “Suiza centroamericana”, ha obviado el huevo de la serpiente incubándose en nuestros hogares (donde los haya). La película, en todo caso, se resuelve con la denuncia judicial de la hija y el prendimiento del padre (disculpen los spoilers), con esa suavidad típica de la liviandad de nuestra clase media, cuando ambos – padre e hija – se enteran de quién es Yalina. Secuencia ambigua, casi hilarante, por ello altamente dramática, espesa, que retrata bien la frivolidad de algunas esquinas en el mundo policiaco y la relación de complicidad emocional y amorosa que, a pesar de un intento de homicidio, aún se sostiene. Es muy “a la tica”. Al final, el padre lee el poema para, metafóricamente, sintetizar la propuesta estética y ética del filme: (…) la rabia no nos pertenece. Pero antes, la aparición de un gato blanco escabulléndose bajo la cama, nos ha mostrado un poquitín de esperanza.

Reitero, no estoy abogando por una resolución dramática radical tipo culebrón o cine de aventuras o superhéroes, pero sí por un mayor involucramiento en cuanto a la resolución del conflicto central desde una perspectiva menos tica y más costarricense. (Aludo a lo tico como sensiblero, liviano, aculturado, plástico, moldeable; a lo costarricense como auténtico, seguro de su historia y tradiciones, consciente de los cambios; todo ello se expresa, por ejemplo, en nuestra dicción y prosodia, en el uso del voseo – costarricense – o tuteo – tico-. La peli, por cierto, opta por el primero, lo que la torna más verosímil y se agradece, aunque a veces se tropieza con cierta indecisión en el uso orgánico del “ustedeo” y el tuteo, verbigracia Palomo, la niña y la madre). Puntualizo: cierta ambivalencia narrativa o de conectores entre secuencias y escenas puede que delaten la misma ambivalencia en términos conceptuales.

Por último, una percepción muy personal. Atendiendo al sustantivo del título, en algunos momentos supuse ciertos elementos oníricos, o de rupturas temporales en consonancia con el uso del flashback, acaso nubarrones psicodélicos o alucinantes, dada la banda sonora un tanto retro al inicio del filme (500 millas por Los Rufos, ¡qué viaje!) y a la estupenda fotografía de Nicolás Wong tipo kodak sesentera. Lo mismo con la escena donde Eva encuentra drogado a su padre en el baño y este le dice que estuvo bien la lectura del poema, que a la gente le gustó, y ella asiente; pero el poema se lee por entero hasta el final, no sabemos sin en el mismo “taller literario” o en otro espacio. Y claro, ese plano donde el padre se subsume entre dos autobuses que se cruzan con un efecto sonoro que previene la desaparición momentánea del protagonista. Refiero a una supuesta “muerte” del padre; en específico, un suicidio. En algunos momentos percibí esa sensación por cierta ambivalencia narrativa, pero los bloques del montaje no me permitían, abiertamente, la inferencia. Me quedo con la reconcoma y con la posibilidad de una mirada otra a una película que sigue bullendo en mi cabeza, dada la refrescante experiencia estética. Desde Clara Sola de Nathalie Álvarez Mesén, no experimentaba algo parecido. Ello indica que es un trabajo riguroso, prolijo, y que, definitivamente, las jóvenes realizadoras costarricenses han venido superando a sus colegas masculinos.

Título original: Tengo sueños eléctricos
Año: 2022
Duración: 101 min.
País: Costa Rica
Dirección: Valentina Maurel
Guion: Valentina Maurel
Fotografía: Nicolas Wong
Reparto: Daniela Marín Navarro, Reinaldo Amien, Vivian Rodriguez, José Pablo Segreda Johanning
Productora: Wrong Men, Geko Films

*Escritor.

ÁMBAR – Cine costarricense

Adriano Corrales Arias*

Desde su primer largometraje, Caribe, he seguido con mucho interés el trabajo cinematográfico de Esteban Ramírez. Es, sin duda, el cineasta más prolífico riguroso y reconocido en la historia reciente de nuestro cine. Como director, lleva siete películas y dos cortos; I Mae, que se encuentra en YouTube, sigue vigente ante un público que suele solicitar que lo conviertan en serie. En fin, es un realizador que goza de mucha estima entre sus colegas, la crítica y el público, ya que cuenta con tres éxitos de taquilla nacional: además de Caribe, Gestación y Presos. Por cierto, la tercera es la primera producción latinoamericana que logra ser exhibida por Netflix.

Con Ámbar, coproducción argentino/costarricense, Ramírez ingresa en el cine policiaco con un guion suyo y de Agustina Liendo apoyados por el consultante Matías Bertilotti: una muchacha es atropellada por un conductor que se da a la fuga, Ámbar es su nombre, parece huir de algo o de alguien y es hija de un detective privado, Helmut (Freddy Víquez), con quien trabaja Raquel (Paula Sartor). Lo que sigue es la investigación del acontecimiento con mínimas sorpresas. El filme, una suerte de híbrido entre policial y melodrama, no logra adentrarse en el conflicto ni en sus personajes, sobre todo en el de Helmut, que es el más interesante dentro de la trama.

El guion, técnicamente correcto, es, sin embargo, endeble pues se queda en la superficie temática sin aumentar la tensión dramática, lo que genera personajes débiles, como el de Junior, que se quedan en la maqueta o el arquetipo. Quizás las actuaciones, en general, no estén al nivel de la complejidad psicológica esperada. En mi caso, pensé que el suceso automovilístico nos llevaría a un acontecimiento más denso, digno de un buen drama policíaco o detectivesco. Pero me quedé esperándolo. Se deriva a un tema secundario que le resta protagonismo al central: el homosexualismo, elemento de cine políticamente correcto, pero que luce impostado con un final melodramático y soso.

