Por
Arnoldo Mora
Entiendo por “fundamentalismo” el intento ideológico por justificar la irracionalidad del abuso del poder, recurriendo a una interpretación suprarracional de la acción humana, con fines éticamente inaceptables en razón de su carácter inhumano, que puede llegar a una dimensión genocida. El recurso a la divinidad o a fuerzas sobrehumanas con el fin de imponer su voluntad de manera brutal, ha sido el recurso al que suelen recurrir los déspotas de todos los tiempos. Pero el fundamentalismo, si bien de origen esencialmente religioso por sus implicaciones metafísicas, se extiende también a otros ámbitos del quehacer humano, como la economía, la tecnología o la cultura; aunque lo más frecuente es el recurso al fundamentalismo religioso para legitimar pretensiones de sojuzgamiento político con fines de explotación de recursos humanos y naturales.
Tal es el caso de lo que ahora mismo estamos viendo en la más reciente guerra, la que libran palestinos e israelíes. Ambos recurren a argumentos religiosos; le dan un carácter religioso o de guerra santa o “Yihad” en el campo musulmán, o invocando una supuesta condición de “pueblo escogido” por Dios por parte de los judíos. Las dos argumentaciones son igualmente deleznables y de efectos aterradores en todas las épocas, pero especialmente en la actual, debido al carácter destructor de toda forma de vida de que está dotado el armamento moderno, debido al incremento de los presupuestos multimillonarios destinados al desarrollo científico y tecnológico con fines militares. Desde el recurso a la aviación en la guerra como instrumento para lograr lo que en la estrategia militar se solía llamar ”ablandamiento artillero”, cuyo fin es destruir con bombas los puntos estratégicos del enemigo (puentes, carreteras, campamentos, frentes de avanzada, centros de telecomunicación, etc.) y provocar el terror en las filas y la población del enemigo, con el fin de preparar la invasión posterior del grueso de las tropas del ejército de tierra, esta infernal estrategia militar ha servido frecuentemente para aniquilar implacablemente a la población civil desarmada e inerme, compuesta mayoritariamente por niños, mujeres, ancianos y enfermos. Todo lo cual le ha dado un carácter infernal a las guerras modernas. Todas las guerras lo han sido siempre, pero ahora la tecnología las ha hecho monstruosamente deletéreas, hasta el punto de que el recurso al armamento atómico y a la guerra biológica podría poner fin a la especie humana. Eso hace de la guerra un mal en sí, la negación del don más precioso, cuya preservación e incremento es la razón de ser de la ética, como es la vida, no sólo la humana sino en todas sus formas y manifestaciones.
Pero la guerra o el genocidio, no son un destino fatal para la humanidad. Como respuesta a la búsqueda e implementación del poder, el ser humano ha ideado la “política”, es decir, el recurso al discurso, a la palabra persuasiva basado en argumentos racionales, con el fin de provocar consensos en que se funda el ejercicio de la libertad colectiva. De esta manera, los pueblos asumen los desafíos del presente y avizoran horizontes de esperanza hacia el futuro. Para lograr tan nobles objetivos, se han creado instituciones regidas por todo un cuerpo de leyes llamado “derecho internacional” o normas que rigen las relaciones entre naciones; con ello se hace factible que el enfrentamiento dialéctico desemboque en acuerdos políticos. El derecho internacional e instituciones como Naciones Unidas, han sido creados con este objetivo. Cumpliendo estrictamente las normas del derecho internacional bajo la supervisión de organismos supranacionales a fin de cumplir los acuerdos logrados, se lograrán los nobles objetivos de la política. El diálogo político que incluye el enfrentamiento ideológico, hace del otro un interlocutor con derechos y deberes, es decir, una “persona” y no un enemigo a destruir, como en la guerra. Pero quien trata al otro como un ser infrahumano, se deshumaniza él mismo, quien trata al otro como bestia, se convierte en bestia él mismo.
Por desgracia, lo que acabo de decir lo están viviendo trágicamente los pueblos de Israel y Palestina, especialmente éste último. Estamos ante la bestialidad pura, todo sustentado cínicamente en argumentos pseudoteológicos; lo cual contradice palmariamente la enseñanza original de los maestros de las que se nutren esas ancestrales tradiciones religiosas. La utopía religiosa por excelencia en las religiones sinaíticas es la paz (shalom). Pero la paz es el fruto del reconocimiento de la dignidad del otro en su condición de desvalido. Nadie como el profeta Jeremías, fundador del nacionalismo judío, lo dijo en estos inequívocos términos: “Dios es la mirada de la viuda, del huérfano y del extranjero”. Y el más grande de los profetas de Israel, Isaías, dijo esta sentencia que nunca como ahora debe aplicarse en este abominable conflicto: “La paz es obra de la justicia”.