Los cincuenta años de la UNA y el ethos de sus fundadores (II)

Rogelio Cedeño Castro

Sociólogo y catedrático de la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA).

La nueva institución universitaria que junto con el TEC o Instituto Tecnológico de Costa Rica, con sede en la ciudad de Cartago, vino a diversificar y a innovar la enseñanza superior universitaria pública de nuestro país, al menos durante los primeros años de su existencia, razón por la que resulta pertinente seguir reflexionando sobre sus orígenes.

Desde sus inicios, dentro de un contexto de intensas y enriquecedoras polémicas, tanto hacia el interior de la incipiente universidad, como con respecto del conjunto del país, se produjeron tensiones y reacciones en el orden de lo político, lo social, lo cultural y lo ideológico (en términos doctrinarios, relativos a la asunción de posturas de fondo frente a la realidad nacional y universitaria de entonces) en el seno del Partido Liberación Nacional (PLN), la organización o partido político más importante del país, la que en esos años mantenía desplegadas sus posiciones socialdemócratas y reformistas, tanto desde el Poder Ejecutivo como en la Asamblea Legislativa, desde donde impulsaron la fundación de la UNA, Francisco Morales Hernández y otros de sus compañeros de la Fracción Parlamentaria del PLN (1970-1974), de la que viven aún sólo Manuel Carballo Quintana y Ángel Edmundo Solano Calderón, según decía Francisco en días pasados.

En la primera elección para escoger al rector de la UNA se enfrentaron-por así decirlo- Benjamín Núñez Vargas, apoyado por la izquierda de su propio partido, y un numeroso grupo de académicos y estudiantes de las demás organizaciones o partidos de ese sector del espectro político, mientras en el otro lado, el filósofo y connotado académico, Francisco Antonio Pacheco, en representación de las fuerzas conservadoras que, desde hacía algún tiempo, consideraban a la UCR algo así como un “nido de comunistas”, razón por la que habían decidido emigrar al nuevo espacio universitario, dado el clima de efervescencia revolucionaria entre los jóvenes de aquella generación de los setenta, influenciados por el mayo francés de 1968 y la rebelión del estudiantado mexicano, pidiendo democracia (Esa democracia bárbara de México, como la llamaba el escritor José Revueltas) que fue aplastada a sangre y fuego en octubre de ese mismo año en la plaza de Tlatelolco, por la maquinaria político-militar del presidente Gustavo Díaz Ordaz, aconsejado por la CIA estadounidense. Benjamín Núñez fue el primer rector de la UNA, y paradoja de paradojas, con el paso del tiempo, en honor a la verdad, considero que fue el más académico y visionario de todos los que estuvieron al frente de la institución: tenía un proyecto universitario innovador, y era un sociólogo brillante, además de un estratega político singular que supo moverse en las turbulentas aguas de la política y la vida académica universitaria de hace medio siglo, pero sobre todo corría con colores propios y en un terreno que era el suyo, en toda la extensión de ese término. Al final fueron, o fuimos otros actores de ese proceso universitario, los que no estuvieron o estuvimos a la altura de las circunstancias.

En la perspectiva del tiempo de la larga duración histórica pienso que los logros académicos, tanto en el terreno de la enseñanza universitaria como en el de la investigación en todas las disciplinas hubieran sido mucho mayores, de haberse continuado la propuesta de Núñez-Ribeiro (¿UNIVERSIDAD NECESARIA? No como consigna, sino como esencia del quehacer de la joven institución que estaba destinada a grandes logros).

Fue así, como desde el principio entraron en pugna las visiones y enfoques, que partían del modelo universitario interdisciplinario y horizontal propuesto por Darcy Ribeiro, al que hicimos alusión supra en la primera parte de este artículo, el que impulsaron Benjamín Núñez y sus compañeros más cercanos, y por otra parte, la de los que buscaban un modelo universitario orientado hacia una fábrica de graduados estandarizados y de chicos “bien portados”, funcionales al establecimiento político, que con el tiempo deberían responder a la magia de la demanda empresarial y del mercado.

Hacia finales de la década de los setenta y comienzos de los ochenta el proyecto universitario inicial de Núñez y sus compañeros se encontraba bajo el fuego sistemático de los grandes medios de comunicación social (prensa impresa, radio y televisión), en especial el diario La Nación dirigido entonces por Eduardo Ulibarri, que contaba con el concurso la acerada pluma del columnista Enrique Benavides, quien llegó hablar de la teratología o monstruosidades  de una universidad, de la que afirmaba que se había tragado y deformado a la parroquial ciudad de Heredia, con su discurso político e innovador, al parecer altisonante: el herediocomunismo (Ver Rodrigo Quesada Monge, revista ABRA de Ciencias Sociales # 19 20 II semestre 1994 p.p. 123-129), ese cuco que  tanto asustaba a los defensores del statu quo, los que ya empezaban a tranquilizarse con la llegada de la larga contrarrevolución neoliberal de Margaret Thatcher y Ronald Reagan (entre 1979 y 1981) que ha prevalecido desde entonces.

A pesar de todo, los logros en este medio siglo de la UNA han sido muchos, y hablaremos de ellos en una tercera entrega de este artículo. Lo cierto es que el proyecto de aquella universidad necesaria de los fundadores de la nueva institución de educación superior se fue abandonando gradualmente, para dar paso a la departamentalización de las disciplinas, o en escuelas que optaron por programas de estudio verticales y por materia.

El abandono del IESTRA o liquidación en su espíritu inicial del Instituto de Estudios del Trabajo es una demostración de lo que hemos venido afirmando, para acelerarse poco después luego cuando se puso fin a los cursos o estudios propedéuticos que formaban el tronco común en todas las facultades, asediados por los sectores de una derecha, cada vez más agresiva, hacia el interior de la UNA.

De ahí en adelante se apostó por ofrecer menos al país, exigir poco o no tanto a los estudiantes (que estaban en el proceso de convertirse en “clientes” del sistema preconizado por el pensamiento único neoliberal), encuadrando su formación hacia posturas tecnocráticas, de meros graduados que tanto interesaban a las élites del poder: el orden y el progreso decimonónicos han terminado reinando en los años finales del siglo pasado.