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Etiqueta: Luko Hilje

Henri Pittier y los intrigantes caciquillos costarricenses

Torre de observaciones meteorológicas erigida por Pittier en los predios del Liceo de Costa Rica, donde también había un laboratorio de física y química, más un auditorio de ciencias.

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Cuando se analiza la historia de las ciencias naturales en Costa Rica, se percibe que, en sus albores, a mediados del siglo XIX, su desarrollo obedeció a esfuerzos individuales y dispersos, gracias a europeos de variopintas nacionalidades.

En efecto, el primero de ellos en recorrer en nuestro territorio, en 1839, fue un austríaco, Emanuel Ritter von Friedrichsthal. Aunque no era científico, sino diplomático con afición por la botánica, hizo esfuerzos por recolectar plantas de manera más o menos sistemática; en realidad, estuvo apenas de paso, por pocas semanas, tras lo cual se enrumbó hacia Nicaragua y Yucatán, lugares que le interesaban mucho más.

Desde entonces, hubo que esperar siete años para que, en 1846, apareciera el botánico danés Anders Oersted —primer naturalista residente—, quien permaneció año y medio, financiado con fondos propios. Su labor fue realmente sorprendente, pues recolectó casi 700 especies de plantas, escaló los volcanes Poás, Barva e Irazú, tomó datos geográficos y climáticos, y dibujó mapas y perfiles de la Cordillera Volcánica Central, todo lo cual lo incluyó en su libro La América Central. Y, cuando a inicios de 1848 ya se alejaba del país, tras cruzar la frontera con Nicaragua, allá se topó con el botánico polaco Josef von Warszewicz, quien venía de Guatemala, rumbo a Suramérica; en su breve estadía aquí, éste recolectó plantas y algunos animales, que vendía a coleccionistas, museos y jardines botánicos en Europa.

Desde entonces se creó una especie de interregno o vacío, que no sería llenado sino seis años después, con el arribo de alemanes, dos de ellos médicos y naturalistas, Karl Hoffmann y Alexander von Frantzius, y el otro horticultor, Julián Carmiol. De ellos, este último permaneció en el país hasta su muerte, dedicado a la recolección y venta de plantas y animales a coleccionistas y museos extranjeros, así como a la importación y venta de plantas ornamentales exóticas; Hoffmann murió de manera prematura, tras participar como médico en la Campaña Nacional contra el ejército filibustero de William Walker; y von Frantzius regresó a Alemania, después de vivir casi 15 años en el país, y publicar numerosos artículos científicos. Para el lector interesado, su inmenso legado está compendiado en mi libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX (2013).

En mi criterio, y así lo expreso en el prólogo de dicho libro, “ese fue el período genesíaco o fundacional de nuestras ciencias naturales, afianzado pocos años después por el botánico Helmuth Polakowsky”. En efecto, aunque éste estuvo apenas un año pues resultó cesado debido a una grave falta disciplinaria, fue un gran explorador de nuestra flora, así como muy prolífico como autor, al punto de que su legado pervive hasta hoy.

Los logros de la Reforma Liberal

Cabe acotar que Polakowsky fue contratado en 1875, junto con unos pocos profesores europeos más, y ello obedeció a una necesidad del país, como lo fue la creación del Instituto Nacional, el primer ente de educación secundaria en la capital. Su promotor fue el general Tomás Guardia Gutiérrez, adalid de la doctrina liberal en el país.

De connotación anticlerical, esta corriente privilegiaba la razón por sobre la religión, a la vez que sostenía que solo el conocimiento científico, traducido en técnicas útiles (ingenieriles, médicas, industriales, agrícolas, etc.), permitiría el dominio y la transformación de la naturaleza en beneficio del ser humano y de la sociedad como un todo. Para entonces el liberalismo había tomado gran fuerza en casi todo el mundo, y representó el fundamento filosófico y político de los gobiernos de los militares Próspero Fernández Oreamuno (1882-1885) y Bernardo Soto Alfaro (1885-1890).

Además de la decisión de convertir la educación en laica, con la Reforma Liberal se resolvió clausurar la Universidad de Santo Tomás, para, con el presupuesto que le asignaba el Estado, crear un robusto sistema de secundaria. En consecuencia, se crearon tres entes de secundaria: el Liceo de Costa Rica, el Colegio Superior de Señoritas y el Instituto de Alajuela.

Todas estas acciones fueron lideradas por el abogado Mauro Fernández Acuña, secretario de Instrucción Pública, y tan fructíferas fueron que, gracias a la intermediación del diplomático Manuel María de Peralta y Alfaro, residente en Londres como encargado de negocios de Costa Rica, se decidió contratar educadores en Suiza para esos entes de enseñanza. Y fue así como ya en febrero de 1886 arribaban al país los primeros, para al final reclutar 14 profesores de secundaria. Cuatro de ellos permanecerían por muchos años en el país: los naturalistas Paul Biolley Matthey y Henri François Pittier Dormond, el geógrafo Juan Rudín Iselin, y el químico Gustavo Louis Michaud Monnier.

Asimismo, de manera complementaria, desde años antes se había vislumbrado la necesidad de fundar la Escuela Nacional de Agricultura, Artes Mecánicas y Oficios, para formar profesionales en campos aplicados del saber, y así propiciar el desarrollo del país. Y, aunque el Congreso aprobó la creación de dicha entidad en 1883, su vida fue efímera, al punto de que tres años después se le encomendó al abogado Pedro Pérez Zeledón —subsecretario de Instrucción Pública— efectuar un viaje a varios países europeos (Francia, Bélgica, Suiza, Alemania e Inglaterra) y a EE. UU., “con el fin de estudiar y comparar todo lo relativo al establecimiento de las mejores Escuelas de Agricultura, Artes y Oficios”, como consta en una carta de fines de mayo de 1886, suscrita por su superior Fernández.

Si bien Pérez emprendió el viaje, y después vertió un amplio y detallado informe, tan loable iniciativa topó con varias dificultades, que pospusieron hasta 1889 el nacimiento del Instituto Nacional Agrícola, el cual no superaría un año de funcionamiento, lamentablemente. Eso sí, un rédito de la labor de Pérez fue el establecimiento de un programa de becas que permitió que estudiaran en Europa el botánico ramonense Alberto Manuel Brenes Mora, más otros promisorios jóvenes, Francisco Quesada, Adolfo Casorla, Luis Matamoros, Carlos Pupo y Teodoro Picado.

¿Por qué Pittier?

De los suizos recién citados, es Pittier nuestro personaje de interés, y pronto se verá por qué.

Gracias a su vasto y profundo legado, tanto en Costa Rica como en Venezuela, acerca de él hay abundante información en cuatro libros biográficos. El primero, originado en Costa Rica, es Henri Pittier (1975), de Adina Conejo Guevara, mientras que el segundo surgió en Venezuela 22 años después, Henri Pittier: caminante y morador de nuestro trópico (1997), de Luis Alberto Crespo. El tercero; Henri Pittier (1857-1950), Leben und Werk eines Schweizer Naturforschers in den Neotropen (Vida y obra de un naturalista suizo en el Neotrópico) (2000), de Beatrice Häsler y Thomas Baumann, data de 13 años después. Finalmente, el más reciente es Henri Pittier le “Humboldt suisse” (2019), de Jöelle Magnin-Gonze, aparecido hace seis años; en realidad, es un número monográfico —breve pero sustancioso, así como bella y profusamente ilustrado y muy bien diagramado— de la serie Portrait de Botanique.

El libro más reciente sobre Henri Pittier.

A ellos se suman cuatro biografías cortas. Una proviene de un amigo suyo, el ingeniero y naturalista venezolano Alfredo Jahn Hartmann, intitulada Prof. Dr. Henry Pittier (1937), la cual fue publicada en el Boletín de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales. La segunda se denomina Dos colosos de la biología costarricense del siglo XIX: Anastasio Alfaro y Henri Pittier (2002), que corresponde a un capítulo del libro Ciencia y técnica en la Costa Rica del siglo XIX, editado por Giovanni Peraldo; sus autores son Julián Monge-Nájera y Víctor Hugo Méndez-Estrada. La tercera se denomina Vida y obra del Dr. Henri Pittier, aparecida en Tribuna del Investigador, en Venezuela, y fue escrita por Luisa Pérez, Héctor Fernández y Daniel Sarmiento. La última, cuyo título es Henri Pittier: el primer científico conservacionista en Costa Rica (2022), la escribí con el colega botánico Gregorio Dauphin, y es parte de un proyecto amplio sobre su vida y su obra, coordinado por Gregorio; nuestro artículo apareció en la Revista de Ciencias Ambientales, de la Universidad Nacional (UNA).

Asimismo, se cuenta con dos amplios artículos académicos, en los cuales Pittier es la figura central. Uno es The origins of modern science in Costa Rica (1999), de Marshall C. Eakin, aparecido en la revista Latin American Research Review, mientras que el otro es Henri F. Pittier’s professional contributions and the status of geography in Costa Rica after his permanent departure (2000), de Leon Yacher, publicado en la revista Brenesia.

Y, por si no bastara, aparte de estas semblanzas biográficas, hace cuatro años vio la luz el excelente documental La Gyranthera. Traces de Henri Pittier Explorateur, de la amiga abogada, periodista y cineasta germano-suiza Mürra Zabel, filmado en gran parte en Costa Rica, la cual —ya traducida— se espera proyectar este año en Costa Rica.

Pittier y Costa Rica

Dado tal acervo de información, no es del caso relatar aquí detalles acerca de su vida o de sus contribuciones científicas y técnicas, sino más bien arrojar luz acerca de un hecho muy lamentable en la historia de nuestras ciencias naturales, como lo fue la lamentable e irreparable partida de Pittier hacia el extranjero, cuando estaba en la plenitud de sus quehaceres científicos.

En todo caso, sí hay que destacar que, aunque él no fue el primer naturalista suizo que llegó a nuestras costas, fue el más sobresaliente de todos. Con un sólido bagaje de conocimientos en geografía y botánica, el mundo tropical le abrió nuevas puertas y oportunidades y, gracias a su preclara inteligencia y su infatigable espíritu de explorador, incursionó no solo en dichas disciplinas, sino también en la climatología, la cartografía, la etnografía y la arqueología. De ello dan fe sus extraordinarios aportes científicos, pero también su ánimo de constructor, pues contribuyó de manera determinante en la institucionalización de nuestras ciencias naturales.

No obstante, antes de referirme a ello, debo destacar que, en congruencia con sus postulados, el gobierno liberal de Bernardo Soto aprobó la creación del Museo Nacional, el 4 de mayo de 1887; quedó bajo el liderazgo del joven Anastasio Alfaro González, por entonces con apenas 22 años de edad. En ese momento Pittier no había arribado al país, lo cual ocurriría en noviembre de ese año, con 30 años de edad.

En realidad, el contrato de Pittier estipulaba que su compromiso era impartir lecciones de ciencias físicas y naturales, geografía e higiene, tanto en el Liceo de Costa Rica como en el Colegio Superior de Señoritas. Sin embargo, para él eso era insuficiente —quizás hasta trivial—, con tanto que había que investigar, descubrir y hacer en el conocimiento del mundo tropical. Esto explica que, menos de seis meses después de su arribo, convenciera al gobierno para establecer el Instituto Meteorológico Nacional, lo cual se concretó el 7 de abril de 1888.

Ahora bien, dada su capacidad como científico, el gobierno además lo nombró directivo del Museo Nacional, y fue desde ahí que visualizó que era preferible articular y unificar las dos entidades existentes bajo una nueva figura científico-administrativa, más integradora. Fue así como un año después, el 11 de junio de 1889, nacía el Instituto Físico-Geográfico Nacional, con tres dependencias: el Observatorio Meteorológico, el Servicio Geográfico y el Museo Nacional. Este último incluía un herbario, cuyo curador sería su compatriota Adolphe Tonduz, reclutado por el propio Pittier en un viaje a Suiza, y quien llegaría a mediados de 1889. No obstante, por razones no del todo claras, ya en diciembre de ese año el gobierno revertía la decisión, y resolvía segregar e independizar al Museo Nacional, aunque el herbario permaneció en el Instituto Físico-Geográfico.

En otro ámbito, aunque complementario, es pertinente destacar que Pittier fundó dos importantes revistas, los Anales del Instituto Físico-Geográfico Nacional y el Boletín del Instituto Físico-Geográfico Nacional, una para científicos y la otra de carácter divulgativo, para personas con un alto nivel educativo. Para entonces ya existían los Anales del Museo Nacional de Costa Rica, revista dirigida por Anastasio Alfaro.

Finalmente, como lo sustentamos en nuestro artículo —ya mencionado—, a Pittier le corresponde el mérito de haber sido el primer científico que planteó conceptos y realizó acciones de claro enfoque conservacionista en Costa Rica, al igual que en Venezuela, países donde dejó una imperecedera huella.

Pittier en líos

Para hacer lo mucho que Pittier logró, y en tan poco tiempo, tras sumergirse en el ambiente aldeano y anodino de la Costa Rica de entonces, sin duda que se necesitaba poseer un carácter acucioso, metódico, recio, determinado y ambicioso, y quizás hasta intransigente.

El geógrafo y botánico suizo Henri Pittier.

Esto podría explicar que fuera calificado como “de voluntad férrea, incansable y tiránico” por los biólogos Luis Diego Gómez Pignataro y Jay M. Savage en el artículo Investigadores en aquella rica costa: biología de campo costarricense 1400-1980, que corresponde a un capítulo del libro Historia natural de Costa Rica (1986), editado por Daniel Janzen. Y, como nadie hasta entonces lo había expresado de modo tan contundente, es de suponer que el recordado Luis Diego había hurgado en la correspondencia de Pittier, mucha de ella disponible en el Museo Nacional, del cual él fue director por 15 años (1970-1985).

Por cierto, en dicho artículo, se acota que “a su alrededor, aunque a veces contra su voluntad, estaban Adolphe Tonduz, Carl Wercklé, George Cherrie, y veintenas de investigadores extranjeros que visitaron el país por su insistencia, o que estudiaron las colecciones enviadas desde el Instituto Geográfico o el Herbario Nacional”. Aunque la idea central de este párrafo es algo nebulosa, pareciera reforzar la idea de que Pittier era conflictivo.

Al respecto, debo manifestar que tanto Gregorio como yo hemos criticado seriamente a Pittier, por no haber sido equitativo con sus colegas Tonduz y Biolley. En el primer caso, lo ignoró por completo y de manera deliberada en la elaboración del libro Primitiae Florae Costaricensis, que Pittier publicara con el taxónomo belga Théophile Durand; así lo detalla y sustenta Gregorio en su libro Adolphe Tonduz y la época de oro de la botánica en Costa Rica (2019). Asimismo, en el artículo Los primeros exploradores de la entomofauna costarricense (2013), narro que Pittier publicó con Biolley tres extensos artículos sobre insectos, en los cuales él figuró como el primer autor, sin ser entomólogo, como sí lo era Biolley.

Lamentablemente, salvo que se pudiera revisar muy a fondo su correspondencia —escrita en francés, inglés, alemán y español—, hasta hoy no hay suficientes elementos para realizar una caracterología objetiva y justa de tan singular personaje; de otro modo, todo juicio que emitamos tendrá mucho de especulativo y, por ello, de injusto. Por fortuna, Gregorio domina esos cuatro idiomas y —como parte del proyecto que tenemos— pudo empezar a leer y analizar el cúmulo de más de 500 cartas, escritas o recibidas por Pittier; no obstante, hasta ahora ha revisado apenas una pequeña muestra, pues nuestro proyecto carece de financiamiento.

En todo caso, frontal, temperamental o dotado del carácter que tuviera, lo cierto es que —por lo visto—, las autoridades del país percibían de manera positiva la inusitada capacidad de emprendedor de Pittier, así como su don de mando o gestión, al igual que su habilidad para concretar los proyectos que se proponía. Por eso siempre lo apoyaron.

No obstante, hubo un episodio que desentonó de esta norma. En efecto, con gran visión, Pittier insistía en la necesidad de elaborar un mapa de Costa Rica lo más completo posible, nutrido con información no solo física, sino que también climática, geológica, botánica y zoológica. Empero, debido a sus altos costos, esta iniciativa requería el aval del Congreso, durante la administración del conservador José Joaquín Rodríguez Zeledón, lo cual lo llevaría a soportar días de gran tirantez y hasta de desilusión.

Al respecto, en la biografía escrita por su amigo Jahn —a quien, de seguro, Pittier le confió información privada—, se narra que el médico Pánfilo Jesús Valverde Carranza —por entonces secretario de Instrucción Pública y presidente del Consejo de Ministros— le advirtió a Pittier que “ni el presidente ni el Consejo de Ministros encontraban juicioso el plan propuesto por él para el levantamiento y exploración del país, pero que someterían el asunto a una asamblea de técnicos, compuesta de todos los ingenieros nacionales y extranjeros residentes en el país, los agrimensores y diversas autoridades científicas de cuya opinión no se podía prescindir”. Hecho esto —narra Jahn—, Pittier pudo persuadir a todos los ingenieros, “pero fue violentamente rebatido por otros miembros del improvisado tribunal, quienes aprovecharon la oportunidad para descargar su saña contra los extranjeros, y hacer alarde de sus extensos conocimientos matemáticos”.

Aunque, en medio de tanta crispación, y cuando el proyecto del mapa estaba empantanado y a punto de fenecer, con valentía y gran ejecutividad Valverde le dio su apoyo, y logró que fuera aprobado. Gracias a tan oportuna intervención, a partir de entonces y por varios años Pittier y Tonduz se dedicaron a recorrer el país de costa a costa y de frontera a frontera, en sus exploraciones geográficas y biológicas; tan corajudo e infatigable era Pittier, que una crónica cojera que lo afectaba desde joven, así como un extravío por poco más de un mes en las cercanías del Cerro de la Muerte, no le impidieron cumplir sus metas. El producto de sus faenas científicas fue un detallado y excelente mapa —hoy preservado en el Museo Nacional—, más la sorprendente cifra de 18.000 especímenes de plantas recolectados.

Los perniciosos caciquillos

En realidad, la muy fructífera labor de Pittier no tuvo parangón alguno en Costa Rica. Y, de seguro, él hubiera permanecido aquí hasta su muerte, de no haber sido por personajes que, de manera abierta o velada, lo adversaron acremente.

Me percaté de esto desde la primera vez que leí el libro de Adina Conejo, en uno de cuyos pasajes se menciona una carta fechada el 2 de febrero de 1904. Dirigida al geólogo alemán Karl Sapper, le contaba con preocupación que su contrato expiraría en agosto de ese año, y que había enfrentado problemas con caciquillos costarricenses”, en obvia alusión a burócratas que ocupaban posiciones de poder, cuyos nombres omitió mencionar. Por cierto, puesto que Adina fue mi profesora de Estudios Sociales en el Liceo de San José, hace unos años —en una fiesta de egresados—, le consulté al respecto, pero me dijo no haber podido indagar más acerca de esos personajes.

Ahora bien, posteriormente, en el ya citado artículo de Monge-Nájera y Méndez-Estrada se menciona, aunque apenas de refilón, el “misterio sobre el rumorado enfrentamiento” entre Anastasio Alfaro y Pittier, y también se alude a “las fricciones frecuentes [de Pittier] con sus colegas y las autoridades locales”, pero sin especificar la naturaleza de esas desavenencias ni quiénes eran esos funcionarios estatales; ambas ideas se reiteran de manera literal en el libro Costa Rica- Historia natural (2003), de los mismos autores. Por su parte, Eakin afirma que “desafortunadamente, Pittier se convirtió en adversario de la principal figura científica de Costa Rica, Anastasio Alfaro, por motivos que permanecen desconocidos”, pero sin aportar sustento documental alguno.

En realidad, estas suposiciones o afirmaciones son de cuidado, pues han dado origen a verdades a medias, que adquieren visos de veracidad conforme se propagan y repiten una y otra vez. Así lo he escuchado varias veces, incluso de personas bien informadas, quienes dan como un hecho que —si no el principal—, don Anastasio fue uno de los mentados caciquillos.

Al respecto, debo manifestar que nunca he creído en esta pseudo-verdad. En primer lugar, porque, aunque es muy posible y hasta lógico que él tuviera desacuerdos con Pittier en diversos momentos y circunstancias —pues el conflicto es parte del mundo natural, así como de la naturaleza humana—, me parece que don Anastasio era un genuino caballero y un hombre sumamente honorable, incapaz de recurrir a armas innobles o de atacar a alguien por la espalda.

No obstante, hace poco Gregorio me alertó de un juicio descarnado de parte de Pittier, en una carta dirigida en 1948 a su amigo Paul Adams, al señalar que “Alfaro es difícilmente un recolector, botánicamente hablando, puesto que se limitó al envío de algunos helechos y otras plantas a Mr. John Donnell Smith. Él es ante todo un abogado local y su trabajo en Historia Natural es de tipo amateur”. Este juicio tiene mucho de cierto, pues en realidad don Anastasio fue más un administrador y un divulgador científico que un biólogo de campo, pero Pittier se excede al calificarlo simplemente como un naturalista aficionado y abogado —título obtenido en 1915—, cuando él ya tenía un fructífero recorrido de 28 años en el campo de la historia natural.

Aparte de éste, nunca he leído un solo juicio negativo acerca de él, con excepción de las acciones del matemático portorriqueño Enrique de Mira Villavicencio y del educador español Juan Fernández Ferraz —narradas en mi libro Trópico agreste—, quienes le tenían celos y buscaron perjudicarlo. Como era de esperar, don Anastasio supo replicar con total solvencia y rectitud ante esas infundadas acusaciones.

Además, su integridad como ser humano se capta en sus escritos, en los cuales tengo más de cinco años de estar trabajando, para el libro Anastasio Alfaro: el maravilloso mundo de la historia natural costarricense. Ensayos científicos, que el recordado amigo Elías Zeledón Cartín no pudo publicar en vida; en realidad, no son artículos realmente científicos, sino divulgativos, de popularización de la ciencia. Ellos transpiran humildad, alegría de vivir, donaire, amor por la naturaleza y por el prójimo, así como bonhomía y nobleza en sus juicios acerca de las personas. ¡Era un espíritu demasiado magnánimo, como para caer en bajezas!

Para que no subsistan dudas, un hecho ineludible de mencionar es que desde fines de 1897 don Anastasio se había alejado de su puesto en el Museo Nacional, pues hubo un conato de guerra con Nicaragua y, como buen patriota, así como gracias a la formación militar que tenía, marchó hacia la frontera norte, donde permaneció varios meses. Fue reemplazado por el recién citado Fernández Ferraz —cuyos hermanos Valeriano y Víctor fueron destacados educadores—, quien se mantuvo en ese puesto por casi siete años, durante las administraciones de Rafael Iglesias Castro y Ascensión Esquivel Ibarra. Al retornar de la fallida guerra, Iglesias reubicó a don Anastasio como oficial mayor de la Secretaría de Estado, cartera a cargo del abogado José Astúa Aguilar. Al año siguiente, el 16 junio de 1898, fue nombrado director de los Archivos Nacionales, puesto que ocupó hasta octubre de 1903.

En síntesis, desde unos siete años antes de la partida de Pittier, don Anastasio actuó como funcionario de dos entes estatales que no tenían injerencia alguna en el ámbito en el que laboraba éste, por lo que no cabe inculparlo de haber incomodado u hostigado al científico suizo, al punto de forzarlo a alejarse de Costa Rica.

Una reveladora carta

Ahora bien, en las postrimerías del siglo XIX se vivió una coyuntura muy desfavorable para el país, como lo indica el recordado botánico Jorge León Arguedas en su artículo La exploración botánica de Costa Rica en el siglo XIX, correspondiente a un capítulo del ya citado libro Ciencia y técnica en la Costa Rica del siglo XIX (2002). Según él, para entonces la economía del país fue muy afectada por una fuerte reducción de los precios del café en los mercados internacionales, lo cual coincidió con la ya mencionada amenaza de guerra con Nicaragua. Ello tuvo un serio impacto en varios aspectos de la vida del país, incluida la clausura del Instituto Físico-Geográfico a inicios de 1899, el cual ya de por sí se había debilitado mucho, como consecuencia de esta crisis.

Es en este contexto que se debe entender una carta remitida por Pittier en setiembre de 1899 a su compatriota, el reputado botánico Casimir de Candolle, la cual reza así:

Tal y como Ud. ha sido informado muy exactamente, mi puesto y, primitivamente el Instituto Geográfico igualmente, fueron suprimidos por paro ministerial del pasado 7 de enero [de 1899], y me encontré cesante después de doce años de servicios ininterrumpidos. El pretexto de esta supresión fue la necesidad del Estado de hacer economías, pero no era más que un pretexto y el verdadero motivo fue el odio falto de inteligencia de un Ministro de Estado, [Pedro] Pérez Zeledón, notable exclusivamente por su odiosa antipatía por los extranjeros. Aprovechó la ausencia del Presidente para hacer su golpe, y cuando el último volvió, habían pasado cinco meses, fui llamado a un puesto materialmente mucho más ventajoso que el que yo ocupaba antes, y mis obligaciones de familia, muy pesadas (tengo tres hijos en internados en Europa, mi mujer y una bebé -Margarita- en San José), que no me permitían retomar mi antiguo puesto en las mismas condiciones. No nos pudimos entender, y no nos entenderemos nunca probablemente; sin embargo, por instancia mía, el Presidente reabrió el Instituto y colocó personal de mi escogencia para conservar las colecciones y los archivos y continuar, con mi ayuda, los trabajos en vía de ejecución, hasta que se tomaran otras disposiciones”.

Según León (2002), las colecciones del Instituto fueron trasladadas al Museo Nacional, por entonces dirigido por Fernández Ferraz. Asimismo, se le reorientó hacia el campo agropecuario, algo esencialmente alejado de los intereses de Pittier.

