Te rezaré, pero no como lo hacen los cobardes. Lo haré como vos mismo lo harías: poniéndole a las balas el pecho de montaña que nuestra Madre nos plantó desde sus entrañas luminosas. Lo haré como lo hizo el niño Debravo, gritando que Dios no nos quiere de rodillas ignorados en los templos; ni atados de pies y manos en ese poste donde sólo se esclavizan aquellos que desfallecieron aplastados por una tonelada de papel periódico repleta de mentiras y blasfemias. Yo oraré por vos ahora que por fin en la Sede de todo descubrieron tu santidad obrera y campesina; tu santidad de Madre y Padre asesinados por el mismo criminal que cortó las venas de miles de indígenas cuyo pecado fue haber sido despojados de todo menos de su dignidad. Te rezaré con la lengua mutilada de tantos seres humanos que desde su dignidad continúan gritando la crueldad anticristiana de este mundo al revés que ha dejado sin voz a los mejores voceros comunales de los pueblos. Yo te rezaré, Compañero San Romero de América, te rezaré como vos mismo lo hiciste; caminando los caminos con todos los marginados y oprimidos nuestros, esclavos masacrados por la aporofobia y la explotación de las Bolsas y las Cámaras. Así lo haré, porque sé, ahora que por fin han aceptado tu Santidad, que vos, Santo Compañero, llevarás hasta los Cielos el inconfundible perfume de tu curativo nombre y purificarás de paso el ancho portón por el que ahora habrán de salir de su zona de confort tus colegas celestiales que ya se han olvidado de esta Tierra. Amén!
Monseñor Romero tras su muerte. Foto: archivo AP Eduardo Vázquez Becker.
Hoy hace treinta y seis años mataron a Óscar Arnulfo Romero mientras oficiaba misa. Era el arzobispo de San Salvador; eso, a mí, no me dice nada, excepto que tenía poder dentro de la Iglesia Católica salvadoreña. ¡Era la reencarnación del Evangelio!, eso a mí me dice todo.
En este país, donde reina el palanganeo, el oportunismo, el servilismo, el amiguismo, el entreguismo y la corrupción, aún dentro de las organizaciones que se dicen progresistas o de izquierda, recordar su pensamiento enraizado en el camino de su Maestro, nos puede dar esperanza y horizonte ético.
Comparto las siguientes citas, sin orden cronológico, todas salen de sus homilías.
No hay pecado más diabólico que quitarle el pan al que tiene hambre.
Ante un santo las sombras huyen, la justicia se enoja, hay violencia, quitan la vida.
¿No les parece, hermanos, un ultraje a la pobreza de nuestra patria esta danza de millones?
He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin jactancia, con la más grande humildad. Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador. El martirio es una gracia que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la liberación de mi pueblo y como un testimonio de esperanza en el futuro. Puede usted decir, si llegasen a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá, sí, se convenzan que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.
Hermanos, son de nuestro mismo pueblo; matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: No matar…Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios (…). En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!
No sean sanguinarios como Herodes. No sean serviles como los soldados que, a órdenes de Herodes, van a matar a inocentes. No sean crueles. No torturen. No maltraten.
Conviértanse. No pueden encontrar a Dios por esos caminos de torturas y de atropellos. Ustedes que tienen las manos manchadas de crimen, de tortura, de atropello, de injusticia, ¡conviértanse! Los quiero mucho. Me dan lástima, porque van por caminos de perdición. La Iglesia señala los grandes pecados de los militares, pero los está llamando a conversión.
El rico que está de rodillas ante su dinero, aunque vaya a misa y aunque haga actos piadosos, si no se ha desprendido en el corazón del ídolo dinero, es un idólatra, no es un cristiano. No hay más que una Iglesia, la que adora al verdadero Dios y la que sabe dar a las cosas su valor relativo.
Quiero hacer un llamado fraternal, a la pastoral, a la oligarquía para que se convierta y viva, y haga valer su potencia económica en favor del pueblo (…). Compartan lo que son y tienen. No sigan callando con la violencia a los que les estamos haciendo esta invitación, ni mucho menos continúen matando a los que estamos tratando de lograr haya una más justa distribución del poder y de la riqueza de nuestro país. Y porque la Iglesia es Madre, les dice también a los ricos y a los poderosos: ¡conviértanse, hijos! ¡Conviértanse! (…). No hagan leyes para defender su minoría. Hagan leyes para defender la pobreza. Hagan disposiciones. Admitan en el diálogo no solamente a la gente que piensa como ustedes, admitan también al campesino que se muere de hambre y por morirse de hambre se organiza, no para la subversión, sino para sobrevivir.
Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de este pueblo, que sabe de sus sufrimientos, de sus hambres, de sus angustias; en el nombre de esas voces yo levanto mi voz para decir: no idolatren sus riquezas, no las salven de manera de que dejen morir de hambre a los demás (…). Hay que saber quitarse los anillos para que no le quiten los dedos. Nuevamente, a nombre de nuestra Iglesia, les hago un nuevo llamado para que oigan la voz de Dios y compartan con todos gustosamente el poder y las riquezas, en vez de provocar una guerra civil que nos ahogue en sangre. Todavía es tiempo de quitarse los anillos para que no les vayan a quitar la mano. Es mejor, repitiendo la imagen ya conocida, quitarse a tiempo los anillos antes que les pueden cortar la mano.
