Irresponsabilidad fiscal O de cómo ayudarle a Fabricio

Luis Paulino Vargas Solís (*)

 

Durante los días previos al sábado 20 de abril de 2018, La Nación publicó varios reportajes que resaltaban criterios emitidos por expertos o encumbrados representantes de dos influyentes organizaciones de alcance global: el Banco Mundial (BM) y la OCDE. El diagnóstico compartido era: el problema fiscal de Costa Rica es una grave amenaza. La propuesta era igualmente consensuada: realizar un severo ajuste que reduzca de forma pronunciada los desequilibrios fiscales, la cual debería llevarnos, en un plazo relativamente breve, a una situación de superávit, o sea, de exceso de los ingresos del gobierno sobre sus gastos. Todo lo cual ha culminado –al menos de momento– en el editorial de La Nación de este sábado 20 (https://www.nacion.com/opinion/editorial/editorial-banco-mundial-ocde-y-la-urgente/H5EGHLAMXVHPNJXX27OJRK7QDM/story/) con el que se pone la cereza sobre el pastel.

Irresponsabilidad fiscal O de como ayudarle a Fabricio

Los datos que el editorial cita, tomados a su vez de lo que el BM receta, habla de pasar de la actual situación de “déficit primario” a una de “superávit primario”. Aclaremos los términos: “déficit primario” hace referencia al exceso de los gastos del Gobierno Central sobre sus ingresos, pero sin considerar los pagos por concepto de intereses de la deuda. Alcanzar “superávit primario” implica, por lo tanto, pasar a un exceso de los ingresos sobre los gastos, pero siempre sin incluir esos intereses.

Pues bien, hoy día el “déficit primario”, como proporción del Producto Interno Bruto (PIB), o sea, del valor monetario total de la producción de bienes y servicios de la economía costarricense, se ubica algo por encima del 3%. En términos absolutos, ello significa alrededor de un millón de millones de colones, o sea, un billón de colones. Una cifra gigantesca que equivale a cerca de 3,5 veces el presupuesto del Ministerio de Salud, o más del doble del presupuesto de las universidades. Entonces, y de la mano con el BM, La Nación nos propone pasar a un superávit primario que, como mínimo, ha de ser del 4.5% del PIB, aunque lo más deseable, nos dice, es que alcance el 5,2% del PIB. Lo primero, según indican, estabilizaría la deuda pública, o sea, frenaría su crecimiento. Lo segundo nos daría un singular honor: las llamadas agencias calificadoras internacionales (Moodys, Standard & Poor’s, Fitch), nos concederían “grado de inversión”, que viene siendo como pasar a ser parte de las familias elegantes y de buena reputación.

Un superávit del 4,5% implicaría un excedente positivo de alrededor de 1,4 billones de colones. Llevarlo al 5,2% significaría aproximadamente 1,6 billones. Sume usted, entonces: partiendo del “déficit primario” actual, eso significaría un ajuste fiscal –vía aumento de impuestos y/o recorte de gastos– por un monto total de 2,4 billones en el primer caso y de 2,6 billones en el segundo. O sea, más de 8% como proporción del PIB.

Supongamos que fuera un ajuste “gradual” en tres años. O sea: a razón de 2,7 puntos del PIB por año. Si es vía recorte en el propio gobierno, ello significará menos compras públicas y despido de gente, y, por lo tanto, contracción del consumo público y privado. Si es vía impuestos sobre los ingresos de sectores pobres y medios (que es lo que esta gente privilegia), ello también contraerá el consumo privado. Y un recorte de tal magnitud, podría hacer que la economía caiga y entre en recesión, con lo que la situación del empleo, que ya es muy mala, se deterioraría aún más.

Todo lo cual sería simplemente desastroso: por el deterioro en las condiciones de vida de mucha gente, el agudo disgusto social que provocaría y el impacto negativo sobre el de por sí maltrecho prestigio del sistema político.