La carta aquí transcrita fue recopilada por Häsler y Baumann en la biblioteca del Jardín Botánico de Ginebra, e incluida en su libro, el cual contiene mucha información original, hasta entonces inédita. Escrita por Pittier en francés, fue traducida por Gregorio, y compilada para la segunda edición de su libro sobre Tonduz, en 2019. Esto explica que haya permanecido bastante desconocida hasta hoy.

Cuando la leí por primera vez, me sorprendió muchísimo, y realmente no lo podía creer, pues Pedro Pérez Zeledón —sobre quien se han publicado numerosos artículos y dos libros biográficosfue un connotado jurista y un destacado funcionario público, que sirvió al país en varios ministerios, al igual que como diputado y embajador. Además, de manera póstuma, desde 1931 se le dedicó un floreciente cantón ubicado al suroeste del país, cuya cabecera es San Isidro de El General.

El abogado y político Pedro Pérez Zeledón.

Sorprende, asimismo, el aserto de su odiosa antipatía por los extranjeros”, algo inimaginable, por cuanto Pérez participó en numerosas misiones de carácter diplomático a lo largo de su vida, incluida la mencionada al principio del presente artículo, en busca de colaboración técnica de parte de Francia, Bélgica, Suiza, Alemania, Inglaterra y EE. UU. Y, por si no bastara con esto, desde mayo de 1898 hasta julio de 1899 ocupó el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, en el gobierno de Iglesias. Llama la atención, además, que cuando se decretó el cierre del Instituto Físico-Geográfico, Pérez desempeñaba el citado puesto, el cual a primera vista no tenía una relación cercana con el campo científico. Pero, en fin…, eso fue lo que escribió Pittier acerca de él.

Palabras finales

Sería deseable que algún día se pudiera esclarecer la verdad completa de lo ocurrido con Pittier en los últimos años de su dilatada y fructífera presencia en Costa Rica, para lo cual habría que analizar no solo la correspondencia depositada en el Museo Nacional, sino que también aquella resguardada en museos, jardines botánicos y centros de investigación con los que mantuvo colaboración en el extranjero. No obstante, lo que sí es claro es que —a falta de evidencias tangibles y fehacientes— no se le puede imputar a don Anastasio Alfaro lo que hasta hoy, injusta e infundadamente, se ha dicho sobre él.

Sin duda, la partida de Pittier fue muy lamentable para nuestro país. Perdimos y malogramos la oportunidad de tenerlo con nosotros hasta los 92 años —que fue cuanto vivió—, tras mantenerse activo hasta casi el final de su vida. En efecto, a los 16 fructíferos años que vivió en Costa Rica sumó 14 años laborando para el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, tras lo cual —ya con 60 años a sus espaldas— fue contratado por el gobierno de Venezuela. Ahí dejaría una indeleble impronta en los campos de la botánica, la geografía y la conservación de los recursos naturales.

Al respecto, y al fin de cuentas, nos quedan el consuelo, la satisfacción y la alegría de que le correspondió a un hermano país latinoamericano beneficiarse del fecundo acervo de sabiduría proveniente del brillo intelectual y las visionarias acciones prácticas de un científico de tan colosales proporciones, como sin duda lo fue Henri Pittier.

La batalla de Sardinal y nuestra soberanía

Dos vistas de la celebración del 169 aniversario del triunfo en la batalla de Sardinal, realizada este jueves en Sarapiquí. Foto: Luko Hilje

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Alocución, en la celebración del 169 aniversario del triunfo costarricense en la batalla de Sardinal, que permitió expulsar del territorio nacional a los filibusteros invasores, el 10 de abril de 1856

Era febrero de 1856. Costa Rica vivía en un estado de zozobra y tirantez, ante la presencia en Nicaragua del ejército filibustero liderado por William Walker, que no era un simple y ocurrente aventurero, sino médico, abogado y periodista, quien tenía muy claro lo que quería.

Para sus aviesos fines, contaba con el sólido apoyo político y económico de grandes terratenientes, dueños de latifundios de algodón, caña de azúcar y tabaco, imposibles de cultivar sin la mano de obra de los esclavos negros. Por tanto, en su afán expansionista y sus fines comerciales, ellos y Walker coincidían en el objetivo de tomar el poder en los cinco países centroamericanos, implantar la oprobiosa esclavitud, y anexarlos a lo que, a partir de 1861, serían los Estados Confederados de América, o la confederación de estados sureños.

Atento a las ambiciones de Walker, el presidente don Juan Rafael (Juanito) Mora llamó a nuestro pueblo a las armas y, nomás empezando marzo, 4000 hombres y mujeres habían marchado hacia Puntarenas y Guanacaste para defender la integridad territorial, ante la amenaza de invasión de las fuerzas filibusteras.

Antes de continuar, debe recordarse que Walker tenía su cuartel general en la ciudad de Granada, a orillas del lago de Nicaragua. Y, desde ahí, contaba con unos 10 vapores, que en febrero le había incautado al magnate Cornelius Vanderbilt, otrora dueño de la Compañía Accesoria del Tránsito, empresa muy próspera durante la llamada “fiebre del oro”, cuando miles de aventureros cruzaban Nicaragua por el río San Juan y el citado lago, para llegar a California. Dicha flota le permitía a Walker el dominio pleno del río, donde había establecido cuatro posiciones estratégicas: el fuerte de San Carlos, el Castillo Viejo, Punta Hipp —frente a La Trinidad— y San Juan del Norte, en la costa del Caribe.

Para retornar a la marcha de nuestro ejército, consciente de que, mientras el grueso de las tropas estaba cerca de la costa del Pacífico, los filibusteros podrían invadir el Valle Central, don Juanito tomó una oportuna decisión.

En efecto, mandó a llamar a San Ramón al botero Francisco Martínez, para que se reunieran en Atenas, donde le otorgó el grado de capitán y le asignó una misión especial: dirigirse con un batallón al río San Juan, a través de la región de San Carlos, que él conocía muy bien. Martínez se dio a la tarea de organizar su tropa, y ya el 21 de marzo salía de la capital hacia San Ramón, para desde ahí llegar al río San Carlos y navegar hacia el San Juan. No obstante, por razones que sería muy extenso relatar, permanecieron en Muelle de San Carlos, y nunca se enfrentaron a los filibusteros.

Con el país en vilo, sobrevino una situación urgente, a la que había que hacerle frente. Ocurrió que cinco días antes, el 16 de marzo, el cartero Manuel Gutiérrez, quien traía consigo los fardos del correo oficial que habían llegado a San Juan del Norte desde Inglaterra, fue retenido en La Trinidad por una tropa de 25 hombres, a cargo del teniente John M. Baldwin. Este grave hecho activó las alarmas, pues se temía una invasión por Sarapiquí a ciudades clave, como Alajuela, Heredia y San José. Además, como esa era la Semana Santa, la gente estaba distraída, dedicada a los cultos religiosos propios de esas festividades católicas.

Antes de proseguir, es importante indicar que, al revisar con cuidado la documentación existente, no está tan claro que se temiera una invasión hasta el Valle Central. Más bien, se percibe que la intención de nuestro batallón no era enfrentarse a los filibusteros, sino tan solo acercárseles, para atisbar sus movimientos. Es decir, tenía carácter preventivo. Eso sí, si éstos penetraban a Costa Rica por el río Sarapiquí, sí habría confrontación armada, lógicamente.

Como era urgente actuar, se optó por un plan expedito. Por entonces se contaba con dos destacamentos de 25 soldados, que estaban en los puestos aduanales de Muelle y Cariblanco —establecidos para evitar el contrabando desde San Juan del Norte—, a cargo de los capitanes Pedro Porras Bolandi y Francisco González Brenes, respectivamente.

Fue así como, para conformar el batallón necesario, se decidió que a ellos se les sumarían otros 50 hombres, provenientes de Alajuela; éstos venían al mando del general Florentino Alfaro Zamora y del teniente coronel Rafael Orozco Rojas. La escogencia de alajuelenses se basó en que se consideraba que eran quienes estaban más familiarizados con dicha región, tan montañosa y colmada de peligros. Y fue así, poco a poco, pero rápido, que se fueron congregando en Muelle todos los soldados.

Ahora bien, de Muelle a La Trinidad —que era el punto a vigilar, tomado por los filibusteros—, hay una distancia de unos 45 kilómetros. Y, aunque ese trecho se podía navegar en pocas horas en balsas y botes, era muy riesgoso hacerlo pues, al aproximarse a la desembocadura en el San Juan, la tropa nuestra podía ser detectada y atacada de inmediato. Fue por ello que se eligió avanzar a pie por la ribera izquierda del río Sarapiquí, machete en mano, para abrir una picada o trocha en la tupida montaña.

En la mañana del 10 de abril, nuestra corajuda tropa ya había avanzado unos 18 kilómetros, hasta la desembocadura del pequeño río Sardinal. Sin embargo, es posible que alguien delatara la presencia de nuestra tropa ahí, por lo que Baldwin vino a toparla y enfrentarla, al mando de unos 100 mercenarios, en seis embarcaciones; ellos dicen que eran apenas 20 hombres y dos lanchas.

Desembocadura del río Sardinal, en cuyo estero —hoy inexistente—, se libró la batalla contra los filibusteros. Foto: Luko Hilje

Eran cerca de las ocho de la mañana. Al notar que desde el pequeño estero que había en la boca del río —hoy eliminado por la erosión— se elevaba el humo de una fogata de nuestros combatientes, Baldwin decidió atacarlos.

Estaban desprevenidos y confiados, pues mientras una cuadrilla trabajaba en la continuación de la trocha, la mayoría reponía fuerzas en un playón del estero que estaba aguas arriba.

De súbito, desde un recodo de la ribera, sobre un playón del estero localizado aguas abajo, de manera sorpresiva desembarcaron los filibusteros y de una vez empezaron a disparar sus fusiles. Nomás iniciada la refriega, el general Alfaro fue herido en el brazo derecho, por lo que debió retirarse del combate, al punto de que ni siquiera pudo dirigir su batallón.

Ante tal escenario bélico, había razones de sobra para estar pesimistas. Aún más, en un parte de dicha batalla, el jefe militar Orozco expresaba su impotencia al ver a los soldados enemigos desembarcando con soltura, “porque desgraciadamente el Estero de Sardinal, que nos separaba de una parte de ellos, nos impedía entablar lucha con otra arma”. Con esto, él quería decir que el hondo caño que corría en medio de los dos playones del estero los distanciaba de los filibusteros, lo cual anulaba la posibilidad de acometer luchas cuerpo a cuerpo y matarlos con sus filosas bayonetas y machetes, técnica en la cual los costarricenses eran muy diestros, como lo atestiguaron las batallas de Santa Rosa, Rivas y La Trinidad.

Además, una vez iniciada la escaramuza, los nuestros escucharon el silbido de disparos desde la ribera del río donde ellos estaban, pues Baldwin ordenó a una columna que avanzara por tierra, hacia el estero. O sea, los filibusteros los estaban atacando por dos flancos.

Ante tales adversidades, el fervor patrio se convirtió en llamarada, y de los pechos de nuestros héroes brotó la bravura necesaria para defender la patria agredida. Al percatarse de esto, sacando fuerzas de flaqueza, los soldados de la cuadrilla que trabajaban abriendo trocha aguas abajo regresaron hacia el estero y empezaron a disparar, protegidos por la densa vegetación de la ribera.

En pocos minutos se suscitó el fuego cruzado entre las dos tropas, de manera intensa e incesante. Y, tras una hora de enfrentamiento, los filibusteros recularon hacia La Trinidad, dejando abandonados cuatro muertos en tierra, entre ellos el teniente William Rakestraw, además de que —según lo dicen algunos informes—, unos 25 se ahogaron, pues la piragua en la que estaban se hundió.

Aunque, según Walker, en su libro La guerra en Nicaragua (1860), en nuestras filas murieron más de 20 hombres, eso es absolutamente falso, pues perdimos apenas tres: Salvador Alvarado, Salvador Sibaja y Joaquín Solís, por desaparición los dos últimos. Además, hubo tan solo seis heridos, aparte del general Alfaro: Manuel Arias, Manuel María Rojas, Manuel Cabezas, Manuel Morera, Joaquín Arley y Desiderio Quesada; todos eran alajuelenses, excepto Cabezas y Arley, de San José y Cartago, respectivamente.

Después de trasladar los heridos a Muelle, para que los curara el médico Lucas Alvarado Quesada, en las semanas subsiguientes el batallón permaneció en Muelle y Cariblanco, por si sobrevenía un contraataque filibustero, el cual nunca ocurrió.

De esta manera, al igual que en Santa Rosa el 20 de marzo anterior, en Sardinal los filibusteros fueron expulsados del territorio nacional el 10 de abril, y se les derrotaría al día siguiente en la memorable batalla de Rivas, en Nicaragua. Y ocho meses después, el 22 de diciembre, se les expulsaría por tercera vez, en la batalla de La Trinidad—, la cual marcó el principio del fin de Walker, hasta su rendición en Rivas, el 1° de mayo de 1857.

Es decir, la batalla de Sardinal —acaecida hace 169 años aquí—, marcó un hito indeleble en la senda que, rubricada con la generosa sangre de sus heroicos hijos, nos permitió recuperar la libertad y la soberanía nacional cuando estuvieron amenazadas por los ominosos sueños imperiales de Walker.

Y confío en que este ejemplo represente un inextinguible faro, que nos ilumine y aliente siempre para emularlos, y defender nuestra patria cuando haya que hacerlo.

Tributo por parte de miembros de nuestra Fuerza Pública a la bandera izada en el hito de la Ruta de los Héroes, en Sardinal, Sarapiquí. Foto: Luko Hilje

El poeta Marco Aguilar ante nuestra guerra libertaria

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Marco Aguilar, declamando. Cortesía: Roberto Barahona.

Hace apenas un mes, el 1° de marzo, nos reunimos en Turrialba, en una sala de la casa del amigo Roberto Barahona Camacho —que fuera un aposento del antiguo restaurante La Feria—, para presentar de manera oficial, de parte de la Revista Comunicación, del Instituto Tecnológico de Costa Rica, el dosier o suplemento Un tributo a Marco Aguilar, poeta tan turrialbeño como universal.

A dos años exactos de su partida —ocurrida el 3 de marzo de 2023—, ese fue un convivio al que concurrimos varios miembros de su familia y amigos cercanos, más algunos poetas, gestores culturales e intelectuales de la localidad. En él, de manera distendida y espontánea, esa hermosa tarde de sábado evocamos la amada memoria de Marco, al narrar anécdotas, declamar sus poemas, o conversar acerca de su vida y su obra, cuyos aspectos esenciales conforman el citado dosier.

Mientras escuchaba las numerosas intervenciones que hubo, se me ocurrió que hay una dimensión poco o nada conocida de Marco, como lo es su profundo y sentido interés, con visos de veneración, por aquellos hombres y mujeres que hace 169 años —de marzo de 1856 a abril de 1857— empuñaron las armas cuando la patria se vio amenazada por las hordas filibusteras que, lideradas por William Walker, deseaban implantar la esclavitud en Centroamérica y anexar nuestros países a EE. UU. Y es por eso que, pocos días después, me di a la grata tarea de recopilar lo que Marco escribió al respecto —que no se limitó a la poesía, como se verá pronto—, y que aparece a continuación.

Dos poemas de la juventud

Al hurgar en su acervo poético, se percibe que, aunque quizás haya algunos materiales inéditos, escribió tres poemas directamente relacionados con la llamada Campaña Nacional contra los filibusteros. Eso sí, el primero y el segundo de ellos no figuraron en ninguno de sus poemarios, aunque fueron compilados en el libro Otra reunida de Marco Aguilar (EUNED, 2009).

El primero corresponde a un soneto, intitulado 56, el cual data de 1964. Se centra en la figura del héroe nacional Juan Santamaría, a quien de manera acertada llama Juan de Fuego, por el osado y valeroso acto en el que, durante la batalla de Rivas, Nicaragua, tea en mano y al precio de su vida, quemó el mesón o albergue donde se guarecían los altos mandos del ejército filibustero, incluido Walker, quien pudo escapar después, en la madrugada.

Por su parte, el segundo, denominado La ruta de la pólvora, es mucho más extenso, pues consta de seis estrofas. En él se retrata el apacible país que éramos, de maizales y cacaotales, así como de cálidas y fragantes panaderías, antes de ser agredido por el invasor Walker, al igual que describe la bravía y gallarda respuesta de sus hijos para ir a defender la patria, a la vez que advierte que el filibusterismo, aunque agazapado, sigue vivo por aquí, entre tanto entreguista. Dicho poema está fechado el 1° de mayo de 1966, al conmemorarse el 109 aniversario de la rendición de Walker; circuló en el semanario Libertad, órgano del Partido Vanguardia Popular, para el cual Marco —en sus años de militancia en la izquierda— trabajaba como corrector de estilo, según me lo contó una vez.

Esos poemas dicen así:

56

Eran tiempos de sangre y agonía.
La pólvora quemaba, se quemaba,
y por quinientos mares navegaba
el trapo negro de la piratería.

Como siempre, del Norte nos venía
una jauría de filibusteros.
Pero a quemar sus huesos traicioneros
¡llegó el incendio con Santamaría!

Llegaste, Juan de Fuego, con la muerte
y con los tigres y con las panteras
¡y entonces no pudieron detenerte!

Los enterraste bajo las banderas,
te dieron plomo y plomo hasta la muerte
¡y tu muerte impidió que te murieras!

Busto de Juan Santamaría. Foto: Luko Hilje

La ruta de la pólvora

1

¿Qué queréis?
¿Que repita
la simple ocupación de aquellos tiempos?
Los maizales temblando tiernamente
bajo el azote de los aguaceros;
los cacaotales
habitados de reptiles profundos.
¿Queréis que os diga cómo eran las ciudades
sobre todo en la noche,
cuando todas las puertas se cerraban?
Sólo los hornos de las panaderías, entonces,
conservaban la luz, la calentaban.
Había un olor a pan
en todas las esquinas.

2

Y entonces vino Walker.
Sus soldados
conocían el sonido de la sangre,
la conocían humedeciendo el polvo,
enrojeciendo libros, documentos.
Los soldados de Walker
se conocían la sangre de memoria.

3

Pero desde los oscuros cacaotales,
de los hondos talleres ciudadanos
fue saliendo un ejército, creciendo,
y dejaron de oler a pan las calles.

4

¡Maldito el hombre
por cuya culpa las panaderías
cierran sus puertas anchas y sus hornos,
los niños se nos ponen pensativos, profundos,
las campanas se vuelven alarmantes
y las muchachas niegan a las calles
la luz altiva de su adolescencia!
¡Maldito William Walker!

5

Luego fue lo demás:
el camino durísimo, las piedras,
los rifles
que aún no pronunciaban
su palabra mortal, definitiva.
Y aquella angustia, al fin, de la batalla.
Ver al vecino doblarse suavemente
a la tierra humillada.
Y de inmediato se incendió la tea,
porque a los pueblos
nunca les faltará un Santamaría.
No era sólo la tea.
¡Era el brazo también, que se quemaba!
¡Era la patria en pie sobre las llamas
quemando al invasor,
dándole fuego
con un brazo tenaz, desesperado!           

6

Muchos dicen
que ya no quedan más filibusteros.
Sin embargo,
yo los veo diariamente
buscando empréstitos,
zalameros, hipócritas,
disfrazados tal vez de embajadores.
Y comprendo
que un día volverán con la metralla;
nuevamente los niños en las calles
cesarán de jugar
y entonces todos
cerraremos las casas, los talleres,
y andaremos la ruta de la pólvora,
andaremos de noche
un camino de teas incendiarias
¡para reconquistar lo que nos han quitado!

Un poema de la madurez

Ahora bien, el tercer poema de Marco tiene una génesis muy diferente de los dos previos, y sumamente grata, de la cual puedo dar plena fe.

Esto es así porque, aunque durante mis años de residencia en Turrialba nunca dialogamos acerca de los hechos y los personajes de la inmarcesible Campaña Nacional, una vez que me jubilé y pude dedicar tiempo a estudiar esta gesta —tan determinante y significativa en la historia patria—, era una cuestión recurrente en nuestras conversaciones en el ahora añorado restaurante La Feria, en mis visitas a Turrialba.

En efecto, como lo narro en el artículo Seis poetas le cantan a don Juanito Mora (Nuestro País, 30-IX-22), hace unos 15 años le propuse a la dirección de la Revista Comunicación que publicáramos un número dedicado a los tres principales líderes de la Campaña Nacional: don Juanito, su hermano el general José Joaquín Mora Porras, y el general José María Cañas Escamilla. Me comprometí a coordinarlo y, con la ayuda de varios compañeros del grupo cívico La Tertulia del 56 y otros patriotas, en 2010 culminamos con éxito ese proyecto, plasmado en el número monográfico Héroes del 56, mártires del 60: los hermanos Mora y el general Cañas.

Cabe destacar que en esa ocasión, al compilar los poemas existentes, me percaté de que tanto Jorge Debravo como Alfonso Chase habían publicado sendos poemas, intitulados Invocación a Juanito Mora y Don Juan Rafael Mora, respectivamente. Por tanto, se me ocurrió que para mi artículo Un manojo de poemas para los tres próceres, sería lindo incluir un poema de cada uno de los principales miembros del célebre e innovador Círculo de Poetas Costarricenses, que en el decenio de 1960 socolloneara los cimientos de la lírica nacional.

Eso sí, me faltaban cuatro de ellos: Laureano Albán, Julieta Dobles Yzaguirre, Arabella Salaverry y Marco. Por fortuna, como los conocía a todos, no tuve pena ni reparo en abordarlos, para solicitarles su ayuda en esta causa patriótica.

Asimismo, como en ese momento no había tanta urgencia, y la inspiración poética no puede ser forzada, sino que es un acto totalmente espontáneo, les di el tiempo necesario para concebir sus poemas. Al final, llegaron a mis manos los respectivos poemas, que se intitularon Juanito desconocido, Invocación a don Juanito, Juanito Mora esperanza, y Hamacas y cañones. Por tanto, las voces de estos cuatro poetas y dos poetisas quedaron fusionadas con las de Graciliano Chaverri, Román Mayorga Rivas, Jenaro Cardona, Carlos Gagini, Carlomagno Araya y Arturo Echeverría Loría, quienes mucho antes habían cantado a nuestros próceres.

Don Juanito y José Joaquín Mora, más el general Cañas. Autor: Carlos Aguilar Durán

Para los lectores interesados, ese número de la revista está disponible en el siguiente enlace: https://revistas.tec.ac.cr/index.php/comunicacion/issue/view/141

En fin, ese fue el origen de este poderoso poema de Marco, el cual aparece a continuación:

Hamacas y cañones

Solo los de la casa podían decirle Juan,
quiero decir sus padres y unos pocos parientes.
Nosotros no pudimos, sencillamente
porque no nos salía. Viéndolo por la calle, viéndolo
detrás de un mostrador o inclusive detrás
del escritorio de la Presidencia, para nosotros
era siempre Juanito, no tanto por su mínimo tamaño
sino por el cariño que todos le teníamos. Le tenemos.
No podemos negar que era bajito,
tal vez de la estatura de Bolívar.
Todos supimos siempre de sus cosas,
su ser ligeramente deshonesto en cosas de negocios,
esa mala costumbre de
favorecer en algo a sus parientes
como era lo habitual en esos tiempos.
Pero pasó algo extraño con Juanito:
que comenzó a crecer siendo ya adulto.
¡Qué curioso!
Todos nos sorprendimos al mirarlo
unos cuantos centímetros más alto
el formidable día de la Proclama,
y se mantuvo así hasta la hora
en que echó a caminar con sus soldados
en el seco verano de ese año,
ese viaje impensable para otros. De inmediato
vimos que había crecido nuevamente y estuvimos hablando del asunto.
Pero hubo muchos que se quedaron cómodos
sorteando en sus hamacas los calores
y soñando en la muerte de Juanito.
Siempre han estado allí, siempre a la sombra
pero de vez en cuando se levantan
de sus sueños malditos viendo cómo lo ensucian, ellos,
los que nunca supieron defender con un rifle
las fronteras amadas que cuidan de sus hijos, haciendas y mujeres.
Los que no merecían ni merecen tener hijos, esposas,
mucho menos
que los sepulten en esta misma tierra.
Y todavía
se levantan de nuevo después de tantos años los mismos descastados,
los mentirosos llenos de lagañas, los que nunca pudieron
ni pueden
ni podrán
reducir un milímetro la altura de Juanito ni borrarle ese brillo de los ojos.
Porque nadie, nadie puede negar que fue valiente.
¡Ah, cómo soñaría William Walker acertarle
aunque fuera un balazo, un único balazo, un solitario
balazo en la cabeza y observar su cerebro destrozado,
su sangre irreprochable en media calle!
Pero ese
no era el destino de Juanito y por cada balazo que lo erraba
crecía por lo menos dos milímetros.
Parecía indestructible: no se ahogaba,
no caía del caballo ni lo mataba el cólera. ¡Era enorme!
Pero él y sus soldados derrotaron
a un enemigo sólido, tangible, y más tarde perdieron la batalla
frente a alguien tan pequeño que no pudieron ver jamás
pero que los mataba: una bacteria. Y sin saberlo,
le traían la peste a sus familias como un regalo trágico del viaje.
Nunca hubo en la historia de los pueblos desfile victorioso
más lleno de tristeza, con las carretas llenas de cadáveres,
patrióticos cadáveres que nunca más levantarían un rifle,
sostendrían un arado, cosecharían los frutos de la tierra.
Con todos ellos se devolvió Juanito y por todos lloraba.
Al poco tiempo tuvo que exiliarse, cuando sus enemigos se fortalecieron;
pero no soportaba vivir lejos y pronto regresó, creyéndoles
a los traidores, a los mentirosos. Muy tarde comprendió lo que pasaba
y entonces fue más alto que ninguno:
no suplicó, no se puso a temblar cuando escribió las cartas, no maldijo.
Lo fusilaron y él aceptó su muerte como aceptó su vida:
de pie frente a las balas.
Por desgracia esas balas sí acertaron. Todas, todas. Ni una sola falló.
Pero como eran nuestras, las recibió con gusto.

