El Derecho de la función pública del enemigo

“Quien gana la guerra determina lo que es norma, y quien la pierde ha de someterse a esa determinación” (G. Jakobs)

Manuel Hernández

En el complejo ciclo de desarrollo y consolidación del neoliberalismo económico, particularmente en los dos últimos años, acicateado por la crisis económica y fiscal del país, los poderes político-corporativos hegemónicos concertaron una potente y rabiosa legislación que trastoca los derechos individuales y socava los derechos colectivos de ciudadanía social de las personas que laboran en la Administración Pública.

Este ciclo comporta un deslizamiento gradual de la democracia hacia el autoritarismo político, que ha tenido un giro violento en estos dos años, que termina derrumbando las reglas pactadas de la institucionalidad democrática.

En este artículo se ensaya un análisis del contenido y alcances de esta legislación emergente y de excepción, que configura la categoría que denomino el Derecho de la función pública del enemigo.

Se utiliza esta categoría, derivada de la teoría del Derecho penal del enemigo (G. Jakobs), para examinar, desde un punto de vista crítico, esta legislación emergente y permanente, cuya imposición determina un giro de tuerca que consuma una reestructuración global del modelo o subsistema de las relaciones de trabajo de la Administración Pública. Una nueva institucionalidad, regresiva y de carácter autocrática, que coloca a los sindicatos en un serio predicado, comprometiéndolos a asumir un histórico desafío.

1.- La necesidad y pertinencia de una superestructura política-jurídica funcional al modelo de acumulación capitalista neoliberal

Aproximadamente, desde hace unas cuatro décadas, en nuestro país, se viene de manera progresiva, paso a paso, aunque no de manera rígidamente lineal, pero si en la misma dirección, aguijoneado por el Consenso de Washington (1989), desarrollando y consolidando el neoliberalismo económico.

Este modelo corresponde a una ya prolongada fase de reestructuración o ajuste estructurales del modo de producción capitalista, que responde a las nuevas exigencias de acumulación y explotación, no sólo de la fuerza de trabajo, sino también de los recursos de la naturaleza.

Este modelo de acumulación está radicado en la globalización de la economía y la producción, la financiarización de la economía, la automatización, la desregulación de los mercados, incluyendo la flexibilización del “mercado” de trabajo, la reestructuración de los procesos de producción, la reducción del déficit fiscal, del gasto público y la privatización de los servicios públicos (Williamson).

El neoliberalismo se sustenta en una lógica de acumulación por desposesión (Harvey), que tiene por objetivo reconstituir la hegemonía del capital en el proceso de producción y reproducción social, recurriendo a la mayor explotación posible de los recursos de la humanidad en su conjunto, que requiere menos derechos de libertad, derechos sociales, canales de mediación entre el capital y el trabajo y menos democracia (Noguera Fernández).

Estas políticas implican que el Estado asuma el “imperativo de la austeridad” (Luistig); en síntesis, más Mercado y menos Estado, el mantra de la ideología neoliberal, la esencia de la nueva Lex Mercatoria.

Pero este modelo de acumulación exige necesariamente una superestructura política- jurídica que fisiológicamente le sea funcional; es decir, de un conjunto de aparatos ideológicos de dominación (los famosos AIE de Althusser), que se adecuen a esta fase de desarrollo del capitalismo y aseguren el cumplimiento normativo y coactivo de aquellos objetivos.

En Costa Rica, esta superestructura política-normativa se empezó a gestar desde las primeras cartas de intenciones firmadas con el FMI (1982, 1984), la saga de los PAES 1, 2 y 3, firmados con BM, todos con la rúbrica socialdemócrata del PLN (1985, 1989, 1995), la aprobación del TLC (2007), la aprobación de los 22 comités para la adhesión de Costa Rica a la OCDE, dentro de cuya agenda destaca la reestructuración del empleo público y la Administración Pública.

