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José Cástulo Zeledón, el primer ornitólogo costarricense, a un siglo de
Amparo López-Calleja, una mujer tan aguerrida como altruista
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.
Publicado originalmente en la revista digital europea MEER
Luko Hilje (luko@ice.co.cr)
Antes de referirnos a esta ejemplar mujer, que dejara una indeleble huella en nuestra historia —aunque poco reconocida—, es pertinente recordar que, aunque los países centroamericanos lograron su independencia de España en 1821, su vecina Cuba permaneció avasallada por 77 años más. Alcanzada en 1898, su independencia implicó un alto costo en sangre, dolor y vidas, como sucedió durante la muy cruenta «Guerra Grande» o «Guerra de los Diez Años», ocurrida entre 1868 y 1878, y en la que, a su vez, emergieron ideólogos, conductores y próceres de la estatura de Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Ignacio Agramonte y José Martí.
A pesar de la distancia geográfica, tales hechos y personajes no fueron ajenos a Costa Rica. Más bien, nuestro país apoyó de varias maneras a algunos de esos luchadores por la libertad, y lo hizo con acciones muy concretas, lejos de la retórica o las declaraciones vacuas, tan comunes en el mundo de la diplomacia internacional.
Tan es así, que en 1891 el presidente José Joaquín Rodríguez Zeledón respaldó una propuesta muy concreta de Maceo: establecer una colonia agrícola con cien familias cubanas en Limón, desde donde se podría apoyar en términos logísticos al movimiento insurgente. Enterado de este proyecto, Gaspar Ortuño Ors —cónsul de España— intervino y presionó para abortarlo, lo que forzó a nuestro gobierno a variar el plan original. Al final, la colonia debió instalarse no en el Caribe, sino muy lejos, más bien en la vertiente del Pacífico, en Mansión de Nicoya, cerca de una hacienda del propio presidente Rodríguez.
Con sus miembros dedicados a la siembra de varios cultivos, y aunque al final no llegaron tantas familias, el asentamiento fue dirigido por el propio Maceo, quien residió en dicho sitio entre 1891 y 1895. Ahí incluso recibió dos veces a José Martí, en 1893 y 1894, para planear acciones en Cuba. El corajudo e indomable Maceo retornó a su patria a inicios de abril de 1895, para impulsar las actividades insurreccionales, pero caería el 7 de diciembre de 1896. Años antes se había librado de morir cuando, el sábado 10 de noviembre de 1894, al salir del Teatro Variedades, en nuestra capital, fue atacado y herido por una turba de españoles.
Debemos al amigo periodista e historiador Armando Vargas Araya el rescate de gran parte de esa fértil coyuntura de hermandad, plasmada en sus libros El código de Maceo, Idearium maceísta y La huella imborrable, este último alusivo a las visitas de Martí.
Un hecho a resaltar es que, en ese contexto de fraternidad y lucha por la libertad, nuestra ciudadanía se involucró de varias maneras. Además de la publicación del periódico El Pabellón Cubano, se fundaron 15 clubes o filiales, no solo en varias ciudades del Valle Central, sino que también en lugares tan distantes como Puntarenas, Nicoya, Limón y Matina. Como una curiosidad, desde Naranjo —mi terruño natal—, con apenas 19 años de edad, mi tía abuela Fidelina (Lela) Rodríguez Rojas no solo participó en actividades de apoyo a la causa cubana, sino que incluso publicó un poema intitulado A Cuba poco antes de la muerte de Maceo. Dicho poema, suscrito con el pseudónimo Eda, y que aparece completo en mi artículo Tía Lela, poetisa naranjeña (Nuestro País, 14-VI-10), culminaba con la estrofa «Vive y triunfa, tierra de intrépidos hijos; y si algo es el ardiente entusiasmo que siento en mi pecho de mujer, recibidlo en mis frases humildes; que entre tanto te miraré complacida surgir del fondo oscuro de la esclavitud, para aspirar el aura grata de la libertad».
En síntesis, en el país había gran efervescencia en favor de esa epopeya libertaria, promovida por las acciones de varias familias cubanas que el gobierno había acogido en nuestro país, firme y consecuente con su inveterada tradición del derecho al asilo político. Y una de esas familias, y de las más activas, fueron los López-Calleja.
De hecho, ya para 1868 estaban aquí los genearcas de esa estirpe, los asturianos Juan López-Calleja Menéndez de San Pedro y María Isabel Pereira Falcón, a quienes se sumó un numeroso séquito, que incluía hijos, nietos, parientes cercanos y hasta sirvientes, pues disfrutaban de una alta posición económica y social en Nuevitas, Camagüey, sobre todo como productores de azúcar y dueños de un hostal. Es importante destacar que la familia decidió emigrar, al ser víctimas de la incautación de sus propiedades, debido a su comprometida adhesión a la causa independentista y antiesclavista, lo cual además pagaron con la vida de miembros de la familia. Ya en Costa Rica, se integraron a nuestra sociedad tan rápido, que para agosto de 1868 su hija Julia —casi adolescente— contraía nupcias con Francisco Quesada Esquivel, ciudadano de buena posición social y económica, que al año siguiente se convertiría en socio del farmacéutico polaco Emilio Moraczewski, dueño de la Botica Francesa, poco después de fundada ésta.

Conviene destacar que, más tarde, para 1873, arribaba al país el valiente Francisco López-Calleja Pereira, quien había permanecido luchando en Cuba. Viudo desde el año anterior, lo acompañaba su pequeña Amparo, nacida el 7 de agosto de 1870 de su unión con Trinidad Basulto Aguiar. Esta dama había enviudado de su hermano Juan Bautista, con quien procreó a los jóvenes Aurelio y Alfredo, llegados a Costa Rica con sus abuelos, en 1868; es decir, ellos eran hermanos de Amparo por parte de madre y primos por parte de padre.
Ahora bien, dos decenios después, tras vivir su infancia y adolescencia aquí, ya convertida en adulta, con 23 años de edad Amparo regresaba de estudiar alta cocina en EE.UU., rebosante de inteligencia, sensibilidad y hermosura. Disputada, debido a tan atractivos atributos, dos años después, el 8 de mayo de 1895, subía al altar de la mano del por entonces propietario de la Botica Francesa, José Cástulo Zeledón Porras, descrito por el cura que los casó como «soltero, boticario, de cuarenta y nueve años de edad», es decir, un solterón que casi duplicaba la edad de ella. La recepción se realizó en una hermosa mansión ubicada frente al costado norte de La Sabana —a la par de donde por muchos años estuvo el Conservatorio Castella—, perteneciente al ya citado Francisco Quesada, tío político de la novia y exdueño de la Botica Francesa. Años después, esa morada sería adquirida por los recién casados.
Por fortuna, existen varios testimonios escritos acerca de los aportes de ambos, de personas que los trataron de cerca. Uno es la compilación de artículos intitulada Homenaje a Don José C. Zeledón (1924), en la que aparecen semblanzas escritas por el naturalista Anastasio Alfaro González, el ornitólogo Robert Ridgway —amigo de por vida, desde que se conocieron y alternaron en el Instituto Smithsoniano, en Washington— y el agricultor turrialbeño Juan Gómez Álvarez, amigo entrañable no solo de José Cástulo, sino que también de don Chico —el padre de Amparo—, quien tuvo grandes haciendas en la zona, como Coliblanco y Bonilla. Asimismo, Fausto Coto Montero, quien fue administrador de la Botica Francesa, publicó el folleto Homenaje a Doña Amparo de Zeledón (1951). Toda esa información, más otra derivada de nuestras propias pesquisas, está sintetizada en el libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX, dado que José Cástulo se formó como ornitólogo gracias al médico y naturalista alemán Alexander von Frantzius.
Durante los 28 años que duró este matrimonio, segado por la muerte repentina de él durante un viaje a Italia cuando frisaba los 77 años de edad —al cual aludimos en el reciente artículo José Cástulo Zeledón, a un siglo de su muerte (MEER, 13-VIII-2023)—, fueron innumerables las muestras de bondad, compasión, caridad, humanitarismo y solidaridad con las que se prodigó la pareja. En palabras de su colega Robert Ridgway, José Cástulo «nunca gastó sus recursos en ostentación ni lujo, que detestaba; siempre en propósitos laudables, porque consideraba el dinero tan solo como el medio de llevar a cabo algo útil».
Por ejemplo, puesto que no tuvieron hijos, adoptaron y mantuvieron a tres sobrinas de Amparo, al igual que al niño Miguel Ángel Castro Acuña, quien padecía de parálisis cerebral.
Las acciones filantrópicas de ella las sintetizaba Fausto Coto con las siguientes palabras: «Los niños y los viejos fueron las paralelas entre las cuales discurrieron sin desmayos —cortos ni grandes—, los maravillosos afanes de su vida. Ello explica las actividades que absorbieron todas sus horas: la orientación de los niños, la dignificación de la mujer en las disciplinas del trabajo hogareño y el alivio de los viejos desvalidos».
Al respecto, como lo manifesté en mi reciente artículo sobre José Cástulo, en los dos negocios que le permitieron convertirse en un acaudalado empresario —la Botica Francesa y la Compañía Industrial El Laberinto—, se contrataba de manera prioritaria a ancianos, viudas, madres solas y niños huérfanos, bajo la aspiración que él denominaba «la república de los pobres». Es decir, José Cástulo y Amparo concebían la caridad no como auxiliar con limosnas a los desvalidos, sino ofreciéndoles empleo en sus empresas, con la convicción de que el trabajo ennoblece a la persona, a la vez que le permite desarrollar sus capacidades plenas.
No obstante, Amparo fue mucho más allá, como lo documenta Coto. En tal sentido, no solo fue generosa con su dinero, sino que además destinó mucho de su tiempo, energía y esfuerzos al impulso de numerosas acciones de bien social, siempre en favor de los más débiles.
De ello da fe su involucramiento como presidenta de la filial costarricense de La Gota de Leche, una entidad internacional nacida en Francia para garantizar la lactancia a infantes cuyas madres no podían amamantarlos. También lo fue de la Casa de Refugio, que era un orfelinato para niñas. Asimismo, sin que sus ideas fueran debidamente comprendidas y apoyadas, participó en el Patronato Nacional de la Infancia, pues concebía que «los derechos del niño como centro de toda la organización social», al igual que expresaba que el Reformatorio de Menores debía alejarse de un concepto casi carcelario, para convertirse en «un gran centro de educación muy bien conectado con la sociedad, para la readaptación posterior de sus egresados». Remarcaba que entes como estos debían contar con pediatras y psiquiatras, para entender bien las causas del abandono, y así enfrentar de raíz esta lacra.
En el plano de la salud, propuso construir un hospital para infantes, separado de el de adultos, pues ellos «necesitan ambiente de niños, médicos y enfermeras propios, colores, juguetes, jardines, música». Y no era retórica vacía —¡eso jamás en ella, que era una mujer de acción y de realizaciones!—, sino que incluso ofreció donar un terreno y aportar fondos para empezar a levantarlo, pero su propuesta no fue comprendida ni apoyada. Además, por si no bastara con estas iniciativas, donó dinero para el Sanatorio de Niños Tuberculosos, y financió la construcción de una sala de curaciones específica para mujeres, dentro del Asilo de Viejos.
A estas iniciativas se sumó el indeclinable y firme apoyo al padre Domingo Soldatti con el hospicio de huérfanos que, fundado en Cartago en 1907, dio origen a la Escuela de Artes y Oficios, la cual se convirtió después en el Colegio Vocacional de Artes y Oficios (COVAO). Es decir, Amparo convergía en la visión de los sacerdotes salesianos, en cuanto a dignificar a esos muchachitos abandonados mediante el desarrollo de sus potencialidades, para que pudieran insertarse a la sociedad y realizarse a plenitud como seres humanos. Igualmente, apoyó a Soldatti cuando estableció una Escuela de Artes y Oficios en la capital. Tan estrecho fue su vínculo con la obra salesiana —fundada por San Juan Bosco—, que fue justamente en una visita al Hospicio de Huérfanos de los Padres Salesianos, con sede en Turín, Italia, que José Cástulo sufrió el derrame que lo llevó a la muerte, el 16 de julio de 1923.
Ahora bien, todo este impresionante y admirable caudal de obras filantrópicas no eclipsa, sino que más bien realza, la dimensión política del actuar de Amparo, quien en la sufrida Cuba había bebido de los pechos de su madre Trinidad el amor por la libertad.
Por tanto, fiel a la tradición familiar, siempre se mantuvo muy activa en la lucha por la independencia de su patria natal. Fue así como, desde muy joven, después de fungir como vocal, en 1897 resultó electa presidenta del club Cuba y Costa Rica, en cuya junta directiva participaban también otras parientes. Además, dos meses antes de ese nombramiento, en su primera casa —localizada en el casco capitalino—, se había realizado una espléndida velada, con cena, baile, orquestas y declamación de poemas, la cual permitió recaudar copiosos fondos para la causa cubana.
Muchos años después, ya avezada en lides políticas, cuando su patria adoptiva se vio presa de la arbitrariedad y los desplantes de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados —el primero como desleal militar golpista del presidente Alfredo González Flores, y el segundo como secretario de Guerra y Marina—, no dudó un minuto en enfrentarse a tan pérfida tiranía. Y ahí estuvo también su esposo José Cástulo, para apoyarla sin reservas.
Fue entonces cuando la mansión de La Sabana se convirtió en una especie de centro de operaciones contra la dictadura, donde se efectuaban reuniones clandestinas, e incluso sirvió de refugio al connotado periodista e intelectual José María (Billo) Zeledón Brenes, primo segundo de José Cástulo, autor de la letra del Himno Nacional, y bravío adversario del régimen golpista. De esos aciagos días, el biógrafo Fausto Coto, diría de Amparo que «valiente, bella como una estatua de la libertad con la tea inextinguible en la mano, se enlistó entre los valientes y con ellos manejó las armas y alzó el arma de su espíritu hecho fragua de rayos, hasta dar con la tiranía en los suelos; sufrió vejámenes, perdió dineros grandes, lloró de ira muchas veces en el tremendo viacrucis liberador, pero venció».
Convertido en trizas el ignominioso régimen de los Tinoco, el líder revolucionario Julio Acosta García venció de manera arrolladora en las elecciones de 1920, como candidato del Partido Constitucional. Y aunque José Cástulo —hombre muy querido y admirado por el pueblo— fue electo como primer diputado por San José, renunció pronto, para transferir su curul a Billo Zeledón. En realidad, a él no le interesaba el poder, sino el bienestar de la patria.
En síntesis, como lo expresé en mi libro Trópico agreste al referirme a Amparo y José Cástulo, «cuesta detectar dónde se iniciaban las acciones de uno y terminaban las del otro o, para decirlo de otra manera, había plena complementariedad entre ellos, así como absoluta coherencia entre lo que predicaban y lo que practicaban. Ellos no solo tuvieron iniciativa, buenas ideas y empuje, a pesar de numerosos escollos que debieron superar, sino que también destinaron buena parte de su capital a concretar sus anhelos».
Ahora bien, hay una dimensión que conviene aclarar de nuevo —pues ya lo hice en dicho libro, y de manera más amplia—, y es que, aunque José Cástulo fue sin duda nuestro primer naturalista, es infundado afirmar que Amparo fuera nuestra primera naturalista. Es cierto que ella apoyó a su esposo siempre, e incluso fue integrante de la junta directiva del Museo Nacional después de que él murió, pero no lo acompañaba en sus giras al campo, y tampoco efectuó investigaciones biológicas de ningún tipo.
Pareciera que la confusión proviene de que, como son plantas tan hermosas y a ella le encantaba la jardinería, tuvo una inmensa colección de orquídeas vivas en su casa. Sin embargo, ella no las recolectaba ni les daba mantenimiento, pues de esto se encargaban el suizo Adolphe Tonduz y el alsaciano Carlos Wercklé, quienes eran notables botánicos, pero padecían de dipsomanía, lo que les impedía mantener un trabajo constante, de modo que, para ayudarles, ella los había contratado como jardineros. Fue por esto que —como lo ha sustentado el orquideólogo Carlos Ossenbach Sauter—, Tonduz le envió al famoso taxónomo alemán Rudolf Schlechter un gran lote de ejemplares de orquídeas, en el que éste halló más de 60 especies nuevas para la ciencia y, entonces, por gratitud hacia ella, decidió bautizar varias con su nombre, como lo fueron Amparoa costaricensis —hoy llamada Rhynchostele beloglossa—, Epidendrum amparoanum y Maxillaria amparoana.
Para concluir, se dice que, desencantada por la situación del país, un día partió para siempre hacia Honduras, donde se involucró activamente en su amada obra salesiana, regentada allá por el sacerdote José de la Cruz Turcios y Barahona, futuro arzobispo de Tegucigalpa. Su deceso ocurrió el 20 de abril de 1951, próxima a completar los 81 años de edad.
Inhumada en el cementerio de Comayagüela —no muy lejos de la capital—, años después sus restos fueron repatriados, y hoy yacen en el Cementerio General de Cartago. Aunque poco conocido, su fecundo ejemplo permanece latente en nuestros anales históricos, como una inextinguible fuente de inspiración para quienes luchen por la libertad, en favor de los desvalidos y contra todo aquello que atente contra la dignidad del ser humano.
José Cástulo Zeledón, a un siglo de su muerte: Primer naturalista costarricense y notable filántropo
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER
Luko Hilje (luko@ice.co.cr)
Hace exactamente un siglo, a mediados de julio de 1923, la sociedad costarricense fue conmocionada con una inesperada y lúgubre noticia. En efecto, en una época en que ya había teléfonos en el país, e incluso era posible enviar telegramas o cables internacionales, un aciago día llegó uno desde Italia, con el siguiente mensaje: «Turín 17.- Zeledón, San José, Costa Rica. José sufrió ataque apoplejía día 3, falleció el 16; cadáver embalsamado, ley impide transporte estación calurosa. Corvetti y Costa presentes. Esperen cartas. Amparo».
¡Había fallecido el dilecto ciudadano José Cástulo Zeledón Porras, y lejos de la patria! El cable lo suscribía su esposa, la cubana Amparo López-Calleja Basulto, con quien había emprendido un viaje para conocer Europa, él con 77 y ella a punto de cumplir 53 años. Asimismo, en ausencia de hijos por los cuales velar, por varios años habían contribuido en numerosas obras y acciones de filantropía, y orientado sus afectos hacia los niños pobres, lo cual los acercó a la comunidad salesiana, cuya misión es la educación y santificación de la juventud desprotegida. Por tanto, durante su visita a Italia se habían propuesto conocer el Hospicio de Huérfanos de los Padres Salesianos, con sede en Turín.
Para entonces José Cástulo era un solvente empresario en varios ramos. Se había iniciado en 1873 como administrador de la Botica Francesa, localizada por entonces al costado sur del Parque Central, donde por muchos años estuvo el edificio del Banco de Crédito Agrícola. Gracias a los ahorros que acumuló, pudo adquirirla en 1890 para, con su socio Federico Hermann Gottfried y los conocimientos farmacéuticos de Juan Antonio Fittye Brauns —ambos costarricenses, pero de padres alemanes—, darle una inusitada proyección, al punto de desarrollar casi 360 marcas propias, que incluían medicinas para personas y animales, cosméticos, perfumes, pastas dentífricas, etc.