Marco como prosista

Aunque menos conocida esa faceta suya, Marco también escribió prosa —bastante de ella inédita—, entre la que figuran numerosos artículos de opinión publicados en la hoy extinta Revista Lectoresfundada y dirigida por el periodista turrialbeño Luis Alejandro Romero Zúñiga; posteriormente se le bautizaría como Turrialba Desarrollo.

En cuanto a la Campaña Nacional, ahí él escribió un artículo intitulado Los hijos de las peñas, en el cual argumentaba lo siguiente:

Decía el maestro Joaquín García Monge que «no somos hijos de las peñas», para significar que tenemos arraigo en esta tierra; quiero decir, padres, abuelos y bisabuelos enterrados aquí. El apego, que llaman. Pero, por desgracia, algunos compatriotas desnaturalizados no lo entienden así. De las maneras más cobardes y sucias, pretenden apearse a Juanito y compañía del justo pedestal en que los hemos puesto. Con mentiras, con “bromas” y chistes desafortunados intentan desprestigiarlos, ensuciarlos, demeritar su hazaña y su grandeza. Incluso se han atrevido a meterse con Juan Santamaría, negando su existencia o ridiculizando su muerte heroica. Dios los perdone”.

Antes de continuar, es pertinente indicar que Marco inició dicho artículo con la siguiente advertencia: “Hace tiempo he tenido la curiosidad de preguntarle a alguno de mis amigos historiadores cuáles son los hechos más detestables en nuestra vida como nación. Sería bonito levantar una lista de lo más sucio y lo más cobarde que hemos hecho los costarricenses. Esas cosas por las cuales se nos cae la cara de vergüenza, a pesar de los años transcurridos. Aunque, viéndolo bien, no tendría nada de bonito, pero sí sería muy instructivo. Porque de eso se trata: de aprender”.

Y, tras referirse a otros hechos deleznables, relataba que En estos días se cumplen 150 años de un fusilamiento muy diferente: el de don Juanito Mora y el general José María Cañas en Puntarenas, uno de los acontecimientos más asquerosos de nuestra historia. Perdón, asquerosos no es la palabra, pero en este momento no se me ocurre una más dura. Más insultante. Los valientes patriotas que condujeron a nuestras tropas en su hora más brillante, los que derrotaron a William Walker, esclavista maldito. Los que nos llenaron de orgullo y dejaron con la boca abierta a los filibusteros, que jamás esperaban encontrar combatientes tan dispuestos a morir por la patria. Nuestros mejores líderes fusilados por sus mismos soldados. ¡Vergüenza, deshonor! No hay abrasivo, detergente ni ácido que borre esa mancha. No habrá perdón para los asesinos”. Y, a continuación, afirmaba: “Pero a los que piensan que estas son cosas de otros tiempos, les tengo una noticia: estamos llenos de filibusteros y partidarios de filibusteros. Por desgracia nacidos en Costa Rica, con cédula y a veces pasaporte costarricense”.

Y, para concluir, de manera contundente, señalaba: “La historia debe servir para mejorar, para corregir los errores del pasado. La historia no debe ser arqueología, sino lección de vida. Tanto las cosas que nos enorgullecen, como las que nos llenan de oprobio, deben ayudarnos a corregir el presente y alumbrarnos el camino futuro. Pero esto no siempre funciona así: me cuentan que en un colegio privado de San José no conmemoran el 11 de abril, pero el 4 de julio hacen una Asamblea para explicar a los alumnos el significado de esa y otras fechas importantes para Estados Unidos. Al parecer, algunos profesores llaman a nuestra celebración «el día del empujón», en relación con el cuento de que el soldado Juan no fue voluntario, sino empujado por algún bromista, uno de esos chistes que solo les pueden hacer gracia a los que no tienen patria. Y solo ellos se ríen, los descastados, como se hubiera reído William Walker. Estos especímenes no merecen llamarse costarricenses”.

En memoria de Rodrigo Gámez, amigo y maestro

Luko Hilje

Ante la reciente muerte del Dr. Rodrigo Gámez, reproduzco aquí el siguiente texto, escrito en 2020, y que corresponde al prólogo de su libro “Biodiversidad, ciencia y cultura”, que este año publicará la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED).

Aunque no muy numerosa, la descendencia del educador sevillano Antonio Gámez González, llegado a Costa Rica a inicios de 1871 y cuyo nombre porta hoy la escuela del cantón central de Puntarenas, con sus obras ha sabido dejar firmemente estampada su rúbrica en la historia de Costa Rica, en ámbitos como la educación, la ciencia y el deporte.

Mi primera noción al respecto data de la infancia y la adolescencia. Nacido yo en Naranjo, Alajuela, y seguidor de la ya centenaria Liga Deportiva Alajuelense, desde muchacho admiré y seguí muy de cerca la trayectoria de Juan José Gámez Rivera, uno de los mejores mediocampistas que ha tenido Costa Rica, por lo cual era figura infaltable en la Selección Nacional. Y tanto, que cuando murió, escribí un artículo en la prensa, para resaltar no solo las proezas futbolísticas que hacía en la cancha, sino que también su labor como formador de jóvenes futbolistas, cuando le correspondió actuar como director técnico.

Pero, en realidad, ese apellido ya era parte de nuestra historia educacional. Y esto es así porque, tras el desgarre sufrido durante la fratricida Guerra Civil que entre marzo y abril de 1948 azotó y enlutó al país, con la llamada Segunda República emergió un Estado benefactor, cuyos ejes fueron la democratización de nuestra enseñanza y la seguridad social, para beneficio de las grandes mayorías. Sí, la educación como oportunidad de enaltecimiento de la condición humana, así como de realización del potencial que todo ciudadano tiene, pero también como vehículo de movilidad social y de oportunidades profesionales y laborales, lo cual permitiría el desarrollo de una vigorosa clase media. Todo ese proceso tuvo la indeleble impronta de don Uladislao (Lalo) Gámez Solano, a quien el líder de la revolución, don José Figueres Ferrer, le encomendó tan ingente y delicada labor.

Fue ya en mis tiempos de estudiante en la Universidad de Costa Rica (UCR), que me tocaría toparme con este apellido por tercera vez. En efecto, aunque estudié Biología, por interés propio tomé varios cursos en la Facultad de Agronomía, donde laboraba el Dr. Rodrigo Gámez Lobo, reputado especialista en virología vegetal y sobresaliente profesor, de quien mi hermano Ivo fue su alumno. Lo conocía de vista, y nunca tuve la oportunidad de conversar con él, pero estaba enterado de su trayectoria y lo admiraba muchísimo.

Recuerdo que entre 1973 y 1974 —en esos tiempos yo era representante estudiantil y estaba muy al tanto del acontecer político-académico universitario— se realizó el memorable Tercer Congreso Universitario, que socolloneó los cimientos y revitalizó el quehacer institucional. Eso implicó reformar la estructura jerárquica superior, por lo que se crearon las vicerrectorías de docencia, investigación y acción social. Y, con mucho tino, el rector Eugenio Rodríguez Vega escogió al Dr. Gámez como el primer vicerrector de investigación. Recuerdo cuánta alegría sentí cuando me enteré de esa noticia, aunque se esfumó pocos meses después, debido a varias circunstancias universitarias y porque él tenía otras aspiraciones y metas profesionales.

En efecto, consecuente con su espíritu de innovador y su vocación de pionero, se había propuesto adquirir un microscopio electrónico y fundar la Unidad de Microscopía Electrónica, hoy convertida en el Centro de Investigaciones en Estructuras Microscópicas. Pero, como ello resultaba incosteable por la UCR, recurrió a su prestigio de reputado virólogo vegetal, y con el apoyo de varios científicos y administradores, entre ellos el Dr. Rodrigo Gutiérrez Sáenz, decano de la Facultad de Medicina, logró que en 1974 éste le fuera donado por el gobierno japonés a través de la Agencia de Cooperación Internacional del Japón (JICA). Sin embargo, como su visión no se restringía al ámbito nacional, desde su nacimiento mismo, ese ente estuvo al servicio de los investigadores de toda América Latina y el Caribe.

No obstante, sus expectativas eran más altas y amplias. El individualismo, el egoísmo y la egolatría, bastante comunes entre investigadores del primer mundo, eran ajenas a su carácter y a su actitud hacia la ciencia. Por eso, desde que en 1967 retornó de la Universidad de Illinois con su doctorado en mano, siempre trató de trabajar en equipo, procurando la complementariedad de conocimientos y de experiencias, para obtener productos científicos y técnicos de mayor calibre.

Por eso, generoso, así como insatisfecho con sus logros, se propuso algo más ambicioso, que sobrepasara su propio campo de especialización, y fue así como en 1976 concretó la creación del Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM).

Concibió una entidad dedicada al estudio de aspectos básicos, fundamentales, del mundo submicroscópico, pero también de sus aplicaciones prácticas en los campos de la salud y la agricultura. Tan es así, que en 1983 el Dr. Gámez fue galardonado con el célebre Premio Interamericano en Ciencias Dr. Bernardo Houssay, de la Organización de Estados Americanos (OEA), por sus estudios sobre virus del frijol y del maíz, cultivos originarios de Mesoamérica y esenciales en la dieta de nuestros pueblos; de hecho, él fue el descubridor del virus del rayado fino del maíz. Desde entonces y hasta hoy, 40 años después, el CIBCM ha cumplido con creces su misión, así como logrado gran renombre y proyección, tanto en el continente americano como en el mundo.

Sin embargo, aparte de sus proverbiales habilidades de docente e investigador, como líder y gestor científico nato, a él no le bastaba con eso. Por ello, dedicó muchas de sus mejores horas y días, junto con otros connotados científicos y educadores, a la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT) y la Universidad Estatal a Distancia (UNED). Asimismo, se involucró con gran interés y entrega en las actividades conservacionistas de la Fundación de Parques Nacionales (FPN), así como las científico-académicas de la Organización para Estudios Tropicales (OET), consorcio de universidades estadounidenses y costarricenses. Y esto último sería lo que propiciaría nuestro punto de encuentro.

En efecto, un venturoso día de febrero de 1985 fui convocado por el Dr. Gámez a una reunión auspiciada por la OET, para darle forma a un nuevo curso, denominado Tropical Agricultural Ecology; para entonces yo trabajaba en la Escuela de Ciencias Ambientales, en la Universidad Nacional (UNA). Me sentí realmente honrado de poder departir con científicos de la talla de él, así como de Robert Hart, Steve Gliessman y Steve Risch, entre otros. El curso, en el que después sería invitado a dar una conferencia en mi campo de especialización, fue coordinado por el connotado matemático y ecólogo John Vandermeer, y se inició en 1985. Aparte de conocer a John y su esposa Ivette Perfecto, amigos míos y colaboradores hasta hoy, ese episodio me deparó una nueva amistad. Y esa fue la del Dr. Gámez, quien desde entonces me pidió que no le llamara así, sino Rodrigo.

Pero, inquieto como siempre, en la mente de Rodrigo bullían otros proyectos. Tendedor de puentes y nunca promotor de muros, aspiraba a crear un centro de investigación en ecología tropical, en el que confluyeran los científicos de las diferentes universidades, del Museo Nacional y de otras entidades afines, para desarrollar grandes proyectos colaborativos, de relevancia nacional, con el apoyo de universidades y otras organizaciones internacionales. Recuerdo haber participado en una de las reuniones preliminares para la gestación de esa iniciativa, realizada a inicios de junio de 1985 en la Escuela de Biología de la UCR, la cual abortó pronto, lamentablemente, por diversas razones. Sin embargo, la grata sorpresa emergería en febrero de 1989, cuando numerosos investigadores fuimos convocados a una especie de reunión consultiva por parte del Dr. Álvaro Umaña Quesada, ministro de Recursos Naturales, Energía y Minas (MIRENEM).

Acostumbrado uno en el mundo universitario a reuniones casi cotidianas, una buena parte de ellas infructíferas, esa reunión, efectuada en el auditorio del Instituto Nacional de Seguros, fue realmente seminal y germinal. Es decir, la semilla ya estaba ahí, pero faltaba el compromiso interinstitucional para que germinara, y ese día empezó dicho proceso.

A partir de entonces, Rodrigo empezó a sugerir y seleccionar a los representantes de cada institución, y me propuso para que representara a la UNA. Él mismo hizo la gestión inicial con la rectora, Rose Marie Ruiz Bravo, y recuerdo que varias veces me visitó en mi casa para firmar documentos. Y, por fin, el 26 de octubre de ese año, nacía el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), con sede en Santo Domingo, Heredia.

Desde entonces, a través de varias sesiones de reflexión y análisis, en ese proceso genesíaco de construcción institucional, mi relación profesional con Rodrigo se acrecentó, aparejada a la consolidación de nuestra amistad. Además, a pesar de mi alejamiento físico, pues a partir de enero de 1991 y por 13 años laboré en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE), siempre mantuve un contacto más o menos cercano con la institución, que seguía innovando, creciendo y floreciendo.

Al respecto, en el décimo aniversario de su fundación, publiqué en la prensa un artículo intitulado El INBio, audacia y dedicación, en uno de cuyos pasajes expresé lo siguiente: “En síntesis, así se entrelazan y encarnan los tres conceptos medulares que rigen la labor del INBio: salvar, conocer y usar nuestra pródiga biodiversidad. Pero, además, todo este conocimiento se pone a disposición de nuestra sociedad y del mundo, a través de medios como internet, guías de campo bellamente ilustradas, textos y juegos educativos para niños, y de esa joya que es el INBioparque, recién inaugurado. Por ello, el INBio es reconocido como un modelo de institución científica, mundialmente, debido a varias razones, pero sobre todo porque su génesis y funcionamiento son ejemplos inequívocos de imaginación, audacia e innovación. Y en esto debe reconocerse que ha sido clave el Dr. Rodrigo Gámez, pues su liderazgo, capacidad de convocatoria, bonhomía y calidad científica le han permitido elegir bien a sus colaboradores, convencer a los decisores políticos y persuadir a los donantes extranjeros para, en apenas un decenio, convertir aquella idea embrionaria suya en un instituto tan robusto, que hoy es orgullo de Costa Rica y de América Latina”.

En efecto, durante 14 años, entre 1989 y 2003, Rodrigo fungió con Director General, hasta que algunos quebrantos de salud le impidieron continuar. Sin embargo, ha continuado apoyando las labores del INBio de otras maneras, a pesar de sus casi 84 años de edad.

Ahora bien, hace poco más de un año, me llevé la grata sorpresa de topármelo en el gimnasio y piscinas que frecuento, además de que se mudó del cantón central de Heredia a San Pablo, mi terruño adoptivo. En una de nuestras conversaciones, al manifestarme cuánto le costaba ahora escribir documentos extensos, me contó que por 13 años había publicado una columna mensual en el periódico semanal El Financiero. Yo lo sabía y había leído algunas, que a veces nos enviaba a los asambleístas del INBio, pero ignoraba que fueran tantas. Fue entonces cuando le sugerí que las compilara en un libro, y le ofrecí mi ayuda en leerlas, ordenarlas con cierta visión de conjunto y conseguir una editorial que pudiera publicarlo. En efecto, pocas semanas después me hizo llegar todo el material, y de inmediato empecé a trabajar en él.

Lo hice con entusiasmo y, al leerlas, me percaté con mayor claridad aún de lo que este acervo de conocimientos representa para popularizar la ciencia. ¡Cuánto he aprendido, de veras! Porque están escritas con la sabiduría de un auténtico maestro —que eso ha sido Rodrigo toda su vida—, así como en un tono muy ameno y pedagógico, propio de la estirpe de genuinos educadores conformada por su abuelo don Antonio y su padre don Lalo. Pero, aún más, son reflexiones nacidas no en un vacío ni en el aislamiento, sino alimentadas por la praxis de lo que ha significado la construcción cotidiana de una institución tan innovadora, pertinente y necesaria, como el INBio.

Hoy que esta querida entidad enfrenta serias dificultades financieras, confío en que los escritos de Rodrigo, tan ricos y persuasivos, además de deleitarnos contribuyan a crear conciencia y apoyo, para que en algún momento el INBio resurja, despliegue sus alas y alce vuelo nuevamente. Eso beneficiará no solo a Costa Rica, sino que al planeta como un todo, pues se necesitan instituciones de esta jerarquía, es decir, de muy alta calidad científica, pero al servicio inmediato de la sociedad, para enfrentar los grandes desafíos que amenazan al mundo natural y a la humanidad.

Escribo estas palabras en momentos sumamente difíciles, cuando todos los países del orbe están estremecidos por una pandemia causada por un letal coronavirus, la cual ha provocado pánico, muerte y dolor. Pero, como toda epidemia —y Rodrigo bien lo sabe, como virólogo que es—, ya pasará, aunque a un alto precio en vidas y sufrimiento. Sin embargo, cuando esta epidemia desaparezca, ahí estarán amenazas planetarias mucho más graves que esa, asociadas con las consecuencias del calentamiento global, a lo cual Rodrigo dedica varias columnas, profundamente conmovido y preocupado.

Ojalá que, ahora que están reunidas en un solo volumen, las sabias y aleccionadoras palabras de este fecundo científico y ejemplar ser humano circulen ampliamente. Pero, sobre todo, que calen profundo en la conciencia del ciudadano común, así como en las de quienes toman decisiones en todos los planos de la vida política del país y del mundo, para contribuir a salvar el planeta de la destrucción que —al menos por ahora, y por más optimista que uno trata de ser—, pareciera inminente.

El vetusto puentecito de los croatas

Obreros croatas construyendo el puente sobre el río Naranjito, en 1944.

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Hace unos años le pedí a Brunilda, mi hermana mayor, las fotografías que se conservan en nuestros archivos familiares —reunidas en varios álbumes y cajas—, para escanearlas y dar copias a todos mis hermanos. Entre los centenares de imágenes que pude reproducir —aunque no he tenido tiempo de rotularlas, pues es una tarea sumamente laboriosa—, las hay de diversos tamaños. Aunque algunas son tan pequeñas que se necesita una lupa de gran aumento para distinguir quiénes son las personas retratadas, hoy las computadoras permiten hacer ampliaciones al instante, y me he entretenido mucho tratando de reconocer identidades, vestimentas y ambientes, que de inmediato lo transportan a uno gratamente al pretérito. ¡Cuánta nostalgia por las cosas idas!

Fue así como, entre las fotos de formato pequeño, aparecieron dos totalmente atípicas, pues no pertenecen al entorno hogareño, sino a uno rural y agreste. En ellas se observan unos hombres trabajando en la construcción de un pequeño puente de concreto, circundado por la vegetación característica del bosque seco que caracteriza a la vertiente del Pacífico del país.

Aunque, inicialmente, no reparé mucho en los detalles, un día me interesé más, y le pregunté a Brunilda qué sabía de esas imágenes, a lo cual me respondió que están en los archivos familiares porque esos trabajadores eran croatas, entre ellos nuestro padre, quien para entonces rondaba los 52 años de edad y tenía siete u ocho hijos que mantener. Además, me narró que las fotos datan de cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, se construía la Carretera Interamericana —iniciada en 1930—, y que el lugar corresponde a un punto cercano al muy cálido puerto de Puntarenas. Asimismo, me contó que alguna vez llegaron a almorzar en nuestra casa, en Naranjo, Alajuela, el ingeniero estadounidense que dirigía el proyecto y algunos de esos croatas. Supongo que fue este señor quien tomó las fotos para documentar gráficamente el avance del proyecto, y que les regaló copias a sus subalternos.

Dos trabajadores croatas conversando, sobre el puente del río Naranjito.

Ahora bien, dado que a menudo publico fotografías antiguas en la sección El Álbum, de la Revista Dominical del diario La Nación, en octubre pasado envié una de esas dos fotos, la cual acompañé con la siguiente leyenda: “1944. Obreros construyendo uno de los puentes en la Carretera Interamericana, cerca de Puntarenas. Entre ellos había algunos croatas, incluido mi padre, Pasko Hilje Vuleša”. Eso sí, persistía en mí la duda de si ese puentecito estaba en las inmediaciones de Esparza, pues sabía que papá había trabajado un tiempo en Macacona y Cambronero, pero no recordaba haber visto nunca un puente tan peculiar —pues no hay otro igual en la ruta— en ese sector de la carretera. Más bien, me parecía que era en las proximidades del cruce hacia Miramar.

Para mi fortuna, al día siguiente de que la foto apareció en la Revista Dominical, al conversar con el amigo Nelson Arroyo González —geógrafo jubilado de la Universidad Nacional, así como gran conocedor del territorio nacional—, corroboró mi conjetura de que ese puente aún existe, e incluso me especificó su ubicación exacta: sobre el río Naranjito, en una recta que corre en el tramo comprendido entre las instalaciones de la Refinadora Costarricense de Petróleo (RECOPE), en Barranca, y la localidad de Cuatro Cruces, que es donde está la vía que conduce al pintoresco poblado de Miramar, engastado en las alturas de la Sierra Minera.

Para que no quedaran dudas, esto lo refrendó días después Roberto Barahona Camacho, amigo turrialbeño cuya esposa es de Miramar, donde él vivió varios años. Además, me indicó que se llama el puente del Naranjito, y al valle se le conoce como el Bajo de El Naranjo”; asimismo, que el primero es un brazo o desagüe del río Naranjo, y que éste es el límite entre Barranca y el cantón de Montes de Oro. Y, para abundar, poco después Nelson le consultó a Maureen Morales Chacón, otrora estudiante suya que vive en Puntarenas y trabaja en Miramar, por lo que todos los días debe cruzar ese puente; ella también manifestó que el río se ha desbordado varias veces en ese punto, como ocurrió en octubre de 2023 y marzo de 2024, cuando hubo inundaciones que afectaron muy seriamente la circulación de vehículos.

Vista de una baranda del puente sobre el río Naranjito. Foto: Luko Hilje

Así que, ya aclarada su localización, mi deseo era conseguir fotos recientes del vetusto puentecito. Sin embargo, ahora voy poco por esa zona. Y, aunque mi hija y su esposo en diciembre fueron de paseo a Monteverde, el tiempo no fue el óptimo para tomar buenas fotos. La verdad es que temía no poder contar con ellas antes de que el puentecito pudiera ser demolido, debido a las nuevas obras de ampliación de la Carretera Interamericana.

No obstante, por fortuna, a inicios de febrero, gracias a un viaje de trabajo para un proyecto histórico-cívico que se realiza en el Parque Nacional Santa Rosa, pasé por ahí junto con el entrañable amigo Mauricio Ortiz Ortiz, empresario en el ramo de los fletes y las mudanzas internacionales, así como exembajador de Costa Rica en Canadá. Como la mañana era ideal para tomar tan ansiadas fotos, le comenté del asunto y, con la gentileza que lo caracteriza, accedió de inmediato a que hiciéramos una dilatada parada para captar imágenes del puente desde diferentes ángulos, incluido el cauce del río.

Vista parcial del puente sobre el río Naranjito, desde el cauce. Foto: Luko Hilje

Por cierto, al conversar con uno de los obreros que trabajan en el nuevo puente, me dijo que el puentecito será eliminado cuando se construya la otra mitad del gran puente que ellos están erigiendo, pues estorbaría para estas labores. Aunque lo presentía, me dolió mucho su respuesta, que me sonó lapidaria, como un veredicto cruel e inapelable.

Ignoro si en los 5470 km de recorrido de la Carretera Interamericana, desde la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, en Tamaulipas, México, hasta la población de Yaviza, sumergida en las selvas del Darién, en Panamá, habrá un puente igual. Tal vez sí, pues pareciera que no tiene nada de especial: mide apenas unos 50 m de longitud y es de líneas simples. Pero, eso sí, es tan firme, que ha soportado fuerte crecidas del río y terremotos, así como las vibraciones provocadas por el incesante flujo de automóviles, autobuses y muy pesados camiones de carga por nada menos que 80 años. Y ahí está, calladamente incólume.

En mi caso, ahora que he recuperado y comprendo su sentido y su significado, el puentecito tiene un inmenso valor sentimental, pues en sus bellamente sobrios bastiones y barandas están la impronta de mi padre y de varios de sus compatriotas. Laboriosos e infatigables extranjeros, ellos dieron lo mejor de sí mismos en esta y otras obras, no solo para ganarse la vida, sino que también para retribuir todo cuanto recibieron de su patria adoptiva.

El grande y nuevo puente en construcción, al lado del pequeño puente sobre el río Naranjito. Foto: Luko Hilje

Alexander von Frantzius, el primer cartógrafo de Costa Rica

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Nacido el 10 de junio de 1821 en Danzig, un puerto alemán en el mar Báltico —conocido hoy como Gdansk, y hoy perteneciente a Polonia—, Alexander von Frantzius Ritt se graduó como médico en la Universidad de Berlín en setiembre de 1846. Sin embargo, dotado de una gran inteligencia y capacidad intelectual, sus intereses eran mucho más amplios y diversos, y sentía una fuerte inclinación por la zoología, por la que había mostrado interés desde muy joven.

No obstante, año y medio después de graduarse, su vida personal y profesional sufrió un gran remezón, con el estallido de la Revolución de 1848. Ésta fue la culminación de incesantes y crecientes luchas populares contra el absolutismo monárquico, en varios países europeos. Fue entonces cuando las calles de Berlín atestiguaron feroces y sangrientos enfrentamientos entre el ejército y las masas populares, a las que se sumaron numerosos intelectuales y científicos. Uno de ellos fue von Frantzius, junto con su mentor y amigo Rudolf Virchow —proponente de la Teoría Celular años después—, y su colega médico Karl Hoffmann Brehmer, quienes se involucraron levantando barricadas para defenderse de los ataques del muy poderoso ejército.

