VENDER EL ALMA AL DIABLO

José Manuel Arroyo Gutiérrez

         Hace ya bastantes años, en una lección del posgrado en Ciencias Penales de la U.C.R., el eminente profesor Dr. Francisco Castillo González nos ilustró con una enseñanza más propia de la ética profesional que del derecho penal. Nos decía sentencioso, palabras más, palabras menos, lo siguiente: “un abogado penalista puede llevar algún caso de narcotráfico; lo que no puede es tener clientes narcotraficantes…”.

         El tema tiene cercanía con otras cuestiones muy propias de la ética profesional. Por supuesto que el derecho de defensa, para todos y todas, está garantizado para cualquier tipo de delito y hay que respetar ese principio. Pero sabemos igualmente, desde hace décadas, que las organizaciones mafiosas clásicas, tipo “Cosa Nostra”, tienen a su servicio gabinetes de economistas y contadores públicos, bufetes de abogados, así como políticos, clérigos y hasta policías, fiscales y jueces comprados. Hay mucho dinero de por medio y esa es una tentación para cualquier profesional sin escrúpulos, dispuesto a venderle el alma al diablo.

         Conocemos el vínculo íntimo e indisoluble que estas agrupaciones mafiosas exigen: fidelidad absoluta o muerte. También somos testigos de eventos, incluso en nuestro provinciano medio, de litigantes más o menos conocidos que, en efecto, terminan en la cárcel o son liquidados en algún atentado.

         Para mediados de la década de los años ochenta del siglo pasado, época de la lección del Dr. Castillo González, la verdad es que Costa Rica apenas comenzaba a familiarizase con el narcotráfico y su morfología mafiosa. Pero con el devenir de los tiempos, para desgracia de todos, otras formas de crimen organizado han asentado sus reales en esta arcadia bucólica.

         Principalmente se ha hecho evidente la corrupción “públicoprivada” y pido licencia para usar estas dos palabras juntas porque el fenómeno delictivo que representan es uno y el mismo, las dos caras de la moneda, una sola bestia bicéfala.

         Sería entonces pertinente, hoy como ayer, a propósito de la ética profesional, afirmar que un abogado penalista puede llevar algunos casos de corrupción, pero no debería especializarse en ellos ni tener sólo clientes cuestionados por las figuras típicas asociadas a esta modalidad delictiva. Aunque ya sabemos también que abunda el dinero de por medio, y hay muchos diablos sueltos comprando almas.