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Estado de la justicia en Centroamérica1

1 Esta es una versión adaptada para el Semanario Universidad de la UCR del artículo del mismo nombre y publicado en: CENTROAMÉRICA-Rendir Cuentas para que la Gente Cuente; Arroyo, J.M. et altere; Coordinación e Introducción Luis Guillermo Solís y Sergio Ramírez; Editorial Sexto Piso, S.A., de C.V., Madrid, España, 2025.

José Manuel Arroyo Gutiérrez

La historia reciente de la democracia en Centroamérica -y con ella el Estado de la Justicia en la región- , tiene como punto de partida los Acuerdos de Paz: Esquipulas I (25 de mayo de 1986) y Esquipulas II (7 de agosto de 1987).

En el primero de estos pronunciamientos hay un llamado genérico al desarme de los grupos en conflicto, al diálogo constructivo, y a la instauración de una paz duradera a través del desarrollo económico y social de nuestros pueblos. Se establece que la paz sólo es posible mediante un proceso democrático, pluralista y participativo, con promoción de la justicia social, respeto a los derechos humanos, así como el respeto a la soberanía e integridad territorial de las naciones. Se visualizaba, como mecanismo idóneo para alcanzar estos propósitos, un Parlamento Centroamericano (PARLACEN) que sirviera como mecanismo promotor e integrador de la región.1

En cuanto a Esquipulas II, se declaró la necesidad de tomar medidas como promover la reconciliación a lo interno de cada nación; finalizar las hostilidades armadas; impulsar la democratización y las elecciones libres; eliminar la asistencia externa para fuerzas militares irregulares, así como negociar el control de armas y la atención a los refugiados.

Estos acuerdos declarativos de buenos propósitos nunca descendieron a las cuestiones concretas de cómo debían organizarse el Estado, el Poder Judicial y la Administración de Justicia. Todo quedó en referencias generales a la necesidad de fortalecer la institucionalidad democrática y al respeto de los derechos humanos.

El principal resultado de esta perspectiva fue la sobrevivencia de diseños constitucionales bastante anacrónicos, anclados en lineamientos decimonónicos, tanto para el modelo de Estado –liberal y republicano clásico-, como respecto de la organización y funcionamiento de los poderes judiciales dentro de ese esquema.

Se conservaron poderes judiciales hechos a imagen y semejanza del modelo napoléonico francés de principios del siglo XIX, es decir, organizaciones burocráticas a imagen y semejanza de los cuerpos militares, piramidales, rígidamente verticalistas, con ocupación total del territorio nacional mediante instancias y especialidades por materia y, lo más sobresaliente, una cúpula constituida por la Corte Suprema, en la que se concentra no sólo la última instancia jurisdiccional, sino todo el poder político y administrativo para la gestión de la función judicial del Estado. De esta manera, la Corte Suprema no sólo tiene la última palabra en los asuntos que procesalmente tengan acceso a esta instancia, sino que además atiende asuntos presupuestarios, administrativos, nombramientos, capacitaciones, asuntos disciplinarios y un largo etcétera.

Salvo algunos tímidos intentos de delegar en consejos de la judicatura o consejos superiores (Guatemala, El Salvador, Costa Rica), algunas de las tareas de administración, las organizaciones judiciales de la región siguen aferradas a la concentración de poderes y facultades, lo que las hace tremendamente ineficientes y con frecuencia corruptas.

Por otra parte, desde la perspectiva de los principales temas y problemas de fondo de la justicia centroamericana y de América Latina en general, los casos constituidos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, enunciados por su ex Presidente, identifican las cuestiones de mayor gravedad: el rol de las empresas en la protección de los derechos humanos; el derecho al medio ambiente y de equidad intergeneracional; el derecho a la salud; la libertad de expresión; la violencia de género; las garantías del debido proceso; los alcances y uso de la prisión preventiva; el plazo razonable en casos de adopción; la guarda y custodia de menores de edad; las limitaciones a las actividades de inteligencia con base en el alcance a los derechos humanos; el derecho a la autodeterminación informativa; los derechos de reunión y circulación en contexto de protesta social; la obligación de delimitar, demarcar y otorgar títulos de propiedad colectiva sobre los territorios de las comunidades indígenas y tribales; y diversas medias de reparación integral.2

En esta tercera década del siglo XXI, el Estado de la Justicia en los países centroamericanos está determinado por factores estructurales y coyunturales.

