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Etiqueta: Mauricio Ramírez Núñez

China: Cuatro Conciencias y Cuatro Confianzas en el Marco de las Dos Sesiones 2025

Mauricio Ramírez

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Las recientemente concluidas Dos Sesiones del Partido Comunista de China han servido, una vez más, como una ventana para observar la evolución de la gobernanza y el desarrollo de la República Popular. Cabe mencionar, que las Dos Sesiones son los eventos políticos más importantes de ese país, en los cuales se determinan las medidas políticas y de desarrollo económico a seguir.

En este marco, las “Cuatro Conciencias” y las “Cuatro Confianzas” han reafirmado su papel central en la construcción de un destino común para la nación, enfatizando la cohesión, el pragmatismo y la solidaridad, sin perder de vista los principios ideológicos del materialismo histórico y dialéctico. Estos principios, combinados con la sabiduría tradicional y espiritual de una civilización de más de 5000 años, dotan a China de la madurez y autonomía necesarias para seguir su propio camino sin temor ni intimidación externa.

Las Cuatro Conciencias, introducidas por primera vez en 2016 como principios por el Comité Central del Partido, establecen la necesidad de fortalecer la conciencia política (comprender y considerar el panorama general del país y el mundo), la conciencia del conjunto (ir más allá de intereses individuales o sectoriales), la conciencia del núcleo (liderazgo del Partido) y la conciencia de la alineación (cohesión y disciplina). Estas son fundamentales para asegurar la unidad del Partido y del país, promoviendo una dirección cohesionada en todas las políticas.

Por otro lado, las Cuatro Confianzas se refieren a la confianza en el camino del socialismo con características chinas, en la teoría del socialismo con características chinas, en el sistema del socialismo con características chinas y en la cultura china. Estas confianzas han permitido que el país mantenga su estabilidad y desarrollo único, incluso en medio de las turbulencias geopolíticas actuales.

Este año es particularmente clave, ya que marca la culminación del XIV Plan Quinquenal. A lo largo de este período, China ha seguido una planificación estratégica que le ha permitido consolidarse como una potencia económica, con objetivos realistas y flexibles. Para 2025, el gobierno ha establecido metas concretas:

  • Crecimiento del PIB: Se espera un crecimiento del 5%, lo que en el contexto global actual sigue siendo un aporte crucial al crecimiento económico mundial, con una contribución de más del 30% anual.

  • Generación de empleo: La creación de 12 millones de nuevos empleos urbanos y la reducción de la tasa de desempleo al 5.5%.

  • Energía y sostenibilidad: Se ha propuesto reducir el consumo energético por unidad del PIB en un 3%, mejorar la eficiencia energética e impulsar aún más las energías renovables.

  • Inversión pública: Se fomentará la inversión en sectores estratégicos para consolidar el modelo de desarrollo de alta calidad propuesto por el presidente Xi Jinping, basado en cinco pilares: innovación, coordinación, desarrollo verde, apertura y desarrollo compartido.

Uno de los aspectos más destacados de las Dos Sesiones ha sido la estrategia educativa enfocada en la inteligencia artificial. A partir del próximo semestre de otoño, los estudiantes de educación primaria y secundaria en China recibirán un mínimo de ocho horas de clases sobre inteligencia artificial. En la educación primaria, los estudiantes aprenderán conceptos básicos a través de experiencias prácticas e interactivas, mientras que en la secundaria se enfocarán en la comprensión del aprendizaje cognitivo y su aplicación en la vida cotidiana y los estudios.

Este enfoque contrasta con los debates en Occidente, donde la educación muchas veces se encuentra fragmentada por ideologías sin impacto práctico en la formación de los profesionales del futuro. Mientras en otros países se enfocan en cuestiones teóricas de género como discusiones centrales, China se dedica a formar ingenieros y científicos altamente capacitados, asegurando su liderazgo en la revolución tecnológica del siglo XXI.

Las Dos Sesiones han dejado en claro que China está plenamente consciente de los desafíos internacionales, incluyendo el unilateralismo, el proteccionismo y las tensiones geopolíticas que amenazan las cadenas de suministro globales. Sin embargo, también ha demostrado que el Partido Comunista de China no solo detecta estos riesgos, sino que trabaja con determinación para enfrentarlos, consolidando su modelo de desarrollo sin desviarse de su rumbo.

La interconexión entre las Cuatro Conciencias y las Cuatro Confianzas brinda un marco filosófico y estratégico que cohesiona la dirección del país, permitiéndole avanzar con seguridad en un mundo en constante cambio e inestabilidad. Con la combinación de planificación pragmática y una visión de largo plazo, China reafirma su papel como un actor clave en la configuración del orden global, con una identidad propia, firme e inquebrantable.

Occidente y el fin de la unipolaridad

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez

Tras el fin de la Guerra Fría, el mundo fue testigo de la consolidación del orden unipolar encabezado por el llamado “Occidente colectivo”, es decir, Europa continental, Inglaterra y Estados Unidos. Como vencedores y ante el colapso del socialismo real, impusieron su hegemonía en todos los ámbitos: político, militar, económico y cultural. La globalización neoliberal literalmente colonizó el planeta, y los ideólogos estadounidenses proclamaban el “fin de la historia”, bajo la ilusión de que la democracia liberal era el destino inevitable de todas las naciones. La utopía del totalitarismo liberal hecha realidad.