Empero, su compromiso político y humanitario les costó caro, pues Virchow fue despedido de la Universidad de Berlín, en tanto que a von Frantzius y Hoffmann se les estigmatizó como sediciosos, lo cual les dificultó seriamente conseguir empleo. No obstante, gracias a sus innegables capacidades, von Frantzius fue contratado en la Universidad de Breslau, donde pudo efectuar investigaciones de carácter tanto médico como zoológico.

Para el lector interesado, hay abundante información biográfica en mi artículo Alexander von Frantzius, notable pionero de nuestras ciencias naturales (Revista de Ciencias Ambientales, 2021, No. 55(2): 340-350).

Un encuentro providencial

Mientras laboraba en la Universidad de Breslau, un venturoso día de mediados de 1851 von Frantzius conoció a Franz Hugo Hesse, prominente político y diplomático, quien entre 1851 y 1858 fungiera como cónsul general de Prusia para Centroamérica. Él era uno de los líderes de la Sociedad Berlinesa de Colonización Agrícola para Centroamérica, entidad de carácter público-privado que había sido creada como una especie de válvula de escape para la tensión social y política derivada de la Revolución de 1848, la cual había provocado la emigración de miles de alemanes desempleados y hambrientos hacia América. Sobre dicha sociedad hay abundantes detalles en mi libro La bandera prusiana ondeó en Angostura (2020).

Ese encuentro fue providencial, pues Hesse le ofreció a von Frantzius que lo acompañara a Centroamérica en calidad de naturalista, pagado por el Estado. Eso sí, era imprescindible que antes fuera entrevistado y recomendado en Berlín por el egregio naturalista Alexander von Humboldt, quien para entonces, y con 82 años a cuestas, era consejero del rey de Prusia. Es pertinente resaltar que, después de recorrer Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Cuba y México por un lustro (1799-1804), Humboldt publicó la célebre obra Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, que consta de 30 volúmenes, la cual tuvo gran acogida en toda Europa y lo catapultó a la fama en el ámbito científico.

En una carta remitida por von Frantzius en julio de 1851 a su entrañable amigo Virchow, le manifestaba cuánto le atraía tan inesperada oportunidad; para el lector interesado, la misiva completa aparece en mi libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX (2013). En sus palabras, y para los fines del presente artículo, expresaba que Centroamérica reúne condiciones de la mayor importancia e interés. Ese país se va a convertir en uno de los más importantes para el comercio. […] Desde que estoy aquí me he ocupado bastante de los preparativos de viaje, sobre todo porque he leído obras sobre aquellas comarcas, he efectuado y calculado mediciones de altitud por medio del barómetro, y ahora quería aprender a dibujar mapas. En todas estas cosas me ayuda que me haya gustado tanto practicar la matemática en la escuela”. Es decir, nótese su muy temprano interés por la cartografía, en medio de sus labores de médico y de zoólogo.

Aunque en aquel entonces la oferta de Hesse no cuajó, por falta de fondos, contribuyó de manera decisiva a despertar el interés de von Frantzius por Centro América, por lo que a inicios de 1854 arribaría a Costa Rica, junto con su amigo Hoffmann —ambos con sus esposas—, otrora compañeros en las aulas universitarias y en las barricadas callejeras de Berlín. Con 32 y 30 años de edad, respectivamente, su plan era residir aquí para siempre, para estudiar a fondo la flora, la fauna, los volcanes, el clima, etc. del país. Y así lo hicieron desde su llegada, mientras ejercían su profesión de médicos para mantenerse. Lamentablemente, Hoffmann murió en 1859, tras enviudar poco antes, y la esposa de von Frantzius falleció en 1868, por lo que él decidió retornar a Alemania casi de inmediato.

Sus aportes en cartografía: dos mapas huérfanos

En sus 14 años de residencia en el país, von Frantzius incursionó no solo en zoología, sino que también en geografía, vulcanología, etnografía y antropología. Y, tan prolífico fue, que publicaría 18 artículos en revistas formales en Alemania, los primeros desde Costa Rica y los demás una vez asentado en su patria. Es importante destacar que, entre esos artículos, nos legó dos que incluyeron mapas, que representan las primeras aproximaciones serias —con latitudes, longitudes y altitudes— al conocimiento científico de nuestra geografía.

En realidad, el primer mapa, que data de 1861 —cuando él vivía aquí—, fue dibujado con otro fin, pues corresponde a una ilustración para el artículo Aporte al conocimiento de los volcanes de Costa Rica, publicado en la revista Petermann’s Geographische Mittheilungen (Comunicaciones Geográficas de Petermann). Fue traducido al español por Úrsula Rehaag, e incluido en el libro Antología del volcán Poás (1979), editado por Carlos Alonso Vargas y publicado por la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED).

Esto explica que aparezca representada la porción del territorio nacional donde hay volcanes activos, por lo que se concentró en el Valle Central y la zona noroeste del país (Guanacaste y San Carlos). Eso sí, cuando dicho artículo fue traducido al español, quienes lo consiguieron posiblemente no se percataron de que fue publicado en dos entregas y que contenía un mapa que estaba separado del texto en prosa, por lo que no incluyeron éste en la versión traducida. De bella confección, pues fue elaborado por el hábil y reputado cartógrafo alemán August Petermann, dicho mapa hoy circula zonto u huérfano en internet, sin ninguna indicación de que pertenezca al citado artículo.

Por el contrario, y por fortuna, su segundo mapa, que data de 1869 —al año siguiente de haber regresado a Alemania—, sí fue concebido como un componente esencial del artículo Estado de nuestros conocimientos sobre la geografía y cartografía de Costa Rica, también publicado en la revista Comunicaciones Geográficas de Petermann; fue traducido por Manuel Carazo Peralta, y vio la luz en la Revista de Costa Rica (1919) con el abreviado título Cartografía de Costa Rica. A diferencia del primer mapa, el que ilustra este artículo se denomina Mapa original de Costa Rica, de manera explícita. También fue omitido en la versión traducida al español, y el motivo pareciera ser el mismo del caso anterior: el artículo original fue publicado en dos entregas, y el mapa que lo acompañaba estaba separado del texto en prosa; es por eso que el mapa quedó en la orfandad, como el otro. Un hecho que sí debe destacarse es que, al igual que el anterior, este mapa no abarca la totalidad del territorio nacional, pues para entonces la región del sur era casi completamente desconocida.

Ahora bien, cuando escribí el libro Trópico agreste, hice una revisión bastante minuciosa de los mapas de Costa Rica que antecedieron a los de von Frantzius, y me percaté de que, a pesar de sus abundantes limitaciones, el más confiable que había era parte de un mapa de Centroamérica elaborado y publicado en 1850 por el cartógrafo inglés John Baily. Lo que sucedió fue que alguien ducho en la materia seccionó la porción correspondiente a nuestro país y le hizo algunos retoques y ajustes, para que fuera incluido como mapa oficial en el libro Bosquejo de la República de Costa Rica, de Felipe Molina Bedoya, el cual data de 1851. Poco después, dicho mapa fue bellamente retocado y traducido al alemán por los viajeros Moritz Wagner y Carl Scherzer, quienes lo insertaron en su libro La República de Costa Rica en Centro América, publicado en 1857. Es decir, ese mapa es obra de Baily, y no de ninguno de estos autores, que en realidad no sabían de cartografía.

Para concluir este recuento, a von Frantzius le cabe el mérito de haber subsanado esta situación, pues recopiló y sistematizó el conocimiento geográfico obtenido localmente por varias personas, quienes habían recorrido diferentes regiones del país. De hecho, en el propio mapa él consigna los respectivos créditos a los alemanes Felipe Valentini, Luis Daser, Franz Kurtze y Karl von Seebach, así como al agrimensor costarricense Rafael Alvarado Barroeta y a otros informantes. Por justicia histórica, debe mencionarse que él no fue un asiduo naturalista de campo, y que viajó muy poco por nuestro territorio, debido a que el asma que padeció desde muy joven le impedía efectuar giras prolongadas y extenuantes.

Un reciente esfuerzo unificador

Aunque en el libro Trópico agreste aparece narrado en detalle todo cuanto he mencionado hasta aquí, me parecía que estaba pendiente reunir los dos mapas huérfanos en un solo documento, así como efectuar un análisis integral de su significado científico e histórico, con visión de conjunto, y especialmente de carácter cartográfico. Sin embargo, ese es un campo muy lejano al mío, de biólogo, por lo que necesitaba la colaboración de algún especialista.

Para mi fortuna, esa persona aparecería años después. En efecto, ahora que estoy jubilado y dedico parte de mi tiempo a ejercitarme, me reencontré con un viejo amigo en un club de natación cercano a nuestros hogares, en San Pablo de Heredia. Me refiero al geógrafo y cartógrafo Nelson Arroyo González, a quien había tratado hace muchos años en los pasillos de la Facultad de Ciencias de la Tierra y el Mar, en la Universidad Nacional (UNA), donde él laboraba en la Escuela de Ciencias Geográficas y yo en la de Ciencias Ambientales. Fue por ello que un buen día le propuse que escribiéramos juntos el anhelado artículo, a lo cual accedió de inmediato y con gran gusto.

Y fue así como, después de varios meses de diálogo e interacción, pudimos gestar un artículo intitulado Los aportes pioneros de Alexander von Frantzius a la cartografía de Costa Rica, el cual vio la luz recientemente en un número especial de la Revista Geográfica de América Central, conmemorativo del 50 aniversario de dicha publicación. En realidad, lo que hicimos fue transcribir el artículo Estado de nuestros conocimientos sobre la geografía y cartografía de Costa Rica, junto con el mapa que se le había sido segregado, y lo enriquecimos con abundantes notas explicativas, más el mapa de Molina Bedoya y el de los viajeros Wagner y Scherzer. Asimismo, incluimos el primer mapa de von Frantzius, para compararlo con el segundo suyo, y detectar así los avances logrados entre 1861 y 1869, que fueron bastantes. Por tanto, ahora sí se dispone de un documento que permita captar la génesis del primer mapa confiable de nuestro país (https://www.revistas.una.ac.cr/index.php/geografica/article/view/20610/32106).

Ahora bien, como se indicó en páginas previas, a ese mapa la faltaba una buena porción del sur de Costa Rica. Sin embargo, esa región quedaría plasmada en un mapa elaborado y publicado en 1877 por el geólogo y etnógrafo estadounidense William Gabb, resultante de sus exploraciones en Talamanca entre 1873 y 1875. Por cierto, a tan valioso mapa se refirió August Petermann en un artículo intitulado La investigación de W. M. Gabb en Talamanca y la situación cartográfica en Costa Rica, año 1877, el cual fue traducido y publicado en años recientes en la Revista Geológica de América Central (2007; 37: 119-128).

Es decir, hasta mediados de 1877 todo era muy propicio para que cristalizara el anhelo de elaborar un mapa completo del territorio nacional, de lo cual quizás conversaron alguna vez quienes mejor lo conocían, que eran von Frantzius, Gabb y Petermann. Sin embargo, la fatalidad cortó de cuajo tan importante proyecto, al segar las vidas de ellos tres, pues von Frantzius murió en julio de 1877, Gabb en mayo de 1878, y Petermann en setiembre de ese mismo año.

No obstante, por fortuna, años después aparecería en el escenario el visionario e infatigable geógrafo y botánico suizo Henri Pittier, quien desde el Instituto Físico-Geográfico Nacional —fundado por él— y a pesar de numerosos obstáculos que debió sortear, nos legó el primer mapa completo del país, de extraordinaria calidad técnica y belleza. Gran admirador de von Frantzius —como lo confesó alguna vez—, sin duda que esa fue una manera de honrar la memoria de quien fue el primer cartógrafo de Costa Rica.

Dos caminos distintos: uno de Carrillo y otro a Carrillo

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Con la nomenclatura oficial de Ruta 32, corre la principal vía que conecta San José con Puerto Limón, en el Caribe, en una extensión de algo más de 127 kilómetros. En realidad, pocas personas saben que tiene tres nombres durante su trayectoria. El primer tramo, de apenas tres kilómetros —con dos carriles por sentido—, se denomina autopista Braulio Carrillo, y comprende desde el barrio Tournón, en las afueras del casco capitalino, hasta el puente sobre el río Virilla —cerca del estadio Ricardo Saprissa—, para después, por 61 kilómetros y hasta el poblado de Guápiles, llamarse carretera Braulio Carrillo, de apenas dos carriles; de ahí en adelante, por 63 kilómetros, se le denomina carretera José Joaquín Trejos Fernández. Acerca de este último segmento, es oportuno hacer algunas aclaraciones.

En primer lugar, cabe destacar que, por decenios, era imposible llegar por tierra a Puerto Limón, ya que, después de atravesar Turrialba, la carretera se interrumpía en la ciudad de Siquirres. Fue en 1969, durante la administración Trejos (1966-1970) que se abrió una vía de ahí hasta Puerto Limón.

Por cierto, recuerdo que conocí este puerto en 1973, en una gira a Cahuita, del curso de Biología Marina, en la Universidad de Costa Rica, con el profesor Carlos Villalobos Solé. Para hacer esa travesía debimos tomar un avión de LACSA en el aeropuerto Juan Santamaría, así como un taxi del aeropuerto de Puerto Limón al centro de la ciudad, para abordar ahí el tren de la Northern Railway Company; y, ya en la algo lejana estación ferroviaria de Bonifacio, debimos cruzar el río Estrella en una panga, para desde el cercano villorrio de Penshurt viajar al litoral en una destartalada “cazadora” —como se llamaba entonces a algunos autobuses—, hasta el caserío de Cahuita. Es decir…, ¡cinco medios de locomoción en un solo día!

Acerca de la génesis de la muy necesaria carretera entre Siquirres y Puerto Limón, conservo un esclarecedor mensaje electrónico del ingeniero Rodolfo Silva Vargas, recordado amigo de reciente partida, así como ejemplar servidor público. Remitido el 5-XI-2016, en respuesta a una consulta mía, en él aporta este invaluable testimonio:

“Sobre la carretera a Limón, el esfuerzo para insistir en la urgencia de la ruta al Caribe se realizó durante la administración Trejos, con la «carretera rústica», cuando se lanzó toda la maquinaria disponible para abrir «a matacaballo» una trocha donde aún no había paso, y mostrar que había que hacerla a como fuera. Claro, la «rústica» nunca llegó a ser transitable para vehículos; fue como un acto simbólico. Luego, al inicio del gobierno de don Pepe [Figueres], en 1970, el ministro Mario Quirós Sasso, con el apoyo financiero del Banco Mundial, licitó Siquirres-Limón, que se adjudicó a SAOPIM. Cuando Mario falleció, en un accidente de avioneta en San Carlos, me tocó desempeñar el cargo de 1972 al 74, cuando se construyó aproximadamente el 70 por ciento de la obra, supervisada por el MOPT (Ings. Otto Fernández y Napoleón Morúa Carrillo). Incluyó el puente sobre el río Chirripó, de 430 m de longitud, el más largo de Centroamérica. Fue terminada en el gobierno de Daniel Oduber”.

En síntesis, la llamada “carretera rústica a Limón” —que fue concluida en octubre de 1969, en el gobierno de Trejos— quedó en lastre, sin pavimentar, hasta la administración de José Figueres Ferrer (1970-1974), y fue inaugurada en la de Daniel Oduber Quirós (1974-1978).

Eso sí, la citada carretera no se prolongaba hacia Guápiles, como me lo explicó en días pasados el amigo Juan Manuel Alfaro Castro, topógrafo y aficionado a la historia.

Él me relató que, para entonces, no había conexión vial entre Siquirres y Guápiles, con excepción del antiguo ramal de ferrocarril de la Northern que había en las llanuras de Santa Clara, el cual permitía transportar banano hasta Puerto Limón, para su exportación. Fue por eso que, cuando dicha empresa finalizó sus operaciones en el país, se aprovechó el trazado de las líneas férreas abandonadas para construir una calzada firme. Esto se justificaba por la pujanza agropecuaria de la ubérrima zona de Guápiles, que demandaba una vía confiable y sólida para trasladar sus productos hacia el Valle Central. Esta fue la razón para construir la Ruta 32, que en la actualidad permite viajar a la capital en menos de dos horas, mientras que otrora se demoraban más de tres horas de Guápiles a Siquirres, y otras tres horas hasta San José, a través de Turrialba.

En síntesis, el trecho comprendido entre Siquirres y Guápiles no perteneció a la “carretera rústica a Limón”, pero hoy a ambos tramos se les ha unificado bajo el nombre “carretera José Joaquín Trejos Fernández”.

Efectuadas estas aclaraciones, consideramos realmente laudable que los tres segmentos de la Ruta 32 porten los nombres de Carrillo y Trejos, quienes, a más de un siglo de distancia, se empeñaron en construir una buena vía hacia el Caribe de Costa Rica. Sin embargo, como se verá pronto, hubo otros tres gobernantes, todos en el siglo XIX, a quienes no se les ha dado el debido reconocimiento, como lo fueron Manuel Aguilar Chacón, Juan Rafael (Juanito) Mora Porras —yerno de Aguilar— y Jesús Jiménez Zamora.

Un camino urgente

Si bien se atribuye a Carrillo haber sido el primero en interesarse por este proyecto vial, el análisis de las fuentes históricas revela otra cosa.

En efecto, aunque desde la época colonial existía el muy rústico camino a Matina, fue el jefe de Estado Manuel Aguilar quien emprendió acciones al respecto, ya en la época republicana. Actuó de manera tan ejecutiva, que contrató al ingeniero inglés Henry Cooper Johnson —tatarabuelo del expresidente Rodrigo Carazo Odio— para que efectuara una evaluación del camino a Matina y juzgara si se podía adaptar para el tránsito de carretas que transportarían café hasta la costa, o si sería preferible abrir una nueva ruta. Cooper realizó una encomiable labor, que vertió en el muy minucioso Informe sobre el camino a Matina y la costa del norte. Por cierto, gracias a este documento, nos fue posible —con la ayuda del amigo Juan Manuel—, elaborar un grande, bello e ilustrativo plano del antiguo camino a Matina, que aparece en mi libro Turrialba en la mirada de los viajeros.

Lamentablemente, el proyecto que con tanta determinación había iniciado Aguilar se interrumpió, cuando fue depuesto por Carrillo. No obstante, al comprender cuán importante era esa obra vial para el país, Carrillo le dio continuidad, para lo cual le otorgó el contrato a Narciso Esquivel Salazar y después a Joaquín Yglesias Vidamartel, según lo narra la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada en su libro Carrillo: una época y un hombre (1835-1842); por cierto, Yglesias estaba emparentado con Carrillo, y era hijo natural del célebre e irreverente médico italiano al que me referí en el artículo Un escarceo sobre el controversial Esteban Corti (Meer, 13-IX-2023).

Aunque, inicialmente, se pensó en construir una nueva ruta, las complejas condiciones topográficas y climáticas, así como los altos costos económicos, forzaron a mejorar la antigua vereda que, a partir de la ciudad de Cartago, corría no por la ruta de hoy, sino que subía por Cerro Grande, cerca de San Rafael de Oreamuno, y por los actuales caseríos de Blanquillo y Páez. Tomada esta decisión, se trabajó con gran ahínco, y cuando ya se había cubierto un tramo de 63 kilómetros —según narra Obregón—, esta vez fue Carrillo el derrocado, acción debida al general hondureño Francisco Morazán Quesada. Aparte de que pareciera que éste no mostró mayor interés en el proyecto, su mandato duró apenas cinco meses, pues fue fusilado en setiembre de 1842.

Desde entonces, el proyecto quedó empantanado. En el artículo Un ferrocarril interoceánico para Costa Rica, en la opinión de Alexander von Frantzius (Herencia, 2022, 35), recalcamos que este científico alemán argumenta que la demora obedeció a la competencia de los empresarios de San José, Heredia y Alajuela con los de Cartago, pues les convenía más Puntarenas como puerto para exportar su café, así como para importar las mercaderías europeas que vendían en sus tiendas. Sin embargo, para los intereses nacionales, esto era un sinsentido. Al respecto, según cálculos del ingeniero alemán Francisco Kurtze, la distancia entre Puntarenas y Europa era casi cuatro veces mayor que la que habría entre un puerto del Caribe costarricense y Europa, de tal modo que, por ejemplo, un viaje entre Puntarenas hasta Alemania demoraba unos cinco meses, mientras que desde un puerto caribeño podía durar apenas 40 días. Obviamente, este ahorro en tiempo disminuía los costos de los fletes en ambos sentidos, lo que favorecía en mucho a la economía nacional.

De ser cierto el argumento de von Frantzius —como lo parece—, es de resaltar la patriótica actitud de don Juanito Mora, quien era uno de esos empresarios, pero pensó que los intereses del país debían estar por sobre los de los particulares. Y fue así como, apenas seis meses de llegar al solio presidencial, en junio de 1850 promovió la creación de la Sociedad Itineraria del Norte, un ente privado, pero de interés público, al que se le encomendó construir un camino entre Cartago y la costa, pero por otro sector, que es el que actualmente conduce a Siquirres. En sus intentos porque la obra cristalizara, en mayo de 1852 dicha entidad suscribió un contrato con la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centro América, como parte del cual también se establecería una colonia de alemanes en Angostura, Turrialba, en las inmediaciones del río Reventazón.

Una vez más, lamentablemente, este ambicioso proyecto fracasó, debido a la insuficiencia de fondos para tan costosa obra, a lo cual se sumaron la abrupta topografía y las condiciones climáticas de esa región. Para el lector interesado en esta fallida iniciativa, hay abundante información en mi libro La bandera prusiana ondeó en Angostura.

Por tanto, hubo que esperar un decenio más para, con la llegada al poder de Jesús Jiménez, en 1863, se retomara el proyecto del camino a Limón. Gracias a la calidad profesional del ya citado Kurtze, quien había sido funcionario de la Sociedad Berlinesa y que fue director de Obras Públicas, se construyó un sólido puente de madera sobre del río Reventazón, el cual se inauguró el 27 de marzo de 1865. Además, ese mismo día se hizo lo propio con un tramo de 13,5 km del camino hacia Siquirres, el cual se prolongaba hasta el villorrio de Cacao, cerca de donde hoy se localizan los caseríos de La Flor y Pilón de Azúcar. Aunque en años posteriores se hicieron avances hacia la costa, en realidad no se llegó muy lejos, al menos durante el resto del siglo XIX y los primeros decenios del XX.

En síntesis, en cuanto a la construcción de un camino hacia el litoral Caribe, en realidad Carrillo no fue el primero en impulsarlo de manera concreta —lo fue Aguilar, como se indicó—, ni tampoco el que pudo soslayar el principal obstáculo, que era el cauce del río Reventazón, lo cual logró Jiménez, gracias a los empeños concretos previos de don Juanito Mora. Sin embargo, a Carrillo le cabe el mérito de haberla convertido en una calzada empedrada en nada menos que 63 kilómetros del antiguo camino a Matina. Ese fue el célebre camino de Carrillo, es decir, una ruta trunca, que poco a poco dejó de ser transitable.

¿Y el camino a Carrillo?

Este camino difiere por completo del anterior, en términos geográficos, políticos e históricos, y en él no tuvo participación alguna Braulio Carrillo, pues había sido asesinado en 1845, durante su exilio en El Salvador. En realidad, fue construido en la primera administración del general Tomás Guardia Gutiérrez (1870-1876), aunque de forma algo fortuita, pues fue hijo de una ruta ferroviaria fallida. Me explico.

En efecto, poco después de asumir el poder, en 1871 Guardia firmó un contrato con el empresario estadounidense Henry Meiggs, para la construcción de un ferrocarril hacia Puerto Limón, la cual después asumirían sus sobrinos Henry y Minor Keith. Los detalles de este proyecto aparecen en el libro Keith y Costa Rica, de Watt Stewart, tentativa que está resumida en mi artículo Por el Bajo de La Hondura (Nuestro País, 15-IV-2013).

Fue así como entre octubre y noviembre de 1871 se iniciaron las obras, tanto en Alajuela como en Puerto Limón, simultáneamente, planeando que ambas líneas férreas se toparan en un punto intermedio. En realidad, se avanzó con presteza, y ya en el primer semestre de 1872 sendas locomotoras avanzaban desde cada una de esas ciudades por los tramos tendidos hasta entonces. Sin embargo, aparte de importantes dificultades económicas, surgió una de carácter geológico: las inexpugnables rocas de Fajardo.

Eso ocurrió a fines de 1873, cuando ya se había completado el tramo entre Alajuela y Cartago, y se deseaba continuar hacia el Caribe. Y, después de varios intentos de dinamitar esa masa montañosa, que se extiende por varios kilómetros, los cuales implicaron un costo cercano al millón de dólares —según lo especifica Watt—, se decidió buscar una ruta alterna.

Al final, después de varias consideraciones, se decidió tender la línea ferroviaria por las planicies de Santa Clara, a partir de Siquirres, y que corriera al norte de los volcanes Turrialba e Irazú, para después subir hacia el Paso de La Palma, una garganta natural de la Cordillera Volcánica Central que facilitaba la comunicación con San José.

Guardia y Minor Keith firmaron el respectivo contrato el 8 de setiembre de 1879. De este modo, unos dos años y medio después se pudo alcanzar la margen derecha del río Sucio, sobre el cual se colocó un puente ferroviario para llegar a su ribera izquierda, donde se erigió una estación. A partir de ahí, quienes habían tomado el tren en Puerto Limón podrían continuar hacia San José por otros medios.

Inaugurada esa estación el 7 de mayo de 1882, en un acto apoteósico, del cual se ausentó el presidente Guardia por estar enfermo —moriría dos meses después, el 6 de julio—, se le denominó Carrillo, en honor de aquel jefe de Estado que tanto se empeñara por contar con una ruta entre la capital y el Caribe. Dicha estación sirvió de núcleo para que, con el paulatino surgimiento de servicios como hospital, cárcel, servicio de correos, hoteles, comisariato, etc., Carrillo se convirtiera en un pueblo, con más de 200 habitantes.

