Atisbo de la realidad post Covid-19

Hernán Alvarado

            Resulta paradójico el intento de descifrar una «nueva normalidad» que no es nueva ni normal. ¿Y cuál era la vieja normalidad? ¿Se trata de una palabreja más que pretende decir mucho y no dice nada? ¿Disimula acaso que la realidad de los más ricos nada tiene que ver con la de los más pobres? ¿Cambiará eso? Claro que no. En ese sentido, la «normalidad» anterior al Covid-19, a juzgar por la mayoría, refiere a una sociedad anómala, cada vez más inequitativa, injusta e insostenible.[1] En realidad, no se sabe en qué consiste la «nueva» normalidad, ni siquiera está claro cuándo terminará esta primera pandemia global. Aún así conviene buscar un hilo de luz utópica entre sus distópicas y despóticas posibilidades.

El rostro recortado

            La mascarilla, el escudo facial, el pañuelo o la bufanda, cubren el rostro de cada vez más personas en la calle, como ya se estaba volviendo hábito en los países del sudeste asiático. Agréguese anteojos oscuros y un sombrero para obtener un disfraz parapandémico. Parecen implementos necesarios, aunque no sea seguro cuánto contribuyen a mitigar el contagio, pues suponen buenas prácticas que son poco conocidas. No obstante, la máscara se está convirtiendo en símbolo de «responsabilidad individual», sobre todo para una política pública fallida que pretende lavarse las manos.

            Esa desaparición progresiva del rostro, siguiendo una intuición de Emmanuel Levinas (1906-1995) podría significar también el debilitamiento de la resistencia. Con su rostro tapado el otro obedece, arrebatándole su atuendo a los anarquistas, para quienes representaba rebeldía. El otro es ahora un peligro invisible e impredecible y sirve de pretexto para que los algoritmos y los modelos probabilísticos tomen la escena dictando los cursos de acción, como antes ya lo hacían las aplicaciones georeferenciadas. Hay que ver, por ejemplo, cómo tratan hoy las aerolíneas a sus clientes a través de los dispositivos móviles; cuidando su quebrantada rentabilidad, atrasan sus vuelos, cambian itinerarios y paradas a última hora, no devuelven el dinero de viajes truncados y no aceptan aplicarlos a otros. ¿Y el usuario? Bien, gracias, enmascarado y calladito sigue instrucciones en fila, a dos metros de distancia.

Un rostro en la arena

            Eso calza con la borradura del sujeto, tan propio de la post modernidad. Adiós al actor social, suplantado en adelante por un agente anónimo, sin arraigo ni historia, accesorio de la máquina y esclavo del sistema. Su narrativa errática e incoherente oscila entre el individualismo rapaz y la anomia, rayanas ambas en lo absurdo, a penas compensado por un consumismo voraz que amenaza la vida de la Madre Tierra. Michel Foucault (1926-1984) había intuido, muchos años atrás, que algo extraño podía suceder, puesto que ya había sucedido antes:

El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo, a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena.[2]

Una hipótesis radical

            El recorte del rostro propio y ajeno, su desvanecimiento masivo en el espacio urbano, tendrá impactos negativos sobre la subjetividad.[3] El otro se puede ir volviendo cada vez más abstracto, mirado de reojo por quien lo desconoce y le considera portador de la peste. El odio que destilan las redes sociales también indica ese vaciamiento de la humanidad del otro, al que se juzga in absentia, antojadizamente. ¿Será la venganza del «hombre masa» denunciado antaño por José Ortega y Gasset (1983-1955)?

            Estamos ante el triunfo del hemisferio izquierdo del cerebro cuya hegemonía progresiva, propiciada por la modernidad, podría ser la fuente, según MacGilchrits, del incremento de enfermedades mentales como esquizofrenia y autismo.[4] Las habilidades sociales dependen más bien de las facultades propias del hemisferio derecho. La comunicación, por ejemplo, depende mucho más de gesto y tono que de los mismos significantes que, no obstante, los transforma en signos. Aprendemos a ser humanos mirando el rostro de los cuidadores, verificamos los significados observando sus expresiones faciales. Basta notar que la risa es el feedback del sentido, tal como lo evidencian las bromas. Pero en pandemia la sonrisa queda confinada y, concomitantemente, el malhumor aflora y la violencia abunda.

            La «nueva normalidad» implica una comunicación reducida a significantes, con un impacto negativo sobre empatía y confianza, pues las máscaras nos aproximan más al robot que al animal, al programa más que al espíritu. Una comunicación empobrecida solo puede ser heraldo de una humanidad más pobre, en medio de su abundancia material. Peor aún, tras la mascarilla cuesta más hacerse oír y hacerse entender. Por lo demás, se le aconseja limitar su parloteo. Por ese camino, la persona quedará reducida al personaje abstracto del mercado, a vendedor o comprador, obsesionado con el cálculo de utilidades y atado al «lenguaje de las mercancías».[5] Puesto que el autoservicio tenderá a imponerse, ya no podrá hablar ni con los cajeros que también están siendo sustituidos por máquinas. De por sí que, como McGilchrits observa, el lenguaje sirve más para controlar que para comunicar.