Dos decenios después, ya afianzado económicamente, en 1910 fundó con Julio Alvarado Rodríguez la Compañía Industrial El Laberinto —al sur del casco capitalino, donde hoy está la Fábrica Nacional de Trofeos—, que era un complejo de fábricas de jabones, tejas y telas, más un aserradero. Según su entrañable amigo turrialbeño Juan Gómez Álvarez —abuelo de los recordados botánicos Luis Diego Gómez Pignataro y Jorge Gómez Laurito—, este proyecto tenía un propósito altruista más que comercial, pues aspiraba a que se convirtiera en lo que José Cástulo llamaba «la república de los pobres», al emplear a ancianos, viudas, madres solas y niños huérfanos.
Es pertinente destacar que José Cástulo también incursionó en el mundo de la política, pero solo con fines de servicio y genuinamente patrióticos, como debería ser. En efecto, en 1920 encabezó la papeleta de diputados del Partido Constitucional, por San José. Ello ocurrió cuando, tras la caída de la oprobiosa dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco Granados, contra la cual luchó de manera valiente y frontal junto con su esposa Amparo —extraordinaria mujer, acerca de la cual escribiré un próximo artículo—, el mencionado partido llevó al poder al líder opositor Julio Acosta García. A pesar de que no estaba muy bien de salud, José Cástulo quizás aceptó la postulación debido al bien ganado prestigio que tenía entre el pueblo, pero renunció el propio día en que inició labores el Congreso, y fue sustituido por el destacado intelectual José María (Billo) Zeledón Brenes, primo segundo suyo.
Por cierto, para entonces Billo —de notables destrezas como escritor— era administrador de la Botica Francesa, pero años antes, por necesidades económicas, había desempeñado labores bastante modestas ahí. Narra él mismo que, con 26 años de edad por entonces, «una noche, como a las ocho, estaba yo ocupado en embotellar uno de los muchos preparados de aquella Botica, cuando recibí una llamada del Ministerio de Instrucción Pública. Cambié mi ropa de trabajo y acudí al llamado. Era para notificarme que mi composición había sido premiada por el jurado […]. Ello ocurrió el 24 de agosto de 1903». Fue así cómo, en un acto discreto pero muy significativo, esa noche se oficializó la letra del Himno Nacional de Costa Rica, cuya partitura musical había sido compuesta por Manuel María Gutiérrez Flores medio siglo antes, en 1854.
Para retornar al fallecimiento de José Cástulo, sufrió un desmayo el 3 de julio, mientras visitaba el ya citado hospicio y, una vez internado en el Hospital San Juan de Dios, se le diagnosticó una apoplejía o derrame cerebral. Semana y media después expiró, a pesar de los cuidados de varios médicos, entre los que figuró su amigo Giulio Corvetti Ferrabiago, quien había residido en Costa Rica. A continuación, se debió proceder a embalsamar su cuerpo, que debía permanecer en Italia, pues era verano en Europa y, además, no se podía garantizar su integridad durante la travesía hasta Costa Rica. Por tanto, había que esperar una ocasión más propicia, y fue así como, casi un semestre después, su cadáver fue transportado hasta Puerto Limón, donde arribó el 18 de diciembre. Su inhumación se efectuó dos días después en el Cementerio General, en un conmovedor y concurrido acto.
De esta manera, se cerraba el círculo, y concluía la travesía vital de este magnánimo caballero, que pudo haber sido un ciudadano más, pero no lo fue. Veamos por qué.
Nacido en Los Anonos —en el actual cantón de Escazú—, y después residente exactamente detrás de la Catedral Metropolitana, todo empezó un día de 1862, cuando, con apenas 16 años de edad, su padre se propuso conseguirle empleo. Y, quizás porque desde su infancia había mostrado interés por la naturaleza, y por las aves en particular, lo llevó a la botica del médico Alexander von Frantzius. Llegado al país a inicios de 1854 junto con su colega Karl Hoffmann, ambos alemanes eran naturalistas, y a von Frantzius lo grupos que más le interesaban eran las aves y los mamíferos, grupos de lo cuales nos legaría dos invaluables catálogos años después.
Cabe acotar que José Cástulo provenía de un hogar de clase media, fundado por Manuel José Zeledón Mora y María del Carmen Porras Vargas, quienes procrearon once hijos. Además de poseer algunas fincas de café, su padre fue gobernador de San José por casi 30 años. Asimismo, su familia tenía importantes vínculos políticos, pues su padre era sobrino de Juan Mora Fernández —nuestro primer Jefe de Estado—, mientras que su mamá era prima tercera de la madre del prócer Juan Rafael (Juanito) Mora Porras.
Visto ahora en retrospectiva, el día en que don Manuel llegó con su muchacho al umbral de la botica de von Frantzius, estaba a tan solo un paso de introducirlo en un recinto que marcaría su vida para siempre pues, si bien funcionaba como un punto de venta de medicinas, en realidad fue mucho más que eso para el talentoso mozalbete. Esto es así porque José Cástulo no se limitó a fungir como un simple dependiente, sino que se interesó mucho en los especímenes de aves y mamíferos que su jefe embalsamaba, para enviarlos a museos en el extranjero. Y, poco a poco, su patrono se metamorfoseó en tutor y mentor, no solo para instruirlo en las artes de la taxidermia, sino que también para acrecentar su vocación por el estudio de los animales y, más importante aún, para enseñarle a razonar y a actuar como un científico.
Al respecto, los antecedentes y credenciales de von Frantzius eran excepcionales, como lo documentamos en detalle en el libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX. Por una parte, había sido discípulo de connotados científicos, como el zoólogo y fisiólogo Carl Theodor von Siebold, el anatomista y antropólogo Johann Ecker, el morfólogo y fisiólogo Johannes Müller, y el patólogo humano Rudolf Virchow, que fue el proponente de la Teoría Celular. Además, ya graduado, fue compañero de trabajo de los fisiólogos Jan Evangelista Purkinje y Johann Czermak, así como del químico Robert Bunsen y el físico Gustav Kirchhoff. Para culminar, cuando llegó a Costa Rica portaba una carta de recomendación dirigida al presidente don Juanito Mora por Alexander von Humboldt, el más grande naturalista de la época, cuyo inmenso legado científico pervive hasta hoy.
En síntesis, como lo manifestamos en el artículo José Cástulo Zeledón, primer naturalista costarricense (Revista de Ciencias Ambientales, Vol. 52(1), 2018), en esa relación cotidiana, «sin percatarse, José Cástulo recibía a diario las enseñanzas de un serio e inquieto científico, que traía consigo, ya destilados, no solo conocimientos innovadores, sino que también el fruto de conversaciones, discusiones, debates, etc. en torno al quehacer científico. Fueron seis años de rica interacción entre mentor y discípulo, quien al lado suyo y de manera casi inadvertida se transformó de imberbe adolescente en adulto».

No obstante, lamentablemente, tan grata y profunda relación formativa se tronchó de súbito, pues a inicios de mayo de 1868 falleció la esposa de von Frantzius y, bastante enfermo él también, decidió retornar a Alemania para siempre. Esto ponía en aprietos a su pupilo, quien «después de mi partida, se vería obligado a buscarse un puesto de aprendiz de comerciante, con lo cual ya no tendría ni la oportunidad ni el tiempo de seguir con sus estudios y colecciones, como lo ha hecho hasta ahora conmigo», según lo manifestó en una carta a Spencer F. Baird, subdirector del Instituto Smithsoniano, en Washington, con quien mantenía contacto epistolar desde 1862.
Sin embargo, por fortuna, von Frantzius y Baird supieron aquilatar el potencial de José Cástulo, y entendieron a cabalidad que él podría realizarlo y completarlo en tan prestigiosa entidad que, aunque no es una universidad, es un centro de altísimo nivel científico. Por tanto, había que buscar la manera de financiarle una pasantía, por unos dos años. Al final, acordaron que von Frantzius cubriría los US$ 250 del viaje, y que Baird exploraría alguna fuente para su manutención, quizás como ayudante de investigación. Así ocurrió, y la noche del 13 de junio von Frantzius y José Cástulo zarpaban de Puntarenas hacia Panamá y después viajaban hasta Washington, donde el primero dejó al jovencito y continuó hacia Alemania.
Fue así como, con apenas 22 años, y proveniente del entorno aldeano de San José, de pronto José Cástulo se vio inmerso en la vorágine de la capital de EE.UU. Presa del inevitable mal de patria, y con algunos conocimientos del idioma inglés, poco a poco empezó a desplegar sus habilidades, gracias al padrinazgo y el afecto de Baird, del reputado ornitólogo John Cassin —quien murió poco después—, y de su compañero Robert Ridgway, cuatro años menor que él, quien a partir de entonces se convertiría en su gran amigo, de por vida.
Ahí permanecería no dos, sino cuatro años, dedicado de lleno al estudio de las aves. En realidad, no tenía prisa alguna por regresar, pues en Costa Rica no hallaría trabajo, dado que en la Universidad de Santo Tomás no había carreras relacionadas con las ciencias naturales, además de que aún no existía el Museo Nacional.

Mientras se debatía en cavilaciones acerca de su futuro, por azares del destino, de súbito apareció una oportunidad providencial. En efecto, tras la apertura del ferrocarril al Atlántico, el gobierno del general Tomás Guardia Gutiérrez se proponía organizar una expedición a la vasta e ignota región de Talamanca, para buscar yacimientos de oro y carbón, al igual que a inventariar plantas y animales con potencial económico o comercial. Y fue así como, encabezada por el geólogo estadounidense William More Gabb, se le ofreció el puesto de zoólogo a José Cástulo, el cual por supuesto aceptó, pues sabía mucho de aves, bastante de mamíferos, y algo de otros grupos faunísticos.
Repatriado a fines de 1872, ya el 26 de febrero de 1873 se unía a los demás expedicionarios, para enrumbarse hacia la enigmática Talamanca. Sin embargo, tristemente, para él todo no fue más que un espejismo. Además de que la malaria afectó al grupo muy pronto, empezaron los conflictos con Gabb, de quien diría que «no se pudo haber hallado peor hombre, avaro al extremo, caprichoso, y sin la menor disposición ni aptitud para fungir como jefe». En consecuencia, a pesar de su humildad, compañerismo y carácter sereno, no toleró las viarazas de Gabb, y decidió renunciar en junio.
A partir de entonces, con 27 años de edad, sin trabajo y enfermo de malaria —cuyas secuelas lo afectarían por el resto de su vida— se instaló en la capital, sin saber qué hacer de su vida. No obstante, tanto se le respetaba que, muy pronto, ya en agosto se le contrataba como administrador de la Botica Francesa, fundada en 1869 por el farmacéutico polaco Emilio Moraczewski, y por entonces propiedad del empresario Francisco Quesada Esquivel. ¡Quién habría de imaginar que un joven formado en el campo de la ornitología lograría impulsar con tanto éxito ese negocio! Creo que el hecho de ser bilingüe, más su claridad de pensamiento y sus capacidades analíticas —pulidas durante su estadía en el Instituto Smithsoniano—, así como otros atributos personales, le permitieron dar tan insospechado salto.
Ahora bien, para fortuna de nuestras ciencias biológicas, sus ocupaciones de administrador no le extinguieron ese fuego interno que von Frantzius había detectado y avivado en él. Y fue así como, a pesar del serio agobio y desgaste provocados por la malaria, cada vez que podía emprendía excursiones para recolectar aves y mamíferos, o compraba especímenes y los embalsamaba, con la destreza que lo caracterizaba. Aún más, de su propio bolsillo financió nada menos que cinco pasantías en el Instituto Smithsoniano, para comparar sus nuevos especímenes con los de las colecciones ahí presentes.
Asimismo, un hecho a resaltar es que cuando, gracias a las reformas impulsadas por el gobierno liberal de Bernardo Soto Alfaro, se planteó la idea de crear el Museo Nacional, José Cástulo actuó como intermediario para que su futuro director, el joven Anastasio Alfaro González, efectuara una pasantía de seis meses en el Instituto Smithsoniano —costeada por nuestro gobierno—, en cuanto al funcionamiento y administración de museos. Además, ya fundado dicho ente, en mayo de 1887, él fue integrante de su primera Junta Administrativa, y de diversas maneras colaboró en sus actividades. Una de ellas fue la venta de su invaluable colección de aves —de 1090 especímenes, y en la que estaban representadas unas 400 especies, debidamente clasificadas—, para que dicho ente pudiera empezar a funcionar; las vendió por 1500 pesos, un monto más bien simbólico quizás, pues él era sumamente generoso.
Sobre esto último, debe destacarse que, una vez convertido en un acaudalado empresario, actuó como un verdadero mecenas de jóvenes naturalistas, como el propio Anastasio Alfaro y José Fidel Tristán, así como de algunos extranjeros. Por ejemplo, en dos ocasiones financió de su bolsillo los pasajes de barco y la estadía de su entrañable amigo Ridgway, para que recolectara ampliamente en el país y enriqueciera las colecciones del Instituto Smithsoniano, además de que arriesgó a prestarle un monto alto de dinero para que pudiera publicar su valioso libro Color standards and color nomenclature, el cual alcanzó tal éxito, que permitió recuperar los costos.
A propósito de libros, es pertinente aquí una digresión, para indicar que en lo único que José Cástulo se mostró parco, fue como escritor, a pesar de que redactaba de manera excelente en español e inglés. En realidad, a su haber hay apenas tres publicaciones estrictamente científicas: Catalogue of the birds of Costa Rica, indicating those species of which the United States National Museum possesses specimens from that country (1885), Descripción de una especie nueva de gallina de monte (1888) y Catálogo de las aves de Costa Rica (1888). A éstas se suma un capítulo intitulado Reino Animal (1886), en el libro Apuntamientos geográficos, estadísticos e históricos de Costa Rica, editado por Joaquín Bernardo Calvo Mora. Es decir, quizás por recato, timidez o falta de tiempo, nos privó de relatos de viaje y remembranzas, al igual que de biografías de científicos con los que alternó, como los que escribieron los naturalistas Alfaro, Tristán y Ottón Jiménez Luthmer, todos de pluma exquisita. Pero, bueno… ¡nadie es perfecto!
Para concluir, y a manera de síntesis, debe reafirmarse que, gracias a su preclara inteligencia, iniciativa y empeño, así como a la intervención oportuna, visionaria y solidaria de von Frantzius y Baird, José Cástulo se convirtió en nuestro primer naturalista y, sin egoísmo alguno, también sirvió de puente, a la vez que de gozne, para que el legado de los naturalistas pioneros —el danés Anders Oersted y los alemanes Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius— se acrecentara con los aportes posteriores de los naturalistas suizos reclutados como parte de la Reforma Liberal, como Henri Pittier, Paul Biolley y Adolphe Tonduz.
Eso, sin lugar a dudas, lo inmortaliza en los anales históricos de nuestras ciencias biológicas, y conviene recordarlo y reafirmarlo hoy, al conmemorar el centenario de su partida.

En el 70 aniversario de la Revista de Biología Tropical
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.
Publicado originalmente en la revista digital europea MEER
Luko Hilje (luko@ice.co.cr)
Pronto completaré mi año 71 de vida y, ahora jubilado, me he dedicado a investigar y escribir sobre la historia de nuestras ciencias biológicas. Esto me llena de gran satisfacción y regocijo, pues con ello cumplo dos responsabilidades como ciudadano: honrar la memoria de los naturalistas y científicos que supieron abrir sendas en el conocimiento de nuestra naturaleza, y hacer consciencia acerca de la urgente necesidad de proteger los maravillosos dones naturales de los que disfrutamos a diario, y especialmente quienes vivimos en el trópico, con esas inextricables, sutiles y deslumbrantes tramas de relaciones ecológicas entre las plantas y los animales silvestres, pero que son tan frágiles.
Al respecto, después de casi seis meses de trabajo, recién terminé de escribir un muy extenso artículo intitulado «Los pioneros de la entomología en Costa Rica», que envié de inmediato a la Revista de Biología Tropical, con la que había pactado publicarlo, a propósito de la celebración del septuagésimo aniversario de su creación. Será antecedido por uno aún más extenso, denominado «Naturalistas y científicos extranjeros influyentes en el desarrollo de las ciencias biológicas en Costa Rica» —que verá la luz en las próximas semanas, como parte de un número conmemorativo—, y en el cual acoto que «con casi 70 años de publicación ininterrumpida, la Revista de Biología Tropical representa el foro científico más especializado y con mayor trayectoria histórica en la biología de los trópicos, en sentido amplio».
En realidad, para una revista de cualquier país, no es nada sencillo alcanzar los 70 años, y menos para las de los países del llamado Tercer Mundo. Apasionado por el mundo de la comunicación científica, he vivido y sufrido varias veces —desde adentro— la pesarosa incertidumbre de no saber si habría un mañana para una revista. Esto es así porque siempre hubo una conjunción de factores —de diferente peso específico—, pero el principal era el desfinanciamiento, al igual que la incomprensión de burócratas, tanto gubernamentales como universitarios, cuyas anteojeras les impedían tener una visión de largo plazo acerca de la importancia de las revistas en el desarrollo científico y tecnológico de un país. En cuanto a la Revista de Biología Tropical, con la que me identifiqué de corazón desde mis días de estudiante universitario, ese fue un mal crónico, que puso en serio riesgo su continuidad, y de lo cual dejé testimonio hace 33 años en el artículo «El calvario de una revista» (La República, 22-IX-90).
Lo cierto es que no puede haber ciencia sin revistas, en las que los investigadores publiquen sus hallazgos, sus avances de investigación, a la vez que expresan sus criterios y percepciones, para compartirlos por ese medio con sus pares académicos o colegas y, al fin de cuentas, con la sociedad como un todo.
Eso lo comprendieron a cabalidad los gobernantes que, como Bernardo Soto Alfaro, impulsaron la célebre Reforma Liberal, en la que —lejos del asfixiante clericalismo que nos había dominado desde la propia conquista española—, otorgaron primacía a la ciencia y la tecnología, para impulsar el desarrollo del país. Además del reclutamiento en Suiza de los excelentes científicos Henri Pittier, Paul Biolley y Adolphe Tonduz, los frutos más suculentos de sus acciones fueron la fundación del Museo Nacional (1887) y el Instituto Físico-Geográfico Nacional (1889). Y, ya establecidos ambos entes, sus respectivos directores, Anastasio Alfaro y Pittier, persuadirían al gobierno para que financiara la publicación de los Anales del Museo Nacional de Costa Rica y los Anales del Instituto Físico-Geográfico Nacional.
Es decir, hacer ciencia de calidad, compartirla y divulgarla, para ponerla al servicio de la sociedad y de la humanidad. Lamentablemente, por diversas circunstancias, en 1890 ambas revistas debieron ser fusionadas, y para 1896 habían expirado, sin alcanzar un decenio de vida. Ante este vacío, que se prolongó por unos cuatro años, Pittier captó que había que crear otro tipo de publicación, a la que llamó Boletín del Instituto Físico-Geográfico Nacional, de carácter más divulgativo, concebida para un público no científico, pero con un nivel educativo suficiente para obtener provecho de su contenido. Sin embargo, vio su fin en 1904, con apenas cuatro años de existencia. Y fue así cómo, a partir de entonces, viviríamos medio siglo de oscurantismo en el ámbito de la divulgación científica derivada de la investigación local.