En realidad, la nueva ruta fue híbrida, pues de manera simultánea a la colocación de la vía férrea entre Siquirres y Carrillo, se había construido una calzada empedrada de casi 40 kilómetros de extensión de Carrillo a San José, la cual también fue inaugurada ese día; esta obra estuvo a cargo de la empresa Fernández y Tristán. Gracias a ella, se podían transportar las mercaderías en carretas tiradas por bueyes, mientras que la gente podía trasladarse en elegantes diligencias, algunas con cupo para 20 personas y remolcadas por tres parejas de mulas. Éstas avanzaban por el Paso de La Palma, a través del Bajo de La Hondura, San Jerónimo de Moravia y Paracito —hoy en Santo Domingo de Heredia—, para continuar después por Ipís de Guadalupe y la actual Calle Blancos, en un recorrido de unas seis horas.

En un croquis del San José de 1906, elaborado por Lucas Fernández y Salomón Escalante —disponible en la Biblioteca Nacional—, se nota que el camino llegaba al casco capitalino por el barrio Amón. Pasaba frente al actual edificio del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, y remataba en un pequeño puente sobre el río Torres, punto muy fácilmente localizable hoy.

La carretera a Carrillo en su aproximación al casco capitalino, en el croquis de Fernández y Escalante (1906). Cortesía: Vanessa Brenes Bravo (Biblioteca Nacional)

Asimismo, en dicho croquis se nota que unos 850 metros antes —según el amigo cartógrafo Nelson Arroyo— se intersecaba con la línea férrea que conectaba Alajuela con San José; en ese punto, ubicado en Calle Blancos, en la vía que comunica Guadalupe con San Francisco, hay ahora un puente, para evitar el tren. En realidad, este punto específico tiene gran relevancia histórica —aunque no se le haya conferido eso hasta hoy—, pues en él se entrecruzaban dos magnos proyectos viales, uno carretero y el otro ferroviario, emergidos gracias a los anhelos e intentos por alcanzar la costa del Caribe.

En cuanto al poblado de Carrillo, sumergido por completo entre la densa selva lluviosa, vivió una época de esplendor, pero no duraría más de un decenio, pues varios desastres naturales, y sobre todo los recurrentes desbordamientos del río Sucio, lo hicieron desaparecer. Así lo ha documentado de manera prolija el amigo Sergio Barquero Ramírez, su mayor estudioso, quien desde hace más de 25 años está preparando un libro sobre ese mítico lugar. De hecho, en 2013 e invitado por él, tuve la fortuna de recorrer —a veces con el agua de dicho río hasta la cintura— los vestigios de la antigua calzada, y llegar hasta el punto exacto donde una vez estuvo asentado Carrillo.

La actual carretera Braulio Carrillo

Como se indicó al comienzo de este artículo, en la actual Ruta 32 hay dos segmentos que portan la denominación Braulio Carrillo, el primero como una corta autopista, y el segundo como una carretera de dos vías, al inicio por una zona plana y que después se interna en los prístinos bosques del Paso de La Palma, hasta rematar en Guápiles.

Inaugurada ésta en 1987, y muy importante para la exportación de productos agrícolas e industriales, su mención es casi cotidiana en la radio y la televisión, pues en ella son frecuentes los derrumbes, que obligan a cierres temporales, a veces por varios días. Y no es para menos, pues los terrenos boscosos por los que serpentea esta capa asfáltica son muy abruptos y propensos a deslizamientos, favorecidos por las casi constantes lluvias en esos parajes. Así lo habían pronosticado con toda claridad los célebres ecólogos Leslie Holdridge y Joseph Tosi, del Centro Científico Tropical (CCT), en los estudios de factibilidad para esa obra, y fueron ellos quienes sugirieron al gobierno que se estableciera ahí un área protegida, hoy denominada Parque Nacional Braulio Carrillo, para evitar que la extracción de madera —una vez abierta la ruta— causara serias alteraciones, no solo en los ecosistemas locales, sino que también en el régimen climático del Valle Central.

Nótese, una vez más, el nombre de Carrillo asociado con esta ruta hacia el Caribe. Sin embargo, no hay un solo hecho histórico que vincule su trayecto con la labor del célebre exgobernante, a quien además, y con toda justicia, se le ha dedicado un parque urbano en la capital, frente a la iglesia de La Merced.

Efectivamente, como ya lo indicamos, el inconcluso camino de Carrillo se ubicaba muy lejos de esta zona, mientras que el camino a Carrillo fue construido en la administración del general Guardia.

Palabras finales

Para concluir, y como una curiosidad, existe un solo aspecto en común entre el pueblo y el parque nacional dedicados a Braulio Carrillo.

En efecto, como el río Sucio atraviesa el citado parque, en la Ruta 32 hay un puente para soslayarlo. Y, en ese punto, si uno baja por la ribera izquierda del río y penetra en la montaña, puede observar que aún hay porciones de la calzada empedrada que conducía al poblado de Carrillo. Incluso es posible avanzar por dicha ribera, así como por el cauce del río en ciertos trechos, para llegar hasta el punto geográfico donde otrora se erigió tan memorable lugar, que fue exactamente lo que hice con el amigo Sergio Barquero el día en que anduvimos por ahí. Aún más, desde el puente es posible ver, en lontananza, una loma al pie de la cual estuvo Carrillo.

Así que, la próxima vez que usted cruce ese puente, además de disfrutar de ese esplendoroso entorno silvestre, imagine que, bordeando el río y debajo de él, pasaba una vereda empedrada que, desde y hacia el villorrio de Carrillo —en medio del silencio de la montaña y con tan solo el rumor del río por fondo—, era transitada por recuas de mulas y carretas atestadas de mercaderías, así como por elegantes diligencias repletas de personas.

En realidad, todo ese tropel representaba una vívida, reveladora y elocuente imagen de que el sueño de los mandatarios Manuel Aguilar, Braulio Carrillo, Juan Rafael Mora y Jesús Jiménez por fin había cristalizado, con la incorporación del agreste y evasivo Caribe a la cotidianidad de la patria.

El mandatario Tomás Guardia Gutiérrez

Con Joaquín Rodrigo, en Aranjuez

Una sección del Jardín del Parterre, detrás del Palacio Real de Aranjuez. Foto: Luko Hilje

Publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

El pasado setiembre tuve la muy anhelada oportunidad de visitar España, esta vez en unas vacaciones algo extensas; hace 21 años, en 2003, había ido tan solo a Barcelona, a un congreso en mi campo profesional, sin mucho tiempo para conocer sus edificaciones, su geografía y su historia. Y, mientras planeábamos el viaje y los sitios a recorrer, les dije a mi esposa, mi hija y mi yerno que, después de La Alhambra —emblemática y exquisita obra de arquitectura mudéjar—, más los alcázares de Toledo, Segovia y Sevilla, en ese periplo turístico no podía faltar una visita a Aranjuez, algo con lo que siempre soñé.

En realidad, ese deseo nació en mi adolescencia, cuando se popularizó la canción intitulada En Aranjuez, con mi amor o En Aranjuez, con tu amor, difundida en Costa Rica por las excelentes emisoras musicales Titania y Radio Mil. Recuerdo que por entonces se escuchó una versión en francés, al igual que una en español tiempo después, ambas muy románticas.

Varias letras para una misma melodía

Ahora me entero —gracias a internet— que la letra original fue escrita en su idioma natal por el cantautor francés Guy Bontempelli, que denominó Aranjuez, mon amour, la cual en 1967 fue grabada por el cantante Richard Anthony, nombre artístico del joven egipcio-francés Ricardo Btesh. El título de esa canción dio nombre a un disco de 12 melodías, que culminaban con dicha pieza musical, y tal fue su éxito —en una época en que los medios de propaganda y distribución no tenían ni por asomo la celeridad y la cobertura de hoy— que logró vender seis millones de ejemplares. Esa versión original dice así:

Mi amor,
en el agua de las fuentes, mi amor,
donde los lleva el viento, mi amor,
al caer la noche vemos pétalos de rosas flotar.

Mi amor,
y las paredes se están resquebrajando, mi amor,
al sol, el viento y la lluvia, y en los años que pasan,
desde la mañana de mayo en que vinieron,
y cuando escuché, de repente, escribieron en las paredes,
con la punta de sus rifles, cosas muy extrañas.

Mi amor,
el rosal sigue creciendo, mi amor, en la pared,
y abraza, mi amor, sus nombres grabados,
y cada verano de un hermoso rojo son las rosas.

Mi amor,
seca las fuentes, mi amor,
en el sol, al viento de la llanura y en los años que pasan,
desde la mañana de mayo en que vinieron,
la flor en el corazón, los pies descalzos, el paso lento,
y los ojos iluminados con una extraña sonrisa.

Y en esta pared, al caer la tarde,
parece que ves manchas de sangre,
pero son solo rosas.
Aranjuez, mi amor.

Hasta lo que sé, esta versión no ha sido grabada nunca en español. No obstante, existe una bastante diferente, atribuida al compositor español Alfredo García Segura, que fue la primera en español difundida por la radio aquí. Cantada por el propio Richard Anthony, reza así:

Junto a ti,
al pasar las horas, oh mi amor,
hay un rumor de fuentes de cristal
que en el jardín parece hablar
en voz baja a las rosas.

Dulce amor,
esas hojas secas, sin color,
que barre el viento,
son recuerdos de romances de un ayer,
huellas de promesas hechas con amor,
en Aranjuez,
entre un hombre y una mujer,
en un atardecer que siempre se recuerda.

¡Oh, mi amor!
Mientras dos se quieran con fervor,
no dejarán las flores de brotar,
ni ha de faltar al mundo paz, ni calor a la tierra.

Yo sé bien, que hay palabras huecas, sin amor,
que lleva el viento, y que nadie las oyó con atención,
pero otras palabras suenan, oh mi amor, al corazón,
como notas de canto nupcial,
y así te quiero hablar si en Aranjuez me esperas.

Luego al caer la tarde se escucha un rumor:
es la fuente que allí parece hablar con las rosas.
En Aranjuez, con tu amor.

Esa fue la canción que se popularizó en el ámbito hispanoamericano, y que a lo largo del tiempo ha sido interpretada —con leves variaciones y arreglos— por el español Plácido Domingo, la griega Nana Mouskouri, la polaca Ania Brzozowska, la mexicana Guadalupe Pineda, el puertorriqueño José Feliciano y otros notables cantantes.

Sin embargo, existe una versión más, que tiene varios elementos en común con ella. Atribuida también al compositor Alfredo García Segura, ha sido entonada por cantantes de la talla de José Carreras, Andrea Bocelli y el cuarteto plurinacional Il Divo. Esta dice así:

Aranjuez,
un lugar de ensueños y de amor,
donde un rumor de fuentes de cristal,
en el jardín,
parece hablar en voz baja a las rosas.

Aranjuez,
hoy las hojas secas sin color,
que barre el viento,
son recuerdos del romance que una vez
juntos empezamos tú y yo,
y, sin razón, olvidamos.

Quizá ese amor, escondido esté
en un atardecer,
en la brisa, o en la flor,
esperando tu regreso.

Aranjuez,
hoy las hojas secas sin color,
que barre el viento,
son recuerdos del romance que una vez
juntos empezamos tú y yo,
y, sin razón, olvidamos.

En Aranjuez, amor,
tú y yo.

A estas dos canciones se suma otra, muy diferente de ambas, y cuyo compositor pareciera ser, de nuevo, Alfredo García Segura. Cantada por Paloma San Basilio, dice así:

Victoria Kamhi y Joaquín Rodrigo, el día de su boda

Vuelvo aquí,
por la magia de tu música.

Tus cuerdas son caminos
que me traen el ayer.
Vuelve la vida a mis paisajes,
al oírte, guitarra.

Justo aquí,
a la orilla de un atardecer,
fue como un vendaval,
mezcla de miedo y de calor, amor,
por primera vez yo fui mujer,
sentí nacer la belleza.

Tus manos fueron mis manos
y tu mirar mi mirada.

Junto a ti
hasta el río se llenó de amor
y un nuevo resplandor
como un torrente me cegó.
Después el tiempo lo apagó,
y hoy es solo un acorde.

Tus manos fueron mis manos
y tu mirar mi mirada.

Siempre unidos, para siempre.

Vuelvo aquí,
por la magia de tu música.
Tus cuerdas son caminos
que me traen el ayer.
Vuelve la vida a mis paisajes,
al oírte, guitarra.

Y aunque no estás aquí
todo me sabe a ti, en Aranjuez.

Para concluir lo referido a la letra de En Aranjuez, con mi amor, lo común en las tres versiones en español y la francesa es la alusión nostálgica a un amor frustrado o trunco, surgido en el ambiente paradisíaco de Aranjuez. Un paraje con grandes y numerosas fuentes cantarinas, en medio de bellos e inmensos jardines de rosas y otras flores de vivos colores, más la suave brisa que a la hora del crepúsculo corre por la cuenca del muy tranquilo río Tajo —el cual serpentea por los predios de Aranjuez— y arrastra consigo las hojas desprendidas de los árboles, como símbolo de lo que una vez fue, pero dejó de ser.

El río Tajo, en un recodo dentro del Jardín del Príncipe. Foto: Luko Hilje

La génesis de una deslumbrante melodía

Ahora bien, lo que no he dicho hasta ahora —pues lo deben saber todos o casi todos los lectores— es que la partitura que da sentido a esas cuatro versiones es la misma, y corresponde a una porción del Concierto de Aranjuez, inspiración del célebre y prolífico compositor valenciano Joaquín Rodrigo Vidre, nacido en 1901 y fallecido hace 25 años, el 6 de julio de 1999. Esa obra, que data de 1939, fue compuesta mientras su autor residía en Francia, y estrenada en Barcelona el 9 de noviembre de 1940, con la interpretación del célebre guitarrista Regino Sainz de la Maza, acompañado por la Orquesta Filarmónica de Barcelona.

Ignorante en cuestiones musicales, por años pensé que la canción En Aranjuez, con mi amor y el Concierto de Aranjuez eran lo mismo. No obstante, después me enteré de que, en realidad, el concierto consta de una secuencia de tres partes o “movimientos”, técnicamente denominados allegro con spirito, adagio y allegro gentile, y de que la melodía de la mencionada canción se restringe al adagio del concierto. Por fortuna, en algún momento de mi vida pude conocer completo ese exquisito concierto y deleitarme con él, tras lo cual lo grabé en un cassette que me acompañó por muchos años.

Desde entonces, disfruté más de la música que de su antojadiza letra. Y digo esto —lo cual no significa que no sea agradable y que también conmueva—, por cuanto esa letra no refleja ni encarna el espíritu con el que Rodrigo concibió y plasmó tan sublimes notas musicales.

Ciego desde los tres años de edad, como consecuencia de una seria afección de difteria, sus padres lo estimularon y apoyaron para que concretara su vocación y su potencial como artista, por lo que se dedicó a aprender violín y piano, así como a estudiar composición musical. Ya en la madurez, y graduado en estas artes, a los 26 años se mudó a París, para alternar con músicos consagrados y nutrirse de ellos. Fue ahí donde conoció a la mujer que lo acompañaría por el resto de su vida, la turca Victoria Kamhi Arditti, profesora de piano.

Tras su boda en Valencia, en enero de 1933, la pareja disfrutó la luna de miel en el bucólico y mágico Aranjuez. Aunque, obviamente, la ceguera le impedía a Rodrigo percibir imágenes, de seguro que ahí su piel y su alma fueron permeadas por los sutiles y relajantes sonidos de los surtidores de las fuentes, los musicales trinos y gorjeos de las aves, las enervantes fragancias de las flores, la tibieza de los rayos solares, la vivificante brisa, y el contagiante murmullo de las aguas del Tajo.

Seis años después, la pareja se ilusionaba con el advenimiento de su primer hijo pero, al dar a luz Victoria, el niño falleció, y ella estuvo a punto de morir. Atenazado por el dolor provocado por la pérdida del tan anhelado hijo, más el riesgo de que también muriera su amada esposa —quien, además, era su lazarillo y su ángel de la guarda, calificada por él como “la luz de mis ojos”—, fue la música lo que le permitió afrontar y hasta exorcizar la tragedia familiar.

Y fue entonces cuando, en una pieza del edificio No. 159 de la calle Saint-Jacques, en el Barrio Latino, en París, una mañana Rodrigo vivió una especie de revelación, al sentir “una fuerza irresistible y sobrenatural”, como él mismo la calificó. En efecto, después de rumiar por largo tiempo lo que deseaba plasmar, esa venturosa mañana la melodía correspondiente al adagio del concierto empezó a brotar de manera espontánea y fluida en su mente, por lo que la escribió de manera ininterrumpida, dejándose llevar por lo que le dictaban sus sentimientos, sin reparar mucho en los aspectos propiamente musicales. Conforme eso ocurría, perforaba las notas en una modalidad de código Braille apta para músicos ciegos, las cuales su esposa le ayudaría tiempo después a transcribir en el formato de un pentagrama convencional.

Estos y otros aspectos más, alusivos a la génesis del concierto, están narrados de manera clara y didáctica en un corto video del especialista Alberto Musitaro, que el lector interesado puede consultar en internet (www.youtube.com/watch?v=fBdWKDYcsXE).

Dicho experto indica que, aunque hay varias hipótesis acerca del significado del adagio de este concierto para guitarra y orquesta, fue el propio Rodrigo quien lo esclareció, y de manera incontrovertible. Se trata de un frontal y hasta desafiante diálogo o encaramiento entre Rodrigo y Dios —representados por la guitarra y la orquesta, respectivamente—, y en el cual, con enojo y hasta rabia, desolado e impotente, él reniega de su muy lamentable situación, a la vez que le suplica a Dios por la salud de su amada esposa.

Al respecto, Musitaro explica que, después de que una y otra vez el apabullante poderío de la orquesta eclipsa el plañir de la solitaria guitarra, finalmente “Dios le contesta y le impone su voluntad, por encima de los hombres”, de modo que el adagio “culmina en calma y aceptación” de parte de Rodrigo. Asimismo, en el clímax de ese movimiento, las sutiles notas musicales denotan que el alma de su hijo asciende al cielo, y es entonces cuando Rodrigo “queda en paz con Dios”.

En síntesis, por confesión de su propio autor, esta conmovedora melodía, que toca las más recónditas fibras del alma, fue inspirada no por un amor romántico o erótico —con todo lo mágico que ello tiene, y que varias de sus letras han enfatizado—, sino por el amor puramente filial, surgido de la irreparable pérdida de su primogénito. Eso sí, está enmarcada e inspirada en el inefable y muy romántico entorno de Aranjuez, donde Rodrigo y su amadísima Victoria habían vivido su luna de miel pocos años antes.

Yo, en Aranjuez

Ahora bien, para retornar a mi reciente viaje a España, pude concretar mi sueño de conocer Aranjuez. Y, aunque con varias semanas de anticipación habíamos concertado una visita guiada con una agencia turística, para así conocer en detalle la historia, la arquitectura y las joyas artísticas del majestuoso Palacio Real que ahí existe —construido en el siglo XVI—, lo cierto es que yo también deseaba tiempo libre, y lejos de los turistas, para disfrutar a solas de los bellos jardines y alamedas que adornan ese ambiente magnífico.

Asimismo, antes de salir de Costa Rica, recibí una linda sorpresa. Dada la cercanía de mi cumpleaños, y para que me entretuviera —junto con mi infaltable lectura— durante los muy largos viajes que nos esperaban en avión y en tren, mi hija Darinka me regaló unos audífonos muy finos, para conectarlos a mi teléfono celular y así poder escuchar música previamente seleccionada. Fue en ese mismo instante cuando pensé que me gustaría llevar conmigo la banda sonora del Concierto de Aranjuez ejecutado magistralmente por el célebre guitarrista Pepe Romero —quien fuera cercano amigo de Rodrigo—, junto con la Orquesta Sinfónica Nacional de Dinamarca, conducido por el maestro español Rafael Frühbeck de Burgos. Mi yerno Daniel lo hizo de inmediato, y así quede bien provisto para lo que deseaba.

Ya instalados en Madrid, y tras visitar varias ciudades a cuál más de hermosa, llegó el esperado día de ir a Aranjuez. Le dije a Elsa, mi esposa, que nos fuéramos lo más temprano posible, para llegar antes de la hora pactada para la visita guiada, con el fin de recorrer por cuenta nuestra algunas partes del lugar. Y fue así que, durante los 42 kilómetros que separan Madrid de ese emblemático sitio, mi corazón palpitaba de emoción, sabiendo que estaba a punto de concretar un sueño largamente ansiado.

En efecto, llegados allá, y sin que hubiera casi nadie en los alrededores, tomamos un leve desayuno en un restaurante ubicado a unos 50 metros del palacio, frente a una sobria baranda que delimita al Jardín del Parterre, donde están las bellas fuentes de las Nereidas, de Ceres, y de Hércules y Anteo. Después crucé la calzada para ingresar a dicho jardín y, ya sentado en un poyo de madera y sin nadie alrededor, activé el teléfono y los audífonos para escuchar tan anhelada pieza musical. Lamentablemente, debido a la cercanía del otoño —era 5 de setiembre—, aunque cuidados con envidiable esmero, los jardines no tenían el esplendor que les confiere la primavera, y las fuentes estaban sin agua, quizás por economía o racionamiento. La verdad es que eso no me importó. Sin embargo, no había transcurrido siquiera la mitad de los casi 12 minutos que dura el adagio, cuando, a pocos metros, la deslumbrante melodía fue estropeada por el ruidoso motor de un tractor que ingresó al jardín más cercano. ¡¡¡Puede imaginar el lector la clase de imprecación que salió de mi boca, y que me tuve que tragar!!!

No obstante, no me iba a ir de ahí sin haber logrado mi propósito. Por tanto, concluida la visita guiada —de un par de horas—, caminamos entre vergeles, rosaledas y fuentes, para después ingresar en los hermosos predios del Jardín del Príncipe. Ya ahí, en soledad casi total, en la ribera del plácido río Tajo y sentado en un poyo protegido por la benévola sombra de varios árboles frondosos y con follaje todavía verde —reacio a aceptar las imposiciones del otoño—, por fin pude cerrar los ojos, abrir mis oídos y mi alma, para comulgar con esa melodía en tan idílico entorno.

Música intimista, a la vez que extasiante y embriagadora, en la que los requiebres, arpegios y rasgueos de la apasionada e impetuosa guitarra flamenca emiten trepidantes y hechizantes gemidos, frente a la contrastante solemnidad y apacibilidad de un armonioso, perfecto y envolvente conjunto de violines, violonchelos, fagots, oboes, cornos, clarinetes y flautas, de connotación realmente celestial.

En síntesis, una experiencia casi mística, de esas que se viven una sola vez. Y la pude sentir a plenitud ahí, en el propio Aranjuez.

5.Alameda en el Jardín del Príncipe, en Aranjuez. Foto: Luko Hilje

La resurrección de Franz Kurtze, ingeniero y arquitecto alemán

El hoy destruido Palacio Nacional, construido por Kurtze, e inaugurado en 1855

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Artículo publicado originalmente en la revista digital europea MEER

Cuando se indaga acerca del aporte de los inmigrantes alemanes a la sociedad costarricense en el siglo XIX, una de las figuras que emerge con mayor nitidez, fuerza y omnipresencia es la de Franz Kurtze, quien solía firmar como Francisco Kurtze.

Firma de Kurtze. Fuente: Archivo Nacional de Costa Rica

Este excepcional ingeniero vino al mundo cerca de 1811 en el hogar de Karl Heinrich Kurtze y Christiane Friederike Krumbhaar, en la ciudad de Gera, en el estado de Turingia; no fue en Jena, como algunos autores indican, también ciudad de dicho estado. Se ignora lo ocurrido hasta 1852 —año de su arribo a Costa Rica—, excepto que su madre murió de un derrame cerebral el 21 de abril de 1849 en Gera, a punto de cumplir 75 años de edad; al parecer, para entonces su padre ya había fallecido.

Kurtze, en un dibujo de José María Figueroa. Fuente: Archivo Nacional de Costa Rica

Para entender su presencia en nuestro país, es preciso indicar que Kurtze llegó en marzo o abril de 1852, contratado como ingeniero de la Sociedad Berlinesa de Colonización para Centroamérica. Fundada el 7 de enero de 1852, esta entidad público-privada se proponía establecer colonias agrícolas en nuestro istmo, para acoger a miles de alemanes empobrecidos tras la fallida Revolución de 1848 contra la monarquía absolutista. Impulsada con vigor por el barón Alexander von Bülow —ingeniero y economista—, después de sendos fracasos en Guatemala y Nicaragua deseaban instalar un asentamiento en Angostura, Turrialba, en alianza con la Sociedad Itineraria del Norte —asociación privada nacional, pero de interés público—, cuyo principal objetivo era construir un camino hacia Limón, a partir de Turrialba.

La colonia que no fue

Al arribar Kurtze, ya residían en el país von Bülow y Fernando Luis Streber Goldschmidt, poco antes avecindado en Granada, Nicaragua, quien llegó en el primer trimestre de 1852, como abogado de la Sociedad. A estos tres jerarcas se sumaron dos empleados radicados en la sede de la futura colonia en Angostura. Uno era el maestro Franz Karl Lammich y su esposa María Teresa Langer, mientras que la otra era la cocinera Catalina Augusta Gunther —viuda de Benjamín Wepold Traugott—, a quien acompañaba su hija Berta, entonces adolescente.

