César López Dávila
En el mundo, la movilización de un grupo de personas buscando soluciones a problemas concretos, o para expresar su opinión a favor o en contra de una figura, política pública, o ley, es una práctica acostumbrada. Incluso, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (que impone a los Estados miembros, obligaciones tendientes a la promoción y protección de derechos humanos), y del cual forma parte nuestro país; reconoce que la protesta social juega un papel fundamental en el desarrollo y el fortalecimiento de los sistemas democráticos.
Costa Rica no es ajena a las acciones de protesta. Incluso centros de investigación como el Programa Estado de la Nación, definen la protesta social como eventos en que participa un grupo de personas, para expresar una demanda o reivindicación de alcance colectivo, ante alguna entidad pública o privada.
Pero tengamos presente que la protesta social no ocurre en el abstracto, sino como parte de un contexto regional, en el cual la desigualdad sigue presente y crece. Tal desigualdad suele ser el rasgo social ante el cual la participación ciudadana sobre asuntos públicos, con frecuencia, toma forma de protesta.
En Costa Rica, desde años atrás, entes internacionales como el Programa de Naciones Unidades para el Desarrollo (PNUD), o la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL), nos vienen avisando del crecimiento alarmante de la desigualdad, así como del sostenido y sistemático aumento de la brecha entre ricos y pobres. A la vez, investigaciones nacionales indican cómo el desempleo y la pobreza, consumen a cada vez más hogares.
En sociedades democráticas, no es de extrañar que las personas se organicen y expresen sus demandas de formas distintas, con estrategias variadas, sean formales o no institucionales. En sociedades con desigualdades tan crecientes como la nuestra, no debería causar extrañeza que la protesta tome formas menos institucionales; sobre todo si ésta proviene de sectores vulnerables a los cuales, durante largo tiempo, los canales tradicionales de participación para tramitar sus necesidades insatisfechas, no les han generado soluciones concretas.
Esas formas no institucionales de protesta, en variadas ocasiones, afectan el normal desarrollo de otras actividades; incluso, al punto de generar su interrupción súbita. Sin embargo, tal situación no las vuelve en sí mismas ilegítimas como formas de expresión. Tenga claro la persona lectora que esto no lo digo yo, sino la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
Las protestas son una realidad social compleja, donde resulta difícil armonizar los distintos derechos en juego, tanto los de los manifestantes, como los de los ciudadanos que no forman parte de la protesta. Precisamente, por ello, las manifestaciones suelen convertirse en un disparador de emociones, lo cual puede resultar riesgoso en un país como el nuestro, en el cual reiterados estudios de opinión vienen señalando una alarmante disminución del respeto de los ciudadanos a los derechos políticos de los demás; en especial, a los de aquellos con quienes no se está de acuerdo. O lo que es lo mismo: un aumento de la intolerancia política.
Por eso, a pesar de las emociones encontradas que generan las protestas, no corresponde al rol de los afectos, dar solución a una conflictividad social en aumento. Por el contrario, corresponde a los Estados, la obligación de gestionar el conflicto social desde la perspectiva del diálogo. Así lo promueve el Sistema Interamericano de Derechos Humanos del que Costa Rica es parte.
Siempre con relación a las medidas que tomen los Estados para atender las protestas sociales en sus distintas modalidades, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos diferencia, que una cosa es el uso proporcional de la fuerza en aras del orden público; y, otra cosa muy distinta, un paradigma de seguridad ciudadana, en el que se considere a la población civil que se manifiesta como “enemigo”, lo cual a la luz del derecho humano y de un sistema democrático, se considera un error en la gestión del conflicto social.
Se puede estar de acuerdo o diferir con las modalidades que grupos vulnerables con limitado o nulo acceso institucional escogen para realizar sus protestas, pero en toda gestión del conflicto, los Estados que se precien de democráticos, paralelo a su preocupación por el establecimiento del orden público, deben garantizar respuestas enmarcadas en el diálogo y las garantías para quienes se manifiestan.