Este dominio se sustentaba militarmente en la OTAN, políticamente en el discurso de la democracia liberal, y culturalmente en la narrativa de los derechos humanos y la supuesta tolerancia, promoviendo la ideología LGBTI y otros valores que, lejos de fortalecer a las sociedades, las sumieron en la decadencia y la división interna. En lo económico, la primacía del mercado global sin fronteras permitió a las élites occidentales consolidar un sistema apátrida, donde el capital y la producción eran trasladados a donde resultara más barato, debilitando sus propias economías nacionales.

Sin potencias que pudieran desafiar su monopolio del poder, el Occidente colectivo mantenía la ficción de que el mundo estaba dividido entre buenos y malos, entre países «civilizados» y «forajidos» que debían ser democratizados a la fuerza, ya fuera por medios duros (intervenciones militares y/o sanciones económicas) o blandos, como las primaveras árabes, revoluciones de colores y manipulación mediática.

Sin embargo, el ascenso de nuevas potencias a inicios de siglo puso fin a esta ilusión. Rusia, bajo el liderazgo del presidente Vladimir Putin, resurgió como un actor clave en la geopolítica global. China superó a Occidente en el ámbito tecnológico y compite de tú a tú con Occidente, mientras que países como la India, Turquía y otros, despertaron como un jugador fundamental en la política internacional. Estas naciones comenzaron a construir su propio camino, exigiendo un lugar en la toma de decisiones globales y desafiando la narrativa occidental que se arrogaba la posesión de la verdad absoluta y el control de la historia.

A esto se sumó un factor clave: la deslocalización de la producción. Europa y EE.UU., en su afán de maximizar beneficios, trasladaron su manufactura a Asia, debilitando sus economías y perdiendo su ventaja competitiva. Al darse cuenta del error, ya era demasiado tarde: el mundo había cambiado y Occidente estaba en desventaja ante los nuevos polos de poder.

Frente a esta crisis, las élites liberales globalistas, especialmente en EE.UU. bajo el mando demócrata, decidieron escalar el conflicto mundial, llevando al mundo al borde de una guerra nuclear. Utilizaron a Ucrania como herramienta contra Rusia, no para defender la soberanía de Kiev, sino como una maniobra desesperada para sostener un orden unipolar en decadencia. La retórica de la Guerra Fría fue desempolvada para justificar su actuar y constantes provocaciones, disfrazándolas de una lucha entre democracia y autoritarismo cuando, en realidad, los objetivos eran otros: frenar el ascenso de Rusia y mantener la hegemonía occidental a cualquier costo.

Sin embargo, Donald Trump rompió con esta lógica. Con un enfoque pragmático y realista, aceptó que EE.UU. ya no es la única potencia dominante, y que su rol como “policía mundial” es insostenible. Al tomar esta decisión, Trump desacopla a EE.UU. del Occidente colectivo y pone fin a un orden mundial que duró poco más de 30 años, desde la caída de la cortina de hierro. La narrativa de buenos y malos, autoritarios y democráticos, derecha e izquierda, deja de tener relevancia en el sistema internacional.

Con este cambio, el discurso occidental de manipulación global se derrumba. Ahora, la política internacional ya no se define por valores impuestos desde Washington o Bruselas, sino por intereses estratégicos y económicos reales. El nuevo orden multipolar empieza a consolidarse poco a poco, a pesar de la resistencia de una Europa débil y una OTAN herida de muerte, que claramente, siguen apostando por continuar la guerra, aunque no tengan cómo, antes que negociar una paz duradera con Rusia. Aunque parece que Zelenski, acorralado y sin futuro, ya empezó a dar señales de aceptar el liderazgo de Trump para poner fin al conflicto.

En el marco de esta nueva realidad internacional, que se vislumbra camina a pasos agigantados, ya no importa si un país es democrático o autoritario; lo que define las relaciones entre naciones es su capacidad de negociación, lo que puedan ofrecer al mundo, su economía y su poder militar. Por eso, hoy a EE.UU. ya no le interesa si coincide con Corea del Norte o con Alemania en las votaciones de Naciones Unidas, porque el criterio de alineación ideológica como criterio de orientación internacional ha muerto. El mundo ha entrado en una nueva era, y con ello, Occidente ha perdido el monopolio de la narrativa, y, por ende, de la historia.

EE.UU. elige la multipolaridad

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez Núñez.

Esta segunda administración del presidente Donald Trump ha marcado un hito en la política exterior estadounidense. Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, Washington está abandonando su papel de guardián del orden unipolar y aceptando la nueva realidad del sistema internacional: un mundo multipolar donde grandes potencias como Rusia, China o India desempeñan un papel central en la recomposición del equilibrio global. Este giro estratégico nos recuerda a la escuela realista de relaciones internacionales, donde el Estado y la soberanía nacional vuelven a ser los ejes primordiales de la política global.

Un aspecto clave de esta transformación es el desacoplamiento de EE.UU. respecto al Occidente político tradicional, entiéndase, de Europa y sus centros de poder clásicos. Durante décadas, Washington dirigió la agenda global en conjunto con sus aliados europeos, pero el nuevo enfoque geopolítico de la administración Trump pone en duda este alineamiento incondicional, lo cual tiene a los europeos con los nervios de punta. Estados Unidos prioriza ahora sus intereses nacionales y redefine sus alianzas en función de la competencia global con China y Rusia, en lugar de seguir sosteniendo el peso del sistema occidental en su conjunto.