Más reciente, en el último par de años, bajo el pretexto de la crisis fiscal, se aprobó aceleradamente una legislación “laboral”, con un núcleo duro que se basa en dos caras de la misma moneda: la desposesión de los derechos laborales de las personas que trabajan en la Administración Pública, y el menoscabo de sus derechos colectivos de ciudadanía.

Esta legislación emergente, excepcional, de excepción no temporal, sino permanente, que se articula en ese devenir del proceso de profundización de las reformas estructurales, tiene como sustrato la construcción ideológica del funcionario público antisocial forjada por los poderes fácticos.

Resulta aquí didáctica la siguiente afirmación de Chomsky:

“Cuando se trata de construir un monstruo fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que se le puede vencer, quizá se lo consiga despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.”

Esta cita de Chomsky refleja muy bien el proceso doméstico de construcción social y representación cultural del funcionario público, como enemigo de la ciudadanía, cuya violenta campaña, política y mediática, para destruir sus derechos individuales y de ciudadanía social, ha sido intensa y visceral en estos años.

Partiendo de esta construcción cultural negativa, el discurso político y mediático entronizado transfiere convenientemente la responsabilidad de la crisis fiscal a los funcionarios públicos, estigmatizados como parias que sacrifican los recursos públicos, “secuestradores de quirófanos”[1]; cuyos discursos destilados en cicuta llegan al extremo de desacreditarlos y tratarlos como hordas de acosadores sexuales y sátiros de menores de edad.[2]

En esta coyuntura, esa legislación que se promulgó responde a una combinación de varios factores: a la radical defensa, desde aquella racionalidad neoliberal, de la agenda de los intereses económicos del poder corporativo hegemónico, a la irracionalidad visceral de los sectores ultraderechistas y antidemocráticos, y también a una buena dosis de ignorancia política.

Lo cierto es que a merced de la crisis económica y fiscal, esos espurios intereses han encontrado un terreno fértil para empoderar su agenda y amalgamar una legislación de excepción, permanente, fundida principalmente en dos leyes, y una más que estaría próxima a ser también ley de la “República”, de la República oligárquica corporativa de ellos, a saber: Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, N°9635 (2018), Ley para brindar seguridad jurídica sobre la huelga y sus procedimientos, N°9808 (2020) y (Proyecto) Ley Marco de Empleo Público (que por el curso vertiginoso de los acontecimientos y el alto grado de consenso político concitado, me adelanto a ponerle, no el número de ley, pero si el año de promulgación: 2021).

Estas tres leyes de amplio espectro (que en este artículo de opinión asumo como tales) vienen a la postre a configurar el tridente neoliberal que denomino: el Derecho de la función pública del enemigo, que disciplinan, no solo el régimen de las condiciones de empleo, sino, además, la actividad principal de los sindicatos en el ámbito de la Administración Pública.

2.- La configuración del Derecho de la función pública del enemigo

Antes de desarrollar el contenido y alcance de esta propuesta que planteo, es pertinente advertir que esta denominación la tomé prestada de la teoría del derecho penal del enemigo (G. Jakobs, 1985), cuya trasposición al derecho laboral, particularmente al ámbito del derecho de la función pública, mutatis mutandi, resulta jurídicamente sostenible.[3]

Esta teoría tiene un potencial expansivo (García Amado), que permite utilizarla como categoría critica de análisis, que facilita la comprensión de los (dis)valores antidemocráticos y juicios políticos que impregnan las leyes que de seguido se examinarán.

La configuración de este anunciado régimen jurídico de excepción de la función pública se basa en una legislación de tres patas:

2.1.- El disciplinamiento del desempeño, la productividad laboral y las remuneraciones de las y los funcionarios públicos

En uno de los contextos económicos más difíciles de nuestra historia republicana, con una fuerte resistencia social, se promulgó la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, N°9635 (2018).

Esta ley tiene una impronta neoliberal incuestionable, compuesta por tres ejes: materia tributaria, regla fiscal y remuneraciones de las y los funcionarios públicos.

Tratándose de este último eje, la ley, por una parte, diseñó un nuevo modelo para disciplinar la gestión del desempeño de los servidores, y por otra parte, una regulación de contención de sus remuneraciones.