Tras tan dilatada espera, la buena nueva fue el surgimiento de la revista Turrialba, nacida en 1950 en el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (IICA), con sede en el cantón homónimo. No obstante, por ser el IICA un ente de cobertura continental, no toda la información publicada provenía de Costa Rica, además de que su énfasis era la producción agrícola y forestal. Sin embargo, no mucho después vendrían tiempos halagüeños para la biología pura, básica o fundamental —que es tan importante como la aplicada—, y la que tanto Alfaro como Pittier practicaron y fomentaron.
En efecto, y por fortuna, la coincidencia de dos preclaras mentes daría a luz una revista en la que, aunque inicialmente predominaron las ciencias biomédicas —y sobre todo la microbiología—, poco a poco se abriría espacio la biología pura, al punto de que, con el correr del tiempo, llegó a predominar en cada uno de los números o fascículos publicados hasta hoy.
Acerca del origen de dicha revista, no hay duda de que en ello fueron clave dos destacados científicos: el médico italiano Ettore De Girolami y el parasitólogo costarricense Alfonso Trejos Willis, este último discípulo del egregio científico Clodomiro (Clorito) Picado Twight. Al respecto, hay versiones contradictorias acerca de su paternidad, las cuales aparecen algo más detalladas en nuestro artículo «Alfonso Trejos Willis y la génesis de la Revista de Biología Tropical» (La Revista, 3-XI-2021). He aquí la versión resumida.
En un artículo intitulado «Reseña histórica de la fundación de la Revista de Biología Tropical», publicado en la propia revista en 1988, De Girolami acota que:
En los primeros días de septiembre de 1952, durante una de mis visitas al laboratorio del Hospital San Juan de Dios, expuse al Dr. Trejos mi plan para fundar una revista científica patrocinada por la Universidad. Don Alfonso acogió la idea con entusiasmo, y juntos nos pasamos la mañana soñando y haciendo planes. Asimismo, de inmediato narra algunos detalles de la gestación del proyecto de revista, que contó con la aprobación del economista Rodrigo Facio Brenes, rector de la Universidad de Costa Rica.
Sin embargo, todo parece indicar que la afortunada idea empezó a tomar forma incluso antes de la llegada De Girolami a Costa Rica, ocurrida en 1950. Así lo explica el Dr. Rodrigo Zeledón Araya —connotado científico, hoy con 93 años— en una entrevista intitulada «Origen de la Revista de Biología Tropical», publicada en 2015 en dicha revista. En ella señala que «en 1949, Alfonso nos comenzó a hablar, por primera vez, de la necesidad de una revista científica nuestra», y que no se quedó en las puras intenciones. Por el contrario, al prever la necesidad de que «si vamos a hacer una revista, necesitamos que la gente escriba correctamente», le sugirió a Zeledón «hacer un librito de cómo se escriben los trabajos científicos», el cual vería la luz en 1953, con el título Normas para la preparación de trabajos científicos, escrito por ambos. Mientras esto se gestaba, Trejos conversó con su entrañable amigo Facio, quien acogió y respaldó la idea de la revista, y posteriormente acordaron que De Girolami «se encargara de editar la revista, conseguir artículos para ser juzgados, atendiera la correspondencia y velara porque saliera a su debido tiempo, de acuerdo con la programación».
En fin… esto es lo que se sabe. Pero lo más importante es que nadie reclamó paternidad alguna, y se actuó con armonía y presteza. Pronto incorporaron al microbiólogo Armando Ruiz Golcher en el Comité de Redacción, y prepararon una propuesta formal, que el Consejo Universitario conoció y aprobó el 5 de enero de 1953. Hecho esto, el grupo trabajó con entusiasmo y diligencia, no solo en los aspectos logísticos, sino que también en el contenido, para lo cual debieron incluir sus propios artículos, al punto de que, de los diez artículos del primer número, en seis eran autores o coautores los tres miembros del citado comité; dos más fueron escritos por el Dr. Rodrigo Zeledón, uno por Luis Enrique Solano Serrano y el otro por Carlos Alberto Echandi Rodríguez. Fue el 15 de julio de 1953 que venía al mundo la anhelada criatura, entre el penetrante olor a tinta y el monótono ruido de los talleres gráficos de la Imprenta Falcó.
En concordancia con el contenido de ese primer número, en realidad debió haberse llamado… ¡Revista de Microbiología Tropical! Sin embargo, para sus fundadores estaba claro que, poco a poco, iba a acoger contribuciones de las ciencias biológicas sensu lato; de hecho, para entonces ni siquiera existía el Departamento de Biología, que se fundaría en 1957 y adquiriría la condición de Escuela en 1974. Asimismo, se decidió que sería una revista multilingüe, sobre todo con el fin de extender su influencia a países tropicales no hispanohablantes, tanto de América como de África, Asia y Oceanía.
Al respecto, el desiderátum manifestado en el editorial del primer número rezaba así: «La recompensa de nuestro modesto trabajo será el estímulo que, para la producción científica de nuestra juventud universitaria, represente el tener una revista seria, de amplia divulgación en el extranjero y que sea expresión del naciente pensamiento científico costarricense». ¡Y no hay duda de que lo lograrían! Los hechos hablan por sí solos, con tan copiosa cosecha. Por ejemplo, más de 9000 artículos han sido presentados a la revista en el último decenio, y los más selectos —porque se actúa con tamices muy estrictos— están contenidos en los 211 números publicados hasta hoy, a los que se suman los aparecidos en nada menos que 54 suplementos monográficos. Asimismo, de los artículos publicados en el siglo XXI —según me informa su actual director, el Dr. Jeffrey Sibaja Cordero—, el 17% proviene de científicos costarricenses, a quienes se suman los investigadores de México (20%), Colombia (12%), Brasil (8%), EE. UU. (7%) y de otros países (36%).
Ahora bien, en cuanto a mi relación con la revista —de la cual fui suscriptor por largo tiempo, así como colaborador con 16 artículos en años recientes, ya sea como autor único o como coautor—, esto lo he narrado en detalle en los dos artículos periodísticos que ya cité, al igual que en «Medio siglo fecundo» (Semanario Universidad, 6-IX-02).
En realidad, aunque nunca he sido profesor en la UCR —con excepción de un curso de postgrado en control biológico de plagas, que impartí en 1984— mis afectos hacia ella son de larga y profunda raigambre, y datan de mis días de estudiante, cuando tuve la fortuna de tratar a su editor y director de entonces, don Manuel Chavarría Aguilar y al Dr. Rafael Lucas Rodríguez Caballero, quien le permitía a don Manuel utilizar un sector de su oficina para desempeñar sus labores editoriales. De tan memorables días, expresé lo siguiente:
¡Cuántas horas de gratas tertulias vivimos ahí, entre la sapiencia y la picardía de don Manuel, y el enciclopedismo y el fino humor de don Rafa! ¡Cuánto se nos acrecentó el gusto y cariño por ese arte y disciplina, a veces poco entendida y valorada, que es la edición científica!
Ello ocurría en medio de los avatares propios de publicar cada número, que nunca podía salir a tiempo, sobre todo por falta de fondos.
Cuando, tras la muerte de don Manuel y don Rafa, asumió labores el amigo y colega Julián Monge Nájera, enfrentó problemas similares, los cuales se agudizaron tanto, que en un aciago momento hubo un inminente riesgo de desaparición de la revista, pero él supo luchar con denuedo y, al final, salir airoso. Por eso, tiempo después, al celebrar su cincuentenario, expresé que «esta querida revista, como la cigarra de la hermosa canción de María Elena Walsh, está viva a punta de pequeñas resurrecciones, en medio de carencias, pobrezas, incomprensiones y miopías», para después afirmar que «en verdad, es como un sueño verla aquí, sobreviviente, robusta y, por fin, puntual».
Hoy, 20 años después, renovada y revitalizada, en gran medida gracias a los medios y tecnologías modernos de comunicación, pero sobre todo al empeño y compromiso de Julián, Jeffrey y quienes los han apoyado en este largo y tortuoso proceso, jubilosos decimos «¡¡¡Salud!!!», y deseamos que la marcha continúe a paso firme hacia el centenario. Y, ya aquí en confianza, ¡quién quita que yo esté ahí para celebrarlo!, pues los viejitos ahora duramos mucho, y la revista y yo tenemos casi la misma edad.






Para conocer mejor y proteger nuestras serpientes
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.
Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)
Publicado originalmente en la revista digital europea MEER
Al leer el título del presente artículo, más de un lector pensará que perdí la chaveta, pues… ¿quién habría de proteger o conservar a un grupo de animales al que se le asocia de manera axiomática con la perfidia y la muerte?
No obstante, es pertinente insistir en que «no son, necesariamente, ni más feas ni más bonitas que otros animales, pero nacieron malditas en la memoria colectiva de la humanidad, a lo cual sin duda ha contribuido fuertemente la visión bíblica del génesis, cuando Adán y Eva fueron inducidos al pecado —¡desventuras de su apariencia fálica!— por una malévola serpiente. Pobre “animala” —sí, porque incluso le endilgaron el género femenino—, pues fue ella la que terminó estigmatizada con el pecado original, que nunca podrá borrar». Esto lo escribí en un artículo intitulado Serpientes, publicado en el diario La República (8-III-2005) para saludar la aparición de la primera edición del libro Serpientes de Costa Rica, del apreciado amigo y herpetólogo Alejandro Solórzano López.
Han transcurrido 18 años, y debo decir que ahora se renueva en mí ese regocijo, mientras me deleito hojeando y ojeando un ejemplar de la segunda edición del libro, que recién vio la luz, gracias a la visión y al tesón de Alejandro, asiduo y consumado investigador de nuestros reptiles, a cuyo estudio ha dedicado más de 40 años. Algo muy meritorio es que, a diferencia de la primera edición, emergida de la editorial del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), esta vez Alejandro se aventuró a hacerlo como un proyecto personal, con los riesgos que eso implica; no obstante, con la credibilidad que se ha ganado, logró acopiar algunos fondos de entidades y personas amigas, y pudo ver cristalizado su sueño.
En realidad, si la primera edición alcanzó niveles de excelencia científica y estética, no hay un término superlativo para calificar esta nueva obra, tanto en términos cualitativos como cuantitativos. Esto es así porque, además de actualizar la información biológica y ecológica de las 147 especies hasta hoy conocidas como residentes en el territorio de Costa Rica —pues en los últimos años se describieron 10 nuevas especies—, su volumen se incrementó de 791 a 1116 páginas, mientras que la cantidad de fotografías aumentó de 300 a 710 imágenes, todas de calidad estupenda. Asimismo, en esta edición se incluyen tres nuevas y amplias secciones, provenientes de dos científicos invitados, ambos de gran prestigio en sus campos; al respecto, el Dr. Mahmood Sasa Marín escribió las secciones intituladas Origen y evolución de las serpientes y sus venenos, así como Conservación de serpientes en Costa Rica, en tanto que el Dr. José María Gutiérrez Gutiérrez hizo lo propio con la sección Envenenamientos por mordedura de serpiente en Costa Rica.
Mientras me solazo contemplando tantas formas, colores y comportamientos, no puedo dejar de evocar mi época de estudiante en la Universidad de Costa Rica.
Aunque desde muy temprano en mi carrera opté por la entomología agrícola, debía tomar algunos cursos electivos referidos a animales vertebrados, para poder graduarme como biólogo especializado en zoología. Ante este dilema, una de las pocas opciones que tenía era matricularme en el curso de Herpetología, impartido por el Dr. Douglas Robinson Clark. De él se decía que era muy estricto y hasta medio tirano, y que, con tal de encontrar y recolectar culebras, anfibios y lagartijas, llevaba a sus estudiantes a giras nocturnas por la ribera de ríos y quebradas, sin importarle otra cosa que regresar a las aulas con una muestra sustanciosa de especímenes vivos, para su posterior estudio.
Al respecto, como una confirmación de lo que se decía de él, aún recuerdo que un par de años antes de que me decidiera a inscribirme en su curso, al regreso de una gira por Guanacaste fui a esperar a una compañera que lo estaba tomando y, cuando llegaron, ¡me quedé patitieso y boquiabierto! «¡Bajen con cuidado!», les advirtió Douglas, pues en esa especie de arca de Noé con llantas —el memorable jeep Land Rover de doble cabina usado para las giras de la Escuela de Biología— viajaban más culebras, sapos, ranas y lagartijas que estudiantes. Para hacer más dramática tan pintoresca escena, en la parte posterior del vehículo, dentro de un saco de gangoche tendido sobre el piso, venía arrodajada una inmensa cascabel (Crotalus simus), mientras que en los asientos laterales flanqueaban el saco cuatro estudiantes. ¡Habían viajado cinco o seis horas con las piernas entumidas, así como con los pies intercalados con los traseros de los compañeros sentados en el asiento del frente, con tal de no pisar tan peligrosa víbora!
De momento, eso bastó para disuadirme de tomar el curso al año siguiente, aunque debo reconocer que, además, tenía cierta aversión o recelo hacia las serpientes. En efecto, recuerdo como si fuera hoy, y así lo narré en el artículo Turrialba y las terciopelos (Turrialba Hoy, mayo-junio 2005), que siendo muy niño, como familia vivimos a distancia la tragedia de Carlos Alberto Huete Coronado —cuñado de un primo hermano de mi madre—, quien en Turrialba fue mordido por una terciopelo (Bothrops atrox), sin que se le pudiera salvar la vida, tras incontables días de expectación y angustia. Así que, como no había prisa, le di largas al asunto.
Transcurrieron los años sin que yo llegara a tratar a ese temido profesor, que «hosco en su apariencia reptiliana, realmente escondía a un niño en su buen corazón, el cual afloraba espontáneo en su sonrisa y ojos cuando la timidez cedía», como lo describí en un pasaje del artículo Douglas (Semanario Universidad, 28-VI-1991), escrito a su muerte. Nuestras interacciones fueron escasas, y restringidas al ámbito político-académico, pues en dos años distintos fui presidente de la Asociación de Estudiantes de Biología y representante estudiantil, lo cual me daba el derecho de participar en las asambleas mensuales de profesores.
Sin embargo, tras obtener el bachillerato a fines de 1973, el inicio del nuevo año fue muy auspicioso, pues durante el verano pude tomar Ecología de Poblaciones, magnífico curso de posgrado ofrecido a estudiantes de países latinoamericanos por la Organización de Estudios Tropicales (OET). Aunque era un curso colegiado, con profesores de muy alto nivel, tanto nacionales como extranjeros, Douglas era el coordinador, junto con Gary Stiles y Sergio Salas Durán, y con ellos recorrimos gran parte del país aprendiendo a realizar investigación de campo. De tan fatigosos pero gratos días, en el artículo recién citado escribí lo siguiente sobre Douglas: «Nos puso a trabajar, en jornadas de más de quince horas diarias durante dos meses, para estudiar la ecología de las poblaciones naturales. El curso fue una expurgación de lo libresco, del reportecito fácil, de la biología de folletín. Ahí, entre la extenuación, nacimos como ecólogos».
Recuerdo que la primera zona que visitamos fue el suroeste del país, y durante una semana nos hospedamos en un pequeño hotel de la Compañía Bananera, en Quepos. Nomás empezando el curso, en una mañana de despiadado sol y copioso sudor, estábamos clavando unas estacas para delimitar una parcela de estudio en una plantación de palma africana. De súbito algo se movió y, a todo galillo, una compañera gritó: «¡¡¡Una culebraaaaaaa!!!», tras lo cual observamos que en el alto zacatal se formaba una ondulante estela conforme la serpiente huía veloz de nosotros y, sobre todo, de quien lanzó tan destemplado alarido.
Al instante, como si a un niño le hubieran avisado que fuera recoger un delicioso helado, Douglas sonrió con fruición y, sin pensarlo dos veces, corrió a grandes zancadas sobre la vegetación. En menos de cinco minutos estaba de regreso con la presa en sus manos, así como con una pícara sonrisa de oreja a oreja. «No se asusten. Es una boa», fue todo cuanto nos dijo. Desde ese día, Pablo —como la denominó, sin acta ni pila bautismal de por medio—, se convirtió en nuestro compañero de curso durante una semana. Ya de regreso a la UCR, y antes de partir hacia la segunda gira de estudio, al Cerro de la Muerte —las otras serían a Palo Verde, Monteverde y la Estación Biológica La Selva, en Sarapiquí—, la dejó en su laboratorio, donde lo acompañaría por varios años.
Durante los dos meses que duró el curso, la interacción cotidiana con Douglas hizo posible construir una relación académica de gran respeto mutuo, y en la que —de manera espontánea y sincera— me permitió que lo llamara por su primer nombre. Tanta fue su confianza, que en los dos años siguientes él y sus colegas me nombrarían asistente del curso, por lo que acrecentaría mi amistad con ellos, algo que me honra hasta hoy, a mis 70 años de edad, y cuando esos genuinos maestros que fueron Douglas y Sergio ya no están con nosotros.
Ahora bien, de regreso al curso lectivo normal, en marzo de 1974, tal fue mi relación académica con Douglas, que tomé con él el curso de Anatomía Comparada, así como un seminario de ecología de relaciones simbióticas, los cuales disfruté inmensamente, dada la calidad científica de este auténtico mentor. Por eso, en mi artículo póstumo expresé que «nos enseñó a dudar, a escrutar, a argumentar, a pensar. Nos transformó, para formarnos». Aún más, gracias a los provocadores desafíos que nos planteaba, me sentí estimulado para efectuar dos trabajos de investigación que, aunque breves, tiempo después se convertirían en artículos para revistas científicas, el primero de ellos sobre la relación entre la anatomía de los murciélagos y su alimentación, el cual apareció en la revista Brenesia, del Museo Nacional.
Y, bueno…, hasta entonces seguía con el pendiente de tomar el curso de Herpetología, lo cual no fue posible sino hasta el segundo semestre de 1975, y también lo disfruté mucho.
Es curioso que, por alguna razón acerca de la que nunca indagamos, para entonces Douglas había atemperado sus ímpetus de recolector. Recuerdo haber efectuado una gira al cerro Chompipe —en las estribaciones el volcán Barva— un domingo por la noche, y después algunas por varios días al Bajo de La Hondura, a Sarapiquí, a Moravia de Chirripó y al Parque Nacional Santa Rosa, y era más bien cauto; por ejemplo, en Moravia, localidad conocida como un «culebrero», nos pidió que no ingresáramos a la montaña, y que él lo haría solo —¡lo cual le agradecimos mucho, por supuesto! —, aunque al final regresó con muy poco en las manos.
Irónicamente, aunque en esas excursiones capturamos numerosos anfibios y reptiles, así como algunas serpientes no muy grandes, el único episodio adverso que enfrentamos fue más bien con sanguijuelas. En efecto, una noche, mientras recolectábamos ranas en una charca en La Selva con el agua hasta la cintura, decenas de sanguijuelas se metieron por las botas de hule y nos subieron por las piernas, para adherirse con sus ventosas a nuestra piel, mientras soportábamos de manera estoica —¡pues había que seguir recolectando! — el agudo dolor causado por sus filosos dientes. Por fortuna, como fumador empedernido que era, Douglas tenía a mano la solución, y después sacó un paquete de cigarrillos, nos dio uno a cada uno, para así quemarles el abdomen y que se desprendieran esos insaciables gusanos hematófagos, para entonces henchidos de sangre.