Kurtze no permanecería mucho tiempo solo, pues al año siguiente, el 6 de mayo de 1853, contrajo nupcias con la joven cartaginesa María Francisca Bedoya Elizondo, él ya bastante sazón, con 41 años a cuestas, y ella con apenas 16 años; era hija del puertorriqueño Manuel Bedoya Pimentel y la costarricense Sinforosa Elizondo. Asimismo, por solicitud suya, el 5 de julio de 1854 le sería conferida la nacionalidad costarricense, lo cual revela que deseaba establecerse para siempre en el país; por cierto, Streber la había obtenido el 2 de enero año.

Desde su llegada, Kurtze dio abundantes y convincentes muestras de coraje y temple, así como de sus destrezas profesionales.

En efecto, poco tiempo después de haber arribado, ya a mediados en junio de 1852 penetraba con von Bülow en las densas, desconocidas y temidas selvas del Caribe, en un viaje que dilató cerca de mes y medio, para efectuar un estudio de las condiciones para construir un camino que uniera Turrialba con la costa. Y repetiría tan extenuante viaje un año después, en una expedición de 32 personas, al punto de que esta vez él enfermó, lo cual puso en riesgo la excursión. Después se dedicó de lleno a dirigir la apertura del camino proyectado, en lo cual, lamentablemente, los avances fueron erráticos y dispares.

Bosque típico del Caribe, que Kurtze recorrió varias veces. Foto: Luko Hilje

Al fin de cuentas, el proyecto de la colonia y el camino abortó, debido a innumerables dificultades, las cuales aparecen pormenorizadas en nuestro libro La bandera prusiana ondeó en Angostura; quizás las principales fueron la subestimación de los costos y el menosprecio de las innumerables dificultades asociadas con el entorno montañoso del Caribe, yerro compartido por von Bülow y Kurtze. Sin embargo, de esa etapa de la vida profesional de Kurtze, concluida a fines de 1853, quedaron tres valiosos proyectos como legado: el primer plano de la ciudad portuaria de Limón, el dibujo del muelle para que atracaran los barcos ahí —boceto que se perdió—, y el diseño del puente sobre el río Reventazón, en Angostura.

Sus actividades en la capital

A mediados del siglo XIX, las edificaciones en la capital eran muy modestas. En palabras de los viajeros Moritz Wagner y Carl Scherzer, que visitaron el país en 1853, «no hay ningún edificio que llame la atención del europeo, por su belleza o su tamaño. Los edificios de Gobierno, el Cuartel con su galería de madera y una alta asta de bandera, la Universidad [de Santo Tomás] y el Teatro [Mora] son construcciones por completo insignificantes; pasarían incluso como casas particulares de habitación en cualquier capital europea, por lo pequeñas y miserables». Lo mismo decían de la Catedral Metropolitana y otras iglesias.

Sin embargo, durante esa época, en la administración del presidente Juan Rafael (Juanito) Mora Porras, se disfrutaba de gran bonaza económica, gracias a las divisas recibidas por la exportación de café hacia Europa. Aunque criticados por Wagner y Scherzer, los inmuebles más sobresalientes eran los de la Universidad de Santo Tomás y el Teatro Mora, construidos por Mariano Montealegre Fernández y Alejandro Escalante Nava, respectivamente. Impulsados ambos por iniciativa de don Juanito, él deseaba continuar construyendo otros edificios que urgían, pero que fueran de gran factura arquitectónica. Ello lo llevó a pensar en Kurtze.

Es de suponer que éste podía realizar trabajos en su tiempo libre, ya que no tenía dedicación exclusiva con la Sociedad Berlinesa, si es que se le trató igual que a Streber, como es lógico pensarlo. Al respecto, Streber devengaba un salario de 600 pesos anuales, y podía redondearse sus ingresos con trabajos particulares, siempre que no riñeran con los intereses de la citada sociedad.

Por ejemplo, en mayo de 1852 —recién llegado al país— la prensa anunciaba la confección de los planos «para la nueva iglesia que se piensa edificar con el destino de Santo Calvario», surgidos de la mente y la mano de Kurtze (La Gaceta, 12-V-1852, p. 1). Para entonces en realidad se pretendía construir una ermita, convertida después en la actual iglesia de La Soledad, en el casco capitalino, según la experta Ana Isabel Herrera Sotillo.

Conviene indicar que, ante la ausencia de una oficina presidencial, don Juanito decidió que se erigiera el Palacio Nacional, donde hoy se yergue el edificio del Banco Central. Esto lo investigué en detalle para el artículo Del antiguo Palacio Nacional (Informa-tico, 18-XI-08), y pude detectar que la labor inicial la emprendió Ludwig von Chamier von Schwieder, ingeniero alemán que era cuñado de Francisco Rohrmoser Harder, patriarca de dicha familia en Costa Rica. Y, aunque para marzo de 1853 el edificio estaba avanzado, hubo insatisfacción de parte del gobierno en cuanto a algunos aspectos estéticos, antisísmicos y económicos, por lo que se asignó la obra a Kurtze, por entonces empleado de la Sociedad Berlinesa. Si bien «la construcción progresa muy lentamente, por falta de albañiles y carpinteros competentes» —en palabras de Wagner y Scherzer—, Kurtze la culminó de manera espléndida, al conferirle un aspecto majestuoso, que llamaba la atención de cuanto viajero llegaba a la San José de entonces. Fue inaugurado con gran fastuosidad el 24 de junio de 1855.

Fachada del edificio de la Fábrica Nacional de Licores. Foto: Luko Hilje

Es oportuno señalar que, puesto que gran parte de los ingresos del gobierno provenían del monopolio de la elaboración de licor —más el de los productos del tabaco—, era prioritario edificar las instalaciones de la Fábrica Nacional de Licores. Según el arquitecto e historiador Andrés Fernández en su libro Los muros cuentan, hay dudas acerca de si fue Kurtze o Mariano Montealegre quien construyó el núcleo inicial de la obra, que incluía las principales estructuras, entre las que sobresalía el sobrio y hermoso frontispicio, que aún está en pie. Comenzada la obra en 1853, se concluyó en 1856, de lo cual resultó un bello edificio, y de tan firme construcción —aunque incluso en el siglo XX se le harían otras ampliaciones y modificaciones—, que hoy es utilizado como la sede central del Ministerio de Cultura y Juventud.

Siempre activo Kurtze, en mayo de 1854 comenzaba la construcción del Seminario Tridentino, concebido e iniciado por él, según el recién mencionado Fernández. Asimismo, para enero de 1855 ya había preparado los planos de la capilla de El Sagrario, como lo revela la ya mencionada experta Herrera en su reciente libro Descubriendo la catedral de San José. Interrumpida la continuidad de ambas por la Campaña Nacional contra el ejército filibustero (1856-1857), que afectó seriamente la economía del país, así como por otras vicisitudes, esos dos proyectos arquitectónicos no serían concluidos sino hasta 1866 y 1872, respectivamente.

Iglesia de la parroquia de la Inmaculada Concepción, en Heredia. Foto: Luko Hilje

Asimismo, Kurtze participó en otra obra importante, esta vez fuera de la capital. Efectivamente, como consecuencia de un terremoto ocurrido el 18 de marzo de 1851, el edificio de la parroquia de la Inmaculada Concepción —localizado frente al Parque Central de la ciudad de Heredia—, resultó cuarteado. Fue por ello que se recurrió a Kurtze, quien «con muy buen gusto arquitectónico» reconstruyó su fachada; así lo detalla el médico y naturalista Karl Hoffmann en el relato de su ascenso al volcán Barva, el cual terminó de pulir a mediados de 1858 y lo publicó ese año. En realidad, el nuevo frontispicio data de 1856, como lo consigna el célebre historiador Carlos Meléndez Chaverri en el capítulo Heredia y sus templos parroquiales, de su libro Añoranzas de Heredia. Yo, que ahora vivo no muy lejos de ahí, cada vez que paso al frente no dejo de agradecer a Kurtze esa bella fachada, de líneas sencillas, pero elegante, y que ha soportado innumerables sismos a lo largo de casi 170 años.

Cabe hacer una digresión para indicar que, aunque algunos historiadores han afirmado que Kurtze diseñó y realizó estas y otras labores como director general de Obras Públicas, eso es incorrecto, como se verá después.

Ahora bien, Kurtze incursionó en otra importante obra de infraestructura. En efecto, a inicios de 1858 el gobierno se propuso dotar de una cañería de hierro a la capital, pues lo que había hasta entonces era una red de acequias expuestas. Sin duda, esta situación contribuyó a la epidemia del cólera que dos años antes asoló a la población capitalina, cuando nuestras tropas trasladaron el bacilo causante de dicha enfermedad desde Rivas, Nicaragua, y lo diseminaron.

En respuesta, Kurtze concibió un sesudo proyecto, que fue sustentado con un amplio documento técnico elaborado junto con sus compatriotas Guillermo Witting Scheuch y Guillermo Nanne Meyer; se intitulaba Informe vertido por la comisión que el Supremo Gobierno consultó para averiguar cuál sea el mejor modo de construir la cañería que debe conducir el agua al interior de esta capital. Y, puesto que se dispondría de agua limpia en las casas, de manera complementaria al proyecto del gobierno —pero ya como un negocio personal—, Kurtze y Nanne ofrecían vender dispositivos para que el agua pudiera aprovecharse de la mejor manera en la cocina, los baños y los patios de las viviendas. El gobierno acogió con mucho interés ambos proyectos, pero después no pudo conseguir los fondos necesarios, por lo que las dos iniciativas abortaron.

Para concluir esta sección, no deben omitirse otras actividades de Kurtze que, aunque ajenas a su campo profesional, no fueron menos importantes.

En primer lugar, al iniciarse la Campaña Nacional, don Juanito llamó a las armas a la población, el 1° de marzo de 1856. Ese mismo día recibió una carta suscrita por 35 alemanes residentes en la capital, ofreciéndose a defender a Costa Rica, y entre ellos figuraba Kurtze. Asimismo, ya la víspera el gobierno había emitido un comunicado en el que se detallaba la conformación de Estado Mayor del Ejército Expedicionario, en el cual aparecía Kurtze como segundo ingeniero, lo cual denota que tenía conocimientos militares de alto nivel; a él se sumaban sus compatriotas von Bülow, Hoffmann, Rodolfo Quehl, Pablo von Stiepnagel y Teodoro Schäfer. En realidad, al final Kurtze no fue al frente de batalla, lo cual se explicaría porque para entonces ya habían nacido sus hijos Manuel Francisco y Francisco Julián, de dos años y tres meses de edad, respectivamente. Puesto que se eximía de su deber a quienes tenían hijos por los cuales velar, es posible que lo nombraran de manera simbólica, enterados de que él estaba deseoso de unirse a nuestros combatientes.

En segundo lugar, una vez concluida la primera etapa de la Campaña Nacional, bajo la dirección del ya citado Hoffmann —quien sí fue a la guerra— y junto con su amigo Streber, conformaron el consejo de redacción del Periódico Alemán de Costa Rica (Costa Rica Deutsche Zeitung), el cual se publicaba en alemán. Este medio fue concebido para difundir aspectos de la vida cotidiana de los alemanes residentes fuera de su patria, y contaba con una red de corresponsales en varios países. Hasta lo que pudimos detectar, se publicó apenas una vez, el 19 de octubre de 1856, poco antes del inicio de la segunda etapa de la Campaña Nacional.

En tercer lugar, además de que en un tiempo registró datos climáticos para la capital, Kurtze era un entusiasta explorador, por lo que acompañó a sus amigos Hoffmann y Alexander von Frantzius en sus respectivas excursiones al volcán Irazú, en 1855 y 1859. Es posible que la interacción con estos naturalistas, tanto en dichas giras como en momentos de tertulia, lo sensibilizara para captar cuán importantes eran para el país las ciencias naturales.

Finalmente, hay una faceta bastante desconocida en la vida de Kurtze, y es de tipo político. En efecto, cuando en agosto de 1859 don Juanito fue derrocado, fue extraditado a El Salvador. Sin embargo, regresó a Puntarenas en setiembre de 1860 junto con un grupo de partidarios, para recuperar la presidencia, cuando algunos de sus seguidores ya habían tomado dicho puerto. A partir de entonces hubo enfrentamientos con el poderoso ejército, que los desalojó del río Barranca y los derrotó en la batalla de La Angostura, tras lo cual serían fusilados don Juanito, el chileno Ignacio Arancibia Pino y el general José María Cañas Escamilla.

Para justificar sus acciones, de la Imprenta del Gobierno emergió un documento intitulado Exposición histórica de la revolución del 15 de setiembre de 1860, suscrito por «Unos costarricenses», aunque en realidad su compilador y editor fue el abogado colombiano Uladislao Durán Martínez, como lo demostramos en el artículo El misterio de un opúsculo (Meer, 28-IX-17). Ahora bien, como un anexo, se publicó un gran mapa de Puntarenas, de 48 X 80 cm, para ubicar dónde ocurrieron los acontecimientos bélicos. Impreso en colores y con notable calidad técnica por la casa litográfica neoyorquina Sarony, Major & Knapp, su autor fue Kurtze. Es de suponer que lo hizo como empleado del gobierno, como se verá muy pronto.

Es pertinente indicar que en tan aciaga coyuntura, la cual laceró hasta lo más profundo el alma de la patria, la comunidad alemana se polarizó y se formaron bandos, liderados por dos cercanos amigos suyos: Streber encabezaba a los adeptos al gobierno golpista y Nanne a los moristas, al punto de que éste fue condenado a muerte —pena que después se le conmutó— por un tribunal de guerra presidido por el propio Streber. El lector interesado puede hallar más información al respecto en nuestro artículo Luctuoso setiembre: el informe del Dr. Alexander von Frantzius sobre los sucesos de 1860 en Puntarenas (Herencia, 2011, 24: 79-97).

Kurtze, director de Obras Públicas

Además de la fachada de la parroquia de Heredia, otra obra diseñada por Kurtze en dicha ciudad fue la iglesia del Carmen —la cual aún está en pie, tal y como quedó restaurada en 1945—, según consta en el artículo Templo de Nuestra Señora del Carmen, del mencionado historiador Meléndez, en su libro Añoranzas de Heredia. Dicho autor indica que un primer templo, rústico, fue destruido por el terremoto de 1851, por lo que a Kurtze se le encargó el trazado de los planos para una nueva iglesia. Hecho esto, su construcción se inició en 1861 y la iglesia fue inaugurada 13 años después, el 16 de julio de 1874, cuando Kurtze ya había fallecido, según se verá posteriormente.

Asimismo, también fuera de San José, él tuvo a su cargo el diseño del primer edificio que albergó al Colegio San Luis Gonzaga, en Cartago. Concluido e inaugurado en 1870 —al año siguiente de la muerte de Kurtze—, aunque era «de calicanto [y] gruesas paredes, capaz de resistir los más fuertes temblores», en palabras de Jesús Mata Gamboa en su libro Historias de Cartago y los dos colegios, sucumbió ante el devastador terremoto de mayo de 1910, que dejó pocas edificaciones incólumes; cabe aclarar que, por un lapsus calami, Mata menciona como diseñador a su hijo Jesús Kurtze, quien para entonces era apenas un niño.

Estas dos últimas construcciones, al igual que numerosos puentes, caminos, edificaciones de menor cuantía y algunos avalúos de propiedades, no fueron efectuadas como contratos profesionales, sino en su condición de director general de Obras Públicas, puesto instituido mediante el decreto LI, del 20 de octubre de 1860, en el gobierno de José María Montealegre Fernández (1859-1863), después de fungir por un tiempo como Intendente General, en fechas que no pudimos determinar. No obstante, en realidad fue durante el primer mandato de Jesús Jiménez Zamora (1863-1866), cuando realizó sus obras más relevantes.

Antes de continuar, es oportuna una aclaración acerca del Hospital San Juan de Dios. En su libro Del Protomedicato al Colegio de Médicos y Cirujanos de Costa Rica; 145 años de historia, el amigo historiador Raúl Arias Sánchez asevera que «la construcción del hospital, con solo una planta y dirigida por el ingeniero Kurtze, se levantó entre 1853 y 1856», por lo que así lo he afirmado en varias de mis publicaciones. Sin embargo, esto es erróneo.

En efecto, al indagar más al respecto, se percibe que Kurtze más bien objetó dicha construcción, como lo documentó la historiadora Eugenia Incera Olivas en su tesis El Hospital San Juan de Dios: sus antecedentes y su evolución histórica (1845-1900). De hecho, en 1861 y 1862 él señaló que «este edificio se construyó con multitudes de errores, tanto por haberse escogido un mal punto, como porque se construyó sin ninguna de las reglas que demanda esta clase de establecimientos», para continuar expresando que «las habitaciones estaban mal colocadas y divididas; las ventanas muy pequeñas y a una altura que no proporcionaban la luz y ventilación necesarias, siendo verdaderos calabozos». No obstante, a pesar de esto, por fortuna ese inmueble estuvo casi terminado a mediados de 1856, y en él fue posible albergar a muchos de los heridos que retornaban de Nicaragua, tras la batalla del 11 de abril en Rivas contra el ejército filibustero de William Walker, así como a los enfermos del cólera morbus, que ya se había manifestado como una epidemia en la capital.

Asimismo, en varias referencias provenientes de Internet se indica que hay inmuebles en Cartago cuyo diseño —y su construcción, en algunos casos—, se le atribuyen a Kurtze, pero no son ciertas. Tal es el caso de la antigua iglesia del Carmen, la actual catedral Nuestra Señora del Carmen —antiguo templo de San Nicolás de Tolentino— y la parroquia de Santiago Apóstol, en ruinas hasta hoy. Para disipar cualquier duda al respecto, basta con consultar el recién mencionado libro de Mata, así como su voluminoso texto Monografía de Cartago, en los cuales dicho autor abunda en detalles en cuanto a la construcción de dichos edificios. Además, se le atribuye a Kurtze el diseño o la construcción de la pequeña iglesia del barrio San José, en Alajuela, así como de otras iglesias y edificios en dicha provincia, al igual que en San José, Heredia, Cartago, Puntarenas y Guanacaste, pero verificar esto demanda un esfuerzo de indagación que excede los fines del presente artículo, que no es académico, sino divulgativo.

Ahora bien, para cambiar de escenario, del mundo urbano al rural, cabe destacar que, en cierto momento, el gobierno de Jiménez decidió impulsar con determinación la apertura del anhelado camino hacia Limón. Ante ello, con gran celeridad Kurtze desempolvó el plano del puente sobre el río Reventazón trazado por él en 1852. Esta vez, por fin pudo llevarlo a ejecución, gracias a la ayuda del maestro de obras suizo Rocco Adamini, y con tan buen suceso, que se inauguró el 27 de marzo de 1865, en una hermosa ceremonia, cuyos detalles aparecen en el artículo Los puentes en Angostura, Turrialba (Revista Comunicación, 2017, 26: 97-127). La belleza de ese puente de madera, que tenía la forma de un arco aéreo y estaba cubierto por un techo de tejamanil —tablitas de madera de pejibaye, parecidas a tejas— fue alabada por algunos viajeros europeos que transitaron por ahí en años posteriores; asimismo, sus bastiones eran tan sólidos, que han soportado el paso del tiempo y de las correntadas de otrora, y aún están ahí.

Merece destacarse aquí, que hubo un asunto insólito en Kurtze, ya no como constructor de edificios o puentes, sino de una entidad científica. Efectivamente, en 1861 nuestro país fue invitado a participar en la Exhibición Universal de Londres, efectuada en mayo de 1862. Por tanto, se nombró un comité local, presidido por el ya citado von Frantzius, para recolectar «los productos y las riquezas de este país». Tanto éxito se tuvo en el acopio de muestras, que sobraron muchos especímenes de plantas y animales, así como de otros objetos.

Quizás estimulado por su cercana relación con Hoffmann y von Frantzius, en esta coyuntura emergió Kurtze con la siguiente propuesta: «Para no perder este precioso material, sería muy conveniente formar un Museo Nacional y colectar poco a poco todas las cosas del país que suelen figurar en tales establecimientos. Para la colocación de ellas ha brindado el señor rector de la Universidad una pieza del edificio; y para formar estantes, armarios, etc., pagar pequeños premios a las personas pobres que ayudan con alguna cosa a este instituto, [para lo que] figuran en el presupuesto general No. 3 $ 500 [pesos]. En el principio de su creación será muy insignificante tal empresa. Ella se formará con el tiempo, como ha sucedido en todos los otros países, y algún día se presentará una colección completa». Es decir, ejecutivo como era, pronto pudo conseguir un espacio y un capital que, aunque modestos, permitirían empezar a gestar un museo. Se ignora si esta iniciativa cuajó, y si funcionó al menos por un tiempo. En realidad, no sería sino en 1887 que se fundaría el Museo Nacional.

Para cambiar de asunto, por si no bastara con lo que había hecho, en 1866 Kurtze desarrolló su proyecto más ambicioso, cuya preparación fue realmente titánica. Acerca de su génesis y vicisitudes posteriores, hay más información en el artículo Un ferrocarril interoceánico para Costa Rica, en la opinión de Alexander von Frantzius (Herencia, 2022, 35:181-211).

En efecto, por muchos años se había anhelado construir una ruta ferroviaria interoceánica — como lo había hecho Panamá desde 1855—, entre los puertos de Limón y Caldera. Y, por fin, cuando ya casi terminaba su mandato, el presidente Jiménez se propuso concretar este sueño, para lo cual encargó a Kurtze la preparación de una propuesta. ¡Menuda tarea! Sin embargo, eficiente y solícito, éste se dedicó de lleno a concebir el proyecto, el cual plasmó en el documento La ruta ferroviaria interoceánica a través de la República de Costa Rica, que fue redactado en inglés, para poder negociarlo en el exterior; por cierto, en él aparece el plano de la ciudad de Limón citado al principio de este artículo. De hecho, ya en el segundo mandato de José María Castro Madriz, Kurtze fue enviado en misión oficial a Nueva York, para gestionar el proyecto a nombre de nuestro gobierno. Logró su cometido, pues el 31 de julio se firmó un contrato con la empresa Costa Rica Railroad Company, dirigida por el general y político John Charles Frémont, que se comprometía a construir la obra en seis años.

Aunque en enero de 1867 nuestro Congreso aprobó el contrato, con algunas enmiendas, la iniciativa tuvo siempre fuertes opositores en el país, a lo cual se sumó el hecho de que, en realidad, Frémont y sus socios carecían del financiamiento para la obra. Eso sí, estas contingencias no deben eclipsar la calidad propiamente técnica del proyecto de Kurtze pues, gracias al detallado conocimiento que tenía del entorno, el trazado de la ruta ferroviaria que él concibió fue aprovechado años después por la Northern Railway Company para construir el ferrocarril al Atlántico. Así consta en el libro conmemorativo Costa Rica Railway Company Ltd. and Northern Railway Company, publicado en 1953 por dicha empresa, en el cual se acota que «la localización propuesta por el Sr. Kurtze en términos generales fue la misma seguida por el Ferrocarril de Costa Rica [del Atlántico] y, más tarde, por la del Ferrocarril [Eléctrico] al Pacífico». ¡¡¡Casi nada!!!

A propósito del documento que Kurtze negoció en Nueva York, permaneció sin traducir por varios decenios, hasta que esto fue hecho en 1928 por el expresidente Ricardo Jiménez Oreamuno, abogado cartaginés. De esta manera, honró el espíritu visionario de su padre —el ya citado expresidente Jesús Jiménez—, pero también a Kurtze, de quien acota lo siguiente en la introducción del folleto que él tradujo: «De niño sentí en mi cabeza la mano acariciadora de don Francisco; de viejo, me es grato pagar aquel afecto siquiera con el óbolo de estas palabras y la presente traducción».

Para concluir esta sección, es importante mencionar que, a pesar de su innegable talento y de sus logros, Kurtze tuvo detractores. Esto explica que, como lo indica la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada en su libro Historia de la ingeniería en Costa Rica, en 1866 fuera destituido por el presidente Castro Madriz, y reemplazado por el arquitecto e ingeniero mexicano Ángel Miguel Velázquez Rigoni —yerno del presidente desde setiembre del año anterior—, aspecto que no tuve tiempo de investigar. No obstante, sí hallé un voluminoso expediente en el Archivo Nacional (Secretaría de Fomento- 765), en el que Velázquez le hizo acerbas críticas a Kurtze, tras realizar un reconocimiento de los avances del camino al Caribe, efectuado en 1866, ante lo cual Kurtze replicó con firmeza.

Sobre su vida privada

Todo lo narrado hasta aquí corresponde a las actividades y labores públicas de Kurtze. En realidad, es muy poco lo que se conoce de su vida privada. Por ejemplo, se sabe que tuvo varias propiedades en Turrialba, junto con su cuñado Manuel Bedoya, entre las que sobresalían una en la localidad de Azul, y la otra en la futura hacienda Guayabo, donde hoy está el Monumento Nacional Guayabo. Asimismo, se ignora el sitio de su morada cuando vivió en Cartago. Eso sí, al mudarse a la capital, residió al sur de la Plaza Principal —actual Parque Central—, aunque se desconoce exactamente dónde.

En cuanto a su vida familiar, con su esposa procreó siete hijos: Manuel Francisco (1854), Francisco Julián (1856), Domingo de Jesús (1857), Ana Francisca María Nicolasa de Jesús (1858), Josefa Francisca de Jesús (1861), Rafael Francisco de las Mercedes (1862) y Juan Manuel Rafael de Jesús (1864); las dos mujeres fallecieron en la infancia. Así consta en el libro La inmigración alemana a Costa Rica en el siglo XIX (1840-1900), escrito por mi hermana Brunilda y su colega historiadora Margarita Torres, en el cual hay valiosa información adicional sobre la relación de Kurtze con varios de sus compatriotas.