El modelo de evaluación de desempeño ordena la actividad laboral y la productividad de los funcionarios, quienes quedan sometidos, manu militari, a un esquema rígido, jerarquizado, unilateralista, vinculado al cumplimiento de una rigurosa métrica de índices y metas cuantitativas, que no necesariamente garantiza el mejoramiento de la eficiencia y calidad de la prestación de los servicios públicos.

Asimismo, disciplinó sus remuneraciones, porque nominalizó y congeló, ad perpetuam, los sobresueldos y complementos salariales.

La legislación produce una desvalorización de la fuerza de trabajo y un estancamiento de largo plazo de las remuneraciones, que de manera gradual perderán su valor real adquisitivo; en un círculo nada virtuoso, porque su efecto contradictorio causará una reducción de la demanda agregada y la contracción de los niveles de consumo.

A la vez, este régimen se complementa con las medidas extraordinarias que contempla la Regla Fiscal, que se aplicarán a partir de 2022, que producirán un congelamiento total de los salarios, con el consecuente empobrecimiento de amplias capas de funcionarios y funcionarias.

Podemos afirmar que esta ley consiste en una herramienta de política económica y fiscal, en una técnica de sujeción de la organización de la prestación de la fuerza de trabajo, la productividad y el control de las remuneraciones de los servidores públicos; además de las ostentosas restricciones que impone en materia de negociación colectiva de los salarios.

2.2.- El disciplinamiento del conflicto colectivo y la huelga en los servicios públicos

A consecuencia de las protestas sociales y la huelga general convocada por los sindicatos, a finales de 2018, contra el proyecto de Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, cuyo movimiento se extendió hasta por tres meses, se produjo una violenta y comatosa reacción de las patronales, los partidos políticos y el Gobierno.

La protesta social fue reprimida e impulsó frenéticamente un proyecto de ley, tendiente a reformar el Código de Trabajo, en materia de huelga, en una nueva escalada de estigmatización y hostilidad contra las personas funcionarias públicas.

Aquel constructo social del funcionario público, transmutado en enemigo de la sociedad, quedó reflejado en el discurso de uno de los más enconados diputados promoventes del proyecto:

“(…) La víctima de esa utilización [de la huelga] fue la gente, que hemos dicho en reiteradas ocasiones perdió operaciones quirúrgicas, tratamientos contra enfermedades graves, gente que no pudo llegar a su trabajo porque no bastándoles el uso de la huelga, se inventaron que el bloqueo era una especie de instrumento paralelo. Lo que hemos hecho ha sido devolverle a la ciudadanía la condición constitucional que nuestros padres y abuelos fijaron en la ley suprema del país:”

La contrarreforma laboral, consumada en la Ley para brindar seguridad jurídica sobre la huelga y sus procedimientos, N°9808 (2020), en términos generales, por un lado, estableció sustanciales restricciones al ejercicio del derecho de huelga en determinados servicios públicos, y por otra parte, generalizó la prohibición de la huelga, a expensa de una concepción indiscriminada de los servicios esenciales, que no se adecua a los pronunciamientos de los órganos de control de OIT.

La ley constituye un autoritario dispositivo de control social que priva a los sindicatos de la principal medida de poder de presión colectiva de las y los trabajadores.

2.3.- El disciplinamiento de la relación de empleo y la autonomía colectiva

No obstante el impacto de grueso calibre causado por aquellas dos leyes, la superestructura jurídica-política necesaria no estaba todavía completa, perfeccionada; requiriéndose para esto, es decir, para consolidar “el bloque histórico” (Gramsci), además, una regulación totalizante de la relación de empleo público y la prohibición absoluta del derecho de negociación colectiva en la Administración Pública.

Este imperativo normativo, en el marco de adhesión del país a la OCDE, y ahora en la coyuntura de la crisis profundizada por la pandemia de la Covid-19, convertida en justificante para solicitar otro préstamo a FMI, se pretende cumplimentar con la aprobación definitiva de la Ley Marco de Empleo Público (Exp. N° 21336).

