El impuesto a los combustibles: La historia que nunca nos contaron

Dr. Luis Paulino Vargas Solís
Economista, CICDE-UNED

¿Es este un “impuesto al carbono”? ¿Quizá un “impuesto verde”? Es decir, ¿es un impuesto cuyo objetivo es desestimular el uso de combustibles fósiles y promover el cambio hacia formas de energía limpia? ¿Es entonces un impuesto animado por el objetivo de combatir los gases de efecto invernadero que provocan el calentamiento global?

Remotamente podría tener ese aspecto. Pero hay al menos dos graves problemas que lo lastran significativamente: su mal diseño y su desconexión respecto de cualquier estrategia de políticas, más o menos integral y coherente.

En primer lugar, para darle viabilidad política y legitimidad social, un impuesto de esta naturaleza debía cumplir con al menos dos condiciones:

  • Debieron contemplarse mecanismos que redujesen su efecto sobre los grupos de ingresos medios y bajos, de modo que su incidencia se hiciera sentir principalmente en los de más altos ingresos. No es un problema fácil de resolver, pero podría intentarse por medio, por ejemplo, de algún tipo de subsidio, y mediante créditos fiscales a favor de micros y pequeñas empresas.
  • Los recursos provenientes de un impuesto con estas características, deberían destinarse principal -si no exclusivamente- a satisfacer objetivos ambientales. Claramente no es el caso, puesto que solo una fracción muy pequeña (3,6%) de la recaudación del impuesto, se destina a objetivos propiamente ambientales.

En segundo lugar, y si los objetivos fuesen realmente de combate al cambio climático, el impuesto no debería quedar como una medida aislada, sino como una pieza dentro de un engranaje mucho más amplio. Junto al impuesto, y mucho más allá de éste, se requieren al menos dos grandes políticas, ambas de amplia envergadura.

Primero, un programa de inversión a gran escala, que mejore radicalmente la calidad y eficiencia del servicio de transporte público. Se hace necesario todo un cambio cultural, que despoje al auto personal del aura de prestigio que recubre, y que lo convierte en una ambicionada meta dentro de los patrones de consumo de amplios sectores de la población. Pero es innegable que ello no se logrará si persisten las graves y evidentes deficiencias del transporte público, las cuales proporcionan un poderoso estímulo a favor del uso de ese tipo de vehículo.

Segundo, un programa de inversión, igualmente ambicioso, que promueva la migración hacia energías limpias en el transporte y en otras actividades en las que los combustibles fósiles siguen desempeñando un importante papel. O sea, más allá del limitado estímulo que el precio pueda proporcionar, es necesario que existan las condiciones efectivas para que otras fuentes de energía, realmente limpias, estén disponibles a costos razonables.

Nada de eso es posible, sin un vigoroso liderazgo estatal. Y la verdad es que el viraje ideológico que se hizo dominante desde hace más de 35 años, ha despojado al Estado costarricense de ese liderazgo. En el proceso ha proliferado un picadillo institucional, con organizaciones inconexas y sumamente débiles. En ello ha incidido una ideología que combina el antiestatismo con la idea de que la institucionalidad pública, tan solo debe cumplir un rol como facilitadora de la inversión privada en obra pública, lo que implica la privatización de facto de esa infraestructura pública. Esto ha dado lugar a un coctel tóxico: una institucionalidad débil y troceada, incoherente y muy vulnerable a la corrupción.

En el caso del transporte público ello es clarísimo, lo que ha facilitado que algunos cuantos consorcios privados impongan sus intereses a capricho, mientras las inversiones necesarias se posponen de forma indefinida, y los servicios resultan cada vez más defectuosos.

En lo que a las nuevas energías se refiere, el prejuicio ideológico impide impulsar las reestructuraciones y reorientaciones necesarias, y bloquea los necesarios mecanismos de coordinación. El ICE y RECOPE son, naturalmente, las instituciones públicas que deberían asumir ese liderazgo, en colaboración con las universidades públicas y algunas otras entidades. Un detalle curioso es que el famoso astronauta Franklin Chang tiene esto muy claro, pero, en cambio, estas ideas, absolutamente elementales, no logran taladrar la coraza ideológica que anestesia la inteligencia de las élites políticas y empresariales de Costa Rica. Debe quedar claro que esto no lo puede resolver el libre mercado. Si el Estado no asume un rol de liderazgo, el mercado a lo sumo aportará soluciones inconexas y muy parciales. Lo que, a fin de cuentas, significa no resolver nada.

Pero hay todavía un detalle adicional que no podemos omitir: el diseño actual del impuesto a los combustibles tiende a ser injusto y regresivo. Su incidencia sobre las tarifas del transporte público implica trasladarlo al bolsillo de los hogares y personas pobres. Pero tratándose del transporte privado, su peso relativo es mayor conforme más bajo el ingreso de la persona u hogar. Para micros y pequeñas empresas que requieren del uso de un vehículo, resulta una carga onerosa.

Digámoslo claro: este impuesto existe para satisfacer objetivos recaudatorios, o sea, para llevarle dinero al Ministerio de Hacienda y reducir un poco el déficit fiscal. Sus objetivos son fiscalistas y nada más. Hasta 2019, antes del impacto de la pandemia que, en 2020, e incluso en 2021, redujo la circulación de vehículos, este impuesto aportaba arriba del 11% de todos los ingresos tributarios (más de ₡ 600 mil millones en 2019). Claramente no hay detrás de este tributo ni objetivos ambientales, ni mucho menos objetivos de promoción de la equidad social.

Pero, en realidad, la existencia de este impuesto, tan mal diseñado y, en muchos sentidos, tan dañino, se explica porque no existen los impuestos que SI deberían existir, aquellos que gravan los rentas y ganancias de capital más elevadas, los grandes patrimonios privados y las grandes herencias. La cuestión es que la ideología de moda ordena que a los muy ricos de Costa Rica no se les deben cobrar impuestos, como asimismo prescribe que las corporaciones transnacionales, que tan jugosas ganancias obtienen en Costa Rica, tampoco tienen obligación alguna con nuestro país, no obstante, las beneficiosas condiciones que les ofrecemos. Pero, además, recordemos que en los últimos años se ha afirmado la tendencia que convierte las zonas francas en paraísos fiscales insertos en el propio territorio nacional, un refugio legalizado para la evitación de impuestos, en favor de un número creciente de grandes empresas costarricenses.

Es por eso, a fin de cuentas, que existe el impuesto a los combustibles: para intentar llenar una parte del hueco que abren esos manirrotos privilegios tributarios a favor de los grupos más ricos y poderosos.

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