El único hijo del que se tiene alguna información —lo cual sugiere que los demás varones murieron jóvenes— es el menor, a quien se le conocía como Jesús Kurtze y fue profesor en el Colegio San Luis Gonzaga, en Cartago. Nació el 12 de julio de 1864, sus padrinos fueron el cónsul francés Juan Jacobo Bonnefil y su esposa Feliciana Concepción Quirós Solano, y moriría en Alajuela el 31 de octubre de 1971. Puesto que permaneció soltero, el apellido Kurtze desapareció en Costa Rica; no debe confundírsele con Korte o Kruse —presentes hoy en el país—, ni tampoco con el apellido del reputado botánico Carl Ernst Otto Kuntze, quien recorrió gran parte de Costa Rica en 1874.

Para retornar al viejo Kurtze, es pertinente indicar que, al revisar la prensa de la época, se capta que él y su esposa partieron de Puntarenas hacia Panamá el 16 de marzo de 1869, a bordo del vapor Guatemala, y retornaron el 27 de mayo en ese mismo navío, comandado en ambas ocasiones por el capitán A. J. Douglas. Se desconoce hacia dónde emprendieron un viaje tan prolongado, de más de dos meses, aunque la travesía marítima también debió haberles consumido mucho tiempo; en todo caso, es de suponer que fueron a Europa, EE. UU. o Suramérica, y tal vez con fines médicos.

Lo cierto es que él murió pocos días después del regreso, y en Puntarenas, según se especifica en el libro de defunciones No. 15 de San José; los santos óleos le fueron administrados en la parroquia de dicho puerto. Así consta en el libro de Hilje y Torres, en el cual además se indica que «el 6 de junio de 1869 se dio sepultura a Francisco Kurtze, esposo que fue de doña María Bedoya. Falleció de resultas de un lobanillo canceroso a la edad de 58 años poco más o menos»; cabe acotar que un lobanillo es un tumor formado debajo de la piel, no siempre maligno, pero que sí lo fue en el caso de Kurtze.

Es de suponer que su cadáver fue trasladado en carreta hasta la capital —el único medio de transporte entonces para un ataúd—, pues su funeral se efectuó en la iglesia de La Merced, la cual por entonces estaba a la par del Palacio Nacional, regio edificio que él construyera, como se indicó previamente. Para haber sido enterrado el 6 de junio, es muy posible que falleciera el 4, o muy temprano el día 5, y que su cadáver fuera embalsamado o acondicionado para soportar tan larga travesía, dado que el trayecto desde Puntarenas equivalía a unos 120 km por el muy sinuoso y empedrado Camino Nacional, que atravesaba los escarpados Montes del Aguacate.

Tres semanas después de su deceso, se le honró con un sentido obituario, de autor anónimo. Aparecido en la prensa con el título Rasgo necrológico (La Gaceta, 26-VI-1869, p. 3), se transcribe a continuación.

Las honras fúnebres del Director General de Obras Públicas de esta República, Señor Don Francisco Kurtze, se celebraron en la Iglesia de la Merced el día 6 del corriente, con asistencia de un numeroso concurso de personas de todas las clases de la sociedad, que quisieron comprobar con su presencia, el pesar que generalmente había producido la muerte del estimado Ingeniero.

Si hemos esperado hasta hoy para pagar a nuestro amigo la deuda de gratitud a que se hizo acreedor, fue porque suponíamos que no faltarían plumas más obligatorias; pero no queremos dejar pasar ni un solo día más, sin dar al Señor Kurtze la última y más pública demostración de nuestro afecto.

Don Francisco Kurtze ha desaparecido de nuestro lado, después de diez y ocho años, que contienen indestructibles recuerdos, por estar íntimamente ligados con el engrandecimiento de nuestro país; así es que con mucha justicia, nuestro amigo representará en la historia de Costa Rica, uno de esos tipos de constancia que están convencidos de la necesidad de no dejarse vencer por las contrariedades ni los peligros. Su nombre permanecerá grabado con indelebles rasgos en nuestras vírgenes selvas. En su vida de Ingeniero no solo nos deja el recuerdo de un hombre que tenía conciencia del cumplimiento de sus deberes, sino que nos ha probado que mantenía en su alma la pura y noble ambición de unir a toda costa su nombre a la grandiosa obra que, a su modo de ver, era la única que puede conducir a Costa Rica por el camino de una transformación feliz e indispensable.

Este gran pensamiento lo ocupó desde su llegada al país, y para realizarlo lo vimos luchar constantemente contra la intemperie y todas las malas voluntades de egoístas y ambiciosos.

Sí, nuestro querido Don Francisco ha sucumbido, luchando como un héroe: su muerte es la de un valiente soldado que recibe mortal herida sobre el mismo campo de batalla.

Ha muerto con esa idea continuamente fija; lamentando dejar su patria adoptiva solo con una lejana esperanza de la realización de su más íntimo deseo.

Al describir al Señor Kurtze como hombre público, no es posible olvidarlo como miembro de la sociedad y hombre privado.

Unido a una virtuosa y apreciable Señora de Cartago, su vida fue un ejemplo viviente de lo que es la sociedad doméstica, basada en los rectos principios del honor, del decoro y del respeto que exige la misma sociedad. Las lágrimas que derrama cada día, cada hora, una esposa inconsolable, prueban más que nuestro dicho, si era digno de estimación el amigo que acabamos de perder.

Pero no lo hemos perdido. Lo conservaremos en nuestra memoria por toda la vida; y para que las generaciones venideras no sean ingratas, recordémoslo a nuestros hijos como digno ejemplo de patriotismo, mucho más de considerarse en un extranjero en quien el entusiasmo por Costa Rica no había sido cimentado en él por el amor al oro, ni por la ambición de los altos puestos, ni por el egoísmo de su inteligencia y de su saber. Hagamos alguna vez cumplida y recta justicia, rindiendo nuestro homenaje al hombre público que deploramos y por cuya pérdida debemos todos exclamar: ¡A Dios, Kurtze; tu muerte es una desgracia nacional!

En plena congruencia con estos juicios, en un pasaje de su libro Viajes por Centroamérica, el célebre viajero y escritor alemán Wilhelm Marr relata que en 1853, de manera sorpresiva se encontró a Kurtze en nuestra capital. Tras ser víctima de una infestación de las temibles niguas (Tunga penetrans), expresa que «en mi lecho de dolor adquirí nuevas relaciones y renové una antigua amistad con la persona que menos hubiera creído encontrar en San José. Este amigo era Franz Kurtze, el cual había residido largo tiempo en Hamburgo y ocupaba aún un lugar en mis recuerdos del tiempo de la mesa redonda del Hotel de la Bolsa. Si algún extranjero se ha familiarizado rápida, práctica y fundamentalmente con el modo de ser el país, ha sido don Francisco. De una honradez perfecta en su manera de pensar, sumamente práctico y sobrio, gozaba con justicia de la estimación de todos, y para todo aquello que requiriese resolución, calma y clara inteligencia era Kurtze el hombre necesario».

¿Cómo era Kurtze en persona?

Por carecerse de fotografías suyas —que quizás su hijo Jesús atesoraba, pero se perdieron, por no haber dejado descendencia que las preservara—, no se conoce nada de la fisonomía ni de la complexión de Kurtze. Tampoco de su carácter, ni de su sentido del humor.

La única excepción, que reúne algo de ambos aspectos, es un simpático diálogo entre Kurtze y el recién citado Marr, como resultado de una visita que hicieran juntos al campamento donde se proyectaba establecer la colonia alemana en Turrialba. En efecto, a punto de hacer una incursión en la montaña, Marr lo interpeló así:

– Señor Kurtze –le dije a éste echando una mirada compasiva a sus piernas flacas, que a la sazón se deslizaban dentro de las botas impermeables, y haciendo alarde, satisfecho, de mis pantorrillas–, señor Kurtze, ¿usted va a atreverse de verdad a penetrar en la selva virgen con esas piernas? Es usted un hombre de rompe y rasga.

– Señor Marr de Hamburgo –me replicó mi amigo el ingeniero–, tengo que arrastrar menos lastre que usted, y puede ser que me toque también remolcar sus carnosas pantorrillas.

Más adelante en su relato, que está incluido en su libro Viaje a Centroamérica, Marr narra lo siguiente:

Yo tenía hambre y cometí la tontería de comer algunas frutas, una especie de nueces que encontré en el camino, y de beber mucha agua de un arroyo inmediatamente después, en un recipiente fabricado con una hoja. En cuanto nos pusimos de nuevo en movimiento sentí vértigo. Toda la selva parecía danzar a mi alrededor.

–¿Qué tal van las piernas gordas? –exclamó Kurtze.

Pero al ver que se me había declarado un vómito violento, suspendió sus amistosas bromas.

Ahora bien, sin imaginar que pudiera existir una imagen suya, hace poco tiempo, con la ayuda del diligente personal del Archivo Nacional, me fue posible hallar un dibujo trazado por su amigo José María Figueroa Oreamuno, e incluido en el célebre Álbum de Figueroa. Es una imagen algo extraña, pues se le ve extendiendo un gran mapa sobre una pequeña mesa, con su brazo derecho anormalmente corto o encogido, y ataviado Kurtze con un traje y un gorro que pareciera de origen mongol. Esto hace pensar que se trataba de una broma, pues Figueroa era muy sarcástico.

No obstante, gracias a que los rasgos de su rostro son bastante claros, y que Figueroa no era un mal dibujante, le solicité a ese extraordinario artista que es Carlos Aguilar Durán —entrañable amigo alajuelense—, que reconstruyera la fisonomía de Kurtze. Gran conocedor de los rasgos anatómicos del ser humano, Carlos lo hizo, con la habilidad y destreza que lo caracterizan. Ello me permitió incluirlo en mi reciente libro Karl Hoffmann: médico y héroe en la Campaña Nacional, dado que, como lo indiqué al principio de este artículo, Kurtze fue uno de los más prominentes inmigrantes alemanes en la sociedad costarricense del siglo XIX.

Palabras finales

Kurtze, redibujado recientemente por Carlos Aguilar Durán

He escrito esta semblanza de Kurtze a raíz de la revelación de su apariencia física, materializada en la imagen de su rostro, que fue hábilmente plasmada por el amigo dibujante y pintor Carlos Aguilar. De algún modo, esto representa una especie de resurrección ante la historia, pues así se ha podido complementar y completar su travesía vital con sus rasgos estrictamente anatómicos, de manera integral.

Hecho esto, confiamos en que este recorrido por su vida y su obra —bastante incompleto aún— sirva de estímulo para que alguien acometa la labor de rescatar y analizar a fondo sus aportes, y que los reúna en un libro, pues hay abundante material para ello —e incluso para una novela histórica—, además de que quedan muchas cuestiones por investigar y esclarecer.

Cuando se haga esto, la ponderación de las contribuciones de Kurtze al desarrollo de Costa Rica, en una época clave desde el punto de vista histórico, obviamente que se centrarán en aquellas de carácter ingenieril y arquitectónico. No obstante, no deberán ignorarse otras dimensiones de su privilegiado intelecto, pues no hay duda de que este eximio inmigrante —convertido en costarricense por decisión propia— construyó mucho más que edificios y puentes.

Guanacaste, entrañable tierra

Iglesia colonial de San Blas, en la ciudad de Nicoya, la cual data de 1644 y ha sido restaurada varias veces. Foto: Elmer García y Marta Fermina Valdez

En el bicentenario de la anexión del Partido de Nicoya

Luko Hilje (luko@ice.co.cr)

Como lo han sustentado los geólogos, el territorio actual de Costa Rica no existía hasta hace unos 100 millones de años, durante el denominado período Cretácico. Para entonces, el actual continente americano estaba representado por dos gigantescas masas terráqueas —equivalentes a subcontinentes—, pero desconectadas, pues entre ellas había una gran brecha, en la cual se entremezclaban las aguas de los océanos Atlántico y Pacífico. Eso sí, en medio de un archipiélago con islas de varios tamaños y formas, en ese entorno marino sobresalía una bastante grande, que los científicos llamarían Guanarivas —nombre híbrido, de Guanacaste y Rivas—, tan solo con fines descriptivos, pues cuando se le bautizó así ya había perdido su aspecto de ínsula, y estaba incrustada en tierras continentales.

Ese proceso de inserción de Guanarivas estuvo asociado con varios fenómenos naturales, los cuales ocurrieron en un intervalo infinitamente lento, de millones de años. Estos consistieron en el afloramiento de vastas porciones rocosas desde el fondo marino —gracias a la llamada tectónica de placas— y numerosas erupciones volcánicas, fenómenos que fueron complementados con incesantes procesos de erosión y meteorización de inmensas rocas, así como de la sedimentación resultante del desgaste de éstas, favorecida esta última por las lluvias y las corrientes de agua. Tan dilatado fue todo, que no fue sino hace apenas unos tres millones de años que se completó la formación del territorio de Costa Rica, más una gran parte del de Panamá y una porción del sur de Nicaragua, lográndose así la actual configuración del istmo centroamericano.

Además del indiscutible valor de este providencial puente, que —con el territorio de Costa Rica como núcleo— fue el que le dio significado a América como un único e indivisible continente, para quienes somos biólogos tiene un significado adicional y de inmensa importancia. En efecto, esa especie de pasadizo hizo posible que, de manera paulatina, las plantas y los animales que habitaban los dos hemisferios originales pudieran desplazarse en un sentido u otro, para colonizar poco a poco el hemisferio opuesto. A este fenómeno migratorio se sumó el llamado endemismo, que alude a la aparición de nuevas especies, que son propias y exclusivas de un determinado lugar. Al fin de cuentas, son la migración y el endemismo los principales factores que permiten explicar que, a pesar de su reducido tamaño, Costa Rica posea una diversidad tan alta de especies de flora y fauna.

En la bajura guanacasteca

En el caso de la actual provincia de Guanacaste —en contraste con el resto del territorio nacional—, varios de los fenómenos geomorfológicos citados le confirieron una topografía muy peculiar. Es por ello que, con excepción de las alturas asociadas con los cuatro bellos volcanes que las flanquean por el oriente (Orosí, Rincón de la Vieja, Miravalles y Tenorio), su territorio está conformado por extensas planicies, cuya baja altitud las torna muy cálidas.

Estas son condiciones idóneas para que la incesante y pródiga fuerza del mundo vegetal se exprese de manera muy contrastante. Es así como, en estas bajuras, el bosque, de árboles imponentes y frondosos durante la estación lluviosa, como caobas, cedros, ceibas, cenízaros, cocobolos, espaveles, gallinazos, guanacastes, guapinoles, guayabones, higuerones, javillos, mayos, ojoches, pochotes y ronrones, se transmuta de manera radical al llegar la estación seca; no incluyo los nombres científicos de estas especies por razones de espacio, además de que estos nombres son mucho más atractivos.

Es esta estacionalidad —como la denominamos los biólogos— la que hace que, con pocas excepciones, los árboles pierdan su follaje por completo durante la estación seca. Aquí el bosque seco tropical, propio de la vertiente Pacífica de Mesoamérica, alcanza su máxima expresión, y aunque es cierto que los árboles defoliados parecen esqueléticos, en algunos emergen copiosas e intensas floraciones, como las rosadas del roble de sabana, al igual que las amarillas del poro-poro, el saragundí y el cortez amarillo. Es oportuno aclarar que, aunque las floraciones rojas del malinche y las lilas del jacaranda son también fabulosas, ambas son especies importadas, la primera de África, y la segunda de Suramérica.

Fue este entorno, de vastos territorios, el que habitaron los indígenas chorotegas, quienes aprovechaban los recursos naturales, tanto terrestres como marinos, de manera armoniosa. De su vida cotidiana y sus costumbres, se cuenta con valiosas crónicas de la época de la conquista española, entre las que sobresalen las del célebre Gonzalo Fernández de Oviedo, quien estuvo 22 años en América, y nos legó cinco volúmenes muy ricos en información; por cierto, en uno de ellos aparece el primer croquis del golfo de Nicoya, que data de 1529.

En cuanto a la flora utilizada por los indígenas, él destaca al nance como un apetecido árbol frutal, al palo brasil como fuente de pigmentos para teñir telas, y al jobo por sus propiedades medicinales. Finalmente, resaltó la abundancia de Quercus oleoides, la única especie de roble o encino de bajura que hay en el país, el cual produce bellotas comestibles.

En relación con la fauna mayor —aunque con otros nombres—, menciona al por entonces muy común venado cola blanca y a su pariente, el cabro de monte, más varias especies de felinos (jaguar, puma y león breñero). También al coyote, al tigrillo, a un oso hormiguero, una ardilla, un conejo y un armadillo, al igual que a una especie de zorrillo hediondo. Llama la atención que no se refiera al mono congo, la danta, el ocelote, los chanchos de monte o cariblancos, y el zorro pelón, que cita en sus relatos para otras zonas del país.

Ahora bien, aunque en el siglo XIX, ya en la época republicana, varios cronistas extranjeros nos legaron vívidas descripciones del paisaje de Guanacaste, solo el danés Anders S. Oersted lo hizo con mirada de biólogo. En efecto, al transitar por ahí a inicios de marzo de 1847 —en plena estación seca—, relataba que «toda esta región ofrece una vista desértica, árida y monótona en esta época del año. El terreno y la vegetación, o sea, toda la fisonomía de la región, es igual en toda esta parte de Costa Rica […], y en alto grado diferente a los que uno se encuentra en el resto del país. Aquí no se encuentran ni las altas y empinadas pendientes montañosas, ni los profundos valles con ríos impetuosos. Acá todas son tierras bajas y planas, solamente interrumpidas aquí y allá por pequeños cerros y cordilleras bajas. Llanuras grandes y casi desnudas, apenas cubiertas por una delgada alfombra de hierbas y con árboles solitarios, bajos y retorcidos, hacen que la fisonomía de esta región luzca llamativamente contrastante con el resto del trópico exuberante».

Sin embargo, a pesar del agobio provocado en su ánimo por este paisaje yermo, Oersted no pudo omitir la mención de otras maravillas de la estación seca.

Efectivamente, colmados sus ojos y su piel por lo que atestiguaba al avanzar, muy temprano, hacia el norte, expresaba que «de nuevo brillaba la luna de manera espléndida, y un fuerte viento soplaba desde el noreste; este viento de tierra sopla regularmente todas las madrugadas. Apenas asomaban los primeros rayos del sol, cuando el viento se calmó. Uno se pone a meditar: hacia el este, el sol se levantaba detrás de los volcanes Orosí y Rincón [de la Vieja], cuyos imponentes picos parecían arder entre llamaradas; hacia el oeste, las grandes áreas de pastizales del Pacífico, el aire tranquilo, liviano y claro como el éter, así como el agradable y casi enervante aroma de las flores de las Acacias y Malpighias. Todo esto producía una impresión poderosa e inolvidable». De estas plantas, la primera corresponde al aromo (Vachellia farnesiana) congénere de los cornizuelos, y la otra pareciera ser pariente de la acerola. Y, agregaría yo, también las deliciosamente penetrantes fragancias del chan, el madroño, el sacuanjoche y el guácimo.

El muy vasto Partido de Nicoya

A propósito de haciendas y territorios, es oportuno aquí retroceder en el tiempo, hasta 1821, año clave, pues fue cuando ocurrió la independencia de los países centroamericanos.

Al respecto, un hecho a destacar es que para entonces los países que conformaban la llamada Capitanía General de Guatemala no son exactamente los mismos representados en la actualidad en América Central; a ellos se sumaba Chiapas —hoy perteneciente a México—, y no aparecía Panamá, que era parte de la Gran Colombia.

En tal sentido, desde la época de la colonia, cuando las poblaciones de los indígenas chorotegas habían sido drásticamente mermadas, y ellos vilmente despojados de sus tierras ancestrales, existía un territorio denominado Partido de Nicoya. Tan vasto era, que equivalía a toda la actual península de Guanacaste, al punto de que sus límites eran el río Tempisque y su afluente el río Salto por el este, mientras que por el norte lo eran el lago de Nicaragua y el río La Flor, ambos en territorio nicaragüense; como el océano Pacífico lo delimitaba por el occidente y el sur, todas las actuales playas guanacastecas pertenecían al Partido de Nicoya. En realidad, correspondía a casi todo el territorio de la actual provincia de Guanacaste, con excepción de Abangares, Cañas, Tilarán y Bagaces.

Para entender a cabalidad la compleja historia del Partido de Nicoya, quizás las dos principales obras sean El río San Juan en la lucha de las potencias (1821-1860) (2001), de la recordada historiadora Clotilde Obregón Quesada, y Nicoya: su pasado colonial y su anexión o agregación a Costa Rica (2015), de los reputados historiadores Luis Fernando Sibaja Chacón y Chester Zelaya Goodman. Y en ambas se capta con meridiana claridad que esas feraces vastedades de la bajura guanacasteca no siempre estuvieron regidas por el mismo régimen político-administrativo.

Por ejemplo, Obregón relata que —aunque no siempre se denominó Partido— esa unidad territorial y administrativa fue una gobernación anexa a la de Nicaragua desde la conquista española hasta 1558, para después, por unos 35 años (1558-1593) tornarse independiente. Posteriormente, por apenas nueve años (1593-1602) estuvo unida a Costa Rica, para poco después, y por nada menos que 184 años (1602-1786), ser independiente de nuevo. Finalmente, volvió a estar unida a Nicaragua por 23 años, aunque de manera paulatina se fueron cimentando importantes lazos económicos y políticos con Costa Rica, hasta que, de manera voluntaria, en una memorable acta suscrita en Nicoya el 25 de julio de 1824 por algunos dirigentes políticos locales, encabezados por Manuel Briceño Viales, Toribio Viales Cabrera, Ubaldo Martínez Reina y Manuel García Mendoza —cuyo facsímil aparece en el libro de Sibaja y Zelaya—, se decidió su anexión o incorporación a Costa Rica.

Ese hecho, que data de hace dos siglos, es el que se celebra el próximo 25 de julio, y que justifica el presente artículo; además, diez años después también se incorporaría a Costa Rica la por entonces denominada Guanacaste, hoy Liberia. Ello ocurrió sobre todo por conveniencia comercial, pues había más vínculos de este tipo con Costa Rica que con Nicaragua, además de que en este último país se sufría una gran inestabilidad política.

En síntesis, el territorio del Partido de Nicoya no siempre perteneció a Nicaragua, como lo han alegado los gobiernos de dicho país una y otra vez a lo largo de la historia. Al respecto, en Internet se puede hallar un video de Cable News Network (CNN), que data de setiembre de 2013, en el que, en una de sus arengas —y con las bravuconadas que lo caracterizan— el sátrapa Daniel Ortega Saavedra se deja decir que Costa Rica despojó a Nicaragua de Guanacaste, y que ello fue «un acto de fuerza, de guerra». Esto es ignorancia o mala fe, pues ello ocurrió en un cabildo abierto y no en un conflicto bélico. ¡Sobran las palabras!

Lo de Ortega y otros que lo antecedieron no son más que impertinencias y majaderías, pues no tienen asidero en la realidad, como lo demuestran de manera irrefutable los historiadores Obregón, Sibaja y Zelaya. En tal sentido, toda pretensión demagógica y chovinista de su parte se esfuma ante el muy bien cimentado cuerpo de evidencias documentales, propias de esas dos obras, emergidas del ámbito estrictamente académico. Por cierto, Zelaya —hoy con 84 años de edad— es un historiador muy connotado, así como un destacado docente —de cuyas enseñanzas pude disfrutar en la etapa de Estudios Generales, en la Universidad de Costa Rica— y, aunque costarricense hoy, nació en Granada, Nicaragua, y también ha escrito bastante sobre la historia de su patria natal.

Ahora bien, cabe hacer aquí una digresión para referir que cuando, a inicios de 1856, el líder filibustero William Walker reclamó a favor de Nicaragua los territorios del Partido de Nicoya y de Liberia, además de ignorar lo hasta aquí narrado, hizo otra jugarreta.

En efecto, en el Mapa oficial de Nicaragua, 1856 [derivado] de los recientes levantamientos ordenados por el Presidente Patricio Rivas y el General William Walker —impreso en colores en Nueva York—, no solo incluyó dichos territorios, sino que les adicionó los de Abangares, Cañas, Tilarán y Bagaces. Y, por si no bastara, les sumó los de los actuales cantones de Guatuso, Upala, Los Chiles, Río Cuarto, San Carlos y Sarapiquí. ¡Claro! Su intención era —como lo ha sustentado el amigo historiador Raúl Arias Sánchez— disponer de toda la cuenca del río San Juan y una inmensa porción de su región sureña, en menoscabo de Costa Rica, con miras a la construcción de un canal interoceánico, iniciativa apadrinada por John H. Wheeler, embajador estadounidense en Nicaragua. Pero, esto, risible de por sí —si no fuera por la seria amenaza que representaba para la integridad del territorio de Costa Rica—, hoy alcanza matices caricaturescos, cuando algunos sectores de la prensa nicaragüense afines a Ortega usan este mapa para sus fines.

El truculento mapa que en 1856 Walker ordenó imprimir en la casa gráfica Albert H. Jocelyn, en Nueva York. Cortesía: Museo Histórico Cultural Juan Santamaría.

Antes de concluir esta sección, es oportuno referirse al topónimo Moracia. Fue instituido por el Congreso de Costa Rica, en acatamiento de una solicitud formulada por los propios lugareños, en un acta suscrita el 25 de mayo de 1854, para así agradecer al presidente Juan Rafael (Juanito) Mora Porras su apoyo. Efectivamente, según el eximio historiador Rafael Obregón Loría en su libro Costa Rica y la guerra contra los filibusteros (1991), en un momento de tirantez por reclamos de Nicaragua, a inicios de 1854 don Juanito viajó con una comitiva a la zona de Guanacaste, para reafirmar su vínculo con Costa Rica; por cierto, fue en esa oportunidad que su cabecera fue bautizada con el nombre Liberia. Cabe indicar que el topónimo Moracia —alusivo a su apellido— fue derogado el 20 de junio de 1860 por los enemigos políticos de don Juanito, nueve meses después de su derrocamiento.

