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La historia del café, Starbucks y los derechos laborales

Frank Ulloa Royo
Instituto Sindical de Formación Política

I. El café de Starbucks: explotación que comienza en el cafetal

La historia del café que llega a las vitrinas de Starbucks no empieza en la máquina de espresso ni en la sonrisa del barista. Comienza en las laderas de Costa Rica, donde hombres y mujeres —en su mayoría migrantes nicaragüenses y panameños, junto a familias rurales costarricenses— doblan la espalda para llenar cajuelas de fruta roja. Cada cajuela, unos 12,5 kilos de café en grano, se paga a ₡1,138 colones, apenas dos dólares. Un recolector experimentado puede llenar entre 8 y 12 cajuelas en una jornada, lo que equivale a ₡9,000–₡13,600 diarios (USD $17–$26).

La medida tradicional, la fanega, resume la paradoja: 20 cajuelas equivalen a una fanega, y el pago al recolector ronda los ₡22,760 colones (USD $43). Mientras tanto, el precio internacional del café se dispara y las ganancias de la multinacional se multiplican. El grano que se vende como símbolo de sofisticación y estatus en las ciudades globales nace de un trabajo marcado por la precariedad, la falta de seguridad social y la ausencia de organización sindical fuerte.

En Costa Rica, el salario mínimo oficial hace que muchos costarricenses eviten la cosecha, dejando el trabajo en manos de migrantes e indígenas de pueblos originarios que aceptan condiciones duras por necesidad. La explotación, entonces, se invisibiliza: se presenta como “oportunidad” para quienes cruzan fronteras, mientras se normaliza la desigualdad en el campo.

El café que se sirve en Nueva York o San José, con espuma perfecta y nombres exóticos, esconde la realidad de quienes lo recolectan. La riqueza de la multinacional se sostiene en la espalda de trabajadores que reciben apenas USD $43 por fanega, mientras el mismo café se vende a precios que multiplican por diez o veinte ese valor en una sola jornada de ventas.

La cadena es clara: la explotación comienza en el cafetal y se prolonga en la cafetería. En el campo, el recolector invisible; en la ciudad, el barista precarizado. Ambos sostienen con su trabajo la maquinaria de consumo global, ambos comparten el mismo cansancio y el mismo deseo de justicia.

La pregunta que queda abierta es si los trabajadores rurales y urbanos podrán reconocerse en el mismo espejo, tender puentes entre la cajuela y la taza, y transformar el café cotidiano en símbolo de dignidad. La organización sindical, bloqueada en Costa Rica por políticas antisindicales y por una cultura de silencio, es la herramienta que puede convertir esa rutina en resistencia.

El café de Starbucks, vendido como experiencia burguesa, lleva en su aroma la memoria de la explotación. La historia nos recuerda que la dignidad no se regala: se conquista en la palabra compartida, en la organización colectiva, en la decisión de no aceptar como normal lo que es injusto.

II. Starbucks: el café de la multinacional requiere una cucharada de sindicato, no solo vitrinas y postres

El café que servimos cada día alimenta la riqueza de una multinacional, pero también desnuda una paradoja: detrás de la pulcritud de las vitrinas y la aparente calma de los locales, persiste la invisibilidad de quienes sostienen largas jornadas con salarios insuficientes. La pregunta es si aceptaremos esa rutina como normalidad o si, como los baristas en Estados Unidos, la convertiremos en rebeldía.

La lucha por la dignidad laboral no conoce fronteras: el mismo aroma recorre cafeterías en Nueva York y San José, el mismo cansancio se acumula en las piernas, el mismo deseo de justicia late en los trabajadores. La organización sindical es el puente capaz de transformar esa rutina en resistencia y ese café cotidiano en símbolo de dignidad. Sin embargo, en Costa Rica los intentos de articularse —como los impulsados por Rel UITA— han chocado con políticas antisindicales y con una libertad sindical limitada, que impide que la voz de los trabajadores se convierta en fuerza colectiva.