El otro conato de accidente me ocurrió solo a mí, pero no en el campo, sino en un aula en el sótano de la Escuela de Biología. Al respecto, recuerdo que una noche estábamos en una sesión de laboratorio, para lo cual el recordado amigo turrialbeño Federico Valverde Bonilla —asistente de Douglas—, en las mesas laterales colocaba hileras de cajas con paredes de vidrio, dentro de las cuales había serpientes. Cada una tenía una tarjeta con el nombre científico de la especie, el sexo del espécimen, así como algunos datos acerca de la historia natural y la distribución geográfica de la respectiva especie. Además, con una equis roja, en la tarjeta se indicaba si la especie era venenosa, para que no la sacáramos de la jaula ni la manipuláramos.
Éramos ocho los estudiantes, y había material de sobra para analizar, de modo que cada uno estaba en lo suyo, tomando apuntes sobre la especie de turno. Mientras tanto, Douglas se mantenía trabajando en su oficina-laboratorio, en el primer piso del edificio.
Pues…, sí. Yo había anotado la información de unas dos o tres especies, y extraído todas para revisarlas más de cerca, e hice lo mismo con la que seguía. Estaba en esas cuando, de súbito, en medio del absoluto silencio de la noche, oímos venir a Douglas desaforado, bajando por las gradas. Al embocar en la puerta del aula, se dirigió a mí y me espetó un «¡Suéltela!». Creo que no la solté para obedecer la orden recibida, sino del puro susto de ver a Douglas con la cara roja y sudorosa, así como con los ojos desorbitados.
Él la recogió del piso, la introdujo en la jaula, y respiró profundo. Y, ya aliviado, en medio de las risas de todos —para así liberarnos del tenso episodio recién sufrido—, tomó una tarjeta y la marcó con una inmensa equis roja, debajo de la cual escribió el latinajo lapsus calami, como disculpa por el serio error en que había incurrido, al no haber colocado antes esa señal de advertencia. En ese momento, ya en broma, le dije: «Bueno, Douglas…, si hubieras bajado cinco minutos después, habrías tenido que escribir rigor mortis en vez de lapsus calami». Lo cierto es que la culebrita, parecida a una «bejuquilla» y perteneciente a la especie Oxybelis koehleri —Oxybelis aeneus en aquel tiempo—, no tenía el más leve aspecto de ser peligrosa, y siempre se mostró imperturbable y dócil entre mis manos.
Ahora bien, tras estas extensas anécdotas relacionadas con Douglas, se preguntará el lector qué tienen que ver con el libro de Alejandro. Bueno…, quizás nada. O, tal vez, mucho.
En realidad, Alejandro fue alumno, a la vez que discípulo de Douglas, quien cultivó en él la pasión por ese grupo de animales, misterioso, fascinante e incomprendido, a la vez que aprendió o heredó los métodos de trabajo propios de un auténtico biólogo de campo. Es decir, de esos que no reparan en horarios, tiempos de comidas, malos albergues, terrenos escabrosos ni adversidades climáticas, a la vez que no les importa estar expuestos a serios riesgos de manera continua, con tal de entender y descifrar lo que encierra la naturaleza, con sus especies, mecanismos y procesos, sobre todo en el mundo tropical, tan rico en diversidad de especies y en acertijos biológicos.
En tal sentido, el libro Serpientes de Costa Rica es una muestra fehaciente y elocuente de esas actitud y visión, pues para cada una de nuestras especies se consigna muy detallada información acerca de sus características anatómicas, hábitos y comportamiento, alimentación, reproducción, abundancia, distribución geográfica —ilustrada con un mapa en cada caso—, hábitats y especies afines, para así captar mejor sus interacciones en las comunidades ecológicas y los ecosistemas de las que forman parte, y en las que cumplen una función particular, de mayor o menor importancia. Asimismo, en las fotografías de cada especie —resaltadas por el papel cuché, de altísima calidad—, pocas veces se las muestra estáticas, sino que se les ve en acción, con esos elegantes movimientos sinuosos que son gráciles de por sí, al igual que de una gran plasticidad artística, a lo cual se suman coloraciones y patrones cromáticos y geométricos (rayas, bandas completas o discontinuas, mosaicos, triángulos, rombos, manchas de diversos tipos, etc.) realmente espectaculares, nunca siquiera imaginados por el más consumado pintor.
Pienso que, si la gente obviara los prejuicios, en realidad disfrutaría de contemplar criaturas tan maravillosamente concebidas durante ese incesante, complejo e indetenible proceso evolutivo que ha moldeado a la naturaleza desde que en nuestro planeta surgió la vida. Y, entonces, eso también contribuiría —y mucho— en su protección o conservación que, en el fondo, es el propósito y el mensaje principal del libro de Alejandro.
Al respecto, no debe olvidarse que, de las 147 especies que viven en Costa Rica, solamente 25 de ellas —equivalentes al 17%— son venenosas. Pero, aterrada ante su sola presencia, para el común de la gente «culebra es culebra», y es así como terminan «pagando justas por pecadoras», aunque estas últimas ni siquiera tengan noción de lo que son el pecado y la maldad. Harto sabido es que las serpientes más bien le temen y le huyen al ser humano —pues éste es una criatura ajena y extraña en su entorno natural—, y que lo atacan solo si les pisa o se les molesta, más bien para defenderse. Por tanto, el riesgo de una mordedura se puede evitar si se adoptan las medidas preventivas sugeridas por el propio Alejandro.
En efecto, esa fue una parte esencial del vasto legado científico y educativo del brillante, humilde y generoso Douglas —pionero en el campo de la herpetología en Costa Rica—, y que, como providencial y excelente relevo generacional, Alejandro ha sabido acrecentar ahora, en beneficio de nuestra salud pública y la conservación de la naturaleza.
El Premio Magón para el Dr. José María Gutiérrez
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.

El merecido reconocimiento a una inveterada tradición científica en Costa Rica
Luko Hilje
Creado el 24 de noviembre de 1961, el Premio Magón correspondió a un galardón literario en sus inicios. Así consta en el libro Los premio Magón, del recordado amigo Elías Zeledón Cartín, publicado en 1992. De hecho, su denominación corresponde al pseudónimo o hipocorístico de Manuel González Zeledón (1864-1936), célebre escritor costarricense.
Y, como era de esperar, con él se honró a autores de gran fuste, a quienes poco a poco se sumaron otros artistas e intelectuales. En orden cronológico, los premiados fueron Moisés Vincenzi Pacheco, Julián Marchena Vallerriestra, Carlos Salazar Herrera, Carlos Luis Fallas Sibaja, Hernán Peralta Quirós, Carlos Luis Sáenz Elizondo, José Marín Cañas, Fabián Dobles Rodríguez, Luis Felipe González Flores, Francisco Amighetti Ruiz, Juan Rafael Chacón Solares, León Pacheco Solano, Francisco Zúñiga Chavarría, Teodorico Quirós Alvarado, Joaquín Gutiérrez Mangel y Alberto Cañas Escalante. De estos primeros dieciséis galardonados, así como de los que les siguieron, hasta 1991, Elías incluye en su libro muy valiosas reseñas biográficas, que permiten captar mejor los sólidos méritos de cada uno.
Me he detenido aquí de manera deliberada, pues en 1977 se rompió la tradición, al asignar el Magón a un científico: el Dr. Rafael Lucas Rodríguez Caballero. La verdad es que siempre pensé que a don Rafa le habían otorgado el Magón no solo por su labor científica, sino que también porque fue un excelso dibujante, sobre todo de sus amadas orquídeas. En realidad, la resolución del jurado, integrado por Carlos Salazar Herrera, Samuel Rovinski, Virginia Sandoval de Fonseca, Marco Retana y Joaquín Garro, indica que lo fue:
Por su intensa, seria y permanente labor de investigación en el campo de la botánica, con especialidad en las umbelíferas y las orquídeas, que se encuentra registrada en numerosas publicaciones nacionales y extranjeras, que dio origen a una escuela de investigación en esa especialidad. Su vida ejemplar en el campo de la investigación y de la docencia ha servido de inspiración para los jóvenes científicos, que hoy enriquecen la cultura de nuestro país.
Al respecto, es pertinente indicar que ya en 1971 se había modificado el nombre, para que se llamara Premio Nacional de Cultura Magón, y que sería:
Otorgado anualmente a un escritor, artista o científico costarricense, en reconocimiento a la obra que lleve realizada en el campo de la creación o la investigación hasta la fecha en que se conceda el premio.
Es decir, de manera explícita, esta vez se reconocía que la actividad científica es parte indisoluble de la cultura de una sociedad, sensu lato. Esto no solo es loable, sino que también lógico. De hecho, esa dimensión la recoge el Diccionario de la Real Academia Española, al definir la cultura —en su tercera acepción— como el «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.».
Sin embargo, en realidad esto no ha calado suficientemente en algunas personas, sectores sociales y decisores políticos. Al respecto, recuerdo que hace exactamente 50 años, cuando se fundó la Universidad Nacional (UNA), tuvimos la cercana colaboración del Dr. Rodrigo Zeledón Araya, microbiólogo y parasitólogo de renombre mundial, así como sobresaliente profesor en la Universidad de Costa Rica (UCR), quien además fue uno de los integrantes de la Comisión ad hoc que le confirió visión, estructura y rumbo a la UNA. En 1975, con el fin de fortalecer los incipientes programas de investigación que deseábamos impulsar en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, una tarde-noche por semana nos quedábamos ahí para que nos ofreciera una especie de seminario, en el que se propiciaban muy ricas discusiones. Y me acuerdo de que, en una de sus presentaciones, de manera lapidaria expresó que «ser científico en Costa Rica es como ser torero en Nueva York».
Pero no lo decía con fatalismo ni desánimo, sino con la profunda convicción de que había que cambiar, y pronto, tan lamentable situación. Y tenía criterio y credenciales para decirlo. Intelectual de pensamiento claro, así como de acciones concretas, además de escribir al respecto por la prensa con frecuencia, para entonces ya había gestado su primera criatura, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT), nacido en 1972, y del cual fue su primer director. Y, para dar más amplias dimensiones a sus aspiraciones, después logró la hazaña de fundar el Ministerio de Ciencia y Tecnología (MICIT) en 1990, e incluso convertirse en el primer ministro del ramo.
Creo que, sumados a su destacada carrera científica, estas realizaciones ameritan y justifican que a este egregio ciudadano —hoy con 93 años— se le otorgue el Premio Nacional de Cultura Magón, distinción que ha seguido alejada del mundo científico. De hecho, desde que se galardonó a don Rafael Lucas, debió transcurrir casi un cuarto de siglo para que se premiara a dos notables investigadores provenientes de los campos antropológico y arqueológico, la Dra. María Eugenia Bozzoli Vargas (2001) y don Carlos Aguilar Piedra (2004), respectivamente.
No obstante, de las disciplinas asociadas con las ciencias exactas y naturales, o con sus aplicaciones agrícolas o biomédicas, habría que esperar un decenio para que, en 2011, se honrara al Dr. Rodrigo Gámez Lobo —eso sí, compartido con Rogelio López, artista de la danza—, virólogo de fama mundial, fundador y director del Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM) en la UCR, así como fundador y presidente del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Un lustro después le correspondería el turno al médico Juan Jaramillo Antillón (2016), destacado académico de la UCR, exministro de Salud Pública y prolífico escritor, con casi 40 libros publicados, no solo en el campo de la salud pública, sino que también en las áreas de la historia y filosofía de la medicina y la ciencia.
Así, a grandes trazos, este es el panorama histórico en que hace apenas dos semanas recibimos con verdadero júbilo la noticia de que el Magón de 2022 le fue otorgado al microbiólogo José María Gutiérrez Gutiérrez.
Con Chema, como cariñosamente se le conoce en el ámbito universitario y científico del país, nos une una relación de amistad desde nuestra época de estudiantes. Dos años menor que yo, nos conocimos allá por 1973-1974, cuando el gobierno de turno se proponía entregar la prístina y paradisíaca isla del Caño a manos extranjeras, para instalar casinos y lupanares de lujo, con el fin de atraer turistas millonarios al país, ante lo cual varias asociaciones y partidos políticos estudiantiles de la UCR emprendimos una intensa lucha, que culminó con éxito.
Además, yo era amigo cercano de mis compañeros de estudios Rafael Quesada Vargas y Richard Taylor Rieger, interesados ambos en el estudio de serpientes venenosas, al punto de que Richard trabajaba con el Dr. Róger Bolaños Herrera, visionario fundador del Instituto Clodomiro Picado, uno de los pioneros en la producción de sueros antiofídicos en América Latina. Eso me acercó a Marco Gómez Leiva, bioquímico que coordinaba las actividades del serpentario de la Facultad de Medicina, así como a Luis Cerdas Fallas, quien trabajaba con don Róger, a la vez que ejercía la docencia en la Facultad de Microbiología. Como el edificio de esta colinda con el de la Escuela de Biología, en una que va y otra que viene nos topamos de nuevo con Chema, de quien todos ellos decían que era un verdadero portento.
Y tenían plena razón. Brillante, inquisitivo, analítico y metódico, Chema empezó a desplegar sus dotes de científico, primero como asistente de investigación y después como investigador titular en el Instituto Clodomiro Picado, al punto de obtener en 1980 el Premio Nacional de Ciencia y Tecnología por sus investigaciones acerca de la acción biológica de los venenos de serpientes. Posteriormente, con su formación acrecentada al obtener el doctorado académico en Ciencias Fisiológicas en 1984, en Oklahoma State University, su carrera científica escaló de manera realmente rutilante, como se capta al leer su extensa y rica hoja de vida.
Sin embargo, hay una dimensión más, que un lector desprevenido podría no captar, y es que Chema siempre ha realizado investigación de primer mundo, pero sin omitir su compromiso con la sociedad. De exquisito don de gentes, rebosante de sensibilidad social, y con ese silencio propio del hacedor de ciencia, en eso Chema ha sabido emular en bonhomía y estatura científica a sus dos mayores mentores, a quienes también ha honrado de varias maneras: Clodomiro (Clorito) Picado Twight (1887-1944) y Alfonso Trejos Willis (1921-1988).
Cuando, con apenas 21 años y becado con gran esfuerzo por el gobierno de Costa Rica, en 1908 Clorito partió hacia Francia, su aspiración era convertirse en un biólogo «puro», y así lo hizo, al obtener en 1913 el doctorado en la Universidad de París. Sin embargo, poco antes de graduarse —con una tesis acerca de la fauna asociada con plantas epífitas, o «piñuelas»—, al efectuar una pasantía en el Instituto Pasteur y el Instituto de Medicina Colonial de París, su mente dio un viraje radical. En efecto, para fortuna de Costa Rica, ahí percibió que podía serle más útil a nuestra patria en el campo de la salud pública. Por eso, en vez de visualizarse como investigador en el Museo Nacional o como eventual profesor universitario, eligió el Hospital San Juan de Dios para impulsar su obra científica. Y, al fundar ahí el Laboratorio de Análisis Clínicos, como en una especie de apostolado científico, hizo de este un centro de investigación en campos como la endocrinología, la hematología, la inmunología y los sueros antiofídicos, todo en beneficio de sus semejantes.
Fue a ese prodigioso recinto donde —llevado por su padre— llegó un día un mozalbete llamado Alfonso Trejos Willis, para que le ayudara durante las vacaciones colegiales de este. Sin embargo, aunque su primer encuentro fue algo áspero, como lo relato en el artículo «Dos anécdotas sobre Clorito» (Semanario Universidad, 9-VIII-02), el sabio supo captar y aquilatar el potencial de Trejos, y poco a poco lo estimuló, hasta convertirlo en un destacado investigador; y tanto, que en 1942 publicaban juntos el libro Biología hematológica elemental comparada, cuando Trejos frisaba los 21 años. No obstante, Clorito fue más allá, pues insufló en Trejos no solo el compromiso con su pueblo, sino que también la valentía y el vigor para denunciar por la prensa lo que no le parecía, no solamente en el ámbito propiamente científico, sino que también en otros planos de la sociedad.
Para quien desee conocer acerca de Trejos, he tenido la fortuna de coordinar dos dossiers dedicados a él: «Para recordar al Dr. Alfonso Trejos» (Esta Semana, 21-IV-89) y «En el centenario del Dr. Alfonso Trejos Willis» (La Revista, 3-XI-2021). En ambos tuve la colaboración de Chema, con los artículos «Semblanza del Dr. Alfonso Trejos Willis» y «El aporte del Dr. Trejos Willis a la investigación científica» en el primero de ellos, y «Alfonso Trejos Willis y el desarrollo de las ciencias biomédicas en Costa Rica» en el segundo. Debo decir que, a pesar de la distancia física, pues nunca he laborado en la UCR, sino primero en la UNA y después en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), hurgar en la vida y la obra de Clorito y don Alfonso ha sido un motivo de reencuentro con Chema a lo largo de los años.
En realidad, a su manera, Chema es el heredero, a la vez que el promotor, de una inveterada tradición científica en el campo de la salud pública, con ciencia de alto calibre, pero también con sentido social, iniciada en 1914 por Clorito —acerca de quien Chema ha escrito también de manera abundante y esclarecedora— y prolongada por Trejos Willis, mentor de Chema. Es decir, como en una carrera de relevos, Chema es el portador de una estafeta de gran significado humano y patriótico, al hacer ciencia de relieve mundial, pero con aplicaciones a la realidad particular de Costa Rica y de otros países del «tercer mundo», porque las labores del Instituto Clodomiro Picado en cuanto a salvar vidas humanas, sobre todo en zonas rurales, sobrepasaron nuestras fronteras desde hace muchos años.
Ahora bien, al igual que sus dos predecesores, Chema no se ha encerrado y aislado en su laboratorio. De ninguna manera. Porque, además de las actividades de acción social que realiza el Instituto Clodomiro Picado —que él dirigió por varios años— para prevenir envenenamientos, o para contrarrestarlos con los sueros antiofídicos que producen, él se ha proyectado con escritos acerca del quehacer y la relación del científico con el mundo en que está inmerso. De ello dan fe varios artículos periodísticos, y especialmente Reflexiones desde la academia. Universidad, ciencia y sociedad (2021), un reciente libro de ensayos en el que con excelente pluma y sobrada lucidez Chema nos alerta sobre las visiones, desafíos, riesgos y avatares de las universidades públicas —hoy víctimas de la miopía de los gobernantes de turno— como entidades ideales para que, con libertad plena y sin apremios financieros, florezca el conocimiento a través de la investigación y el diálogo académico, así como en relación con las necesidades más sentidas de nuestro pueblo.
Pienso que fue todo esto lo que el jurado del Magón valoró, aunque tal vez sin percatarse de que, al conceder el galardón a Chema, en realidad se honra una trayectoria que data de más de un siglo, vale decir, un tenue pero firme hilo conductor que enlaza a Clorito, don Alfonso y Chema, y que, por original, fecundo y prolongado, quizás sea único en América Latina.
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Una página olorosa a muerte
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.
Luko Hilje Q. (luko@ice.co.cr)
Cuando, cuatro días después de la batalla de Rivas contra el ejército filibustero, el Dr. Karl Hoffmann preparó la lista de los heridos en nuestras filas —un total de 300, más unos 140 muertos—, quizás no aquilató del todo el imperecedero valor histórico que tendría dicho documento.
De hecho, algunos renombrados historiadores criticaron —pienso que con bastante razón— lo lacónico que fue el informe de guerra enviado desde el frente de batalla por don Juanito Mora —presidente nuestro y comandante del Ejército Expedicionario— a su ministro de Guerra y Hacienda Manuel José Carazo Bonilla, mientras que resaltaron el documento de Hoffmann como el más prolijo de dicho episodio bélico.
