Las falacias de una supuesta leyenda urbana

José Manuel Arroyo Gutiérrez. Ex magistrado y profesor catedrático UCR

Pese a las semanas transcurridas, y dada la autoridad que le reconozco al Dr. Rubén Hernández Valle en el foro nacional, me referiré a su reflexión sobre la autonomía universitaria como “leyenda urbana” (La Nación, 22 de febrero 2021), pues estimo pertinente hacer un ejercicio de crítica razonada de las múltiples falacias -explícitas e implícitas- que su texto contiene.

  1. De entrada, el título del artículo referido, es en sí mimo cuestionable. Se afirma que la autonomía es una especie de falsedad instalada en el pensamiento colectivo, con unos alcances que no tiene y con aviesas intenciones que sólo buscan defender privilegios. He aquí una manera habilidosa, pero falaz, de procurar descalificar determinada posición sobre el tema de la autonomía, simplemente sosteniendo que el alcance de este instituto jurídico es el que don Rubén dice, y punto. Esto le permite eludir el tema de fondo acerca de las justificaciones de su afirmación y profundizar en el contenido de la autonomía administrativa, política y organizativa que la Constitución vigente proclama y, de paso, aprovechar para soltar una falacia ad hominen (“cualquiera que no esté de acuerdo con mi interpretación está motivado en intereses egoístas y privilegios inaceptables”)
  2. Es llamativo ya en el cuerpo de su artículo, que el autor empiece por hacernos aclaraciones y justificaciones que no vienen directamente al caso. Sin embargo, una atenta lectura nos permite seguir descubriendo falacias de diferente tipo y calado. ¿Quién puede afirmar que, por haber estudiado y recibido una excelente educación en la Universidad de Costa Rica, está libre de prejuicios ideológicos, o lo autoriza a opinar con mayor propiedad?
  3. Es más, la aclaración que se nos brinda en el sentido de que ejerció como profesor y se jubiló “sin pensión de lujo”, reproduce el prejuicio –falacia de no atinencia-, de que cualquiera que tenga un determinado monto de pensión también está descalificado para opinar sobre el tema de las autonomías. Espero dejar claro que, de lo primero, no puede deducirse razonablemente lo segundo. Desconocemos, por otra parte, si el monto de la pensión del Profesor Hernández está por debajo de los parámetros arbitrarios que algunos medios de comunicación han ido fijando, y que consideran “de lujo” incluso dos millones de colones. Tampoco sabemos si esa pensión corresponde a una jornada de tiempo completo, o sólo a una fracción, lo que explicaría su modesto monto. Es público y notorio que don Rubén se ha dedicado, aparte de las actividades académicas, al litigio y la asesoría jurídica de alto nivel, y no con exclusividad a la docencia, la investigación y la acción social.
  4. La cuestión central está, no obstante, en el tema de la interpretación jurídica como técnica de razonamiento compleja. La Constitución Política es un organismo vivo y dinámico, ciertamente un producto histórico-cultural, pero a la vez, evolutivo y adaptable en sus justos alcances al devenir de los tiempos. Su correcta interpretación es un arte difícil de alcanzar. NUNCA puede pretenderse una interpretación única e inequívoca en el campo del derecho. En la argumentación jurídica y su aplicación no hay premisas absolutas (verdaderas o falsas), no se impone una lógica simplemente formal; prevalece, por el contrario, la lógica de lo razonable, donde debemos atenernos a las mejores razones expuestas y no a la mera letra de las normas y mucho menos conformarnos con criterios de autoridad (falacia ad baculum).
  5. Incluso, para una sola norma caben diversas interpretaciones. Esto se confirma cotidianamente en todos los tribunales de la República y particularmente en la Sala Constitucional, plagados de votos salvados y anotaciones aclaratorias de los integrantes que se apartan del criterio de mayoría en determinado asunto. Pretender que “yo, el especialista”, puedo mandar a un curso introductorio de derecho constitucional al cuerpo de rectores del país, o a cualquiera que se atreva a tener una interpretación distinta “a la mía”, es no sólo un acto de soberbia intelectual, un gesto profundamente autoritario, sino también constituye una falacia rotunda que ignora la naturaleza dinámica y relativa de toda constructo jurídico, y de la interpretación constitucional en particular, dado el carácter general y abstracto