Esta nueva iniciativa, para honrar sus compromisos con uno de los comités de OCDE, la presentó el Poder Ejecutivo en 2019 y está actualmente dictaminada por la Comisión de Gobierno y Administración de la Asamblea Legislativa, a la espera del trámite de las mociones de fondo vía artículo 137 del Reglamento de la Asamblea Legislativa.

El proyecto tiene 4 objetivos cardinales inescindibles: político, fiscal, (anti) sindical y otro enfocado en la reestructuración y reorganización de la Administración Pública[4].

El primer objetivo, de carácter político, tiende a una mayor concentración de poder en manos del Poder Ejecutivo, que se instrumenta con las múltiples y exorbitantes competencias que se le atribuyen a MIDEPLAN.

MIDEPLAN sufre una metamorfosis y transforma en un supraministerio, que tendrá bajo su dominio centralizado y absoluto la gobernanza política y la regulación normativa de los principales componentes de la relación de empleo público, prácticamente en todo el ámbito de la Administración Pública, que enerva todo espacio a la negociación colectiva.

El segundo objetivo, de carácter fiscal, se instrumenta particularmente con el esquema de salario único global; que ya la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas nominalizó y congeló los sobresueldos y complementos salariales, por lo que podría considerarse la antesala del salario global.

El tercer objetivo del proyecto es de orden antisindical, porque excluye del ámbito de la negociación colectiva, todos aquellos componentes de la relación de empleo, incluidas las remuneraciones, cuya regulación le compete en exclusiva y de manera excluyente al nuevo monstruo político MIDELEVIATAN, con un poder soberano sobre las condiciones laborales de los mortales servidores públicos.

Esta proscripción de la negociación colectiva en la función pública hunde sus raíces en la dogmática administrativista del Siglo XIX, que tiene su antecedente en la Filosofía del Derecho de Hegel, que reduce a la persona/funcionaria pública a un status de servidumbre, sometida a un régimen estatutario, cuya relación de empleo la determina unilateralmente el Estado, excluyendo absolutamente cualquier participación de los actores que representen sus intereses.[5]

Así, con esta tercera pata de la mesa, se estaría consolidando el ciclo de regulación neoliberal del trabajo en la función pública -que no significa necesariamente que con la Ley Marco de Empleo Público se vaya a cerrar este ciclo-, mediante la constitución de un poder-ministerio hegemónico, que regimienta la relación de empleo, complementado por la prohibición generalizada de la huelga y la negociación colectiva en la Administración Pública.

3.- Alcances e implicaciones del Derecho de la función pública del enemigo

Ese arpón normativo de tres puntas, clavado en el corazón de la función pública, da lugar, de acuerdo con la terminología de Lévi-Strauss y Durkheim, a un “hecho social total”, por las implicaciones que en su conjunto produce este régimen en el tejido político, social, jurídico e institucional.

Entonces, tenemos que en un período de tiempo muy corto, a ritmo de una legislación motorizada (Carl Smith), se está armando este excepcional Derecho de la función pública del enemigo, conformado por un tridente neoliberal, de tres potentes y filosos picos: la Ley de Finanzas Públicas, la contrarreforma legal en materia de huelga y la virtual aprobación de la Ley Marco de Empleo Público; salvo que algo extraordinario sobrevenga y se descubra la vacuna que nos salvaguarde de esta implosión neoliberal.

Se puede sostener que este disciplinamiento totalitario de la relación de empleo público, y el encierro normativo en el que se está metiendo a los sindicatos, privados del ejercicio de las acciones colectivas que le son inherentes, corresponde a una “explosión neofascista” (Cornel West), que simboliza al funcionario público como enemigo del bien común, que legitima que sea meritorio de una legislación de excepción, en términos de “defensa social”, opuesta a la legislación laboral, incluso a la legislación administrativa ordinaria.