He tenido la fortuna de sostener en mis manos los originales de ambos documentos, en el Archivo Nacional, al igual que otros igualmente impactantes, como aquel en el cual don Juanito comunica la muerte, debido al cólera, de su secretario personal Adolphe Marie y del valiente estratega militar Alexander von Bülow, aunque ahora se sabe que este último murió de disentería en Liberia. Lo cierto es que un inevitable escalofrío le recorre a uno el cuerpo, mientras discretamente le tiembla el pulso, de tanta emoción. ¡Documentos añosos, de inmenso valor testimonial, remitidos desde los escenarios de guerra, en medio de tanta tragedia y desolación!
Meticuloso como era él, en el documento suscrito por Hoffmann aparecen citados, uno por uno, los nombres de los 270 heridos que permanecían internados hasta el 15 de abril de 1856 en el llamado hospital de sangre —los otros 30 heridos estaban en varias casas—, que no era más que un improvisado albergue en la llamada casa de Maliaño, ubicada cuadra y media al noroeste de la plaza principal de la ciudad. Como buen alemán, al nombre de cada uno de ellos sumó su grado militar, su vecindario o lugar de origen, el tipo y lugar de la herida, así como la calidad o gravedad de ésta. Por ejemplo, me consta lo útil que fue esa lista al amigo historiador Raúl Arias para escribir sendos y notables libros sobre las acciones médicas en los campos de batalla y acerca de nuestros soldados en la Guerra Patria.
Encabezada por el capitán Juan Zamora, de Heredia, quien tenía una grave herida en el hombro, y culminada por el sargento Ramón Rodríguez, de La Garita, con una leve herida en el pie, esa lista es un crudo inventario de dolor y de sangre.
Cabe indicar que el segundo de la lista era el primer teniente Luis Pacheco Bertora, originario de San José, aunque vivía en Cartago, y que su estado era grave, tras recibir dos balazos en el pecho y uno en el hombro. ¡Y no era para menos! Él fue el primero en ofrecerse para incendiar el mesón en el que se albergaba William Walker con su Estado Mayor y numerosos filibusteros, y el único sobreviviente de tan riesgosa aventura, pues tras él caerían el nicaragüense Joaquín Rosales y el erizo Juan Santamaría, quien sí lograría su cometido.
De impecable caligrafía, se ha insinuado que esa lista fue escrita por nuestra heroína Pancha Carrasco —de quien se dice que fungió como enfermera durante la batalla—, pero hoy sabemos de manera fehaciente que ella no sabía leer ni escribir. Y, observándola con detenimiento, aunque guarde similitud en ciertos trazos, tampoco corresponde a la letra de Hoffmann, quien sí rubricó la lista, en su condición de Cirujano Mayor del ejército.
Mi hipótesis es que, como en esa época pocas personas sabían escribir y leer, lo hizo alguno de sus colaboradores inmediatos, como el ayudante de enfermería Carlos F. Moya, o quizás su paisano y también ayudante Rodolfo Quehl, aunque en un documento suscrito por éste he detectado notorias diferencias en la caligrafía. En fin…, ¡quién sabe!
Escrita en diez folios dobles, de un grueso papel celeste impreso con una especie de sello de agua grande en el centro —sin relación aparente con los emblemas oficiales de nuestro ejército—, esa lista es realmente conmovedora y provoca un profundo sobrecogimiento, pues cada uno de esos nombres de compatriotas o de generosos extranjeros, encarna un drama personal único dentro de lo que fue nuestra máxima gesta libertaria. Pero, si el dolor de esos seres concretos, de carne y hueso —y cada uno con su propia travesía vital recorrida a su manera—, es de por sí impactante, debo confesar que el clímax del estremecimiento me lo causó la página final, un tal folio 11, de tonalidad un poco más oscura, y ajena al cuerpo del documento.
Y no tendría mayor importancia que hubiera una página demás, impar, si no fuera por lo que dice. Se trata de una página sobrante, en la que varias personas, pues en ella se mezclan dos o tres tipos de caligrafías, realmente hermosas (¡vaya uno a saber de quiénes!, aunque ninguna es la de don Juanito), descargaron en sugestivas frases truncas, garabatos o tachones, el júbilo o la pena del momento. ¿Serían escritas en la propia Rivas, o en alguna oficina gubernamental de San José?
Ahí, tras la exaltación inicial “Gloria al Excelentísimo Juan Rafael Mora”, renglones más abajo aparece la frase “Mientras Dios nos favoresca triunfaremos”, y aún más abajo se lee “Juan Rafael Mora. En estos momentos acaba de llegar el parte de que el general”. Frase trunca, sin saberse si desemboca en muerte o victoria. ¿Cuál de nuestros generales sería? Y…, ¿qué le ocurriría?
Más adelante aparecen expresiones sueltas, como “amig”, en clara alusión a la palabra amigos, así como “Hipp”, sin relación alguna con Rivas pero sí con Punta Hipp o La Trinidad, en la confluencia de los ríos Sarapiquí y San Juan, y donde en la segunda etapa de la Campaña Nacional se libraría una terrible y fallida batalla para nuestras tropas, luego de una primera exitosa ahí mismo. Y también, tachado, el apellido “Schlessinger”, correspondiente al prepotente coronel húngaro Louis Schlessinger, quien dirigiera la invasión filibustera a Santa Rosa y de donde saliera vergonzosamente derrotado por nuestras gallardas tropas.
¡Rara mezcla de expresiones y de nombres, en esa curiosa página zonta! Pero me electrizó aún más esta sentencia, que está pocos renglones abajo: “La muerte está pintada en todas”, la cual aparece tachada. Pero, como en una especie de refrendo, alguien más anotó al lado: “La muerte muerte está pintada”, y también la tachó. Interpreto que quisieron decir “La muerte está pintada en todas partes”, quizás cuando ya el cólera —que empezó a causar estragos el 20 de abril— estaba aniquilando a nuestras tropas. Y, después, más expresiones inconexas o inconclusas, como: “Gloria a Costa Rica”, “Gloria al al”, “Pero nuestro triun”.
¿Por qué escribir tantas incoherencias al final de un documento de carácter oficial? ¡Quién sabe! Yo imagino a una o dos personas —quizás en días separados, pero igualmente conmovidas— no para trazar palabras al desgaire, sino para descargar, en esa especie de improvisado ritual catártico frente al papel, todo ese crudo e implacable cúmulo de dolor, para así exorcizarlo.
Y, aunque estilísticamente no se trate de literatura formal, siento que la frase “La muerte está pintada en todas [partes]”, tiene gran fuerza poética. Inevitablemente me llevó por los arcanos de la memoria a evocar aquel Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, lúgubre poema de tarde de toros en el que Federico García Lorca nos dijo con hondura lírica: “Eran las cinco en punto de la tarde. / Un niño trajo la blanca sábana / a las cinco de la tarde. / Una espuerta de cal ya prevenida / a las cinco de la tarde. / Lo demás era muerte y solo muerte / a las cinco de la tarde”.
Sí. Muerte y solo muerte, exactamente. Palabras y frases sueltas, dispersas o erráticas, no para aludir poéticamente a la parca —a esa muerte que de manera ineluctable deberá llegar un día—, sino desesperadas y desgarradoras, ante la descarnada brutalidad de su expresión multitudinaria entre la pólvora, las bayonetas y los sables, en las polvorientas calles de Rivas.
Y que alguien, transido de dolor, vació silencioso en ese trozo de papel, sin jamás imaginar que el profundamente angustioso gemido de su alma malherida tendría tanto eco como para resonar tan lacerantes, aún hoy.
Tribuna Democrática, 16-IV-2008
Compartido con SURCOS por el autor.
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En el centenario de nuestro «Himno al árbol»
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.

Una canción surgida entre pasiones amorosas y conflictos políticos
LUKO HILJE*
En mis años infantiles, en la Escuela Don Bosco, con el querido maestro José Luis Cantillano Hernández, aprendimos la letra, y cada año entonábamos el Himno al árbol, en la festividad del Día del Árbol. Se nos decía que su autor era el poeta peruano José Santos Chocano, el mismo de Los caballos de los conquistadores, palpitante poema que nos enseñaban a declamar de manera parcial —porque era muy extenso—, y que se iniciaba así:
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos
y sus ancas relucientes
y sus cascos musicales…
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Desde entonces, y hasta hace apenas un par de años, pensé que el Himno al árbol era una canción peruana, y que se cantaba en todos los países de América Latina. Sin embargo, varias pesquisas referidas a otros asuntos me revelaron después que, en realidad, es costarricense.
Para retroceder un poco en el tiempo, hace poco más de un decenio, mientras efectuaba investigaciones para mi libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX (2013), me percaté de que el segundo obispo en la historia de Costa Rica, el sacerdote alemán Bernardo Augusto Thiel, había sido un devoto aficionado a las ciencias naturales. Por tanto, mi interés en este singular personaje me llevó a estudiar más acerca de él, lo que años después me permitió publicar un amplio artículo, intitulado «Monseñor Thiel y la naturaleza en Costa Rica» (revista Herencia, 2020).
Un hecho que me impresionó es que, muy temprano en nuestra historia, Thiel expresó serias preocupaciones por la escasez de agua en nuestra capital, lo cual justificó un artículo divulgativo, que denominé «El obispo que hablaba de árboles: la carta de monseñor Thiel sobre la deforestación» (Meer, junio 13, 2021). En realidad, dicha carta, escrita hace 122 años, surgió gracias a una invitación de la Municipalidad de San José para que él se pronunciara acerca de lo que ocurría en la capital y el país, quizás porque en febrero de 1901 había publicado un artículo intitulado «Repoblación de árboles» en el periódico El Eco Católico.
Es pertinente indicar que, en la difícil coyuntura que se vivía en la capital, la Municipalidad ya había emprendido acciones concretas desde agosto del año anterior, con la contratación, como consultor, del ingeniero Austregildo Bejarano Solano —graduado en Bélgica—, para la construcción de una nueva cañería en la capital. Asimismo, a inicios de 1901 se instituyeron tres medidas más. Las dos primeras consistían en una «prima del árbol», que era un incentivo para la reforestación, y en un premio económico adicional a quienes sembraran más de 500 o 1000 árboles por año. La tercera, de carácter educativo, fue el establecimiento del Día del Árbol, para que «la veneración o el culto del árbol se lleguen a inculcar de manera firme», en palabras de los regidores capitalinos.
En cuanto a esta última, ellos acordaron celebrar dicha festividad el 1.o de mayo, para conmemorar la rendición del jefe filibustero William Walker en Rivas, en esa fecha, en 1857. No obstante, puesto que ese año no empezaba a llover como se esperaba y era imprescindible que el suelo estuviera empapado para poder trasplantar arbolitos, la festividad debió trasladarse para el 15 de mayo, día de San Isidro Labrador, patrono de los agricultores.
En efecto, en medio de gran alborozo, ese día una gran multitud de ciudadanos se congregó en el Parque Central, para marchar hasta el amplio espacio suburbano de La Sabana. Asistieron unas 6000 personas, y los niños plantaron 688 arbolitos de diversas especies, preparados por el ingeniero forestal sueco Alfredo Anderson Sandberg y su hermano Carlos.
Hoy, al indagar acerca de tan significativo acto, se percibe que, aunque Thiel envió su carta a su debido tiempo, no hizo ninguna alocución. Más bien, el orador de fondo fue el abogado cubano Antonio Zambrana Vázquez, algo entendible, pues era un connotado intelectual, destacado profesor en la Escuela de Derecho. No obstante, sí hubo una sorpresa, pues declamó algunos versos inéditos el poeta y dramaturgo Chocano, para entonces ya famoso en el ámbito hispanoamericano, y había publicado el poemario La selva virgen.
Al leer eso, como era lógico suponerlo, me dije a mí mismo que fue entonces para esa actividad que Chocano escribió su Himno al árbol. Sin embargo, al hurgar más en la prensa de esos días me enteré de que no fue así, pues lo que él declamó fueron unas décimas —60 versos, de siete u ocho sílabas cada uno, con alternancia de rimas, y divididos en seis grupos de diez versos cada uno— escritas para dicha celebración. ¿Entonces…? Me sentí frustrado. Y, más aún, cuando me enteré de que ese día se estrenó el Himno de la fiesta del árbol, escrito por el educador Napoleón Quesada Salazar y musicalizado por Pedro Calderón Navarro, autor de la música del célebre Himno a Juan Santamaría.
Todo esto me intrigó mucho, y fue entonces cuando me propuse esclarecer el acertijo de cuándo, por qué y cómo nació el himno que con tanta ilusión cantábamos de niños.
Tras los pasos de Chocano
A partir de entonces empecé a vivir casi un calvario, pues debí seguir el inconstante peregrinar de Chocano, primero residente en Guatemala, después en Colombia y España, así como transeúnte en Cuba, República Dominicana y EE. UU. Recalaría en México, donde trabajó para el presidente Francisco Madero, y después fungiría como secretario personal del célebre Pancho Villa, para ganarse el mote de «Verbo de la Revolución», por sus proverbiales dotes de escritor y orador. De ahí pasaría a Guatemala, donde por unos cinco años fue secretario y consejero de Manuel Estrada Cabrera, quien por 22 años tiranizó a su pueblo.
Conviene destacar que esa época de oscurantismo, sangre y vejaciones inspiraría al gran escritor Miguel Ángel Asturias —Premio Nobel de Literatura en 1967— para escribir el libro El señor presidente, que leyéramos en nuestros días de estudiantes universitarios. Al respecto, aún resuenan en mis oídos aquellos tétricos y escalofriantes versos con que se inicia dicho libro:
¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! […] ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbre…, alumbra…, alumbra, lumbre de alumbre…, alumbra, alumbre…!
Para retornar a Chocano, fue tan rica y prolija la información que hallé, sobre todo en un par de biografías y en periódicos antiguos, que pensé que ello ameritaba ser escrito y publicado en una revista académica, y empecé mi labor. No obstante, al avanzar me percaté de que era tanto lo hallado, que ninguna revista me aceptaría un artículo tan extenso, de modo que opté por escribir un breve libro que, al final, no lo fue tanto, pues sobrepasó las 250 páginas. En todo caso, por fortuna, la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED) lo acogió para su publicación, y vio la luz el pasado diciembre, con el título Chocano, Costa Rica y el Himno al árbol. Y es así como, sin proponérmelo yo, ahora circula en el año en que se conmemora el centenario de su nacimiento, como se verá posteriormente.
De manera resumida, pude detectar que Chocano estuvo cuatro veces en el país, por motivos muy distintos, pero la tarea era determinar en cuál de ellas escribió el Himno al árbol.
En su primera visita, que duró un mes, Chocano vino en una misión de carácter diplomático, encomendada por la Liga de Propaganda del Derecho en América, para tratar de persuadir al gobierno de Rafael Iglesias Castro de que apoyara la tesis de dirimir por la vía legal e internacional —y no militar— el añejo conflicto entre Perú y Chile por los territorios limítrofes de Tacna y Arica. Su contacto en el país era el ya citado Zambrana, y recibió el apoyo de casi toda la intelectualidad del país. Ofreció varias conferencias, complementadas con la declamación de sus poemas, gracias a lo cual los teatros se colmaron de gente. No obstante, Costa Rica ya había tomado partido por Chile, y no variaría su posición.
Su segunda visita ocurrió en diciembre de 1920, y fue muy contrastante con la anterior. Recién había sido liberado de la cárcel, y llegó abatido, deprimido y enfermo. Ello se debió a que, con la caída del tirano Estrada Cabrera, el 14 de abril de 1920, Chocano estaba con él, por lo que fue detenido por seis meses y condenado a la pena de muerte. Esto último causó tal conmoción, que debieron interceder por él numerosos escritores españoles, portugueses, franceses, ingleses y latinoamericanos, al igual que Alfonso XIII —rey de España—, los presidentes de Perú y Argentina, e incluso el cardenal Pietro Gasparri desde el Vaticano.
Absuelto de la pena capital, se dirigió a Nicaragua y después a nuestro país. Tanto se le admiraba y respetaba en su país que, para paliar su agobiante situación emocional y económica, el gobierno de Perú le otorgó un subsidio mensual, el cual complementaba con los ingresos provenientes de los recitales —con los teatros de bote en bote—, más la publicación de nuevos y frecuentes poemas en nuestros diarios. No obstante, aunque fue muy bien recibido por la mayoría de los ciudadanos, esta vez fue atacado de manera virulenta por algunos. Y no era para menos, pues en el país había un fuerte sentimiento antidespótico, ya que apenas el año anterior había sido derrocada la dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco, que por casi tres años oprimió a nuestro pueblo. Eso sí, fue amigo cercano del presidente Julio Acosta García —al punto de que años después le dedicaría el Himno al árbol—, líder de la revolución de Sapoá, episodio clave en la derrota de los Tinoco.
Aunque el plan inicial de Chocano era recuperarse de su decrepitud, para después emprender una gira por varios países del continente, esto no ocurrió así, y permaneció en Costa Rica hasta diciembre de 1920. Para esa fecha, tras 17 años de ausencia en su patria, el presidente Augusto Leguía Salcedo lo invitó a retornar a Perú, donde fue recibido de manera apoteósica en el puerto de El Callao. Asimismo, se le honró con el título honorífico de Hijo Predilecto de la Ciudad de Lima, y un año después se le declararía el Poeta de América, ceremonia en la cual se le impuso una corona triunfal, labrada en oro macizo.
De vuelta a Costa Rica
Si bien él estaba a gusto en su acogedor terruño, donde permanecería año y medio, algo le turbaba la paz del corazón: durante su estadía en nuestro país se había enamorado de Margarita Aguilar Machado, una atractiva jovencita, proveniente de una distinguida y refinada familia.
El patriarca de dicha familia era el tenor Alejandro (Cano) Aguilar Mora —cercano amigo suyo, con quien incluso había compartido escenarios— y la madre era Claudia Machado Lara, hija del abogado y periodista guatemalteco Rafael Machado Jáuregui. Sus hermanos Jorge y Guillermo eran notables músicos, mientras que su hermana René sería profesora de piano; además, años después, su hermano Alejandro sería un prominente abogado, educador y político, hoy Benemérito de la Patria. Ella, que siempre quiso estudiar medicina o enfermería —carreras que no existían en Costa Rica—, era una muchacha nada convencional, a quien el ambiente josefino le resultaba realmente anodino y aldeano.
Para entonces, Chocano estaba casado con la guatemalteca Margarita Batres Arzú, con quien había procreado dos hijos; además, tenía tres hijos con su primera esposa, la peruana Consuelo Bermúdez Velázquez, y dejó una hija en España. No obstante, quedó embelesado con la belleza, la inteligencia y la sensibilidad de Margarita. Tanto fue así, que no le importó que casi duplicara su edad —él con 46, y ella con apenas 23 años—, además de que convivía con su esposa e hijos en San José. Obviamente, mantuvieron su idilio en la clandestinidad, favorecidos por la complicidad de varios amigos íntimos.
Aunque dicha relación debió interrumpirse con el viaje de Chocano a Perú, mantuvieron una correspondencia intensa y frenética. En realidad, Chocano deseaba retornar a Costa Rica apenas le fuera posible, para buscar a Margarita y hacerla su esposa.
Es pertinente una digresión para indicar que, mientras residía en Perú, él efectuó varios viajes a Venezuela, donde cultivó una amistosa relación con el dictador Juan Vicente Gómez, quien estuvo 27 años en el poder. Una vez más, era reincidente en sus afectos por los tiranos, algo que, junto con el desmedido ego de que padecía y su inconstancia sentimental, han resaltado algunos de sus biógrafos como sus mayores debilidades.