Durante años, se sostuvo la idea de que la unipolaridad era un orden natural, propio del “fin de la historia”, pero en realidad se trataba de una anomalía histórica disfrazada de multilateralismo y libertad. No puede existir un mundo con un solo poder sin un contrapoder que lo limite o lo regule. La estabilidad requiere equilibrio, y la unipolaridad, al no tener frenos efectivos, generó desorden y conflictos interminables en distintas partes del mundo. La OTAN fue el brazo armado de ese (des)orden. Ahora, con el ascenso de otras potencias al escenario de la toma de decisiones, ese espejismo de dominio absoluto ha quedado atrás.

El actual secretario de Estado Marco Rubio, lo expresa con claridad en una entrevista el pasado mes de enero en el programa de Megyn Kelly:

Y creo que eso se perdió al final de la Guerra Fría, porque éramos la única potencia en el mundo, y por eso asumimos esta responsabilidad de convertirnos en el gobierno global en muchos casos, tratando de resolver todos los problemas. Y están pasando cosas terribles en el mundo. Hay. Y luego hay cosas que son terribles que afectan directamente a nuestro interés nacional, y tenemos que priorizarlas de nuevo. Así que no es normal que el mundo simplemente tenga un poder unipolar. Eso no lo era, eso era una anomalía. Fue un producto del final de la Guerra Fría, pero eventualmente ibas a volver a un punto en el que tenías un mundo multipolar, múltiples grandes potencias en diferentes partes del planeta. Nos enfrentamos a eso ahora con China y, hasta cierto punto, con Rusia, y luego tienes estados rebeldes como Irán y Corea del Norte con los que tienes que lidiar”.

El reconocimiento de esta nueva realidad por parte de Washington plantea grandes incógnitas. Uno de los desafíos más relevantes es el de la desigualdad soberana, es decir, la brecha entre Estados en cuanto a su capacidad para ejercer plenamente su soberanía dentro del sistema internacional. En teoría, todos los Estados son iguales en términos de soberanía, pero en la práctica, las potencias pueden influir en las decisiones de los más débiles mediante presiones económicas, militares y diplomáticas. La multipolaridad no elimina esta desigualdad, pero sí redistribuye el poder entre varios actores, dificultando que una sola nación imponga unilateralmente su voluntad global.

Es evidente que los desafíos no desaparecerán, pero se abre la posibilidad de actuar desde una postura diferente a la hegemonía unipolar occidental. En la misma entrevista citada anteriormente, Rubio reconoce esta verdad. En sus propias palabras:

Ahora más que nunca debemos recordar que la política exterior de Estados Unidos debe estar orientada a promover nuestro interés nacional y, en la medida de lo posible, evitar la guerra y los conflictos armados. En el siglo pasado, vivimos dos guerras mundiales que demostraron su alto costo. Este año se conmemora el 80 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto de escala y destrucción sin precedentes. Hoy, el impacto de una guerra global sería aún más catastrófico, posiblemente amenazando la vida en el planeta. Y aunque pueda sonar exagerado, la realidad es que múltiples países poseen ahora la capacidad de aniquilación total. Por ello, debemos esforzarnos al máximo para evitar conflictos armados, pero nunca a expensas de nuestro interés nacional”.

Rubio deja entrever un cambio en la lógica estratégica de Estados Unidos; la guerra ya no es una opción sostenible en un mundo donde el equilibrio de poder se ha diversificado. Su declaración refleja el reconocimiento implícito de que la unipolaridad ha caducado y que la coexistencia con otros polos de poder es inevitable. En este contexto, las naciones que sepan moverse con pragmatismo y estrategia podrán aprovechar las oportunidades que ofrece un sistema más distribuido, sin quedar atadas a los dictados de una sola potencia.

Es contundente y queda claro, que la era del mundo dominado por una única superpotencia ha llegado a su fin. El modelo en el que Estados Unidos determinaba unilateralmente la política global sin restricciones externas ha colapsado, y Washington lo ha entendido. Europa hoy debe reinventarse, se encuentra sola y sin ese compañero que en los últimos treinta años fuera su amigo fiel. Ahora, el reequilibrio del poder global dependerá de la interacción entre múltiples actores, donde Rusia, China, India, Turquía, Irán y otras naciones históricas pero emergentes en este contexto serán claves en la configuración del siglo XXI y sus retos globales.

Trump y el nuevo orden multipolar: hacia el fin del globalismo liberal

Mauricio Ramírez Núñez.

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

El regreso del presidente Donald Trump a la Casa Blanca y a la escena internacional está redefiniendo el tablero geopolítico de Occidente. Su reciente conversación con el presidente Vladimir Putin para iniciar las negociaciones y poner fin a la guerra en Ucrania no solo confirma que este conflicto fue inducido por Occidente, sino que también representa un giro fundamental en la política exterior de Estados Unidos. Con este movimiento, Trump ha puesto en su lugar a una Europa que durante décadas ha dependido de la protección estadounidense sin asumir la responsabilidad de su propia seguridad. Ahora, el mensaje es claro: si Europa no es capaz de garantizar su propia defensa, Estados Unidos no seguirá sacrificando sus recursos y su gente por ellos.