El principal de los aspectos estructurales consiste, como ya quedó dicho, en diseños institucionales anacrónicos, a imagen y semejanza de una organización militar: piramidal, rígidamente verticalista, burocrática, con amplia concentración de poderes jurisdiccionales y administrativos en la cúpula (Corte Suprema) y, en consecuencia, muy ineficientes y antidemocráticas.

Los pocos esfuerzos por delegar funciones en consejos administrativos o de la judicatura, han tenido, en el mejor de los casos, alcances limitados como es el caso de Costa Rica y, en la peor de las situaciones, se ha tratado de ensayos poco tiempo después revertidos, sea por reformas legales, sea por declaraciones de inconstitucionalidad, como ha pasado en Guatemala, El Salvador y Honduras.

Se evidencia también una profunda brecha entre el mundo normativo (el deber ser) y la cruda realidad operativa de nuestros sistemas de justicia (el ser). La simple lectura de cualquiera de las constituciones políticas de las repúblicas de la región, evidencia la propuesta de una justicia emanada de la soberanía popular; así como un supuesto compromiso con los derechos humanos, las libertades fundamentales y las garantías propias de democracias liberales avanzadas. Pero cuando se desciende a cómo funcionan esos buenos propósitos en la práctica, comienzan a revelarse una serie de falencias, ineficacias y vicios que terminan por pintar un cuadro harto decepcionante.

En Costa Rica, la vigencia del Estado de Derecho todavía resiste, pero se arrastra un sistema de nombramientos en la cúpula judicial plagada de vicios y procedimientos amañados. Con altibajos, las mayorías parlamentarias han privilegiado la lealtad partidaria e ideológica a la excelencia académica e independencia profesional. Recientes leyes promulgadas al calor de ajustes fiscalistas amenazan la estabilidad funcional y laboral de la policía técnica, la fiscalía y la judicatura. Se han destapado escándalos por manejos irregulares de casos por claros tráficos de influencias y corrupción. En este punto, sin embargo, las buenas intenciones de procurar reformas de fondo, han naufragado en una cúpula que se niega a soltar los poderes tradicionales que ostenta. Las debilidades y falencias tradicionales han sido aprovechadas por las tendencias autocráticas del gobernante actual, que pretende destruir, no mejorar, el orden constitucional y la institucionalidad vigentes. En El Salvador se ha producido una quiebra del Estado de Derecho. El Poder Ejecutivo, sustentado en un amplio apoyo popular, ha implementado una política pública de prisionización indiscriminada con la cual, el debido proceso ha sido arrasado. La prensa independiente es perseguida y acallada. El Poder Judicial fue desmantelado y puesto al servicio incondicional de esas políticas represivas. La mayoría Parlamentaria ha bendecido esas estrategias y obedece fielmente los dictados presidenciales. Todo ha sido impuesto gracias a un estado de sitio que lleva ya varios años. El ejemplo salvadoreño es de manual, respecto a las nuevas formas de dominación oligárquica, no por medio de la bota militar, sino a través de estrategias dictatoriales con apariencia democrática. El caso de Guatemala presenta sus características propias. Como respuesta a los avances logrados en el sistema de justicia gracias a la intervención de Naciones Unidas a través de la CISIG, la clases dominantes, que vieron amenazados su impunidad y privilegios, ha arremetido tomando posesión de los poderes públicos, incluidos Corte Suprema y Ministerio Público, para revertir los logros obtenidos y asegurar que la justicia no toque a ciertos sectores con poder económico y político. Los jueces y fiscales que lograron condenas históricas contra ciertos intocables, han sido destituidos, perseguidos y en muchos casos obligados al exilio. Hoy la República de Guatemala se debate entre retomar la senda de un Estado de Derecho o continuar por la ruta de la corrupción institucional y la impunidad. La situación en Honduras es similar a las anteriores en varios aspectos. Hay serios cuestionamientos al sistema de nombramientos de la cúpula judicial y de la judicatura en general, por presiones e influencias indebidas de grupos poderosos en lo político y en lo económico. También se han registrado casos de corrupción, sobre todo de personajes influyentes que buscan impunidad ante acusaciones por tráfico de influencias, malversación de fondos públicos y otros beneficios indebidos. Por último, la situación de la justicia en Nicaragua es la propia de un Estado de Facto, como en El Salvador, pues se han conculcado y neutralizado todos los mecanismos de balance y control propios de un Estado de Derecho. Se han prohibido y criminalizado manifestaciones públicas, así como las críticas y protestas mediáticas de opositores al gobierno. Se ha privado de la nacionalidad nicaragüense a activistas de derechos humanos, organizaciones no-gubernamentales y adversarios políticos. De hecho, se controla por parte del Ejecutivo a todos los demás órganos y poderes del Estado. El sistema judicial penal se ha manipulado para perseguir opositores, encarcelarlos y obligarlos al exilio. El colmo de la represión ha alcanzado a la Iglesia Católica y otras denominaciones religiosas a las que se les han prohibido rituales o manifestaciones públicas de sus celebraciones.