Al parecer, fue gracias a una misión diplomática que le encomendó Gómez, que él pudo volver a Costa Rica. Lo hizo de manera súbita y sorpresiva, a mediados de 1923. A partir de entonces se intensificó su relación con Margarita, por supuesto que siempre en la clandestinidad. No obstante, esto duró hasta un mal día para ambos, cuando algunos exiliados enemigos políticos de Gómez amenazaron a Margarita y la delataron con su familia. ¡Estalló el escándalo! Esto provocó una grave confrontación con sus padres, para quienes aquello representaba una afrenta de parte de Chocano. A partir de entonces se sucedieron de manera vertiginosa varios episodios conflictivos, que incluso condujeron a Margarita a una tentativa de suicidio. Todo esto aparece relatado de manera sobria, fina y elegante en el libro José Santos Chocano; sus últimos años (1964), que ella escribiera y publicara en Chile, país donde enviudó del bardo, como se verá pronto.
Surge el Himno al árbol
Durante esta tercera visita de Chocano a Costa Rica, que se prolongaría por unos seis meses, hasta noviembre, sucedió algo impensado para los habitantes de la capital. En efecto, poco antes del arribo de Chocano, a inicios de junio se había cernido una amenaza sobre La Sabana, pues se pretendía arrendar una parte de dicho predio a empresarios privados. Esto contravenía lo dispuesto en su testamento por el acaudalado sacerdote Manuel Antonio Chapuí Torres, filántropo que en 1783 había donado vastos terrenos del actual cantón de Mata Redonda para su uso por los vecinos de la capital. Fue entonces cuando la citada amenaza indujo a la Junta Progresista de Mata Redonda a promover la creación del Comité de Defensa de La Sabana.
Es evidente que Chocano se identificó con tan noble causa, al punto de que pocas horas después de recibir una carta de dicha Junta, en la que se le solicitaba un himno «destinado a labios infantiles», de inmediato se dedicó a escribirlo. Ese parto lírico ocurrió de un solo tirón, la noche del 31 de agosto de 1923. En sus propias palabras:
Alguien, desde el misterio y sin tardanza, me dictó el Himno ingenuo, que fui escribiendo con la idea puesta en mí mismo a la vez que en cada niño de Costa Rica, como si celebrara una eucaristía tan sincera que me permite firmar con orgullo de Poeta lo que pueda captar cualquier niño.
Es realmente admirable que un hombre que se debatía entre su irrefrenable pasión por Margarita y los incesantes ataques de sus enemigos políticos, tuviera la paz de espíritu para, al amparo del cielo josefino y en la quinta noche después de plenilunio, concebir un canto alusivo a la naturaleza, apto para voces y corazones infantiles.
Al día siguiente el himno apareció publicado en el Diario de Costa Rica. Logrado esto, y como no había tiempo que perder, la Junta Progresista de Mata Redonda gestionó ante la Secretaría de Educación Pública que se convocara a un concurso para musicalizarlo, con un premio de 200 colones. Se actuó con tal celeridad y eficiencia, que el anuncio apareció en la prensa el 11 de septiembre, y ya el 2 de octubre se había elegido la partitura, presentada por el músico costarricense Roberto Campabadal Gorró, hijo de los españoles José Campabadal Calvet y Elvira Gorró Paretas.
Y fue así como, después de las necesarias prácticas en sus respectivas escuelas, en la mañana del 10 de noviembre de 1923, y ante una nutrida concurrencia, los niños de las escuelas Colón, Porfirio Brenes, Juan Rafael Mora y de Niñas N.o 7 entonaron por primera vez el Himno al árbol. Después de tan lindo acto en el Templo de la Música, una comitiva partió del Parque Morazán hacia La Sabana, para plantar cuatro árboles simbólicos: el del Poeta, el de la Música, el del Maestro y el del Pueblo. Esto se hizo en el Bosque de los Niños, concebido por el ya citado Alfredo Anderson, el cual había sido inaugurado en 1918.
Cabe acotar que, por fortuna, existen 12 fotografías de los eventos de tan significativo día, tomadas por el célebre fotógrafo Manuel Gómez Miralles. Tuve la posibilidad de incluirlas en mi libro, gracias a la generosidad del recordado amigo Julio Revollo Acosta —nieto del expresidente Julio Acosta—, quien conservaba innumerables imágenes captadas por Gómez durante la administración de su abuelo.
Epílogo
Pocos días después de estos actos, Chocano partió hacia El Salvador y Guatemala, pero más bien para despistar a la familia de Margarita. Y, en medio de noticias falsas, en lo cual colaboraron periodistas amigos, cuando menos se esperaba, apareció de súbito —esta fue su cuarta visita a Costa Rica—, para casarse con ella. Esto ocurrió de manera clandestina, en la mañana del domingo 17 de febrero, en la casa del dibujante José Rojas Sequeira, donde ofició la ceremonia el gobernador capitalino José Luján Mata. Enterada su familia, se desató la persecución policíaca. Al final, con la intervención de Aquiles Acosta García —ministro de Guerra—, la familia de Margarita debió aceptar tan enojoso agravio, tras lo cual el gobierno los transportó a Puntarenas, para que zarparan hacia Perú, con escala en Panamá.
Ahora bien, cuando la pareja anhelaba paz en sus vidas, no habían trascurrido dos años cuando, por una disputa personal con el joven poeta Edwin Elmore Letts, Chocano le disparó de manera accidental y lo mató. En vez de la cárcel, se le recluyó en el Hospital Militar de San Bartolomé, donde permaneció año y medio; ahí nació su hijo Jorge Santos, que se convertiría en un prestigioso arquitecto, y ejercería en Costa Rica por muchos años. Ya liberado, Chocano vivió año y medio en su natal Lima, y en octubre de 1928 se mudó a Chile. No obstante, un infausto día, el 13 de diciembre de 1934, mientras viajaba en un tranvía santiaguino, un demente llamado Martín Bruce Padilla se abalanzó sobre él y le clavó un cortaplumas en el corazón, para así acabar con su vida, cuando tenía 59 años.
Enterrado en Santiago, sus restos fueron trasladados a Lima 30 años después, en 1965. Puesto que, en su poema La vida náufraga, él había expresado que «Sólo un metro cuadrado busco de tierra firme…, / ¡donde tengan un día que enterrarme de pie!», hoy en la lápida de su pequeña tumba se lee el siguiente epitafio: «Aquí, / enterrado de pie, como él quisiera / está / el más frondoso árbol de la poesía castellana / el poeta peruano / José Santos Chocano».
Para concluir, de retorno a nuestro Himno al árbol —originado de manera indirecta por la relación amorosa entre Chocano y Margarita—, es claro que, con su surgimiento, en combinación con el acto de la siembra de arbolitos en La Sabana, se sepultaron las intenciones de quienes querían lucrar con dicho predio. A su vez, como un inmarcesible legado de aquella memorable jornada cívica y educativa, ese tierno y hermoso himno conserva su vigencia hasta hoy —cuando los problemas ambientales de Costa Rica y el mundo son mucho más acuciantes—, de modo que debiera volver a cantarse en todas nuestras escuelas, como un compromiso con la conservación de la naturaleza, que ineludiblemente debemos inculcar en las presentes y las futuras generaciones.






*Publicado en https://www.meer.com/es y compartido con SURCOS por el autor.
Un reencuentro póstumo con Marco Aguilar
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.

El último de los bardos que abrió nuevas sendas en la poesía costarricense
LUKO HILJE
A inicios de 1991 llegué a residir en Turrialba, para laborar como entomólogo agrícola en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE). Por una feliz coincidencia, aunque conocí a mi esposa Elsa en la Universidad Nacional (UNA), en Heredia, ella había sido procreada ahí, pues mi suegro Luis Pérez Loaiza era turrialbeño y, tras casarse con la esparzana Mabel Villalón Figueroa, permaneció muchos años en su tierra natal. Esto hizo que, al llegar yo a Turrialba, ya supiera muchas cosas del cantón, lo que me permitió insertarme con facilidad en la comunidad turrialbeña, la cual pronto me embelesó.
En realidad, mi contrato con el CATIE era de apenas dos años, pero se fue extendiendo tanto, que permanecí allá 13 años y, ya jubilado, conseguí proyectos que me permitieron laborar ad honorem por unos siete años más. Durante tan prolongada estadía mi afecto se afianzó y se acrecentó mucho, como lo revelan los casi 50 artículos alusivos a sus gentes y paisajes, publicados en periódicos, así como en revistas divulgativas y académicas. A ellos se suma mi libro Turrialba en la mirada de los viajeros (2018), que abarca relatos de unos 20 viajeros y cronistas que, a lo largo de 366 años, entre 1544 y 1910, recorrieron su territorio.
Es pertinente indicar que mis primeros contactos con ese terruño ocurrieron gracias a mis sabrosas tertulias con Leopoldo Fernández Ferreiro, gallego de nacimiento, pero turrialbeño hasta los tuétanos. De hecho, casi todos los sábados, mientras mi pequeña hija Darinka se entretenía y deleitaba jugando de vendedora en La Fama —la tienda de la familia Fernández García—, Elsa y yo platicábamos con él y su esposa Anita García Figuls, prima de mi suegro. Y, ya un poco tarde, a menudo se nos sumaba Edith, hija de ellos, cuando regresaba de una pequeña finca que tenía en Alto Varas.
Eddy, como le decían, era una mujer de gran inteligencia y sensibilidad, aunque muy hermética en cuanto a su vida personal, al punto de que nunca supe que fuera poetisa. Me enteré de ello cuando, en un recordatorio preparado por su familia, insertaron el conmovedor poema Póstumo, y después su hermano Leopoldo me regaló el único poemario que ella publicó, intitulado El río… La montaña. Víctima de un cáncer fulminante, Eddy falleció el 23 de agosto de 1997, a los 60 años, exactamente ocho meses después que su padre, muerto a los 87 años el 23 de diciembre de 1996. Menciono esto por el valor que tiene en sí mismo en mis afectos, pero también por la manera en que conocería al poeta Marco Aguilar.
Un funeral me llevó a Marco
En efecto, no recuerdo en cuál de estos dos funerales, conforme el cortejo se alejaba del templo para enrumbarse hacia la escarpada cuesta donde se localiza el cementerio local, observé que mi suegro —quien había venido de Heredia— conversaba con un hombre alto y enjuto, de andar pausado y mucho más joven que él, a quien yo nunca había visto. Horas después, ya en nuestra casa, le pregunté que quién era ese amigo suyo, y me respondió que se trataba de Marco Aguilar Sanabria, a quien conoció de muchacho en el caserío de Santa Rosa, pues era sobrino de don Luis Aguilar Valverde. Al respecto, es pertinente mencionar que mis suegros vivían en una casa esquinera —aún en pie, y hoy propiedad de la familia Orozco—, al costado norte de la iglesia local, y casi al frente residían don Luis y doña Adoración (Chon) Salazar, con quienes ellos se reunían a platicar casi todas las noches.
Para culminar su respuesta, mi suegro me indicó que Marco era poeta, así como compinche de los célebres bardos turrialbeños Jorge Debravo y Laureano Albán, a quienes él también conoció; por cierto, no mencionó a su medio prima Eddy, quizás porque ignoraba que escribía poesía y que tuviera una relación cercana con ellos tres. En el caso de Albán, nacido en Santa Cruz —no muy lejos de Santa Rosa—, me contó que jugó basquetbol con un equipo que él dirigió. Y, en cuanto a Debravo —nacido en Guayabo Arriba—, nunca lo trató de cerca, aunque su esposa Margarita Salazar era sobrina de doña Chon, y a ella sí la conoció bien.
Bastó con que mi suegro mencionara estos datos, para captar a cabalidad quién era Marco. Y fue así como, de inmediato, evoqué aquellos lindos años de la segunda mitad del decenio de 1960, cuando el mundo entero se remozaba y renovaba, gracias a una pujanza realmente estupenda de la juventud, y como parte de lo cual en muchos países florecían de manera profusa el arte y la literatura.
En cuanto a la poesía, en esos años esta flotaba en el ámbito familiar, sobre todo gracias a mi hermano Niko, quien estudiaba química, aunque también le hacía a la poesía; si bien nunca ha publicado su obra, me parece realmente buena. Él solía coleccionar los suplementos culturales dominicales de algunos periódicos, e incluso copiar a mano poemas tomados de libros en la Biblioteca Nacional y, cuando ya tuvo ingresos como profesor en la Universidad de Costa Rica, pudo adquirir poemarios, que sus hermanos disfrutábamos. De hecho, fue gracias a él que tuve la fortuna de conocer a Debravo, en un recital ofrecido en San José una noche de junio de 1966, pues Niko participaba en algunas actividades del Círculo de Poetas Costarricenses, donde alternaba con Debravo, Albán y Marco —quien residió apenas dos años cerca de la capital, en Tres Ríos, Cartago—, Julieta Dobles Izaguirre, Arabella Salaverry, Alfonso Chase, Rodrigo Quirós, Germán Salas, Luis Fernando Charpentier, Jorge Ibáñez y algunos otros.
Es por eso por lo que, cuando mi suegro mencionó el nombre de Marco, este me era completamente familiar. Lo que yo ignoraba era que aún residiera en Turrialba. De inmediato pensé que me gustaría conocerlo y tratarlo, pero no sabía cómo contactarlo. No obstante, por una de esas venturosas casualidades del destino, muy pronto me llegaría tan anhelada oportunidad.
En efecto, un día me topé con el amigo Tomás Dittel, quien laboraba en la Escuela de Postgrado del CATIE. Aunque era conserje, tiene grandes habilidades como artesano, y siempre trataba de promover las manifestaciones artísticas de su cantón, por lo que ese día me preguntó si me gustaba la poesía. Al responderle que sí, ofreció venderme el recién aparecido poemario El tránsito del sol, de Marco. Por supuesto que se lo compré, a la vez que le pregunté que si se podía conseguir autografiado. Al instante me indicó que lo mejor era que, a la salida del trabajo, fuéramos juntos un día al Taller de Televisión Rodríguez, donde Marco trabajaba. Era fácil, pues estaba localizado a la pura entrada a la ciudad, «frente al almacén de Numa Ruiz», negocio que dejó de existir hace muchos años, pero cuyo nombre se incrustó para siempre en la toponimia de esa urbe rural; por cierto, ahí Marco compartía labores con Toñito, un hombre bueno y sumamente callado, hermano de Víctor Rodríguez, dueño del taller.
Y así fue. No recuerdo en cuál mes de 1997 ocurrió eso, pues la lacónica dedicatoria nada más dice «Para Luko, cordialmente. Marco. Turrialba, 97». La agradecí, por supuesto, pero más significó conocerlo en persona, pues percibí en él a un hombre noble, afectuoso, humilde, de amplia y sincera sonrisa, así como de excelente sentido del humor. Me daba pena interrumpirlo en sus labores, pero me dijo que no importaba, que había más tiempo que vida. Le conté que sabía de él desde muchos años antes gracias a mi hermano Niko, y le hablé de mi gusto por la poesía desde la adolescencia, y que incluso pude conocer a Debravo.
Al mencionar esto último, de inmediato me comentó que él tenía una enorme deuda pendiente con ese gran poeta, académico y político que fue don Isaac Felipe Azofeifa, pues este le había manifestado que —por la cercanía que hubo entre ambos desde los tiempos de colegiales—, él tenía el deber de escribir una amplia semblanza sobre nuestro mayor poeta, quien muriera tan joven. Le pregunté que por qué no lo había hecho, y me respondió que lo había ido postergando, por razones de trabajo y salud, en las que no ahondó. Y, tras una algo extensa y cálida conversación, con gentileza y sinceridad me dijo que volviera cuando quisiera.
La entrevista sobre Debravo
No recuerdo cuántas veces pasé por ahí, pero apenitas de refilón, para no importunarlo, o le pitaba desde mi carro para saludarlo. Sin embargo, años después, en octubre de 2000, hubo un hecho ominoso, que me obligó a buscarlo, y con urgencia: me dijeron que su vida estaba en peligro.
En efecto, en esos días mi hija se había matriculado en un taller de literatura para niños en la sede local de la Universidad Estatal a Distancia (UNED), dirigido por el poeta Erick Gil Salas, cuyo nombre yo conocía por referencias. Y, un sábado que fui a recogerla, tuve la oportunidad de conocer a Erick. Al comentarle algo sobre Marco, me contó que este tenía un serio problema cardíaco, que ameritaba una cirugía urgente, por lo que lo podrían llamar y hospitalizar en cualquier momento. Aún más, había un alto riesgo de que no superara la operación. Al conversar ahora con Vilma Rodríguez Arguedas —su segunda y actual esposa—, me cuenta que a mediados de agosto de 2000 le habían efectuado un cateterismo, el cual reveló cuán dañado estaba su corazón y esto demandaba una cirugía muy delicada.
Sobresaltado por tan impactante noticia, aparte de mi genuina preocupación por la salud de Marco, le dije a Erick que me acongojaba que, efectivamente, pudiera ocurrir una fatalidad y que, de ser así, él no podría cumplir la promesa hecha a don Isaac Felipe en relación con Debravo. Por tanto, le propuse que, para salvaguardar sus palabras, nos apresuráramos a entrevistarlo, y que podríamos hacerlo en mi casa, pues el campus del CATIE es muy silencioso, además de que yo tenía una buena grabadora portátil y suficientes casetes. «Y…, ¿cuándo?», me preguntó Erick. «Pues hoy mismo por la tarde, si él pudiera», le repliqué. Asentimos, y de inmediato nos fuimos a buscarlo al taller donde trabajaba, pero ya habían cerrado. No quisimos molestarlo en su casa, que estaba muy cerca de ahí, pero el lunes siguiente por la tarde fuimos a buscarlo y, explicada la situación, el sábado 19 de octubre por la tarde pasé a recogerlos y llevarlos a mi casa, donde Elsa nos preparó un sabroso café y unos bocadillos, para que así pudiéramos conversar con amplitud y sin interrupciones.
De esa linda entrevista, que se prolongó por dos horas, semanas después hice copias para los tres, y la guardé como un verdadero tesoro, junto con varias fotos que tomé esa tarde. Eso sí, al transcribirla Elsa —quien es secretaria de formación—, resultaron nada menos que 24 páginas, a espacio sencillo, lo cual dificultaría publicarla en una revista literaria o académica.
Así la conservé por mucho tiempo, a la espera de una oportunidad para publicarla. Y, por fortuna, esta se presentaría años después, y por partida doble.
Asiduo lector y colaborador del Semanario Universidad, como lo he sido por muchos años y hasta hoy, en 2004 se me ocurrió proponerle a Ana Incer Arias, su directora de entonces, que publicáramos una síntesis de la entrevista, a lo cual accedió sin reparo alguno. Por tanto, me dediqué a prepararla, tras lo cual la entregué a Marco y a Erick para que la revisaran y le hicieran los ajustes que juzgaran pertinentes. Y fue así cómo, con ocasión de conmemorarse en agosto el 37 aniversario de la muerte de Debravo, se nos concedieron nada menos que las dos páginas centrales del suplemento cultural Los Libros de ese mes, para insertar tan valioso documento biográfico, que intitulamos Debravo, en la mirada de Marco Aguilar.
