El desfalco y la espera

Patricia Sánchez Lurueña

Hace días renunció al café. Lo echa de menos, pero sabe que no le queda más. Será por eso que se pregunta si a la baguete le hace falta la mantequilla, si puede sentarse a la mesa una vez en lugar de tres, si el asma riñe bajo el agua fría, si la pasta de dientes es innecesaria, si es verdad que los lagrimales se le estiran a los viejos cuando lloran mucho.

Hace días que los nervios no lo dejan. Tiene trillado el suelo con las pantuflas. Se sienta, se levanta, camina, se tira de nuevo en el sofá y con los ojos mojados y la boca tapada, grita. Y vuelve a empezar.

Hace días decidió aislarse. No quiere que le quiten la desesperanza, la certeza de que su dinero se fue por una alcantarilla invisible y que él no tiene vida para conseguir más.

Hace días que las tormentas lo están apaleando, pero también es cierto que el relampagueo del temporal ilumina su casa, en la que los bombillos no encienden y la nevera y el termo de la ducha están desconectados. Le cortaron la luz. Para que no le quiten de igual manera el agua, lava muy poco, se baña menos y jala la cadena del inodoro hasta que contenga seis orinadas.

Hace días, que duerme apenas y come apenas, con la tripa ácida y en la lengua el gusto del ayuno; a herrumbre, a mala suerte, a sal.

Hace días agregó a la escena de las huellas en la sala, la escena de la cama. Ahora pasa muchas horas escudado por las sábanas. Cree que es más relajante que la muerte lo agarre tumbado y que quizás cuente con la dicha de que esta se lo lleve antes de la próxima factura.

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