Por su parte, el principal factor coyuntural que marca el estado de la justicia centroamericana, es de carácter universal. En nuestros días estamos frente a una verdadera crisis de la democracia liberal republicana, y hay fuertes tendencias en todo el mundo que apuntan a sustituirla por regímenes autoritarios que pretenden concentrar el poder político. Si bien han cambiado las estrategias tradicionales de los golpes de estado conducidos por cúpulas militares contra las instituciones democráticas, en la actualidad se han impulsado formas no menos agresivas para tomar por asalto esa institucionalidad.

Guardando las apariencias democráticas, se trata en la mayoría de los casos, de manipular los procesos electorales controlando las autoridades electorales, eliminando de hecho la oposición, o perpetrando abiertos fraudes. Se trata asimismo de tomar el control de los otros poderes, asegurándose amplias mayorías parlamentarias, que autoricen cualquier capricho del Ejecutivo; o bien se trata de conformar poderes judiciales y ministerios públicos serviles, que se olviden de su independencia y función contralora, dando con sus resoluciones apariencia de constitucionalidad o legalidad a toda clase de tropelías y abusos.

En este último supuesto, cuando de controlar el Poder Judicial se trata, en todos los países de la región es más que evidente los esfuerzos de grupos de influencia y político-partidarios por manipular los nombramientos de las cúpulas y demás cargos en la judicatura y el Ministerio Público. De nuevo se observa con claridad todo tipo de maniobras para revestir estos procesos de una cierta apariencia de objetividad y tecnicismo, cuando en realidad se imponen criterios partidarios o, peor aún, criterios contaminados por loa intereses de sectores delictivos y corruptos que buscan impunidad.

En ese desventurado contexto, no es de extrañar las malas -a veces pésimas- calificaciones que reciben nuestros sistemas de justicia cuando son evaluados por organismos globales o regionales. Con alguna ventaja de Costa Rica en estas evaluaciones, pues aún se reconoce cierta capacidad de resistencia y fortaleza institucional, el resto de los países de Centroamérica exhiben cifras y posiciones muy negativas en aspectos fundamentales como respeto a los derechos humanos, acceso a la justicia, control a los gobernantes, o eficiencia y eficacia del Estado de Derecho en su conjunto.

Compartido con SURCOS por el autor.

1 Costa Rica nunca se adhirió a este organismo y el tiempo se ha encargado de exhibirlo como un cascarón burocrático ineficiente o peor aún, refugio de políticos en busca de impunidad.

2 (Pérez Manrique, Ricardo C; Juez Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos; Informe Anual 2023).

autoritarismo, corrupción judicial, democratización, derechos humanos, estado de derecho, impunidad, independencia judicial, José Manuel Arroyo Gutiérrez, justicia centroamericana, poderes judiciales