Reitero, la película es digna, técnicamente hablando, en un contexto nacional de escasos recursos y baja producción: buena fotografía y dirección de cámaras; sonido y banda sonora aceptables, aunque la segunda a veces está subrayada; actuaciones solventes, pero no todas a la altura de los personajes y del conflicto. No obstante, como ya lo he dicho, adolece de profundidad psicológica y dramática al quedarse en la superficie de un acontecimiento que, bien hilvanado, pudo conducir a otro más acuciante y actual, aprovechando la cantidad de sucesos delictivos en una realidad en crisis con una criminalidad en ascenso como la nuestra. Es una pena.

Si el cine, de alguna manera, es la gran pantalla donde puede y debe mirarse la sociedad con sus conflictos, problemáticas, deseos y temores, nuestra producción nacional debería investigar y bucear más en la actual coyuntura signada por la contrarreforma neoliberal que pretende desmantelar el Estado Social de Derecho. He allí una cantera inagotable de temas y de dramas, sobre todo para el género policíaco.

 

*Escritor.

Imagen : deleFOCO

Presentación del libro de ensayos DESLINDES

El próximo jueves 10 de noviembre a las 4:30 p.m, en la Biblioteca Nacional en San José, Costa Rica se realizará la presentación del libro de ensayos DESLINDES, de Adriano Corrales Arias junto con Giovanni Beluche, académico de la Universidad Técnica Nacional.

Se realizará una transmisión por el Facebook Live de la Biblioteca Nacional para todos aquellos que no puedan asistir. Podrá acceder en el siguiente enlace  https://www.facebook.com/events/1253474952108528

El libro podrá adquirirse allí mismo.

“YO ME COMO LA BRONCA”

Adriano Corrales Arias

Adriano Corrales Arias*

Utilizando esa frase popular, el actual presidente de la República se ganó la simpatía de miles de ciudadanos en su millonaria campaña electoral. Y, de seguro por eso, lo “eligieron”. La frase alude al personaje valiente que se enfrenta a un problema o a una disputa, la cual puede llegar, incluso, hasta la pelea callejera, dado que otras personas no están en disposición de asumirla.

Esos miles pensaron, posiblemente, que la bronca que se comería el presi, consistía en contener la contrarreforma neoliberal de los últimos gobiernos liberacionistas, “socialcristianos” y del PAC, o lo que es lo mismo, del PLUSCPAC y sus turecas. En otras palabras, detener la venta de activos estatales, eliminar la figura de concesión de obra pública, ordenar las compras del estado para evitar corruptelas y, lo más importante, ponerle coto a la evasión y elusión fiscales, máximos disparadores de la crisis fiscal. Y claro, enfrentar la corrupción y retomar la buena marcha de las principales instituciones del estado, así como la mejora de las condiciones de vida de los sectores más golpeados por esa contrarreforma, la pandemia y la crisis global: los trabajadores, los pequeños productores y emprendedores y, la cada vez más empobrecida clase media.

Pero resulta que era otra bronca la que venía a comerse el señor Chaves con sus compinches y escuderos, es decir, sus financistas; la que no arriesgaron en asumir los últimos gobernantes: venta de activos y privatización de servicios con el desmantelamiento de la seguridad social, la educación pública (sobre todo universitaria), las telecomunicaciones, electricidad, agua y la banca nacional, entre otras ocurrencias, que finalmente, no son tan ocurrentes, dado que están en la mira de muchos grandes empresarios y financieras internacionales desde el siglo pasado. Dicho de otro modo, profundizar la contrarreforma neoliberal hasta sus últimas consecuencias para acceder a un estado totalitario y corporativo estilo Chile de Pinochet, México antes de AMLO o la actual España. En breve: desmantelamiento del estado social de derecho.

Y claro, el valiente presi luce envalentonado; se sabe apoyado por una inmensa masa intoxicada, desde hace decenios, gracias al discurso único y a la virulenta campaña anti trabajadores públicos, anti ciencia, anti saberes y anti estado social, por parte, tanto de la “prensa canalla”, como por el fundamentalismo de toda laya, ya desde iglesias y púlpitos, ya desde ciertas trincheras neoliberales como universidades privadas, cámaras patronales y ciertas embajadas. Ese conglomerado anti pueblo y anti costarricense, no repara en los graves visos inconstitucionales de decretos y “leyes” propuestas por el ejecutivo. Aplauden a un gobierno autoritario con ínfulas totalitarias, sin saber que serán ellos (la masa intoxicada) quienes, finalmente, saldrán más perjudicados.

Lo alarmante de la coyuntura es que no se vislumbra una oposición seria ante un bloque desalmado que pretende echar por la borda todas las reformas sociales que costaron tanto sacrificios y sangre en la década de los cuarenta del siglo pasado. Las cúpulas partidarias que, al final, como vimos, son las mismas, negocian parte del pastel y se ponen de acuerdo en el parlamento, para seguir desarmando el estado social de derecho y tijeretear la Constitución Política de acuerdo a sus voraces intereses. Por ello no se avizora un frente político socialmente amplio que pudiera detener esta nefasta contra ofensiva neoliberal de última hora.

La débil esperanza con que contamos, quienes padecemos desde ya al monstruo que pisa fuerte, es que los miles de intoxicados vayan abriendo los ojos y el cerebro ante la brutal embestida de quien se está comiendo la bronca a favor de sus mentores, promotores y patronos nacionales e internacionales. Para eso lo trajeron desde una de las financieras transnacionales donde laboraba, cual gris tecnócrata.

 

*Escritor

Enviado a SURCOS por el autor.