La rebelión de las tazas rojas en Estados Unidos

En Nueva York, los baristas decidieron romper el silencio. Bajo el lema “Sin contrato, no hay café”, miles de trabajadores transformaron la rutina en rebeldía. La huelga nacional, iniciada en el simbólico Red Cup Day, interrumpió ventas millonarias y se convirtió en un símbolo político y social. El sindicato Starbucks Workers United expuso lo que antes se ocultaba: horarios impredecibles, salarios insuficientes y persecución antisindical. La presencia de figuras como Bernie Sanders y Zohran Mamdani en los piquetes elevó la protesta a un debate nacional sobre desigualdad y poder corporativo. Allí, la huelga es un derecho ejercido con fuerza, aunque no sin riesgos, y la protesta se convierte en pedagogía pública.

El aroma del café en Costa Rica oculta la explotación

En Costa Rica, el escenario es distinto. El salario mínimo para un trabajador de comercio o restaurante ronda los ₡365,000 colones mensuales, apenas suficiente para cubrir necesidades básicas en un país donde el costo de vida se dispara. Los baristas enfrentan las mismas tensiones: largas jornadas de pie, presión constante, riesgos invisibles.

Pero aquí, la huelga no es un recurso cotidiano. El miedo al despido, la desconfianza social hacia la protesta y un sistema judicial que rara vez favorece la negociación colectiva hacen que muchos trabajadores aguanten en silencio. La precariedad se disfraza de estabilidad, y la resistencia se fragmenta en quejas individuales más que en movimientos colectivos. El café se sirve con aparente calma, mientras la dignidad se erosiona en silencio.

Dos realidades de explotación, un mismo modelo

El contraste es nítido: en Estados Unidos, la huelga se convierte en arma política y pedagógica, capaz de poner en jaque a una multinacional; en Costa Rica, el mismo modelo corporativo se sostiene gracias al silencio impuesto por la cultura laboral y el miedo al despido. Allí, un trabajador de comercio o restaurante recibe alrededor de 690 dólares al mes, apenas suficiente para sobrevivir en un país donde el costo de vida se levanta como un muro. En Nueva York, el salario mínimo alcanza los 2,560 dólares mensuales, pero incluso en la ciudad que nunca duerme ese ingreso resulta insuficiente para cubrir vivienda, transporte y salud.

La distancia entre ambos salarios parece abismal, pero la experiencia compartida revela una misma herida: la precariedad disfrazada de normalidad. En San José y en Brooklyn, los baristas sostienen largas jornadas de pie, con idéntico cansancio en las piernas y el mismo deseo de justicia en el corazón. El café que sirven cada día alimenta la riqueza de una multinacional, mientras ellos, invisibles, buscan transformar la rutina en dignidad.

Rel UITA y Starbucks: una lucha que apenas empieza

Ambos escenarios muestran que la precarización no es un accidente, sino una estrategia global. La diferencia está en la capacidad de los trabajadores para organizarse y convertir la indignación en acción colectiva. En un país, la dignidad se defiende en la calle; en el otro, se resiste en silencio.En este panorama, el papel de Rel UITA adquiere un valor singular. Como organización internacional que articula sindicatos de la alimentación, la agricultura y la hotelería, Rel UITA ha intentado tender puentes entre las luchas dispersas, acompañar a los trabajadores del sector servicios y dar visibilidad a quienes enfrentan políticas antisindicales en países como Costa Rica. Sus esfuerzos han buscado abrir caminos para que la voz de los baristas y trabajadores de restaurantes no quede atrapada en el miedo al despido ni en la indiferencia social. Sin embargo, las barreras son profundas: la represión, la falta de libertad sindical y la cultura de silencio han limitado los frutos de esta tarea.

La pregunta es urgente: ¿qué pasaría si los baristas en Costa Rica y otros países se reconocieran en el espejo de sus compañeros en Nueva York? ¿Qué fuerza tendría un sindicato que uniera las voces dispersas de quienes hoy trabajan en silencio, respaldado por redes internacionales como Rel UITA?

La dignidad no se regala en una taza de café; se conquista en la palabra compartida, en la decisión de no aceptar como normal lo que es injusto. La historia demuestra que la organización colectiva no solo es posible, sino necesaria para que el trabajo deje de ser sinónimo de precariedad y vuelva a ser un espacio de vida digna. Rel UITA, con su experiencia y alcance internacional, puede ser el catalizador que transforme la resistencia aislada en un movimiento capaz de cruzar fronteras y convertir el café cotidiano en símbolo de justicia global.

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