Por eso llama mucho la atención que los días 4 y 11 de octubre, el Presidente Alvarado (Poder Ejecutivo) y el diputado Criuckshank (Presidente del Legislativo), propusieran una fórmula de diálogo entre actores institucionales, pero se excluía a un actor principal de los acontecimientos: el Movimiento Rescate Nacional.
El diálogo se ha vuelto necesario ante las manifestaciones, sin ellas, el Gobierno hubiese seguido su ruta causante del descontento. Tal diálogo, en cualquier parte del mundo, sucede entre actores concretos que entran en tensión sobre ciertos temas. Si el diálogo se ve como salida negociada a la conflictividad, ¿qué sentido tiene que el Gobierno hable de diálogo desde una posición que descalifica al adversario como sujeto de negociación?
La apertura al diálogo con los Estados y la sociedad civil no se limita a la vía institucional. En momentos de elevada conflictividad, deben primar altas luces democráticas para discernir, si quienes se manifiestan tienen o no, por su situación de exclusión o vulnerabilidad, acceso a las instituciones de mediación. O si, por el contrario, el origen de su malestar consiste en que la vía institucional no responde, efectivamente, a sus necesidades. Alarmante es para la Democracia cuando quienes gobiernan, insisten en desconocer a la oposición cuando ésta emerge de grupos subrepresentados o marginados, que enfrentan marcos institucionales que no favorecen su participación.
Más alarmante es aún la reacción de la clase gobernante, luego de que, por debilidades metodológicas propias, el pasado 15 de octubre se anunciara la caída de la primera mesa de diálogo. Ahí es donde el mensaje del Presidente Alvarado, del 16 de octubre, se torna pieza de antología: apoyándose en que la solidez de la Democracia no se debe poner en riesgo, calificó como mancha a la Democracia que una organización empresarial legitimara, mediante la firma de un principio de diálogo sin exclusiones, al actor que el Gobierno califica como “ilegítimo”.
Si tal cosa no es insistir en un paradigma de seguridad ciudadana, que considera “enemigos” a los protagonistas de las protestas, no sé lo que sea. La improcedencia del discurso de la legitimidad formal, como impedimento para interactuar en un dialogo social, queda en evidencia cuando, guardando las diferencias y dimensiones del caso, lo aplicamos a otros sucesos históricos: ¿es que alguien se imagina al imperio británico diciéndole a Ghandi que no atendería sus demandas, por considerar que la dirigencia de su movimiento no tenía legitimidad formal?
En comunicación política, la construcción de un enemigo externo es recurso frecuente para cohesionar la opinión pública; generalmente es seguido de llamados a cerrar filas con el sistema democrático. En nuestro país las instituciones democráticas siguen vigentes, más allá de temores infundados. La verdadera preocupación que deberíamos atender, es aprender las lecciones del tristemente célebre Memorándum del Miedo en tiempos del TLC, y preguntarnos si en Costa Rica se ha convertido o no, en una práctica recurrente, la costumbre de apelar a la cultura del miedo como estrategia de profundización del modelo neoliberal.
A menos de 24 horas de anunciada la nueva convocatoria de Gobierno, 40 diputados de 5 fracciones legislativas anunciaron que no asistirían. ¿A quién culparán ahora de manchar la Democracia? ¿Cómo garantizarán la vinculación legislativa de lo que ahí se acuerde? ¿Por qué insistir en excluir del proceso a protagónicos actores?
Diálogos hay muchos y con propósitos diversos. Por ello resulta esclarecedor analizar la gestión de la conflictividad social. Sepamos distinguir: Un diálogo sin exclusiones contempla los actores en tensión en busca de una salida una salida negociada a la conflictividad. Un diálogo entre actores únicamente institucionales, se limita a legitimar decisiones. Si los procesos de diálogo no dan cabida a la voz de los descartados de la economía, cuando estos presentan planteamientos alternativos a los intereses políticos y económicos dominantes, de poco servirán las mesas en la búsqueda de aplacar las protestas. ¡Con exclusiones no… La salida debe ser política.