Desde la Segunda Guerra Mundial, Europa convirtió a Estados Unidos en su principal herramienta de seguridad, delegando en Washington la respuesta ante cualquier amenaza externa. La Guerra Fría y la expansión de la OTAN reforzaron esta relación, pero los tiempos han cambiado. Trump ha entendido que Estados Unidos no tiene por qué seguir asumiendo el rol de protector absoluto de Occidente, especialmente cuando sus propios intereses estratégicos están en juego. Su postura hacia Rusia ya no es de confrontación como la pasada administración del presidente Biden, sino de cooperación estratégica, lo cual es correcto y necesario en un mundo que avanza hacia la multipolaridad.

El caso de Ucrania es un claro ejemplo de la nueva visión de Trump. En lugar de seguir financiando sin límites al gobierno de Volodímir Zelenski, la prioridad será recuperar lo invertido. La administración Trump probablemente exigirá el pago en forma de petróleo y tierras raras, recursos fundamentales para la economía y seguridad energética de Estados Unidos. Así lo ha mencionado el destacado coronel estadounidense Douglas McGregor en una reciente entrevista. Se acabó el financiamiento descontrolado a gobiernos que no aportan beneficios tangibles a Washington.

La eventual conclusión de la guerra en Ucrania podría marcar el principio del colapso definitivo de la OTAN, una organización que nació como un dique contra la Unión Soviética pero que, tras la caída del bloque comunista, sobrevivió a base de conflictos diseñados para justificar su existencia. Mantenida artificialmente por las élites globalistas de Occidente, la Alianza Atlántica ha demostrado ser más un instrumento de hegemonía estadounidense que un verdadero garante de seguridad.

Hoy, la paradoja es innegable: la izquierda, que durante décadas exigió el desmantelamiento de la OTAN, ahora titubea y evita confrontarla abiertamente. Su institucionalidad, hábilmente adaptada al lenguaje del progresismo, ha logrado cooptarla mediante un sofisticado ejercicio de soft power. Prueba de ello son las declaraciones del entonces secretario general Jens Stoltenberg en 2023, cuando, en un mensaje grabado y difundido por la Alianza, afirmó: “Existimos no solo para defender y proteger nuestras tierras, sino también a las personas en toda su variedad”. Ahora, la OTAN no solo se presenta como un bastión militar, sino también como una supuesta defensora de la diversidad. Y así, la izquierda, que en otro tiempo habría denunciado su existencia, prefiere callar.

Si Washington deja de sostener esta estructura caduca, Europa se verá obligada a redefinir su seguridad bajo sus propios términos, sin el paternalismo estadounidense. La disolución de la OTAN, un escenario antes impensable, hoy ya no parece una utopía, sino una posibilidad concreta en el tablero geopolítico.

En el caso de Asia, la posible desmilitarización de las relaciones con China y la estabilización del tema de Taiwán podrían ser otros de los grandes logros de una política exterior más realista y pragmática. Garantizar la paz en la región del Indo-Pacífico es esencial, y para ello es necesario abandonar la lógica de confrontación impuesta por el globalismo liberal. Un entendimiento entre Estados Unidos y China sobre los asuntos estratégicos de la región aseguraría una estabilidad duradera y reduciría los riesgos de conflicto.

La única región donde no está claro cuál será el accionar de Washington sigue siendo Oriente Medio, y los compromisos que tiene Trump con Israel, donde la situación sigue siendo tensa y las posibilidades de un gran conflicto regional que incluya a EE. UU. siguen vivas. Sin duda, este puede ser el talón de Aquiles del gobierno norteamericano en temas geopolíticos.

En este contexto, la política de Trump moldea un mundo donde las grandes potencias negocian desde sus propios intereses sin estar atadas a una visión hegemónica impuesta por una élite occidental decadente. Sí, es el fin de la globalización neoliberal tal como la conocemos. Esto marca el inicio de una era multipolar en la que el globalismo liberal, con su agenda de intervención y control absoluto, empieza a desmoronarse. El futuro se encamina hacia un equilibrio de poder más natural, donde cada nación puede defender sus propios intereses y zonas de influencia sin ser obligada a seguir un modelo único e impuesto desde arriba. Trump no solo está tratando de reordenar Occidente, sino que, junto con Rusia y China está poniendo los cimientos de un mundo verdaderamente soberano y multipolar.

Rusia, China y la lección aprendida sobre el islam radical

Mauricio Ramírez Núñez.

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

La historia de la Guerra Fría dejó muchas enseñanzas estratégicas, pero quizás una de las más importantes para Rusia y China fue el uso que Estados Unidos y Occidente hicieron del islam radical como herramienta de desestabilización contra la influencia soviética y comunista en Asia Central.

Durante décadas, Washington financió y promovió grupos yihadistas para enfrentar a la URSS en Afganistán y otras regiones, basándose en la incompatibilidad ideológica entre el materialismo marxista-leninista y la cosmovisión religiosa islámica. Sin embargo, con el tiempo, esos mismos grupos entendieron que solo fueron utilizados por Occidente, lo que llevó a su enfrentamiento directo con EE.UU. en episodios como el 11 de septiembre y la expansión de la insurgencia islamista global con el Estado Islamico posteriormente, y su guerra santa contra occidente.

