Por Memo Acuña. Sociólogo y escritor costarricense
Dice Wendy Brown en su ya clásico texto “Estados Amurallados, soberanías en declive” que cuando los Estados nación erigen nuevos muros y fortifican sus fronteras, están paradójicamente mostrando el debilitamiento de la soberanía estatal que a su vez lleva a una tendencia en aumento por levantarlos, mostrar con evidencia material que, pese a que la soberanía ha sido de alguna manera falseada, el poder puede ser mostrado de alguna manera.
Esta propuesta es quizá la idea central de todo el debate propuesto por Brown hace ya sus años. El amurallamiento continúa representando, para mi gusto, la peor versión del miedo de los Estados ante los otros y las otras e implica, entre otras cosas, una acción directa contra sus cuerpos y sus subjetividades.
Hasta hace algún tiempo, la frontera entre Panamá y Colombia constituía apenas una referencia en aspectos migratorios. Eran otras las fronteras calientes, como las denominó en su momento la geografía política, en el marco de los procesos de contención de las movilidades humanas como consecuencia de la Pandemia instalada a nivel global en el año 2020.
Entonces en la narrativa fronteriza regional la frontera norte (México-Estados Unidos y aún la frontera México-Guatemala) constituían una referencialidad obligada en los temas de movilidad humana, seguridad y gestión de los flujos migratorios.
Al promediar la segunda década de este siglo, empezó a ser notable el aumento del tránsito de personas provenientes de países fuera de nuestro continente. La literatura especializada y la prensa los denominó entonces “extracontinentales”, aunque dicha categoría para mi gusto jerarquizaba a quienes podrían ser considerados “de afuera” con relación a los legítimos ciudadanos de los Estados de tránsito.
Este flujo, dicho sea de paso, utilizaba el Tapón del Darién, la frontera natural entre Panamá y Colombia, dada la ausencia de controles, pese a la peligrosidad que representaba el tránsito desde el punto de vista natural y la acción de actores irregulares como los grupos vinculados al narcotráfico y al negocio de las armas.
En la actualidad, este paso ha adquirido un nivel mayor de complejidad dada la intensidad adquirida por los flujos provenientes del sur (particularmente Venezuela) y otros países de la región y de fuera de ella, que han asumido el tránsito por allí a pesar de los riesgos.
Tanta ha sido la complejidad que los gobiernos de Panamá y Estados Unidos firmaron un acuerdo para “regular la migración irregular” y detener el flujo. Esta acción gubernamental ha sido respalda por una intervención “in situ”, al empezar esta semana a ser cercada y alambrada buena parte de la extensión de esta frontera natural.
El presidente panameño recién estrenado en su cargo, José Raúl Mulino, había adelantado su perspectiva relacionada con la migración cuando estaba en campaña. La ha puesto en funcionamiento, continuando una “sin razón” en el resguardo de fronteras, basando su enfoque en el esquema securitario instalado por el Departamento de Estado y poniendo en riesgo los cuerpos de quienes cruzan todos los días ese espacio -no lugar- como única vía posible para tener un proyecto de vida digno.
Las ideas de Wendy Brown persisten lamentablemente y el nerviosismo de los estados los hace incurrir en sin razones que percuten directamente en las subjetividades que se movilizan. Esperemos que la alambrada y la cerca no cobre vidas humanas y sean removidas como un necesario acto humanitario.
Al menos yo aguardo cierta esperanza.