No es un prestigio para la Iglesia estar bien con los poderosos (…). Este es el prestigio de la Iglesia: sentir que los pobres la sientan como suya, sentir que la Iglesia vive una dimensión en la tierra llamando a todos, también a los ricos, a convertirse y salvarse desde el mundo de los pobres, porque ellos son únicamente los bienaventurados.
No usemos, queridos capitalistas, la idolatría del dinero, el poder del dinero, para explotar al hombre más pobre. Ustedes pueden hacer tan felices a nuestro pueblo si hubiera un poquito de amor en sus corazones. ¡Qué instrumentos de Dios serían ustedes con sus arcas llenas de dinero, con sus cuentas bancarias, con sus fincas, con sus terrenos, si no los usaran para el egoísmo, sino para hacer feliz a este pueblo tan hambriento, tan necesitado, tan desnutrido…
Cómo quisiera yo, hermanos, que un día, todos los que hoy van sembrando el terror como Saulo por Jerusalén y la Tierra Santa se convirtieran. No los odiamos. Desde el altar pedimos a Dios: ‘Dales, Señor, el arrepentimiento. Que vuelvan por los caminos de la piedad. Que se den cuenta del horrendo crimen que cometen para que sean, un día, también, santos, como bienaventurados del cielo.
Todavía es tiempo de no pagar ya con tanta sangre… Creo, hermanos, que podamos tener todavía una salida a la paz y a la justicia sin tener que pagarla con tanta sangre como sería una insurrección que vendría cuando ya se han agotado todos los medios pacíficos. Todavía no se han agotado.
Despojaos a tiempo; si no, os despojarán. Esto es lo que la Iglesia está diciendo también: ¡Sean generosos! ¿Qué pueden aportar? No es posible que sigan disfrutando egoísticamente lo que es de todos. Participemos todos; compartamos como hermanos; todavía es tiempo de resolver con caridad y amor, con justicia y racionalidad. Si no, después nos despojarán a la fuerza y entonces, sí, será a base de sangre. ¡Son victorias muy caras! ¡Ojalá que no tengamos que llegar a eso!
¡Que su semilla de lucha esperanzadora llegue al corazón de todos los pueblos de este continente tan adolorido!
Rompiendo los protocolos que en casos similares se acostumbran en el Vaticano, el Arzobispo mártir de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, ha sido beatificado – paso previo a la canonización – en la propia capital del país hermano. A poca distancia del lugar donde fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía y ante miles y miles de esa gentes que él amó y por cuya liberación ofrendó su vida y derramó su sangre, ante autoridades eclesiásticas y civiles, más aun, ante la mirada del mundo entero, pues esa ceremonia se convirtió en el acontecimiento del día en la prensa mundial, Mons. Romero hizo realidad con creces aquello de que «si me matan resucitaré en mi pueblo». Pero Mons. Romero se quedó corto. No solo resucitó en su pueblo, en su patria salvadoreña, sino en el mundo entero. Oscar Arnulfo Romero, el tímido clérigo cuya heroica lucha por la dignidad de su pueblo lo convirtió en gigante, ha saltado a la historia como el más noble símbolo de Nuestra América.
Por no sé porqué designios de la historia, lo cierto es que, desde el siglo pasado, las diversas regiones étnico-culturales y geográficas que configuran la humanidad se han dado un símbolo, un «mito» en el mejor sentido de la palabra, esto es, un modelo a seguir, una fuente de inspiración, una cátedra de los mejores y más elevados valores como legado espiritual para todos los pueblos de la tierra. Esos símbolos son hoy honra de la especie frente a la barbarie de otros individuos y otros acontecimientos que han llenado de sangre y dolor las páginas de la historia de los últimos siglos. El siglo XX ha sido el más tétrico y brutal de la historia de nuestra especie. Las dos guerras mundiales, el nazifascimo y la actual amenaza de un apocalipsis nuclear que podría acabar con toda manifestación de vida sobre la tierra, constituyen la irrefutable prueba de lo que acabo de decir. Mezcla de terror y de dolor configuran los sentimientos que aterran el corazón y la memoria reciente de la humanidad. Las noticias de acá y de acullá que a diario recibimos solo logran acrecentar esos aterradores sentimientos.
Pero frente a esta monstruosa barbarie, surgen como destellos de luz en medio de las tinieblas, algunos hombres que encarnan lo más noble del corazón humano en cada uno de los rincones que configuran la geografía y las culturas del planeta. Leon Tolstoi para los países europeos, Gandhi para los asiáticos, Luther King para los de Norteamérica, Mandela para el África…y ahora Mons. Romero para Nuestra América. Su legado de luz y de esperanza debe guiarnos sumergidos como estamos en la tenebrosa noche que ha sobrevenido a la id garn parte humanidad.
Por eso no podemos situar a Romero tan solo en los altares, sino tal como él fue en su vida real: sumergido en las luchas y dolores de su pueblo. Hizo suya la suerte y el destino de los más pobres y oprimidos. Romero nació en El Salvador pero hoy pertenece a todos los hombres y mujeres que sufren y luchan por la justicia social dondequiera que estén. Romero seguirá siempre vivo y actuando en cada corazón que palpite en busca de los sueños que lo llevaron a la inmortalidad. Su sangre ha sido semilla de vida.