El comunismo soviético, al ser un producto de la modernidad ilustrada, compartía con Occidente un mismo origen filosófico basado en la razón, la secularización y el materialismo. En el mundo islámico, que mantiene una visión profundamente espiritual y tradicionalista, este enfoque resultaba profundamente ajeno, lo que facilitó que Occidente explotara esas diferencias ideológicas. Estados Unidos financió figuras como Osama bin Laden y promovió el surgimiento de grupos como Al Qaeda con el propósito de debilitar la presencia soviética en Afganistán, en lo que se conoce como la «trampa afgana». Sin embargo, una vez que la URSS colapsó, el islamismo radical, lejos de ser un aliado eterno de Washington, comprendió que sus patrocinadores occidentales solo los habían instrumentalizado, lo que llevó a una ruptura de sus relaciones.

La contradicción más evidente en la estrategia estadounidense quedó expuesta con la victoria de los talibanes en Afganistán en 2021. Los mismos Estados Unidos que se presentan como defensores de los derechos humanos y la igualdad de género fueron los que financiaron, entrenaron y armaron a los talibanes en los años 80, ayudándolos a convertirse en la fuerza política y militar que son hoy. Sabían perfectamente que este grupo no permite ni siquiera que las mujeres hablen en público, que impondrían un sistema de gobierno basado en una interpretación extrema de la sharía y que restringirían libertades fundamentales.

Sin embargo, en nombre de la democracia y la libertad, les dieron apoyo logístico, dinero y armas. El colapso del gobierno prooccidental de Kabul y el regreso de los talibanes al poder fueron la prueba final del fracaso de la política estadounidense en la región. Durante 20 años, Washington vendió la idea de que estaba construyendo una democracia en Afganistán, pero la realidad es que nunca tuvo un proyecto sostenible. Cuando llegó el momento de la retirada, abandonaron el país al mismo régimen que décadas atrás habían financiado y utilizado como instrumento contra la URSS.

Rusia aprendió de esta experiencia y, tras la disolución de la URSS, abandonó el comunismo en favor de una revalorización de su identidad histórica basada en el cristianismo ortodoxo y la tradición nacional. Este giro no solo sirvió para cohesionar su sociedad internamente alrededor de la figura del presidente Putin, sino que también le permitió redefinir su política exterior hacia el mundo islámico.

A diferencia del Occidente liberal, que insiste en imponer su visión de democracia, derechos humanos y progresismo (nihilismo) moral, Rusia se ha posicionado como una potencia respetuosa de las tradiciones y creencias de los pueblos musulmanes. Esta estrategia de soft power ha permitido que muchos países islámicos, en lugar de ver a Rusia como un enemigo, la perciban como un aliado en la defensa de los valores tradicionales frente a la ofensiva cultural, y en algunos casos hasta militar, de Occidente.

China, por su parte, también ha tomado nota de esta historia. A pesar de sus propias tensiones internas con minorías musulmanas, Pekín entiende que el islamismo radical fue una creación occidental y que, en términos geopolíticos, es preferible construir lazos pragmáticos con el mundo islámico basados en el respeto mutuo y la no injerencia en asuntos internos. Su estrategia en Medio Oriente y África refleja esta visión, centrada en el comercio, la inversión y la cooperación, en lugar de intentar imponer modelos políticos o ideológicos.

De esta manera podemos contrastar y ver grandes diferencias que marcan la pauta hacia un mundo cada vez más multipolar. Occidente sigue atrapado en su lógica de superioridad civilizatoria, donde se presenta como la cúspide del desarrollo humano y descalifica a cualquier sistema que no encaje en su esquema liberal-democrático. Esta actitud, que remite a la vieja dicotomía entre civilización y barbarie de la época colonial, ha generado un profundo rechazo en muchas partes del mundo, incluidas las sociedades musulmanas. Mientras EE.UU. y Europa predican valores de «progreso» y «derechos humanos», al mismo tiempo imponen sanciones, intervenciones militares y desestabilización política en países que no siguen su línea.

Así, el mundo musulmán ha comenzado a ver en Rusia y China socios más confiables y menos intrusivos que Occidente. Esto es algo que tiene muy claro el presidente Trump. El tiempo ha demostrado que la estrategia de instrumentalizar el islam radical terminó siendo un arma de doble filo para Estados Unidos y Europa, mientras que Rusia y China, con su enfoque de respeto por las tradiciones, han logrado acercarse a un mundo que antes les era hostil. La lección de la Guerra Fría ha sido bien aprendida, y la reconfiguración del poder global así lo demuestra.

El ridículo de la diplomacia chavista

Mauricio Ramírez Núñez.

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

La diplomacia es el arte de la prudencia, de la previsión estratégica y de la defensa de los intereses nacionales sin caer en servilismos ni alineamientos ciegos. Sin embargo, la política exterior de Costa Rica bajo el gobierno de Rodrigo Chaves ha sido todo lo contrario: errática, dependiente y carente de un criterio propio. Ahora que la realidad geopolítica cambia drásticamente, con el presidente Trump y el presidente Putin acercándose para poner fin a la guerra en Ucrania, queda en evidencia el ridículo que han hecho muchos países al seguir sin cuestionamiento alguno la narrativa impuesta por Washington y Bruselas.

La paz en Ucrania, que tanto se ha negado durante años por los intereses de una élite occidental, parece inminente. Esto deja en una posición incómoda a los gobiernos que compraron la retórica de defensa de la democracia ucraniana, cuando en realidad todo se trató de una estrategia geopolítica de desgaste contra Rusia. Los países europeos y los aliados incondicionales de la administración demócrata estadounidense quedan expuestos como meros instrumentos de una agenda que nunca tuvo a Ucrania como prioridad ni objetivo final, sino que buscó prolongar el conflicto para beneficios estratégicos.