En cuanto a la segunda oportunidad, habría que esperar tres años más, pero valdría la pena, pues esta vez pudimos concretar el sueño de publicar la entrevista completa. Con el título Jorge Debravo a través de la retina de Marco Aguilar, apareció en la revista Comunicación, del Instituto Tecnológico de Costa Rica.
En realidad, todo fue muy sencillo, gracias a la gentileza de su directora de entonces, Teresita Zamora. Y lo fue, porque en 2005, en colaboración con el filósofo Guillermo Coronado, ella había publicado un número monográfico dedicado al ornitólogo, naturalista y filósofo Alexander Skutch, en el cual fui invitado a colaborar. El día de la presentación, ella me dijo que las páginas de la revista estaban abiertas para proyectos editoriales análogos, por lo que tiempo después le sugerí que hiciéramos uno sobre Debravo, con miras al 40 aniversario de su muerte. Me preguntó si estaba dispuesto a coordinarlo con ella, pero me rehusé, por no ser la literatura mi campo profesional. Eso sí, le sugerí a Erick, verdadero conocedor, y fue así como ambos hicieron posible que en 2007 apareciera el número monográfico Jorge Debravo, un hombre palabra.
Ahora bien, para retornar a aquel aciago octubre de 2000 cuando la vida de Marco estuvo en peligro, en realidad él enfrentó un verdadero calvario, pues su salud empeoraba día a día y no le daban la ansiada cita para la cirugía. Tan terrible fue esa espera que, en cierto momento, la ya de por sí angustiante situación se dilató innecesariamente, porque debían hacerle un delicado examen con un angiógrafo, pero no se pudo pues, en una actitud realmente irracional e inhumana, unos funcionarios de un hospital de la Caja Costarricense del Seguro Social en San José lo habían dañado, al grabar música en discos compactos, para aprovechar que este sofisticado y delicado aparato tenía un dispositivo que permitía hacer eso.
Recuerdo cuánto sufrí en esos días, ya entrado noviembre, pues durante tres semanas consecutivas tenía que emprender viajes, como era usual en el CATIE, a Inglaterra, Panamá y California. Antes de partir, lo visité en su casa, y se mostraba sumamente endeble y hasta desesperanzado. Nuestro abrazo de despedida, que no podía ser efusivo por lo débil que estaba él, tuvo mucho de ominoso. Al dárnoslo, un recóndito y electrizante espasmo recorrió mi cuerpo y constriñó mi alma, pues pensé que podría ser el último que nos dábamos. ¡Fue una sensación muy dura, de veras!
Por dicha para mí, pudimos reencontrarnos y conversar tras mis viajes, pero el infortunio para Marco continuaba, pues la cita médica seguía postergándose ad infinitum. No fue sino en abril o mayo de 2001 que le practicaron una operación a corazón abierto en el Hospital México, la cual se prolongó por muchas horas. En determinado momento, al extraer su corazón para operarlo, este se infartó, lo que obligó al personal médico a efectuar labores de resucitación. Posteriormente debió permanecer por dos semanas en cuidados intensivos, con un pronóstico bastante reservado en cuanto a su recuperación. Y, aunque Marco pudo superar tan difícil trance, las expectativas no eran nada halagüeñas, pues los médicos auguraban un año y medio de vida, cuando mucho.
Contertulios en La Feria
Ya recuperado Marco de la operación, incrementamos nuestra relación de amistad, la cual se intensificó en los meses siguientes. Recuerdo que en septiembre de 2002 estuvo en mi casa, junto con Vilma, pues Elsa decidió celebrar mi medio siglo de vida en compañía de un pequeño grupo de amigos muy queridos.
Fue en el segundo semestre de 2001 que, al avizorar que faltaban unos dos años para la celebración del centenario del cantonato de Turrialba, varias personas hablamos de la posibilidad de preparar un libro conmemorativo, con la participación de historiadores, sociólogos, antropólogos, geógrafos, geólogos, biólogos, ingenieros, agrónomos, educadores, periodistas, sacerdotes, artistas, etc. Y, aunque al final de cuentas no se pudo lograr lo que se deseaba, debido a diversas circunstancias, gran parte de los materiales permitirían que en 2012 viera la luz el libro Turrialba: mucho más que cien años, publicado por la EUNED y editado por el matemático y periodista Ramiro Rodríguez —director de la revista Turrialba Hoy—, el poeta Erick Gil Salas y el historiador William Solano.
Recuerdo vivamente que, aunque ya habíamos venido conversando de manera informal con Ramiro, Erick, William, el genetista forestal Rodolfo Salazar Figueroa, el biólogo Sebastián Salazar Salvatierra y el agrónomo Carlos León Pérez, nuestra primera reunión formal tuvo lugar en el restaurante La Feria, por sugerencia de Rodolfo, pues sus cuñados Roberto y Manuel Barahona Camacho son los dueños de dicho negocio. Sin embargo, esa noche pudimos llegar solo William, Rodolfo, Marco, el agrónomo Gilberto Calderón y yo.
Un hecho muy bonito fue que, al buscar en el menú algo para comer y beber mientras discutíamos acerca de nuestro proyecto, Marco me hizo una advertencia. Como novicio en ese restaurante, pues nunca lo había visitado, me dijo que, como lo relaté en el artículo Las tertulias en La Feria (La República, 21-VI-05, p. 15), en una especie de rito iniciático, no debía ingerir nada sin antes tomarme una jarra de la deliciosa sustancia de carne llamada «caldo de riel» debido a su color de herrumbre, así como un par de los proverbiales taquitos que preparaba don Enrique Barahona Jiménez —padre de Roberto y Manuel—, en su cantina La Feria, a la cual Marco incluso le había escrito un simpático soneto.
Por supuesto que obedecí con gusto la sugerencia de Marco, y no me arrepiento en absoluto de haber sido tan sumiso pues, desde ese día y hasta hoy, cada vez que voy ahí, es lo primero que solicito. De inmediato pedí una cerveza con abundante hielo —como se estila en esa Turrialba tan caliente y húmeda— y le dije a Marco que yo invitaba a lo quisiera tomar, a lo cual me respondió que él no ingería bebidas de ese tipo, pues en una época de juventud y bohemia había enfrentado problemas de alcoholismo. Sentí mucha pena, y entonces le dije a la mesera que no me trajera mi cerveza, pero Marco replicó para decirle que no importaba, pues él ya había superado su vicio. Hombre de firme carácter y temple, desde ese día y durante casi cinco lustros de amistad y de numerosas cenas, nunca le tentó que yo me tomara dos o tres cervezas, mientras que él se deleitaba con un exquisito refresco de guanábana.
Desde entonces, La Feria fue nuestro inmutable sitio de reunión y sabrosa tertulia, favorecido por el hecho de que Roberto y Manuel lo convirtieron en un espacio cultural, al organizar exposiciones de pintura, recitales de poesía, conciertos musicales y lanzamientos de libros. Con frecuencia se nos unían los ya citados Sebastián, Ramiro, Rodolfo, Carlos, el recordado poeta Johnny Delgado y los hermanos Barahona, y algunas veces los pintores Max Solís y Manolo Ayala, los educadores William Núñez, Emma Tomasita Durán y Rosibel Castro, así como la abogada y poetisa Clarita Solano.
¡Cuántas conversaciones inteligentes y gratas, de esas que nutren la mente y el alma, así como siempre aderezadas con ese humor tan característico de Marco y de los turrialbeños! Como dicen, platicábamos «de lo divino y lo humano», pues afloraban asuntos de literatura, música, artes plásticas, filosofía, religión, historia, política, etnografía, fútbol, y hasta de ciencias.
En cuanto a esto último, Marco tuvo siempre un gran aprecio y respeto por la obra de los científicos, en parte influenciado por el hecho de que un tiempo laboró en el CATIE como asistente de laboratorio en edafología, es decir, la ciencia del suelo. Además, su prima María Elena Aguilar Vega es bióloga, con un doctorado en biotecnología obtenido en Francia. Y, por si no bastara con esto, gracias al ajedrez, su padre Antonio y su tío Fernando —padre de María Elena—, quienes eran pequeños productores de café en Santa Rosa, tuvieron una cercana relación con el alemán-venezolano Gerardo Budowski, de fama mundial como ecólogo y conservacionista ambiental. Cabe resaltar que, llegado a Turrialba para laborar en el CATIE, donde ocupó una importante jefatura, el recordado don Gerardo conformó con ellos y los también hermanos Jorge y Marco Tulio Ramírez un equipo que representó a Turrialba en varios torneos nacionales; además de que, en 1965, 1966 y 1972 el equipo fue campeón, su tío Fernando fue campeón nacional en 1970 y 1971, según consta en una reseña histórica escrita por su hijo Rodolfo, que María Elena me facilitó en estos días.
Mi alejamiento de Turrialba
En realidad, me dolió muchísimo ausentarme de esas pláticas cuando, al jubilarme en 2004, me instalé en la lejana Heredia. Sin embargo, como el CATIE me distinguió con el estatus de profesor emérito, conservé una oficina ahí y, con fondos que conseguí en entidades externas, pude financiar proyectos en mi campo profesional. Esto, a su vez, me permitió visitar Turrialba al menos una vez al mes y pernoctar allá, por lo que cada vez que iba, llamaba a Marco para que cenáramos y conversáramos en La Feria. ¡Cómo no!
Lamentablemente, a partir de marzo de 2017 tuve un extraño quebranto de salud, que se extendió por más de dos años, el cual me impidió manejar hasta allá, a lo que se sumaría el cese de mis proyectos, por esa misma razón. Sin embargo, además de que manteníamos contacto por internet, cada cierto tiempo llamaba por teléfono a Marco y —locuaces ambos— conversábamos con largueza.
De los años previos, recuerdo que en 2005 propuse a la revista Comunicación que para 2006 dedicáramos un número a los líderes de la Campaña Nacional de 1856-1857, caídos en desgracia después, el cual se intitularía Héroes del 56, mártires del 60: los hermanos Mora y el general Cañas. Asimismo, me comprometí a elaborar el artículo Un manojo de poemas para los tres próceres, dado que había varios poemas dispersos dedicados a ellos, incluidos algunos de Debravo y Chase. Pensé que sería bonito que otros miembros del antiguo Círculo de Poetas Costarricenses pudieran escribir al respecto, y pronto contacté a Marco, Laureano, Julieta y Arabella. Los cuatro accedieron, y el proyecto cuajó de la mejor manera. El poema escrito por Marco se intituló Hamacas y cañones, y es realmente muy hermoso.
Otra bonita remembranza data de fines de 2007, cuando Erick Gil Salas me comentó que se había propuesto compilar un buen número de poemas —los poemarios de Marco son bastante cortos— en un libro de casi 200 páginas, que se intitularía Obra reunida de Marco Aguilar, y lo publicaría la EUNED en 2008. Por tanto, me solicitó que, por mi amistad con Marco, escribiera unas palabras, como una especie de introducción. Al inicio me rehusé, pues no soy crítico literario, pero él pronto me indicó que lo que esperaba de mí eran unos juicios sobre Marco, desde una perspectiva personal.
Aclarado esto, no dudé en hacerlo, y en el pasaje medular de mi texto, esto fue lo que escribí:
Para hablar de su poesía no hay que saber de esta sino, más que leerla, aspirarla y sentirla como al aire, porque tiene el don de llegar sola, espontánea y fluida hasta los más recónditos intersticios del alma. Porque Marco tiene la inmensa virtud de insuflar valor poético a lo simple y lo cotidiano, oficiando como una especie de demiurgo que transmuta lo trivial y lo obvio en joyas poéticas. En su poesía no hay rebuscamientos ni nebulosas, sino palabras y conceptos sencillos, entendibles por todos, con las que él construye imágenes y sensaciones que realmente conmueven, provocando un grato regocijo.
Para cambiar de asunto, en algún momento de 2012 el amigo Luis Romero Zúñiga decidió crear la revista Lectores, que después mutaría su nombre por el de Turrialba Desarrollo. Ignoro cómo persuadió a Marco para que, a pesar de ser tan reacio para publicar su poesía, incursionara como articulista en su revista. Fue una sorpresa muy grata, pues la prosa de Marco era realmente deliciosa, plena de añoranzas. Por largo tiempo, entre 2012 y 2016, él me envió por internet varios de sus textos, todos excelentes. En mis archivos atesoro uno de los más bonitos, intitulado Jaque mate, Toño, dedicado justamente a su padre ajedrecista, quien fue un tanguero apasionado y siempre soñó con conocer Buenos Aires. Ahí narra que, tan diestro como su padre, «a los quince años ya había empatado con el Campeón Nacional vigente en la antigua Casa España. Mi padre conservó por años el apunte de esa partida».
Ahora bien, un mal día de junio de 2014, creo que un domingo por la mañana, timbró el teléfono de mi casa. Quien me llamaba era Roberto Barahona, para decirme que Marco estaba hospitalizado y en condición grave, al punto de que los médicos pronosticaban un desenlace fatal en pocas horas. ¡Fue realmente estremecedor escuchar eso! Casi de inmediato llamé a Vilma, quien me confirmó tan funesto augurio, y me explicó que Marco había sufrido una perforación del intestino, tras la cual sobrevino una septicemia. No obstante, por fortuna, de manera muy lenta él empezó a recuperarse y, tras ser operado y permanecer internado casi tres meses en el hospital Max Peralta, en Cartago, sumado a un muy extenso período de convalecencia en su casa, pudo superar este segundo episodio en que su vida estuvo en serio riesgo. Eso sí, desde entonces quedó muy fatigado y con dificultades respiratorias, lo que lo tornaba lento.
Una remembranza, pero positiva, data de 2018, cuando publiqué Turrialba en la mirada de los viajeros, libro del cual habíamos conversado ampliamente en varias visitas que hice a Turrialba para recorrer varios lugares y tomar algunas fotografías que me faltaban. En la sección de agradecimientos consigné el siguiente párrafo: «A Marco Aguilar, gran poeta y mejor amigo, hombre de alma buena, con cuya cálida y pausada voz, más su privilegiada pluma, le ha sabido cantar a su tierra y a su gente como ningún otro». Asimismo, incluí tres epígrafes, de Marco, Albán y Debravo, en ese orden, de los cuales el de Marco reza así:
En el valle amanece de repente.
No es igual que en el mar o en la llanura
donde el sol, tan despacio y sin premura
incinera las rutas del oriente.
Llega toda la luz rápidamente
para sorpresa de la noche oscura.
La mañana de aquí nace madura
y el cielo es como de agua transparente.
Cualquiera que haya vivido en Turrialba puede entender a plenitud cuánta verdad encierran estos versos. Hicimos la presentación del libro en La Feria, en la cual, de manera espontánea y muy sentida, Marco expresó lo que significaba nuestra amistad.
Culminado ese proyecto, lo haría partícipe de una nueva obra, intitulada Páginas como alas. Antología de textos líricos sobre la naturaleza; aunque aprobada para su publicación por parte de la Editorial Tecnológica de Costa Rica, varios factores han causado su retraso para que vea la luz, lo cual esperamos que ocurra este año. Enterado de mis propósitos, con gran generosidad Marco accedió a que incluyera los tres poemas suyos que le solicité, a pesar de que dos de ellos permanecían inéditos; no obstante, ya no lo están, pues aparecieron en su último poemario, Profecía de los trenes y los almendros muertos, en el que, por cierto, incluyó la siguiente dedicatoria: «Para Luko, un amigo de lujo, con mi cariño y la admiración de siempre. Marco. Turrialba, 2022».
En los últimos años
Ahora bien, en estos últimos años nuestra relación se intensificó, aunque por la vía electrónica. Esto fue así porque, si bien no me gustan ni participo de las llamadas redes sociales, debido a la pandemia viral que aún enfrentamos como humanidad, me vi forzado a recurrir a la aplicación WhatsApp para poder recibir unas clases de guitarra que había iniciado años antes de manera presencial. Y, como Marco tuvo algunos problemas con su correo electrónico, elegimos esta vía para comunicarnos.
Más yo que él, solíamos enviarnos mensajes. Era algo frecuente que me enviara fotos de insectos llegados a su casa o a su jardín, o a una finca de su hija Ana, allá por Tarbaca. En broma, yo le decía que con gusto podría identificarle lo que me enviara, con excepción de cucarachas, pulgas, alepates, niguas y piojillo púbico. Ignoro si fue eso lo que lo indujo a dedicarme el poema Oda a las plagas y los insecticidas, en su último libro.
Además, como ambos éramos liguistas, es decir, hinchas de la Liga Deportiva Alajuelense, a veces le enviaba algunas cosas simpáticas alusivas a nuestro equipo, al que por cierto se refirió de paso en su poema La Feria. En realidad, el fútbol era un tema infaltable en nuestras pláticas, casi siempre para sufrir, pues de los últimos 18 campeonatos no hemos ganado más que uno, aunque una y otra vez nuestro equipo ha perdido en los partidos finales.
Y, a propósito de fútbol, debo relatar una simpática anécdota, ocurrida el 13 de octubre de 2021. Aunque disfruto del fútbol, no me gusta dilapidar dos horas y resto frente a un televisor, cuando tengo cosas más importantes que hacer, y sobre todo en horas diurnas. Esa tarde de miércoles jugaban en Columbus, Ohio, las selecciones de Costa Rica y EE. UU., en la disputa por un puesto en el campeonato mundial en Qatar. Encendí el televisor en un aposento de mi casa, para estar informado, mientras me dedicaba a escribir en mi biblioteca.
En cierto momento timbró el teléfono. Al levantar el auricular, escuché una voz muy débil y algo gangosa, casi de ultratumba. Era la de Marco. Después de los afectuosos saludos mutuos, me espetó: «Necesito pedirte un favor que nunca en la vida te he pedido». «Sí, Marco, claro… ¿en qué puedo servirte?», respondí, ante lo cual me preguntó: «¿Cómo va la Sele?». «¡Sé más serio, muchacho! Empezó ganando, y muy rápido, pero ya los gringos empataron. Pero…, ¿no estás viendo el partido?», fue mi contestación. De inmediato me contó que no podía verlo, pues estaba internado en el hospital William Allen, debido a una afección por coronavirus. «No, Marquito… ¡¡¡no puede ser!!! ¿Cómo estás, hombré?». Entonces me replicó: «Pues, sí. Vos sabés que tengo comprados 99 números de la rifa para el viaje al otro potrero, y ahora me cae esto. Y… ¡con todo y lo que me he cuidado! Si no estuviera vacunado, sin duda que ya estaría del otro lado».
Transcurrieron varios días de angustia e incertidumbre, pero, por fortuna, a pesar de su labilidad, su organismo pudo soportar este nuevo y grave embate, y salir avante.
Sin embargo, ya no podría ante una afección aparentemente renal, pero en realidad cardíaca, que lo conduciría de nuevo al hospital poco más de un año después, a fines de diciembre de 2022. Me cuenta Vilma, quien es enfermera y había vivido al lado de Marco los tres episodios previos que casi lo llevaron a la muerte, que ella pensó que la situación de salud de Marco no tendría consecuencias fatales esta vez, pero no fue así. Internado de emergencia el 31 de diciembre, mientras Vilma se enfrentaba a la pérdida de su madre doña Oliva la víspera, cerca de las tres de la madrugada del 3 de enero Marco exhalaba su último suspiro, víctima de un paro cardio-respiratorio, exactamente en el día de su cumpleaños número 79.