En realidad, la construcción de ese patrón del otro, como enemigo de la sociedad, del orden público, del bien común, no es nada novedosa de este siglo XXI, cuyos antecedentes se remontan a los fascismos de la década de los 30 y 40 del siglo pasado, que contemporáneamente asumen renovadas expresiones matizadas por el neoliberalismo económico.

De esta forma, se construye una nueva forma de cohesión social del poder, basada en una “nueva forma de obediencia” y control social construido por las clases dominantes, que favorece la conformación de un Estado penal policial, “que reprime duramente las resistencias que puedan surgir como fruto del malestar social ocasionado por la pérdida de derechos, a la vez que genere miedo, para evitar que se reproduzcan.” (Noguera Fernández)

Esta nueva subjetividad del trabajo, encarnada en el enemigo, legitima que las funcionarias públicas sean excluidas del ordenamiento jurídico, “la expulsión de la ciudadanía del trabajo” (Pérez Rey y Adoración Guamán), mediante la imposición de un régimen autoritario diseñado para destruir sus derechos y combatir a las organizaciones gremiales que representan sus intereses, limitando o privándolas de sus derechos de representación y las funciones colectivas que le son esenciales, sin las cuales los sindicatos quedan reducidos a simples caricaturas jurídicas asociativas, desposeídos de todo poder social, gremial y contrahegemónico.

Esta regulación normativa de excepción, producida en corto plazo, obedece a una estrategia de choque, que forma parte del proyecto neoliberal, la cual marca una ruptura del ordenamiento, liquida el pacto político y social, en una suerte de quiebre constitucional totalmente incompatible con el sistema democrático y los derechos fundamentales.

En definitiva, este totalitario régimen estatutario, ex lege, institucionaliza un nuevo modelo, o más propiamente un subsistema de relaciones laborales de la Administración Pública, pero con consecuencias disciplinares que trascienden la “fabrica” pública y se extienden en su conjunto al sistema de relaciones laborales, como un “hecho social total”.

Este modelo define “una nueva matriz de disciplinamiento laboral más eficiente”, afincada en una “red de dispositivos” normativos de control o mecanismos heterónomos de dominación social, que fortalecen el poder de dirección patronal, refuerzan la relación asimétrica de trabajo, repelen toda manifestación del conflicto social y suprimen cualquier cauce de mediación democrática entre el Estado-Patrono y sus servidores.

Pero no olvidemos que todo “campo” de dominación contiene espacios o reductos de resistencia. Como señala Foucault: “Donde hay poder, hay resistencia.”

Por último, este modelo de relaciones laborales en la función pública, representa un serio desafío para los sindicatos, que no queda la menor duda que se están jugando la piel y el presente.

Este desafío lo tendrán que asumir los sindicatos, de una vez, con pensamiento crítico, en tiempo real, con la finalidad de construir una estrategia alternativa que resista el furioso embate y se restablezca la supremacía del Estado Social y Democrático.

1° de enero de 2021

[1] /La Nación, 27/09/2018

[2]/ La Nación, 27/11/2020

[3]/ Günther Jakobs opone el derecho penal del ciudadano, al derecho penal del enemigo. Esta teoría, que se ancla en la filosofía de Kant, sostiene que en la sociedad existen individuos que por la sola peligrosidad de las actividades que realizan, se justifica un trato penal represivo de excepción e intenso, como enemigos que hay que separar de la comunidad, protegiéndola frente a ellos. A estos individuos el Estado no debe tratarlos como personas, sino combatirlos como enemigos. Esta teoría ha sido utilizada eficazmente para combatir el terrorismo, la inmigración y los movimientos de resistencia contras las políticas neoliberales.

[4]/ En un artículo titulado “Los objetivos del Proyecto de Ley Marco de Empleo Público” desarrollé este tema, publicado en Surcos Digital, el 20/12/2020.

[5]/ En un artículo titulado “La dogmatica de la Procuraduría General en materia de negociación colectiva en la función pública”, publicado en el Semanario Universidad, de 10/12/2020, analicé el contenido y alcances de la concepción autocrática de relación estatutaria que encierra el proyecto de ley.