En este contexto, la pregunta para Costa Rica es clara: ¿qué hará ahora el gobierno de Rodrigo Chaves y su canciller sin experiencia, Arnoldo André Tinoco, cuando su gran aliado norteamericano cambie de postura? ¿Seguirán bailando la música que Washington les imponga, como el propio Chaves admitió vergonzosamente hace unos días? Es un espectáculo lamentable ver cómo la diplomacia costarricense se ha convertido en un eco vacío de la política exterior estadounidense, sin la más mínima capacidad de definir una postura propia que responda a los verdaderos intereses del país.

Costa Rica y su clase política en general, en su mayoría acríticamente pro-occidente, ha apostado por una línea hostil hacia Rusia sin ninguna necesidad ni conocimiento profundo de las razones del conflicto, perjudicando cualquier posibilidad de relación con una de las potencias globales más influyentes de la actualidad. Ahora, con Trump inclinándose hacia un acercamiento con Moscú y un preacuerdo de paz con el presidente Putin, ¿seguiremos con nuestra postura obsoleta y absurda o veremos a Chaves y su equipo dando un giro sensato respecto a Rusia?

Pero el problema no es solo Rusia. Este mismo patrón de sumisión e ignorancia geopolítica se está viendo reflejado en la relación con China. La Casa Blanca dicta la línea, Costa Rica obedece, sin importar si nuestras decisiones benefician o perjudican al desarrollo del país. Lo vimos con Huawei y lo veremos en cualquier otro tema estratégico. La lección es clara: la política exterior de la Costa Rica chavista no responde a una visión soberana ni a un análisis propio de los acontecimientos internacionales, sino a una simple repetición de la narrativa occidental añeja y neocolonial, sin importar las consecuencias.

El tiempo ha demostrado que la visión maniquea del conflicto en Ucrania, promovida por Estados Unidos y la OTAN, era falsa. Que el triunfo de Rusia es irrefutable en todos los ámbitos y que la neutralidad, así como las buenas relaciones con todos por igual, es el único camino viable para un país pequeño como Costa Rica en tiempos de incertidumbre global. Pero ¿ha aprendido algo nuestra clase política que tanto ha criticado al “terrible Putin”? Si seguimos con la misma actitud de sumisión y falta de visión estratégica, el ridículo de la diplomacia chavista solo será un capítulo más en la triste historia de nuestra falta de autonomía internacional.

USAID: Cuando la ayuda se convierte en arma política

Mauricio Ramírez Núñez.

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) se ha vendido durante décadas como un pilar del compromiso estadounidense con la democracia, los derechos humanos y el desarrollo global. Sin embargo, recientes revelaciones han destapado la verdadera naturaleza de esta organización: un instrumento geopolítico al servicio de los intereses de Washington, más preocupado por financiar propaganda, desestabilizar gobiernos no alineados y sostener su hegemonía, que por cumplir su misión humanitaria.

El presidente Donald Trump ha denunciado que USAID desvió «miles de millones de dólares» hacia medios de comunicación como The New York Times y Politico para asegurar una cobertura favorable al Partido Demócrata y su ideología woke. Esto sugiere que fondos destinados al desarrollo internacional han sido utilizados como herramienta de manipulación política dentro de EE.UU., comprometiendo la credibilidad del periodismo y la transparencia gubernamental. ¿Cómo puede una agencia que se autodenomina promotora de la libertad de prensa justificar semejante injerencia? Cualquier parecido con 1984 de Orwell es mera coincidencia.

Este no es un caso aislado. En otras regiones, USAID ha sido acusada de financiar medios de comunicación alineados con los intereses de EE.UU., usando el discurso de la libertad de expresión para impulsar narrativas favorables a su agenda geopolítica mientras socava a gobiernos no alineados.

Más grave aún es el papel de USAID en la desestabilización de gobiernos que no se someten a la línea de Washington. A través de la financiación de ONGs, movimientos opositores y proyectos «pro-democracia», la agencia ha respaldado intentos de golpe de Estado y procesos de cambio de régimen en América Latina, África y Oriente Medio.

Ejemplos recientes han demostrado que USAID canaliza fondos hacia grupos opositores en países con gobiernos soberanos que buscan diversificar sus relaciones internacionales, particularmente aquellos que fortalecen lazos con China o Rusia. En lugar de actuar como un ente neutral de ayuda, la agencia se convierte en un instrumento de presión política.

En Oriente Medio, USAID ha sido vinculada al financiamiento de grupos armados que, lejos de promover la democracia, han contribuido al caos y la violencia en la región. El financiamiento a supuestas ONGs con nexos terroristas pone en entredicho cualquier pretensión humanitaria de la agencia. Todos los documentos sacados a la luz por la administración Trump así lo demuestran.

USAID opera bajo la premisa de que su misión es expandir los valores democráticos. Vaya hipocresía y doble discurso, ya que su historial demuestra lo contrario: financiamiento a medios para controlar la narrativa, apoyo a oposiciones serviles a los intereses estadounidenses y desestabilización de gobiernos legítimos.