de sus enunciados normativos, constantemente confrontados con los casos concretos que la realidad obliga a resolver. Por supuesto que la interpretación constitucional puede bien servir para ampliar y consolidar derechos, o bien para restringirlos y debilitarlos, según sea la ideología y visión de mundo que tenga el intérprete. De ahí la importancia de que los tribunales constitucionales estén integrados por la gente más preparada, que tenga diferentes formaciones y puntos de vista, ideológicamente diversos y ojalá portadores de una vasta cultura general, única vía de contar con representatividad legítima y democrática en las decisiones que afectan a toda la sociedad. Este es sólo un ideal, más o menos realizado.
  6. La Constitución no sólo nos rige, sino que nos pertenece, a todas y todos, al menos como otro ideal democrático. No es propiedad de nadie en particular, aunque algunos ejemplos de nuestra jurisprudencia constitucional, como el de la reelección presidencial, les haya hecho creer a algunos que, construyendo las mayorías indicadas, se pueden lograr las interpretaciones “convenientes”, aunque de paso se sacrifiquen principios fundamentales. Pero dejemos al juicio de la historia el caso de esta “intervención-interpretación” con consecuencias negativas, en mi opinión, no sólo para Costa Rica, sino para toda América Latina donde cualquier mandatario que ha querido perpetuarse en el poder, al margen de su tendencia ideológica, ha echado mano al precedente costarricense.
  7. Se equivoca el Dr. Hernández cuando interpreta literalmente el mandato contenido en el artículo 191 C.P. Si bien es cierta la decisión del constituyente del 49 al crear una Dirección de Servicio Civil para regir las relaciones entre los empleados públicos y el Estado, el propósito esencial era evitar que el Poder Ejecutivo, directamente, pudiera festinar y manipular, como había venido ocurriendo por décadas, la elección y estabilidad de los empleados públicos. La evolución histórica de esta cuestión hizo que en lugar de un único estatuto se implementaran varios, legalmente previstos y confirmados por jurisprudencia de la Sala Constitucional, cosa que no contradice la intención del constituyente, sino que la ha venido desarrollando y fortaleciendo. Por tanto, volver a una entidad única, controlada de manera exclusiva por el ejecutivo en ejercicio, es una regresión inadmisible a esta altura del desarrollo de la institucionalidad nacional. Esto no tiene nada que ver con la necesidad de realizar los correctivos en abusos y asimetrías que ha habido en regímenes salariales o de jubilaciones. Ese movimiento de enmendar errores ha venido ocurriendo ya, y hay expresa manifestación, por ejemplo, de las autoridades universitarias y judiciales, para avanzar en esa dirección.
  8. Por último, la mención que el Dr. Hernández hace al Convenio sobre el Derecho de Sindicalización y de Negociación Colectiva de la O.I.T. (No. 98, artículo 6), afirmando que “prohíbe” las convenciones colectivas para el sector público, sobrepasa todo problema de argumentación para incursionar en lo que simplemente no es cierto. Pongo en manos del lector la literalidad de esa norma: “Artículo 6. El Presente convenio no trata de la situación de los funcionarios públicos en la administración del Estado y no deberá interpretarse, en modo alguno, en menoscabo de sus derechos o de su estatuto. Ya el numeral 5 anterior había mandado respetar los estatutos militar y de policía pre-existentes al momento de entrar en vigencia este Convenio y, con el artículo 6, es claro que no hay prohibición alguna, Todo lo contrario, señala que la relación entre empleo público y el Estado no es materia que se desarrolle en este tratado, pero quedan eso sí a salvo, los derechos y los estatutos previamente reconocidos para los empleados públicos frente al Estado. Es el caso constitucionalmente reconocido en Costa Rica. Es además de sentido común entender que la Organización Internacional del Trabajo no existe para restringir, sino para ampliar, consolidar y respetar todo tipo de derechos adquiridos entre trabajadores y patronos, independientemente de quién sea el empleador.

El gato al que hay que poner el cascabel es otro, y para lograr esto no es necesario pasar por encima de la complejidad, diversidad y especialidad de las instituciones autónomas del país.

Publicado en el Semanario Universidad, compartido con SURCOS por el autor.