De lo presencial a lo virtual

            El gran cambio que empuja la pandemia, consecuencia del enfoque que la OMS le ha imprimido, consiste en partir la realidad en dos. Esta resulta ser ahora bimodal, es decir, virtual y presencial. El mismo Coronavirus es más virtual que presencial, aunque sus efectos mortíferos sean tan reales como miles de cadáveres incinerados. Hasta hace poco la virtualidad era opcional y buena parte de la ciudadanía seguía ajena a las computadoras. En cambio, el uso de Internet durante esta crisis sanitaria ha aumentado, en promedio, alrededor de un 35%. El face to face disminuye mientras el screen to screen aumenta aceleradamente, cambio enorme que parece insignificante -nada más promisorio para una innovación.

            El teletrabajo y el teleaprendizaje enfrentaban prejuicios hasta en altas esferas académicas. Se había avanzado lentamente con reglamentos y protocolos.[6] Ahora se han convertido en modalidades indispensables por lo que medio mundo ha corrido a ponerse al día. En correspondencia, la brecha digital también ha quedado evidenciada y requiere ser cerrada cuanto antes. La «normalidad» que viene emergiendo implica, entonces, una digitalización y bancarización universales, escenario que iba a tardar mucho más.

            Una realidad virtual generalizada lo cambia todo. El capitalismo se volverá cada vez más automático, también más explotador, puesto que la computadora absorbe más tiempo que nada. A la vez será más volátil, más explosivo. Se puede vaticinar que sus crisis sistémicas serán cada vez más agudas y devastadoras. El teletrabajo aísla más o menos a la fuerza de trabajo, como la máscara al virus; así que puede aumentar su flexibilización y atomización.

            Sin embargo, también aumenta la conectividad virtual entre las personas, ya que el problema no está en el instrumento sino en el modo de usarlo. Esa tecnología también abre la posibilidad de un trabajo más colaborativo, más crítico y creativo, al conectar un cerebro con otros. Lo importante será aceptar que ella implica cambiar la estructura y dinámica de la organización, la tribu y el grupo, pues la cuestión seguirá siendo política: ¿cómo usar esta tecnología en red, para qué y al servicio de quién?[7]¿Servirá a la democracia cognitiva o a la manipulación mediática?

Entre el espanto y la ternura

            El manejo de la pandemia la ha convertido, como toda crisis, en un acelerador del cambio. ¿Cuál cambio? Quienes promueven la nueva normalidad celebran el retorno a lo mismo con gente más desconfiada, sometida e inmovilizada. Al decir de Franz Hinkelammert: «Cuando hoy se produce el infierno para la mayoría de la humanidad, hay otros que creen vivir en el cielo.» Sin embargo, al final todo dependerá de una conciencia social que escuche o no el llamado de supervivencia; el mandato de la vida que desemboca en el grito del sujeto. Premonitoriamente Hinkelammert alertaba sobre eso:

Se dice que en la Edad Media, y precisamente en el siglo XIV – después del estallido de la gran peste-, hubo fiestas en las cuales se bailaba hasta que el último estuviera arrasado por la muerte. Toda nuestra sociedad está bailando este baile. Hace falta interrumpirlo por lo menos un momento, para reflexionar, y ver si no es mejor enfrentar la peste para detenerla, en vez de seguir con este baile de muerte.[8]

            El avance tecnológico debe usarse para las mejores causas, más allá del enriquecimiento insaciable del 1% de la población. Pero, esa tecnología también puede ser fría y alienante, así que habrá que seguir defendiendo después cada abrazo, tanto como nuestro indispensable lazo con la trama de la vida.[9] De cierto modo, la humanidad seguirá viviendo, de aquí en adelante, al filo del abismo, «entre el espanto y la ternura».[10]

[1] El capitalismo salvaje deviene capitalismo suicida, será cuestión de tiempo, pues un crecimiento infinito en un planeta finito es sencillamente imposible, como insistía José Luis Sampedro (1917-2013).

[2] Foucault, M (1968) Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias sociales. Buenos Aires: Siglo XXI, p. 375.

[3] El concepto de «normalidad» ha sido cuestionado por casi toda psicología. En realidad, no soporta ni la primera pregunta: ¿qué diablos significa ser normal?

[4] MacGilchrist, I (2009) The Master and his Emissary. The divided brain and the making of the Western World. New expanded edition. New Haven and London: Yale University Press, chapter 12. Kindle, Loc 10255.

[5] Mencionado por Karl Marx (1818-1883) para aludir a la realidad fetichista del intercambio. Marx, K.(1980) El Capital. Crítica de la Economía Política. T I, V 1. México: Siglo XXI. 9ª, p. 63.

[6] En el 2019 se aprobó la Ley 9738 que regula el teletrabajo en Costa Rica, cuando ya lo hacían bajo esa modalidad unas 12,000 personas.

[7] No se consideran aquí los impactos sobre las comunidades rurales, donde todo lo dicho debe ser repensado pues posiblemente serán de los últimos bastiones de la resistencia contra la robotización del ser humano, amén de que garantizan la producción de alimentos y otros servicios ecosistémicos. Sobre sus realidades viene reflexionando para Surcos, entre otros, German Masís.

[8] Hinkelammert, F.J. (1998) El grito del sujeto. Del teatro-mundo del Evangelio de Juan al perro-mundo de la Globalización. San José: Editorial DEI, p.8.

[9] Hay una vislumbre esperanzadora en ElPaís.cr, del 3 de septiembre del 2020: Rafael Arias, «Bioeconomía: eje de la transformación productiva con equidad social y sostenibilidad ambiental».

[10] Según el dilema que plantea una canción de Silvio Rodríguez.

Imagen: Guayasamín y el abrazo