Suponer otra cosa es, sencillamente, pensamiento mágico. Y eso, según parece, es a lo que apelan el BM, la OCDE y La Nación. No hay forma posible de empujar el crecimiento de la economía, cuando ésta es sometida a un ajuste de tales dimensiones. Imaginar que ello devolverá la confianza al empresariado para estimularlo a invertir y generar nuevos empleos, pasa por alto un hecho objetivo simple y contundente: las empresas no se ven estimuladas por un mercado y una demanda en caída libre. Y ese sería el efecto directo que tendría un ajuste fiscal tan severo.

Por ello resulta risible esta afirmación de La Nación: “…si la economía del país alcanzara tasas de crecimiento superiores al 6 % anual, no solo ello coadyuvaría a reducir el endeudamiento público…sino que contribuiría a aumentar la recaudación fiscal sin necesidad de aprobar nuevos impuestos ni elevar las tasas impositivas”. Por supuesto: si la economía alcanzase tales niveles de dinamismo, y sobre todo si se logra que sea un crecimiento que genere muchos empleos, lo resolución de los problemas fiscales, sería muchísimo más fácil. Pero lo asombroso es que esta gente tan sabia no se entera que el violento ajuste fiscal que promueve funciona exactamente a la inversa: en contra del crecimiento y en contra del empleo. Es, con toda certeza, una fórmula para agravar los problemas fiscales.

Lo cierto es que todos estos expertísimos personajes, insisten unilateralmente en un severo ajuste fiscal, agarrados a un artículo de fe que la realidad ha comprobado reiteradamente fallido: que la austeridad fiscal genera dinamismo económico y empleo. Desde ese principismo dogmático, omiten toda propuesta para reactivar la economía, porque imaginan que eso se dará mágicamente.

Detrás de los proyectos fiscales actualmente en discusión –en particular la “mega-moción o texto sustitutivo del proyecto de ajuste tributario (expediente 20.580)– subyace el mismo error, la misma visión parcial y fragmentada. Miran el problema fiscal sin captar el contexto social, político y económico más amplio. No quieren saber nada del daño que sus propuestas podrían causarle a la economía, ni querrán admitir que por esa vía se arriesga agravar los problemas fiscales que dicen querer resolver. Y jamás aceptarán que esta es una vía regresiva e injusta, que agudizará el malestar ciudadano, generará inestabilidad social y profundizará el descrédito de la institucionalidad democrática.

Ottón Solís, por quien guardo gran respeto, ilustra el problema de estas élites políticas con particular claridad: esta es, según él, la única respuesta posible, y cualquier oposición que se exprese –por ejemplo esta que aquí planteo– es irracional y motivada por estrechos intereses gremiales (por ejemplo: https://www.elmundo.cr/otton-solis-critica-a-lideres-sindicales-y-populistas-de-derecha-por-oponerse-a-reforma-fiscal/). Tal grado de intransigencia contribuye a echarle más leña a la hoguera. No debería desestimarse tan a la ligera las críticas que plantean dudas sobre la equidad de todo esto, ni las reservas que, justificadamente, se puede tener acerca de su impacto en la economía.

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Todo lo cual resulta mucho más inoportuno en un país aquejado por niveles intolerables de desigualdad, y en el que hierve a fuego lento un profundo malestar ciudadano. El mensaje de la gente en la última campaña electoral, en que se estuvo a punto de elegir a un candidato fundamentalista, enemigo de la democracia y los derechos humanos, parece no haber sido captado por estas élites políticas. Siguen en lo mismo de siempre, como si nada hubiese ocurrido. La gente, furiosa y decepcionada, podría optar incluso por las apuestas más arriesgadas. Esta vez nos asomamos al abismo. La próxima podríamos caer. Urge enderezar la ruta, solo que estas élites políticas ni se enteran de ello.

(*) Director Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo (CICDE-UNED)

 

Tomado del blog http://sonarconlospiesenlatierra.blogspot.com

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