Sin embargo, lo que no pudieron borrar fue que, conducido por don Juanito, un día de marzo de 1856 llegó a Liberia el Ejército Expedicionario, para instalar ahí su Cuartel General en Marcha. Además, que poco después, el día 20, un Jueves Santo, en una batalla fulminante se derrotó en la hacienda Santa Rosa —a unos 40 km de ahí— al ejército filibustero de Walker, comandado por el coronel húngaro Louis Schlessinger. De esta manera, se defendieron la soberanía y la libertad de Costa Rica, y los nombres de Moracia o Guanacaste quedaron inscritos con letras indelebles en los anales de la historia patria, al igual que de la centroamericana.

Guanacaste, emporio de haciendas ganaderas

Antes de referirnos a la ganadería en Guanacaste, que fue la principal actividad económica desde la época colonial, es oportuno un paréntesis para aludir al nombre de la provincia, que proviene del árbol homónimo —hoy símbolo nacional de Costa Rica—, bautizado Enterolobium cyclocarpum por los botánicos. De raíz indígena, su nombre común se originó de las voces aztecas quauitl (árbol) y nacaztli (oreja), debido a que su fruto se asemeja a una oreja; así consta en el libro Diccionario de costarriqueñismos (1919), del famoso lingüista Carlos Gagini Chavarría. Y, como a menudo los nombres comunes de las plantas varían entre países, en México también se le denomina huanacaxtle, huinacaxtle, huinecaxtli, huienacaztle, ahuacashle, cuanacaztle, nacaztle, cuanacaztli, cuaunacaztli, nacaxtle y orejón, mientras que en El Salvador se le llama conacaste; asimismo, se le conoce como corotú en Panamá, orejero y caracaro en Colombia, y carocaro en Venezuela.

Para retornar al paisaje de Guanacaste a mediados del siglo XIX, casi toda la provincia —por entonces denominado departamento de Guanacaste— estaba habitada por apenas 9112 personas, el 11% de la población nacional, que era de 100.174 individuos; así consta en el libro Bosquejo de la República de Costa Rica (1851), de Felipe Molina Bedoya. 

En cuanto a sus pobladores, los había de diversas etnias, pues a los indígenas se sumaron los españoles, al igual que los criollos —españoles nacidos en América— y numerosos negros traídos de África por los españoles; los historiadores Sibaja y Zelaya incluyen en su libro datos muy reveladores al respecto. En consecuencia, y de manera inevitable, sobrevinieron los cruces, así como el intercambio y combinación de genes entre estos grupos, para dar origen a personas mestizas —hijas de blancos e indios—, mulatas —de blancos y negros— y zambas —de indias y negras—, en un auténtico crisol de etnias.

Sin embargo, más allá del color de la piel, cada quien portaba sus propios rasgos culturales, reflejados en su lenguaje, comidas, costumbres, tradiciones, música, etc., por lo que esta mescolanza genética dio pie a un sincretismo y una cultura muy peculiar y rica, única en Costa Rica. Como una elocuente muestra, basta con revisar la exquisita obra Diccionario de guanacastequismos (2010), de Marco Tulio Gardela, prologada de manera muy certera por el escritor Miguel Fajardo Korea; oriundo de Nicoya, Miguel es un reconocido poeta y gestor cultural, a quien por fin tuve el gusto de conocer en persona este año en Liberia.

Ahora bien, para retornar a la ganadería como actividad económica, su historia es de larga data en la región. Para la época en que el naturalista Oersted recorrió Guanacaste, casi todo su territorio estaba ocupado por medio centenar de haciendas, algunas realmente gigantescas, al punto de que una de ellas, La Catalina, medía 19.665 hectáreas; así se capta en el prolijo libro La hacienda ganadera en Guanacaste: aspectos económicos y sociales 1850-1900 (1985), de Wilder Gerardo Sequeira. Por cierto, Oersted estuvo en Santa Rosa y Sapoá, ambas pertenecientes a los descendientes del guatemalteco Agustín Gutiérrez de Lizaurzábal, quien con la nicaragüense Josefa Peñamonge y La Cerda procreó una amplia prole en Costa Rica, que se ha extendido hasta hoy.

Como una curiosidad, los nombres de las haciendas guanacastecas eran los siguientes: Abangares, Ánimas, Boquerones, Ciruelas, Cuipilapa, Culebra, El Amo, El Jobo, El Real, El Viejo, Guapote, Hedionda, Higuerón, La Catalina, La Cueva, La Chocolata, La Palma, Las Cañas, Las Ciruelas, Las Trancas, Las Ventanas, Llano Grande, Mateo, Miravalles, Mogote, Monteverde, Murciélago, Naranjo (Bagaces), Naranjo (Liberia), Orosí, Palo Verde, Paso Hondo, Pelón de la Altura, Pelón de la Bajura, San Jerónimo (Bagaces), San Jerónimo (Liberia), San Rafael, San Roque, Santa Isabel, Santa María, Santa Rosa, Santo Tomás, Sapoá, Tempisque, Tenorio, Tierra Blanca, Ujarrás y Zapotal.

Cabe destacar que la mayoría de estas haciendas no tenían conexión directa con el antiguo Camino Real, que comunicaba el Valle Central con Nicaragua y el resto de Centroamérica, el cual se utilizaba desde la época colonial con fines comerciales, sobre todo. Por cierto, a partir de Esparza, y en un recorrido de 79,5 leguas (unos 443 km), los hitos geográficos de dicha ruta eran los siguientes: La Barranca, Aranjuez, Guacimal, Terrero, Abangares, La Palma, El Higuerón, Las Cañas, Bagaces, El Potrero, El Pijije, El Guanacaste, El Colorado, Los Ahogados, El Pelón, Las Cruces o Tempatal, Estero de las Salinas, El Naranjo, Río Ostional, La Flor, y La Sebadilla o Juan Dávila; así consta en un informe suscrito en 1848 por Ramón de Minondo, Director de Obras Públicas, el cual apareció en la prensa (El Costa-Ricense (No. 98, 21-X-1848).

Ahora bien, en cuanto a los dueños de las haciendas, aunque algunos eran latifundistas ausentistas —residentes en el Valle Central o en Nicaragua—, Sequeira demuestra que la gran mayoría vivían en Liberia, y algunos en Bagaces.

Cada uno de ellos delegaba sus responsabilidades de administración en un mandador, quien era la autoridad máxima en su respectiva hacienda; entre otras actividades, se encargaba de seleccionar y contratar la fuerza laboral (sabaneros, peones, cocineras y criadas). A su vez, contaba con dos subalternos: el caporal, y el capataz o sobrestante. El primero se dedicaba de manera exclusiva al ganado, por lo que llevaba el inventario de las reses, así como a su transporte y entrega, cuando se vendían. Por su parte, el capataz dirigía y supervisaba a los sabaneros y a los peones. Esta información, y mucha más, sumamente valiosa —incluidos los testimonios de varios ancianos que laboraron ahí— aparece en el capítulo Trayectoria histórica de la hacienda Santa Rosa: sus propietarios a lo largo del tiempo, escrito por los historiadores Brunilda Hilje Quirós y William Solórzano Vargas, para el libro Santa Rosa, paraje de biodiversidad y escenario de la libertad, que me correspondió editar.

Como lo relatan estos autores, los sabaneros eran las figuras más visibles de la hacienda. Tras destacar que «constituían la fuerza laboral más importante», especifican que «a ellos les correspondían todas las tareas relacionadas con el ganado, lo cual incluía recoger los animales para bañarlos, curarlos de garrapatas, tórsalos y otros parásitos, ponerles la marca o “fierro” de su patrón, y amansar caballos. Además, muchos eran, y aún lo son, verdaderos artesanos en la elaboración de gruperas, cinchas, albardas, coyundas y otros implementos, que constituían sus herramientas de trabajo y los aperos de su caballo».

A los sabaneros se sumaban los peones, cuya labor principal era desyerbar con machete los pastizales, aunque también picar leña para la cocina, cavar pozos para abastecer de agua al ganado, y construir o reparar las cercas de encierros donde se protegía a las reses, ya fuera enfermas, prontas a parir, o recién paridas.

Finalmente, de inmensa importancia era la labor de las cocineras, pues de ellas dependían por completo todos —el mandador, el caporal, el capataz, los sabaneros y las peonadas—, para poder contar puntualmente con el desayuno, el almuerzo y la cena cotidianos. Tan pesadas y agobiantes tareas culinarias eran complementadas con las de las criadas, que tenían a su cargo la limpieza de los dormitorios, al igual que el lavado y el planchado de la ropa de esa muchedumbre.

La mítica pampa guanacasteca

En mi infancia, la percepción que tenía de Guanacaste estaba moldeada en mi mente por las imágenes que el poeta santacruceño José Ramírez Sáizar dejó plasmadas en el Himno a la Anexión de Guanacaste, que entonábamos cada 25 de julio en la escuela. En él convergen topónimos bellamente sonoros, como Diriá y Nicoya, la exaltación de la valentía del legendario indígena chorotega Curime —novio de la princesa Nosara—, y la irrenunciable y autónoma decisión de los pueblos nicoyano y santacruceño de sumarse a Costa Rica, encarnada en la frase «De la Patria por nuestra voluntad».

A propósito del nombre de dicho himno, a menudo se incurre en el error de decir que toda Guanacaste se anexó a Costa Rica, cuando lo cierto es que —como ya se indicó—, los actuales cantones de Abangares, Cañas, Tilarán y Bagaces siempre fueron parte del territorio costarricense. Asimismo, algunos autores han cuestionado el uso del término anexión, y sugieren reemplazarlo por uno más apropiado, como agregación, unión o incorporación, acerca de lo cual los expertos Sibaja y Zelaya hacen un breve pero muy esclarecedor análisis histórico. En realidad, no percibo nada incorrecto en aquel término pues, según la Real Academia Española, anexar significa «unir o agregar algo a otra cosa con dependencia de ella», y Guanacaste —por importante que sea en varios sentidos— es tan solo una parte o una región de Costa Rica; como una curiosidad, en el título de su libro, Sibaja y Zelaya incluyen los de anexión y agregación, de manera un poco salomónica.

Para retornar a mi relación con Guanacaste, ya en la adolescencia visualizaba tan lejanos parajes como territorios planos y extensos, que emergían de la Cordillera Volcánica en el oriente, para desvanecerse en el océano Pacífico. En la prensa radial y escrita se aludía a ellos con términos como pampa, sabana, llano, llanura, bajura y planicie, que, por cierto, no significan exactamente lo mismo en términos biogeográficos. Además, en el Liceo de San José tenía dos queridos compañeros de raíces guanacastecas, quienes narraban cosas de sus terruños; ellos eran Leonardo Soto, oriundo de Carrillo o de Nicoya, y Mayela Jaen Castellón, puntarenense de nacimiento, pero de padres guanacastecos.

Sin embargo, yo ignoraba por completo la dimensión social de lo que acontecía en esas míticas comarcas. Que había grandes latifundios pertenecientes a acaudalados terratenientes y, en consecuencia, sabaneros y grandes peonadas de pobres, lo conocí y aprendí en los albores de mi educación secundaria, cuando uno de mis hermanos compró y llevó a casa el libro Memorias de un pobre diablo, de Hernán Elizondo Arce, Premio Nacional de Novela en 1964. De padre domingueño y madre orotinense, llegado a Guanacaste de niño, y de adulto convertido en maestro rural, Elizondo no solo atestiguó de primera mano el drama cotidiano de estas atribuladas gentes, víctimas de las arbitrariedades y de la explotación, sino que, con magnífica y conmovedora pluma, supo narrar tantos dolores y penas.

Ahora bien, aunque en nuestra niñez y adolescencia dos de mis hermanas mayores nos llevaban al mar en Puntarenas —en un viaje de ida y vuelta el mismo día, gracias que el tren salía de madrugada y regresaba a media tarde—, para el verano de 1967 cambiaron de plan, y esa vez visitamos playa Sámara, en Guanacaste. Viajamos en autobús hasta Nicoya, nos hospedamos en una pensión céntrica, y ellas contrataron a un señor para que nos llevara en yip hasta dicha playa, pues no había otro medio de transporte, salvo el caballo.

El resultado de esa aleccionadora travesía lo sinteticé hace unos años, en un artículo intitulado Pobres diablos… ¡y diablas! (Informa-tico, 20-XI-06), así: “Al siguiente verano, en las vacaciones familiares fuimos a conocer Guanacaste y, mientras mis ojos y mi piel disfrutaban de los sorprendentes paisajes de nuestras bajuras y sus paradisíacas playas, mi corazón andaba por otro lado: captando en vivo lo que el libro retrataba, en aquellos ranchos tugurientos a la vera de los resecos y empolvados caminos, en el olor del humo emergiendo de paupérrimos fogones, en las interminables cercas de púa delimitando los amarillentos jaraguales de los latifundios, en los cuerpos retostados y enjutos, de las extenuantes faenas bajo esos inclementes soles, así como de tantas hambres acumuladas”.

Debo decir que el esclarecedor y vibrante libro de Elizondo, más esa visita a Guanacaste, me marcaron de por vida en cuanto a mi sensibilidad y mi compromiso social.

Mi acercamiento a Guanacaste

Aunque ese fue el único viaje que hice a Guanacaste en mis tiempos de colegial, con el inicio de mi carrera en Biología en la Universidad de Costa Rica (UCR) tuve la fortuna de retornar, pues la singularidad biológica y ecológica de esa región demandaba visitarla.

Fue así como en el curso de Historia Natural de Costa Rica, impartido por el recordado Sergio Salas Durán, empecé a familiarizarme con los aspectos geológicos, edáficos, climáticos, botánicos, zoológicos y ecológicos de esa región, que él conocía muy bien, pues residió un tiempo en el Parque Nacional Santa Rosa; por cierto, Sergio nos legó una crónica intitulada El tesoro del Parque Nacional Santa Rosa, que incluí en el citado libro que me correspondió editar, rico en información acerca de la historia natural de esos parajes. Años después, para efectuar observaciones de campo, visitamos esta localidad en los cursos de Ornitología y Herpetología —incluidas las arribadas masivas de tortuga lora—, en tanto que en el de Biología Marina estuvimos en Playas del Coco y Bahía Culebra; los respectivos profesores fueron Douglas Robinson, Gary Stiles y Carlos Villalobos Solé.

En el verano de 1973, dado que se necesitaban especímenes para las clases de laboratorio, recorrimos otros puntos, como asistente de los profesores Manuel María Murillo Castro y Carlos Valerio Gutiérrez, en los cursos de Zoología de Invertebrados y Zoología de Vertebrados, respectivamente. En el primer caso, íbamos como ayudantes Freddy Pacheco León, José Antonio Vargas Zamora y Wilberg Sibaja Castillo, y con don Manuel visitamos las playas de Brasilito y Conchal, para recolectar invertebrados marinos; era una época de pésimos y polvorientos caminos, y dormimos en tiendas de campaña. En el segundo caso, fuimos a varios sitios, y con Carlos y Wilberg recuerdo haber pernoctado en tiendas de campaña en los predios de la hacienda La Pacífica, en Cañas —por entonces de los esposos Werner y Lilly Hagnauer, conservacionistas suizos—, al igual que en una hacienda de la familia Baldioceda, al pie del volcán Orosí, mientras soportábamos muy fuertes ventoleras.

Así que esos fueron mis primeros acercamientos a la pampa guanacasteca, que dejó de ser mítica en mis sentidos. Desde entonces, sus desbordantes paisajes y ese afecto tan peculiar de los locuaces lugareños, de talante espontáneo, abierto y sincero, se incrustaron para siempre, y permanecen gratamente palpitantes en mi corazón.

Ahora bien, en el verano de 1974, ya graduado yo como bachiller en Biología, tomé el curso de Ecología de Poblaciones en la UCR —auspiciado por la Organización para Estudios Tropicales (OET)—, el cual fue coordinado por los ya citados Douglas, Gary y Sergio. Y fue así como, junto con compañeros de varios países latinoamericanos, permanecimos una semana en la Estación Biológica Palo Verde, y otra semana en Monteverde, lugar donde confluyen las provincias de Guanacaste, Puntarenas y Alajuela.

Al año siguiente retorné a Palo Verde dos veces, como asistente en dicho curso y, en años posteriores visité localidades de Abangares, Cañas, Bagaces y La Cruz, en varias giras, ahora como profesor en la Escuela de Ciencias Ambientales de la Universidad Nacional (UNA). Recuerdo que a fines de setiembre de 1983, con varios colegas pudimos recorrer en una buseta unos 200 km del territorio provincial, a través de la Carretera Interamericana —que corre por gran parte del curso del antiguo Camino Real—, para penetrar en Nicaragua por Peñas Blancas, pues desde la UNA se deseaba apoyar a dicho país en el campo agrícola y forestal, en respuesta a una solicitud que hiciera su gobierno. Asimismo, en una ocasión formé parte de una comitiva que, invitada por el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), debía visitar Tilarán para evaluar y proponer soluciones ante el riesgo de que descomunales masas flotantes del pasto llamado gamalote (Paspalum fasciculatum) dañaran estructuras clave en la represa hidroeléctrica de Arenal.

Asimismo, fue durante los años de estadía en la UNA, hasta 1990, que, como parte de las actividades del Programa Interinstitucional de Protección Forestal (PIPROF), conformado por colegas del Instituto Tecnológico de Costa Rica (TEC), la Dirección General Forestal (DGF) y la UNA, visitamos Guanacaste reiteradas veces para asesorar a los productores forestales en el manejo de plagas; ahí estuvimos con Marcela Arguedas Gamboa, Mariela Bermúdez Mora y Manuel Víquez Carazo (TEC), Carlos Manuel Araya Fernández (UNA), Luis Quirós Rodríguez y Félix Scorza Reggio (DGF). Ello me permitió volver a algunos sitios conocidos, así como familiarizarme con otros nuevos, al punto de recorrer, en diferentes momentos, localidades de los once cantones de la provincia: Liberia, Nicoya, Santa Cruz, Bagaces, Carrillo, Cañas, Abangares, Tilarán, Nandayure, La Cruz y Hojancha.

Es pertinente indicar que, aunque con PIPROF efectuamos giras por todo el país durante muchos años, la recurrencia de visitas a Guanacaste obedeció a las plantaciones resultantes del programa de incentivos para la reforestación impulsado a partir del gobierno de don Rodrigo Carazo Odio (1978-1982). En realidad, por muchos años la ineficiente ganadería de carne había provocado muy altas tasas de deforestación en Guanacaste, asociadas con el establecimiento de vastos pastizales; ese lamentable fenómeno fue lo que el célebre ecólogo Joseph Tosi, del Centro Científico Tropical (CCT), denominó «potrerización» del país.

Y, para finalizar mis recorridos de entomólogo por Guanacaste, después de muchos años de no hacerlo, en abril de 1998 retorné, cuando ya trabajaba en el Centro Agronómico Tropical de Investigación y Enseñanza (CATIE). Lo hice para tomar muestras de moscas blancas (Bemisia tabaci) y de los virus que transmite, como parte de un proyecto mundial, coordinado en América Latina por el Centro Internacional de Agricultura Tropical (CIAT), en Colombia. Me acompañó Alexis Serrano, por entonces asistente de mi colega Pilar Ramírez Fonseca, en el Centro de Investigación en Biología Celular y Molecular (CIBCM), de la UCR. Fue una jornada maratónica, de cinco días consecutivos, por Bagaces, Carrillo, Cañas y Tilarán, a las que se sumaron tres localidades (Abangaritos, Lepanto y Jicaral) que están en la península de Nicoya, pero pertenecen a Puntarenas.

Además de esta iniciativa, entre 2001-2004 participé, esta vez en el campo forestal, en el proyecto Cerbastán, desarrollado en la hacienda La Pacífica —ahora de Stephan Schmidheiny—, financiado por la Fundación Avina, creada por este conservacionista y filántropo suizo. Eso implicó la dirección de la tesis de doctorado del estudiante salvadoreño Francisco Soto Monterrosa, referida al efecto de diversificar plantaciones de cedro y caoba con otras especies de valor agroforestal, para reducir el ataque de esas maderas preciosas por la larva del barrenador de los brotes (Hypsipyla grandella).

Para concluir este recuento acerca de mi relación con el paisaje guanacasteco, además de recorrer sus planicies y bajas serranías, así como de disfrutar numerosas veces de sus bellísimas playas en años posteriores, pude estar al pie del Orosí —como lo indiqué en páginas previas—, al igual que de los volcanes Miravalles y Tenorio, todos de hermosos perfiles. Asimismo, tuve el gusto de visitar la cima del Rincón de la Vieja junto con el colega Juan Bravo Chacón, lo cual hicimos en enero de 1984 con los amigos Ricardo Sol Arriaza, Luisa Castillo Martínez y sus pequeños hijos Felipe y Alejandra.

Ahora bien, más allá de lo geográfico, hay una dimensión humana que ha enriquecido mi vida, y es el trato que tuve, en el Valle Central, con varias personas nacidas en Guanacaste, o de raíces guanacastecas. Dos de ellas fueron los ingenieros agrónomos Abundio Gutiérrez Matarrita y Héctor Zúñiga Rovira —poeta este último, así como autor de la letra y la música de la muy famosa canción Amor de temporada—, más el ya citado Carlos Valerio —oriundo de Tilarán— y el liberiano Edmundo Abellán Cisneros, compañero en la UNA como docentes. A ellos se suman varios alumnos ahí, hoy destacados profesionales forestales, como David Guadamuz Leal, Ángel Guevara Villegas, Marco Rodríguez Li, Felipe Vega Monge, Francisco Ramírez Noguera y Rafael Ángel Sánchez Rojas. Y, ya después, desde el CATIE colaboré con la UNA y la UCR en dirigir o participar en las tesis de licenciatura de Paúl Gómez Matarrita, Jorge Aguirre Araya y Ricardo Noguera Peñaranda, también exitosos profesionales en los campos agronómico o químico.

Por cierto, en la UNA dirigí o participé en tesis de maestría sobre el manejo de animales vertebrados plaga en el noroeste del país. Realizadas en Cóbano y Curú —en la península—, así como en Bagaces y Cañas, fueron las de Maritza Guido Martínez con pericos, Javier Monge Meza con ardillas, Martín Lezama López con roedores, y Juan Diego Alfaro Fernández con zanates; de ellos, Maritza es salvadoreña y Martín nicaragüense. Además, dirigí la tesis de licenciatura de Javier, sobre la rata de la caña, en Cañas.

Finalmente, de particular importancia fue mi relación con el santacruceño Douglas Cubillo Sánchez, al que conocí de estudiante en agronomía en la UNA, y a quien años después dirigí su tesis de maestría, además de que participé en la de doctorado, ambas en la UCR, referidas a plagas de tomate y banano, respectivamente. Sin embargo, dadas su inteligencia, iniciativa, alta calidad profesional, generosidad y don de gentes, nuestra relación fue más cercana, pues lo contraté como mi asistente en el CATIE, en lo cual me acompañó por cinco años; nunca tuvimos un solo disgusto y, de tan fructífera interacción, publicamos 18 artículos en revistas científicas, así como 12 de carácter divulgativo, para agricultores. Muy lamentablemente, falleció joven, cuando estaba en la plenitud de sus labores profesionales, como lo relaté en el artículo A Douglas Cubillo, en el recuerdo (Nuestro País, 8-II-2017).

Palabras finales

Jubilado desde hace varios años, mis recorridos como científico por Guanacaste —tratando de contribuir en los campos agrícola y forestal— quedaron atrás en el tiempo. Ahora mis viajes son de descanso, restringidos a la visita ocasional a alguna de sus playas, de esas que abundan en cada recodo del irregular y caprichoso litoral Pacífico, a cuál más de atractiva.

Eso sí, cuando visito Guanacaste no puedo dejar de evocar a Hernán Elizondo, quien —como lo consigno en mi artículo—, hace pocos años advertía lo siguiente: “He insistido mucho en algo, en lo que me adelanté a los hechos […]. Las playas están en manos de los extranjeros. El turismo por un lado es bueno; por otro, terminaremos como en México, jalando valijas. Al norte de Acapulco hay barriadas miserables. Allá pasó lo que pasa aquí con Papagayo”. Ojalá que las autoridades nacionales, provinciales y cantonales, junto con las propias comunidades, puedan crear opciones productivas —lejos del frenesí inmobiliario y la casi subasta de playas—, que generen empleos bien remunerados y que dignifiquen a los lugareños, a la vez que propicien el verdadero desarrollo de la provincia.

En cuanto a mi relación actual con Guanacaste, ahora como aficionado a la historia, en años recientes me he interesado en entender mejor la manera en que el entorno y las gentes de la antigua Moracia contribuyeron al éxito logrado en la Campaña Nacional contra el ejército filibustero del esclavista William Walker —incluida la gloriosa batalla de Santa Rosa, por supuesto—, lo cual permitió garantizar y consolidar la integridad territorial y política de Costa Rica. Hay aún tanto por descubrir, esclarecer y difundir, que… ¡ahí seguiremos!

Es decir, Guanacaste permanece presente en mi vida. Y lo ha estado por ya tantos años que, desde que descubrí Pampa, le pedí a Elsa, mi esposa, que cuando yo muera, en mi funeral se entone la melodía de esa canción.

En realidad, musicalizado por el gran compositor santacruceño Jesús Bonilla Chavarría, se trata de un poema del alajuelense Eulogio Porras Ramírez quien, cautivado por sus paisajes y sus nobles gentes, le cantó a Guanacaste con amor filial, como lo narro en el artículo Aníbal Reni, desde la pampa guanacasteca (Informa-tico, 21-VII-08). Ese poema, que llega hasta lo más hondo del alma, culmina así: «Pampa, pampa. Te vio el sabanero / y ya nunca te puede olvidar; / en su potro se escapa ligero / tras el fiero novillo puntal. // Luego viene la tarde divina / y el contorno se mira sangrar; / hay marimbas que treman lejanas / y la pampa se vuelve inmortal».