Si realmente promoviera la democracia, USAID respetaría la autodeterminación de los pueblos y dejaría de ser una herramienta de injerencia. Si realmente defendiera los derechos humanos, no financiaría regímenes y movimientos que han cometido atrocidades en nombre de la «libertad». Todo esto solo demuestra lo que muchos hemos venido diciendo por años sobre este tipo de organizaciones y sus supuestos fines “humanitarios” y “neutrales”.

Las recientes denuncias sobre el uso de fondos de USAID serán investigadas con rigor por el gobierno estadounidense. El mundo entero necesita transparencia en el manejo de los recursos de esta agencia y, más importante aún, un replanteamiento sobre su verdadero papel en el escenario internacional.

El hecho de que Trump haya puesto todo esto al descubierto tampoco es garantía de que estas prácticas vayan a cesar. La injerencia y el financiamiento encubierto de oposiciones es parte del ADN de la política exterior de EE.UU., sin importar quién esté en la Casa Blanca. Más que un cierre de capítulo, estas revelaciones son un llamado de atención para preguntarnos por dónde ejercerán ahora su presión contra los países débiles, qué nuevas estrategias diseñarán y cuál será el próximo frente de batalla en su agenda hegemonista.

Los países que han recibido fondos de USAID deben preguntarse: ¿realmente es ayuda o es una forma de control? La democracia y los derechos humanos no pueden ser una excusa para la intervención extranjera. Es hora de poner un alto a la manipulación encubierta y exigir que la cooperación internacional se base en el respeto y la soberanía de los pueblos, no en agendas ocultas que solo favorecen a los intereses hegemónicos de una potencia.

Costa Rica y la polarización de sus élites

Mauricio Ramírez Núñez
Académico

Mauricio Ramírez Núñez.

La crisis política que enfrenta Costa Rica trasciende la figura de Rodrigo Chaves y no puede entenderse como un fenómeno aislado. Es, más bien, el resultado de una profunda confrontación entre las élites económicas del país, agravada por un creciente descontento social. Este malestar se intensifica en el contexto de la Cuarta Revolución Industrial, un momento histórico que está redefiniendo las estructuras de poder tradicionales.

La automatización, la digitalización y la transformación del mercado laboral a nivel global han dado lugar a nuevas dinámicas económicas y productivas, desafiando a los grupos dominantes y generando un enfrentamiento entre quienes buscan adaptarse a estos cambios y quienes resisten para proteger sus privilegios. En este escenario, la crisis costarricense se revela como un síntoma de un conflicto global entre el avance tecnológico (nuevas élites económicas) y las estructuras de poder que ven en las nuevas dinámicas una amenaza a sus intereses.

Este fenómeno no es exclusivo de Costa Rica. En Estados Unidos, la llegada de Donald Trump por primera vez al poder en 2017 evidenció la fractura entre una élite industrialista y productiva, que busca preservar su control sobre la economía real, y una élite tecno-globalista y financiera, que ha consolidado su dominio en los centros de poder y en los mercados internacionales, dejando de lado aquel carácter nacional del desarrollo económico.

Esta pugna ha redefinido el panorama político estadounidense, y se refleja también ideológicamente en una batalla cultural que llega hasta las bases y mueven al electorado en una dirección u otra. Guardando las distancias del caso, podemos decir que algo similar ocurre en nuestro país: no es solo una lucha ideológica y contra la corrupción como lo vende el gobierno, sino una batalla por quién controla el futuro económico de Costa Rica.

Por otro lado, no podemos olvidar las grandes desigualdades que no hemos podido resolver a pesar de tener la democracia más estable de toda la región. En este contexto, el gobierno de Chaves ha emergido como el catalizador de un reacomodo en las relaciones de poder, explotando el descontento popular para consolidar su influencia y el de una élite económica que ha entrado en contradicción con la tradicional.

Como señala Manuel Castells en su libro Comunicación y Poder, las redes sociales no solo han redefinido la comunicación política, sino que también han transformado la forma en que se moviliza el descontento y se construyen las narrativas de poder. En el caso de Costa Rica, las redes han dejado de ser simples plataformas de interacción y se han convertido en mecanismos para imponer la agenda política.

En un contexto de crisis y desconfianza en las instituciones, el grupo político que logre interpretar y canalizar el sentimiento de frustración que se mueve y se multiplica en redes se convierte en el vocero del descontento popular. Esto explica por qué la oposición enfrenta serias dificultades para desafiar al oficialismo: atacar al gobierno de Chaves es percibido por su base como un ataque directo al pueblo mismo, reforzando la idea demagoga de que existe un conflicto entre “la élite tradicional” y el “pueblo contra el sistema”.

Las redes sociales, además, moldean el comportamiento político de los ciudadanos, dice el profesor Castells. Si un individuo encuentra actitudes con las que coincide dentro de su red, es más activo políticamente. Por el contrario, cuando se expone a ideas contradictorias, su participación disminuye. De este modo, las redes sociales han creado burbujas informativas donde las personas solo encuentran contenido que refuerza sus creencias, profundizando la polarización, lo que beneficia a quienes dominan la narrativa digital. Ahí está el detalle.

El oficialismo ha comprendido que la polarización no es un problema, sino un arma para aferrarse al poder. Ha diseñado un discurso en el que cualquier crítica no es un cuestionamiento legítimo, sino un ataque directo al pueblo, mientras que las élites tradicionales son presentadas como los enemigos del cambio. Con esta narrativa, el gobierno se blinda contra el escrutinio público y mantiene su base de apoyo intacta, sin importar sus contradicciones, errores o actos de corrupción. Más que un movimiento político, sus seguidores se comportan como una secta, donde la lealtad ciega importa más que la realidad.