Ahora, ya fallecido, al ver en retrospectiva mi relación con Marco, me percato de que, en nuestros casi 25 años de amistad, la muerte siempre lo estuvo acosando. No obstante, es muy interesante que, aunque en su poesía la muerte está omnipresente como tema —una constante en la obra de casi todo poeta—, esta no es protagónica, en marcado contraste con la de su entrañable amigo Jorge Debravo, para quien era una cuestión central, recurrente e insistente, casi obsesiva. Pero es que en Debravo era una especie de premonición, la noción de que partiría muy joven. Y así fue, cuando en la fatídica noche del 4 de agosto de 1967 un chofer ebrio embistió su motocicleta y segó su vida, con apenas 29 años. Por cierto, de ese burdo y desgarrador episodio, Marco nos diría que: «Mi hermano Jorge / está completamente muerto en media calle», para culminar su elegía así: «Y yo sufro esta muerte solitaria / hoy que el agua lavó su sangre humilde / definitivamente silenciada. / Porque era solamente un niño triste, / solo que ahora está bajo la tierra / ¡y yo no me acostumbro!».
Es todavía más interesante aún que, en innumerables horas de tertulia, Marco nos hablara muy poco de la muerte. No sé si era una actitud silenciosamente estoica, pero no se lamentaba de sus dolencias y ni de sus penurias. Aunque a veces reconocía estar débil, no se quejaba y, más bien, tenía siempre un talante positivo. Quizás en su fuero interno se reconocía lábil y vulnerable, pero ante sus amigos se mostraba muy animado, así como deseoso de vivir y continuar haciendo lo que más le gustaba: escribir.
Al igual que a su padre don Toño, a Marco le encantaba el tango. Y a mí también. Por eso, de vez en cuando le enviaba algunos videos. Uno fue un programa de Susana Rinaldi, de quien le comenté que la había oído cantar en el Teatro Nacional en su primera visita a Costa Rica. «Una maravilla. Papi enloquecía con ella», me respondió, y me contó que su hermano Guillermo había llevado a don Toño y doña Chepita —a quien tuve el gusto de conocer— a escucharla en dos de las tres ocasiones que estuvo en el país. Por cierto, el 2 de enero por la tarde descubrí en YouTube un reciente concierto de tan aclamada cantante, y de inmediato pensé en compartirlo con Marco, sin saber que estaba hospitalizado y viviendo su último día completo. Como tuve problemas con internet, pospuse el envío, pero ello nunca ocurriría, pues temprano al día siguiente recibí llamadas de Roberto Barahona y de Vilma, para comunicarme la infausta noticia de su partida.
A propósito de la Rinaldi, nunca le pregunté a Marco por el texto Definiciones para esperar mi muerte, que ella popularizó, al declamar su letra mientras que, por fondo, se escuchan los acordes del melancólico tango Sur. Escrita por Homero Manzi cuando, sabedor de que sus días estaban contados, este inmenso poeta se enfrentó a un desafiante papel vacío, para plasmar en él una estremecedora despedida, en uno de cuyos pasajes se lee: «Estoy lleno de voces y de colores, / que juraron acompañarme hasta la muerte / como amantes resignadas / al breve paso de mi eternidad», para después sentenciar que «Sé que hay lágrimas largamente preparadas para mi ausencia».
Hoy debo confesar que, después de cada noche de tertulia en La Feria, cuando iba a dejar a Marco a su casa, me bajaba del carro para darnos un abrazo de despedida, y que eso me oprimía el corazón, al presentir que podría ser el último. Y siempre evocaba aquel aserto del grandísimo Julio Cortázar, cuando expresó: «Yo quiero proponerle a usted un abrazo, uno fuerte, duradero, hasta que todo nos duela. Al final será mejor que me duela el cuerpo por quererle, y no que me duela el alma por extrañarle». En efecto, ignorando que sería el definitivo, nos dimos ese abrazo postrimero —eso sí, no muy fuerte, debido a la fragilidad de Marco— el 29 de mayo de 2019, en mi última visita a Turrialba antes de que empezara la ominosa pandemia que tanto luto y dolor ha provocado.
El reencuentro póstumo
Ahora, poco más de tres años y medio después, he retornado a esta querida ciudad, hoy carente de su amado poeta. Lo he hecho para un homenaje póstumo en un rústico y acogedor anfiteatro rodeado de bosque, en el hotel Wagelia Espino Lodge, engastado en las faldas del volcán Turrialba. Gracias a la iniciativa de su dueño, el amigo Walter Coto Molina, así como del restaurante La Feria y la UNED, el sábado 21 de enero concurrimos ahí unos 50 familiares y amigos de Marco para rendirle un tributo, en una tarde espléndida, colmada de sol y luz.
En dicho convivio afectivo varios hicimos remembranzas, otros cantaron lindas e íntimas canciones, y otros más leyeron poemas de Marco. Concluido el acto, y antes de departir en un grato refrigerio, Walter nos llevó a recorrer el bosque aledaño, por un sendero que él bautizó con el nombre Calzada de los Poetas —en cuyos costados algunos rótulos de madera contienen fragmentos de poemas de turrialbeños—, para develar una placa con el nombre de Marco. Así lo hizo, y ahí permanecerá esa lámina, sujetada a un rectilíneo árbol de fosforillo (Dendropanax arboreus), no muy lejos de otro más corpulento, pero de espino blanco (Macrohosseltia macroterantha), que porta la placa correspondiente a Jorge Debravo.
Esos fueron momentos sumamente emotivos, en ese espacio vegetal que, con acierto, Walter describió como «un templo de las almas nobles». Una y otra vez, debí contenerme para no derramar parte del cúmulo de lágrimas que —como lo dijera Manzi— por casi 25 años preparé para la partida y la ausencia de mi entrañable amigo Marco. Ya había vertido bastantes en días previos, al igual que esa mañana, durante la travesía por la pintoresca y fresca ruta de montaña que serpentea por las estribaciones de los volcanes Irazú y Turrialba. Eso sí, por la noche, en la soledad y el silencio de mi habitación, trasmutado en llanto vacié de sopetón el crudo dolor que desde hacía dos semanas afligía mi alma.
Como, debido a un compromiso ineludible, no había podido asistir al funeral de Marco, para completar el círculo me faltaba visitar su tumba, lo cual hice el domingo por la tarde, poco antes de regresar a Heredia. No me fue sencillo localizarla, en ese cementerio de tumbas tan hacinadas y de tan empinado declive, desde el cual se divisa una amplia porción del Valle Sagrado al cual él alude en su poema Soy Marco Aguilar.
Tras casi media hora de buscarla, casi me daba por vencido, pero, por fortuna, pude localizar a un hombre que hacía unos trabajos ahí, quien me llevó a ella con gentileza y prontitud. Le pedí dejarme a solas. Y ya frente a ese nicho aéreo, turbados mi corazón y mi mente, imaginé el féretro que ahí adentro, colocado en posición horizontal, contiene su cuerpo exánime y yerto, tan pleno de humanidad, creatividad y poesía apenas un mes antes. ¡Absurda, torpe e implacable que es la muerte, al truncar de súbito tanta, pero tanta vida!
En soliloquio, empapado mi rostro por las lágrimas que me quedaban para ese reencuentro póstumo, desde lo más hondo de mis agobiados corazón y garganta costó mucho que emergieran las palabras exactas para agradecerle a Marco su prolongada, profunda y cálida amistad, que de tantas y tan gratas maneras enriqueció mi vida. Y le prometí escribir este artículo que, ahora, entre nuevas lágrimas, no me ha sido fácil terminar.
Publicado en https://www.meer.com/es y compartido con SURCOS por el autor.
La Trinidad, paraje simbólico de la patria
Escrito en . Publicado en Análisis, Aportes para el desarrollo.

Donde el verdor natural se manchó con sangre
13 ENERO 2023,
LUKO HILJE
En su poema Squier en Nicaragua —en referencia al diplomático Ephraim George Squier, encargado de asuntos estadounidenses para Centro América—, el célebre poeta nicaragüense Ernesto Cardenal nos legó unas imágenes muy sugestivas y hermosas del curso diario de la vida a lo largo del río San Juan, como las siguientes:
Verdes tardes de la selva; tardes
tristes. Río verde
entre zacatales verdes;
pantanos verdes.
Tardes olorosas a lodo, a hojas mojadas, a
helechos húmedos y a hongos;
el verde perezoso cubierto de moho
poco a poco trepando de rama en
rama, con los ojos cerrados como
dormido pero comiendo
una hoja, alargando un garfio primero
y después el otro,
sin importarle las hormigas que le pican,
volteando lentamente el bobo rostro
redondo, primero a un lado
y luego al otro,
enrollando por fin la cola en una rama
y colgándose pesado como
una bola de plomo; el salto del sábalo en el río;
el griterío de los monos comiendo
malcriadamente, a toda prisa […]
Asimismo, Cardenal alude a «la guatusa bigotuda y elástica / que se estira y encoge / mirando a todos lados con su ojo / redondo / mientras come temblando; / espinosas iguanas… ¡Temblando!; / espinosas iguanas / como dragones de jade / corriendo sobre el agua / (¡flechas de jade!)».
Y también a «Gritos de congos. / Chachalacas. / El canto melancólico de la gongolona / entre los coquitales, / y el de la paloma poponé», al igual que a «oropéndolas sonoras / columpiándose en sus nidos colgados de las palmeras, / el canto del pájaro-león entre los coyoles / y el del pájaro de-la-luna-y-el-sol / el pájaro clarinero, el pájaro / relojero que da la hora / y el pocoyo que canta de noche / parejas de lapas que pasan gritando, / y el güis, chichiltote y dichoso-fui / que cantan en los chagüites sombríos». Finalmente, no podría omitir «el ruido sordo de manadas de cerdos salvajes. / ¡Carcajadas! / el canto de un tucán».
Es decir, la visión más abigarrada, silvestre y prístina del mundo natural en el cauce del río y los entornos ribereños, como si se tratara de una imagen de los primeros días de la creación. Sin embargo, como parte de esta, no podía faltar el hombre, vale decir, «el negro con su camisa rayada, remando / en su canoa de ceiba».
El río y el hombre. El hombre y el río. Indisolubles. Los primigenios tiempos de los indios botos y, después, de los boteros misquitos.
Obviamente, Cardenal no se refería a La Trinidad, este punto donde estamos ahorita. Pero tan vívidas imágenes podrían ser válidas casi que para cualquier recodo del muy ancho y caudaloso San Juan o de sus mayores afluentes, como el lugar que en 1869 escogiera para vivir —no muy lejos de aquí, aguas arriba del Sarapiquí— un aventurero suizo llamado Léonce Pictet, quien por entonces frisaba los 21 años.
Lo menciono a él, porque es el único personaje residente en Sarapiquí en el siglo XIX que nos legó sus vivencias por escrito, gracias a las cartas que enviaba a su familia. Dichas cartas, escritas en francés, las compilamos en el artículo «Un colono suizo en la ribera del Sarapiquí», que publicamos junto con la colega y amiga María Luisa Fournier Leiva, quien las tradujo al español; apareció en 2017, en el volumen 30 de la revista Herencia.
Por ejemplo, en su primera carta, Pictet indicaba que «estamos en la ribera derecha del río Sarapiquí, cerca de su desembocadura. En la ribera opuesta hay bosques casi impenetrables, donde las dantas, los cariblancos y los saínos encuentran refugio seguro; la casa del alemán D. [a quien no identifica] está ubicada en la propia confluencia de los dos ríos sobre la ribera derecha del San Juan y, por consiguiente, como la nuestra, en el territorio de Costa Rica. Al frente se extiende Nicaragua».
Y continuaba expresando que, salvo por los zancudos, «en la noche, cuando hay luna clara, el espectáculo de estos bosques tropicales es verdaderamente admirable, sobre todo a la orilla de los ríos. Pareciera que estamos en un paraje encantado».
Extasiado con sus alrededores, Pictet narraba que «es ahí donde se puede admirar a gusto esos árboles enormes de los cuales cuelgan miles de lianas de todos tamaños […]; además, hay otras plantas parásitas de grandes hojas muy bellas, y todo eso es tan magnífico que me parece estar en alguna fantasía. Muchos de esos árboles tienen al menos cien pies de altura, y hay una cantidad de especies y de formas diferentes, sin hablar de las palmeras».
Además, al mirar hacia el cielo más allá de la densa bóveda formada por las copas de los gigantescos árboles, sus sentidos se colmaban al escuchar la algarabía matutina, y contemplar guacamayas, loras, pericos y tucanes, mientras que en tierra andaregueaban pavas y pavones. Y, jubiloso, acotaba que «la cantidad de pájaros diferentes que hay aquí es una cosa increíble. Esta mañana, por ejemplo, había alrededor de la cabaña una verdadera multitud compuesta por chachalacas, palomas, loros, buitres y colibríes, todos gritando y saltando de rama en rama. Parecía un zoológico. Incluso por la noche no están tranquilos, y nos dan conciertos continuos, sin contar con una especie de sapo enorme que grita como si pidiera auxilio». Sí, noches apacibles, en las que al rumor del río se sumaban las vocalizaciones de cuyeos, búhos y lechuzas, así como el destemplado croar o estridente berreo de la rana ternero.
Asimismo, con gran naturalidad y sin alarmismo alguno, Pictet se refiere a los animales peligrosos. Menciona la presencia de serpientes, aunque no tan abundantes; al jaguar que, cuando «no muere al primer intento, se tira sobre los atacantes y hay que liquidarlo a machetazos»; así como a los «cariblancos, especie de cerdos salvajes que recorren los bosques en grandes manadas» y, «cuando uno de esos batallones pasa, se debe correr a treparse al primer árbol encontrado, para alejarse de la manada, si no se quiere correr el riesgo de ser aplastado».
Eran otros tiempos —sin la incesante y visible erosión de ahora—, por lo que él expresaba que «las riberas del Sarapiquí son muy altas por todos lados y la corriente es violenta, y tampoco hay sitios anegados; si hubiera, encontraríamos muchas serpientes y cocodrilos». No obstante, en las partes más accesibles, donde «el agua es fresca y muy buena para beber; allí nos bañamos todos los días. Los caimanes no nos molestan del todo en nuestras prácticas de natación, pero sí cientos de pequeños peces que vienen a picar las piernas». Eso explica que ahí abundaran las garzas buscadoras de peces.
De los caimanes, insiste en que «son extremadamente raros y no se corre ningún riesgo bañándose ahí. Lo que sí es común son las iguanas, de hasta cuatro o cinco pies de largo, y se dice que son muy sabrosas; he visto cantidades, no son salvajes para nada, y se mantienen sobre todo en los bordes del río». Y, como no podía faltar en este recuento faunístico, menciona al inmenso y bonancible manatí «que da varias centenas de libras de grasa; se le arponea, pero es poco común».
El río y el hombre. El hombre y el río. Indisolubles. Más o menos en armonía, Pictet y unos pocos colonos más coexistían con la naturaleza agreste, en esa especie de paraíso terrenal, donde el bosque tropical muy húmedo alcanza su máximo esplendor.
Sin embargo, en realidad, no siempre todo había sido así de magnificente. De hecho, apenas doce años antes, el silencio inmemorial de esos parajes había sido mancillado por el ominoso silbido de balas y el estruendo de cañones, en medio del sórdido y extraño olor a pólvora, mientras las aguas se enrojecían y los cadáveres flotaban río abajo.
En efecto, todo empezó por la codicia —tan humana—, que se despertó y avivó con el descubrimiento de oro en un río de California.
Fueron unos siete años, durante los cuales un verdadero tropel humano buscaba alcanzar la costa del Pacífico. Desde entonces, el San Juan y sus afluentes no fueron percibidos como ríos, ni sus bosques aledaños como hermosas selvas, sino tan solo como una ineludible ruta acuática y un ambiente inhóspito que había que superar, para llegar cuanto antes al sitio donde se podrían amasar fortunas sin grandes dificultades. Y, claro está, algunos otearon la posibilidad de que —con algún esfuerzo técnico adicional—, el San Juan y el lago de Nicaragua pudieran convertirse en un canal natural, exactamente en la cintura del continente americano. ¡Sueño de sueños para algunos imperios, que se frotaban las manos, en sus turbias aspiraciones políticas y comerciales!
No obstante, los poderosos y ambiciosos esclavistas del sur de EE. UU. vieron mucho más lejos. Un río y un canal no eran suficientes. Mejor, de una sola vez, apoderarse de los territorios de los cinco países centroamericanos —y, ¿por qué no?, de los del Caribe—, para implantar la esclavitud y expandir sus dominios geográficos y políticos.
Fue así cómo, espoleados ideológicamente por la racista doctrina del «destino manifiesto», pronto pactaron con el muy astuto William Walker —abogado, médico y periodista, al igual que líder de tentativas colonialistas en México—, para que dirigiera tan importante aventura. Ellos se encargarían de agenciárselas para financiarle con holgura, y por más de dos años, su onerosa expedición a Centro América.
El río y el hombre. El hombre y el río. Sí, así era antes. Pero esta vez se asomó, amenazante y siniestro, el espectro de la guerra.
Efectivamente, con sus numerosas tropas de mercenarios y apátridas, muy bien armadas y apertrechadas, fueron sangre, muerte y dolor lo que trajo este bandido a nuestras tierras.
Sin embargo, a pesar de su poderío, se les venció en Santa Rosa y Rivas. Y también aquí cerca, en el estero que por entonces había en el río Sardinal, el 10 de abril de 1856, así como en este sitio donde hoy estamos —que era un punto estratégico—, el 22 de diciembre de ese mismo año.
Esta última batalla, ocurrida hace 166 años, fue realmente decisiva durante la Campaña Nacional, pues permitió incautarle a Walker sus vapores poco a poco, para después desalojarlo de sus casi inexpugnables bastiones del Castillo Viejo y el fuerte de San Carlos. Y, aunque desde esa fecha hasta la rendición del jefe filibustero, el 1 de mayo de 1857, transcurrieron cuatro agobiantes meses de combates e incontables adversidades —incluyendo la pérdida de La Trinidad en febrero de 1857—, ya nada sería igual para Walker. El contundente e irreversible golpe estaba dado, y era mortal.
Seriamente perturbada la vida en los ríos San Juan y Sarapiquí durante esos crudos y tétricos meses bélicos, de manera paulatina todo volvería a la normalidad, tanto en sus aguas como en las selvas ribereñas. Pero ahora la patria ya era otra, pues sus corajudos hijos la habían sabido defender donde las circunstancias lo demandaron y, especialmente, en esta esquina del territorio nacional.
Es decir, fue en esta pequeña pero simbólica punta fluvial —en un doloroso parto en que el verdor natural se manchó con sangre—, que la gravemente amenazada Costa Rica renació y resurgió, malherida, pero absolutamente libre y soberana.
- Remeros misquitos impulsando una lancha en el río San Juan de entonces. Fuente: The Century Illustrated Monthly Magazine
- Desembocadura del Sarapiquí, con dicho río en primer plano y el San Juan al fondo. Foto: Luko Hilje
- El entorno de La Trinidad, Costa Rica en 1854. Fuente: Harper’s New Monthly Magazine
- Paraje del río San Juan desde donde los vapores filibusteros avanzaron para disparar sobre La Trinidad, Costa Rica. Foto: Luko Hilje
- Mapa del sitio de La Trinidad y sus cercanías. Fuente: Instituto Geográfico Nacional (Costa Rica)
- La esquina de La Trinidad, vista desde la ribera derecha del río Sarapiquí, Costa Rica. Foto: Luko Hilje
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