Gilberto Lopes
Viernes, 16 oct 2020
Zozobrada la propuesta de negociación con el FMI presentada el mes pasado, el gobierno intentó otro camino para lograr sus objetivos y tampoco ha podido avanzar. La convocatoria no tiene apoyo.
La urgencia es el tema fiscal. La meta de la convocatoria es lograr “una mejora permanente de al menos 2,5 puntos porcentuales del PIB en el déficit primario”. O sea, aumento de ingresos (impuestos) y reducción de gastos por un saldo neto de ¡unos 1.437 millones de dólares!
Es en materia de impuestos donde la lucha política es más feroz. Las empresas que ganan más –que son ganancias de empresas y no salarios de personas, por más bien pagadas que sean– se resisten a pagar más o siquiera a pagar (como las de zonas francas, por ejemplo). Hasta ahora el gobierno ha defendido esos intereses y es el factor que más irrita a la población, por su evidente injusticia y falta de sensatez.
La reducción de gastos, por el contrario, solo afecta directamente a la población, porque son los gastos públicos los que permiten a la gran mayoría un nivel de vida digno que la empresa privada no les garantiza.
Hace más de 30 años, en la medida en que se privatizan sectores como la banca, como la producción de energía, o las telecomunicaciones, los ingresos públicos disminuyen. Los servicios que presta se deterioran paulatinamente. Los interesados en hacerse con esos servicios critican el Estado, lo acusan de ineficiente y exigen que los vendan. Los quieren comprar.
Esta lógica, impuesta al país desde los años 80, con los programas de ajuste estructural y la privatización del sector bancario, ha terminado por llevarnos a la crisis actual. Tal como ocurrió hace 40 años, la crisis pone en juego diferentes alternativas. Por un lado, los que nos aseguran que garantizando mayores beneficios a los grandes capitales terminarán generando empleos y riqueza que alcanzarán para todos. Ya sabemos donde nos lleva ese camino: a una insaciable concentración de la riqueza cada vez en menos manos y a un deterioro de las condiciones de vida de la mayoría. En realidad, un camino insensato, que no le sirve a nadie.
Ya veníamos transitando por ahí, cuando la Covid 19 exhibió todas nuestras carencias. Desnudó los niveles de pobreza y las disparidades entre el Gran Área Metropolitana y el resto del país. Alineado con un modelo que hace agua, el gobierno ha propuesto avanzar más rápidamente por ese camino y las tensiones explotaron. Hoy nos informan que uno de cada cuatro personas vive en la pobreza en Costa Rica.
Entonces estalla la crisis y el gobierno nos convoca a un diálogo. Que no es una “negociación”. Donde haya discrepancias (y las habrá en todos los puntos importantes) decidirá el gobierno. Un gobierno al que le habla al oído el grupo empresarial Horizonte Positivo.
Eso solo es posible porque, del otro lado, no hemos sido capaces de presentar una oferta clara y coherente, unificada, que permita a la población entender lo que está en juego y hasta donde las propuestas del gobierno, con apoyo de la Asamblea Legislativa, afectan los intereses de la mayoría.
Renegociar la deuda
Lo urgente es la renegociación de la deuda. Renegociada, la presión sobre las cuentas públicas se reduce, se acomoda. Solo entonces podremos saber, además, qué nos hace falta para reducir el déficit, en vez de partir con la poco realista propuesta de reducir “al menos 2,5 puntos porcentuales del PIB en el déficit primario”. Esa cifra no tiene sentido.
La clave es reacomodar la deuda, pero no es esa la prioridad del gobierno. Prefiere insistir en la reducción del gasto público y en la venta de activos, cuando los mismos organismos financieros internacionales, en reunión de los ministros de Hacienda y presidentes de los Bancos Centrales de los países del G20 expresaron, el miércoles 14 de octubre, su preocupación por la situación de los países de baja renta con problemas de deuda.
Anunciaron una propuesta común para enfrentar ese problema que darían a conocer en noviembre próximo. Acordaron congelar por seis meses el pago de la deuda pública bilateral y expresaron su decepción por la ausencia de los acreedores del sector privado en las negociaciones.
Pero aquí no se habla de nada de eso, cuando casi el 80% de la deuda está en manos de acreedores nacionales, sobre todo de empresas públicas, con las que se debería comenzar la renegociación.
Lo primero que debemos hacer es conocer quienes son los acreedores y definir una estrategia de renegociación. Pero al gobierno parece que eso no le interesa.
Transformar el diálogo en negociación
El país está crispado. En todo caso, la discusión de quién tiró la primera piedra en la calle es inútil y no es inocente porque oculta el recorrido que nos trajo a estos escenarios: un gobierno que traicionó todas las expectativas y un grupo de empresarios que se instaló desde el inicio en la presidencia con un programa voraz y mezquino.
Para que el diálogo se transforme en negociación hay que sumar fuerza suficiente detrás de una propuesta que debe encarnar en un grupo visible de personas que la represente y la defienda pública y organizadamente. Que sume apoyo popular suficiente para obligar el gobierno a transformar el diálogo en negociación, que encarne en la población y ofrezca un mecanismo que trasparente un debate que el gobierno quiere “secreto”.
En una acción que no solo responda a esta coyuntura, sino que presente también una visión de futuro, otra visión de país, distinta a la que este gobierno ofrece.
Algunos aspectos de una propuesta más amplia
No necesitamos reducir el gasto público. Menos en estas circunstancias, como lo indican economistas de todo el mundo. No se puede hacer eso sin deteriorar el nivel de vida de nuestra población, ya gravemente afectada por la pandemia. Ese gasto público es indispensable para reactivar la economía.
Necesitamos ordenar el gasto público, gastar mejor, pero no reducirlo. Poner orden en el sector público, ordenar salarios y beneficios. Con el tiempo los pluses se han desacomodado. Hay que revisarlos. Aquí se debe incluir también la regulación de organismos públicos que privilegian el sector privado, como Aresep, Sutel y otros. Son organismo al servicio de políticas que no le convienen al país.
Hay que poner orden en las pensiones. Pero más que hablar de “pensiones de lujo” (a las que ya se han aplicado recortes) lo que hay que hacer es terminar con un sistema que permite obtener pensiones para las que no se han cotizado. Con la única excepción de las pensiones no contributivas, que son un esfuerzo de la sociedad para asegurar a todos sus ciudadanos condiciones mínimas de vida.
Hay que poner orden también en el sector privado, verdaderos privilegiados que disfrutan de los recursos públicos –como lo dejan en evidencia las inversiones de los recursos de la CCSS en La Nación, las exoneraciones fiscales, los privilegios de las zonas francas, las concesiones de obras públicas, el tren urbano, las alianzas público-privadas, los inconcebibles beneficios otorgados productores eléctricos privados, y muchos otros– mientras ofrecen a sus trabajadores condiciones de vida que no se pueden comparar a las del sector público.
No se trata de presentar aquí un programa exhaustivo, pero no sería conveniente terminar sin destacar la necesidad de fortalecer el sector público, tanto bancario como el ICE, tanto la CCSS como la educación, orientando inversiones públicas en las zonas costeras, en vez de, por ejemplo, seguir privatizando los puertos.