Por esta razón, la oposición no ha logrado generar un impacto significativo: mientras sigan atacando directamente al gobierno sin ofrecer una alternativa convincente y movilizadora, entiéndase aquellas causas reales que “chiman el zapato al pueblo”, seguirán jugando el juego de la polarización que tanto beneficia a Chaves y sus fanáticos. En este escenario, Costa Rica enfrenta un dilema complejo de cara a las próximas elecciones del 2026: o encuentra nuevas formas de hacer política, donde la discusión democrática supere la lógica de “nosotros contra ellos”, o seguirá atrapada en una dinámica en la que el poder se mantiene no por la eficiencia del gobierno, sino por la astucia en la manipulación del descontento social.

Rodrigo Chaves: peón de Washington en la Guerra contra China

Mauricio Ramírez Núñez

Mauricio Ramírez Núñez.

Académico

La diplomacia costarricense siempre ha sido reconocida por su independencia, su pragmatismo y su capacidad de diálogo con todas las potencias del mundo. En 1972 establecimos relaciones con la Unión Soviética, en plena Guerra Fría, al mismo tiempo que seguimos teniendo excelentes relaciones con los Estados Unidos, siendo los primeros en Centroamérica en hacerlo, y eso no nos hizo comunistas como muchos decían, ni nos cerró las oportunidades con la potencia capitalista del norte. Sin embargo, bajo la administración de Rodrigo Chaves nuestra historia diplomática no importa, y por ello, esa tradición de soberanía y respeto internacional parece estar cediendo ante los intereses de Estados Unidos.

Las recientes declaraciones de Mauricio Claver-Carone, actual enviado especial del Departamento de Estado, dejan en claro el rol que el mandatario costarricense ha decidido asumir: el de un peón en la estrategia de Washington para frenar la influencia china en la región. Como si todavía viviésemos en Guerra Fría. Claver-Carone, un operador de la línea dura republicana, no escatimó elogios al calificar a su peón favorito en Centroamérica como un “gran aliado” de EE.UU. en la contención de China. Esta afirmación confirma lo que ya era evidente: el presidente costarricense ha alineado la política exterior del país con los intereses de Washington, sin considerar las consecuencias económicas, comerciales y diplomáticas que ello implica.

El servilismo de Chaves quedó en evidencia en agosto de 2023, cuando su gobierno emitió un reglamento que excluye a empresas chinas, como Huawei, del desarrollo de la tecnología 5G en Costa Rica, utilizando como pretexto el Convenio sobre la Ciberdelincuencia de Budapest. Esta decisión, que la misma diputada Johanna Obando ha denunciado públicamente, y que le ha costado amenazas, como bien lo ha dicho, lejos de responder a criterios técnicos o de seguridad, es un acto deliberado de alineamiento geopolítico con la estrategia de EE.UU., que busca excluir a China de sectores estratégicos en América Latina. ¿Qué vela tiene un país como Costa Rica en ese conflicto? Es un absurdo de proporciones históricas.

La medida fue un mensaje claro a Beijing, con quien Costa Rica mantiene una relación comercial estratégica desde el establecimiento de sus relaciones diplomáticas en 2007 y la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) en 2011. Tanto así, que el gigante asiático es nuestro segundo socio comercial. Desde entonces, La República Popular China se ha consolidado como uno de los principales socios del país, con inversiones clave en infraestructura, comercio y cooperación tecnológica, aportando positivamente al desarrollo nacional sin imponer condiciones. Algo que dicho sea de paso, sí hacen los Estados Unidos y para nadie es un secreto. Sin embargo, para Chaves, esta relación parece ser menos importante que su afán por congraciarse con Washington. ¿A qué le teme el señor Chaves, que tiene tanto afán en obedecer sin chistar, pasando por encima a los propios intereses de Costa Rica? ¿Será que no ha entendido que la Guerra Fría se acabó hace 34 años y el mundo cambió?

Costa Rica ha construido su reputación internacional sobre la base de una política exterior equilibrada, basada en el respeto al multilateralismo y la cooperación con distintos actores, independientemente de su ideología. Ser un “gran aliado” de EE.UU. no es el problema; el problema es ser un aliado sin autonomía ni criterio propio. La estrategia de Chaves de enfrentarse a China no responde a los intereses de Costa Rica, sino a las presiones de Washington, que ve en América Latina un campo de batalla geopolítico.

Este alineamiento ciego no solo pone en riesgo las relaciones comerciales y diplomáticas con China en un momento histórico clave, sino que también socava la credibilidad internacional de Costa Rica como un país que históricamente ha actuado con independencia y neutralidad en disputas ajenas. La política exterior no puede ser dictada por agendas extranjeras, sino por el bienestar y el desarrollo del país como prioridad por encima de otro tipo de consideraciones. Rodrigo Chaves, como buen aprendiz de algunos políticos añejos occidentales, en su afán de buscar protagonismo internacional, ha decidido subordinar a Costa Rica a los intereses de EE.UU. en su conflicto con China. La pregunta es: ¿cuál será el costo que tendremos que pagar por semejante acto de sumisión y torpeza geopolítica?