La derecha peruana masacra al pueblo y acusa a las víctimas

Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor costarricense

La profunda crisis de legitimidad política en la que se ha venido sumiendo la nación peruana, a partir de la elección del profesor Pedro Castillo Terrones, como resultado de la segunda vuelta electoral efectuada en el mes de junio de 2021, es el resultado de la incapacidad –por así llamarla- de la derecha de aceptar un resultado electoral que le sea adverso, a semejanza de lo ocurrido hace apenas unos días en Brasil: la legitimidad reside en el elegido para el período 2021-2026 y no en sus detractores.

Desde el momento en que se conocieron los resultados electorales, la candidata ultraderechista Keiko Fujimori, hija del dictador Alberto Fujimori, que gobernó ese país con mano de hierro, a lo largo de toda la década de los noventa, desconoció los resultados de esas elecciones generales, llegando a acusar a algunos votantes andinos del Perú Profundo de haber actuado de manera tramposa e irregular, cosa que fue desmentida con sólidas pruebas. Era su tercer intento fallido de alcanzar la presidencia de ese país sudamericano.

Durante la mayor parte de junio y julio de ese año, cuando faltaban pocos días para la proclamación del presidente electo, que debía asumir el día 28 de julio de 2021, la derecha bruta y achorada del Perú acudió a todos los recursos que pudo para impedir que el organismo electoral proclamara al ganador. Después, ante el inevitable juramento del nuevo presidente, emprendieron la ruta hacia la vacancia o destitución de Castillo, acusándolo de “terrorista” y enemigo de la democracia (en realidad del corrupto régimen oligárquico imperante). De ahí en adelante, se sucedieron dieciséis meses de hostigamiento incesante, por parte de la prensa, el congreso y un poder judicial sujeto a los designios de los poderes fácticos del país, cuyos jueces y fiscales acudieron a la figura del lawfare, judicializando la política para enlodar al gobernante rechazado por los poderes fácticos.

Se acudió a dos intentos fallidos de vacancia, a negar el voto de confianza a numerosos ministros que debieron renunciar, por lo no pudo llevar adelante su gestión, asediada por una prensa corporativa y totalitaria. El hecho de que el nuevo presidente no fuera un hombre de izquierda ni cosa que se le parezca, tampoco condujo a un cambio de actitud de sus adversarios limeños (e incluso algunos señorones serranos, como la presidenta del congreso María del Carmen Alva). La condición de campesino serrano y mestizo lo hacía inaceptable e indigerible para las viejas élites del Perú, las que terminaron acorralándolo, y dándole un golpe de estado con la abierta intervención de la Embajada de los Estados Unidos, a pesar de los intentos reiterados de Pedro Castillo de obtener el respaldo de la Casa Blanca.

Lo más probable es que la negativa del presidente Castillo de emplear la fuerza contra las comunidades campesinas, las que se oponen a los depredadores proyectos mineros en la región de los Andes, basados en contratos ley típicamente colonialistas, propiedad de empresas canadienses y españolas, entre otras condujo al desenlace: un fallido intento del presidente de cerrar el congreso y llamar a elecciones para una asamblea constituyente, ocurrido el día 7 de diciembre tal y como había prometido durante la campaña electoral, un hecho del que no se sabe mucho porque el presidente fue secuestrado por las propias fuerzas de seguridad, cuando intentaba llegar a la Embajada de México en Lima. Un mes después el presidente legítimo permanece en la misma condición sin que haya sido posible conocer su versión libre de los hechos.

La hasta entonces vicepresidenta, Dina Boluarte asumió el mando del ejecutivo, dándole la espalda a sus antiguos aliados, y acudiendo de inmediato a la represión más sanguinaria contra las poblaciones rurales y urbanas de los Andes que rechazan el golpe dado por los militares, la prensa y el congreso. Por otra parte ante la evidente falta de legitimidad del nuevo régimen, escudado en una débil legalidad e ignorando el abierto rechazo de más del 90 por ciento de la población, Boluarte y los militares han optado por la represión y una campaña de calumnias contra las mayorías que protestan, las que hasta el momento han sufrido la pérdida de medio centenar de vidas en los departamentos de Ayacucho, Apurímac, Cuzco, Arequipa, Puno y otros puntos de la geografía peruana, pensando erróneamente que con el mero ejercicio de la fuerza militar y policial se fortalecen, pudiendo así perpetuarse en el poder, cuando en realidad acontece todo lo contrario, conforme pasan las horas y los días.

Estos fascistas, disfrazados de demócratas, llenos de odio racista y clasista, se aferran al poder a sangre y fuego, llevando a cabo limpiezas étnicas contra los aymaras y quechuas del altiplano ¿cuántos muertos más se necesitarán para que se vayan? o ¿es que acaso pretenden perpetuarse en el poder mediante una masacre de dimensiones colosales?  De lo que no hay duda es de que la frágil institucionalidad democrática latinoamericana se encuentra en serio peligro de muerte: lo ocurrido en la vecina Bolivia en noviembre de 2019 y en Brasil el domingo 8 de enero de 2023, revelan la necesidad de enfrentar con firmeza, inteligencia y prudencia la amenaza totalitaria de una derecha que jamás ha sido democrática.