Recordando a la mujer y no a la madre

Rogelio Cedeño Castro

 

Un día como hoy, pero del mes de agosto del año de 1926, nació en el puerto de Puntarenas, la que fuera una mujer extraordinaria, llamada Rosa Cedeño Castro, no porque fuera mi madre, lo que podría prestarse para caer en una serie de lugares comunes, y a la repetición mecánica de una legión de cursilerías de todo tipo que, en estos momentos no vienen al caso, sino más bien porque su recuerdo viene hacia mí, a partir de sus inmensos méritos como una mujer de avanzada, solidaria, luchadora y valiente, que supo serlo en tiempos muy difíciles, cuando campeaban en el horizonte las expresiones del pensamiento y la acción sociopolítica de las fuerzas más reaccionarias que uno podría imaginar siquiera, si las miramos desde la perspectiva de este cambio de siglo, porque aquella fue una época en que la misoginia y el pensamiento retrógrado cercaban y limitaban los horizontes de la mujer, impidiéndole su realización plena como un ser humano, en función de sí misma y no sólo de quienes la rodean, es por ello que debo acércame –con respeto y admiración- a esa memoria que es preciso recuperar, dentro de lo que es para mí una circunstancia azarosa de la existencia, pero también un ajuste de cuentas conmigo mismo, y con la verdad(la del que morirá cantando las verdades verdaderas, como decía el cantautor chileno Víctor Jara), la única que según las viejas tradiciones nos hará libres, la que también me conduce a ubicarme dentro de este laberinto de reflexiones en voz alta tan particular, las que quiero compartir con ustedes, con todos aquellos que tengan a bien acercarse a la lectura de mi texto.

Habiendo nacido en el seno de una familia tradicional, mi madre se caracterizó, desde su más tierna infancia, por una búsqueda incesante de humanidad y ternura, que fueron los rasgos más característicos del ser, de esta niña soñadora y rebelde, cuyos primeros acercamientos a la vida social de su tiempo, los dio en medio de aquella convulsa década de los 1930.

De ella, recibí su espíritu libertario y antifascista, que la había llevado a identificarse con la memoria que me transmitió, acerca de las luchas de mi tío abuelo Pedro Castro Espinoza, hermano de su madre, quien tomó las amas contra la dictadura de los Tinoco, formó parte del comité antifascista de San José Costa Rica, en defensa de la República Española, y militó en las grandes luchas de la clase obrera costarricense, durante la década de los cuarenta, y durante las que siguieron, a pesar de la persecución y la atmósfera, propias de un nauseabundo, y empobrecedor anticomunismo de guerra fría, el que sirvió como pretexto a las clases dominantes de éste, y otros países de la región, para intentar apagar y aplastar las luchas de los sectores populares, siempre en búsqueda de un mundo mejor, en esta tierra del istmo de América, tan llena de tiranías militares, racistas y oligárquicas.

Cuando los negocios familiares se habían arruinado en Puntarenas, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, siguió a sus padres y a sus hermanos en la colonización de lo que ahora es el cantón de Coto Brus, subiendo a pie varias veces por aquella fila de cal, en medio de la neblina, y pasando hambre en aquella finca fronteriza de Cañas Gordas cuando aún no lograban cosechar, un predio en el que di mis primeros pasos, durante los últimos años de la década de los 1940, mientras ella asumió la valentía de criarme sola, y de tener que venirse a la capital para estudiar enfermería, mientras yo me quedaba con mis abuelos en aquellos montes. Fue entonces, la joven enfermera que trabajó incontables jornadas nocturnas en los más diversos hospitales, desde aquel hospital de Golfito de la Compañía Bananera de Costa Rica, durante la primera mitad de los años cincuenta, hasta las décadas en las que laboró en el Hospital Blanco Cervantes, donde después de una dura y larga labor, cuidando la salud de muchas gentes, por fin alcanzó a jubilarse.

Rosa Cedeño Castro (1926-2008), no fue sólo la enfermera que cumplía turnos en el hospital, sino la mujer que me introdujo en el mundo de la literatura universal, en el gusto por las bellas artes, en especial la pintura y la música clásica que tanto llegó a amar, algo que aprendí de ella como una siembra que, con desprendimiento llevó a cabo, procurando que fructificara en mí. Siempre la vi con libros de literatura en la mano, y con un especial interés en la psiquiatría y otras ciencias del comportamiento(por decirlo a la manera anglosajona), pues en aquella casa nuestra, que siempre estuvo en muchas partes, habían muchos libros, entre ellos Bonjour Tristesse de Françoise Sagan, un hecho que alguna vez mencioné, pero también las novelas de Fiodor Dostowieski, en particular Los Hermanos Karamasov y El Príncipe Idiota, además de que, contra viento y marea, se permitió a sí misma, a lo largo de aquel lejano año de 1960, leerse El doctor Zhivago de Boris Pasternak, a pesar de sus simpatías y militancias políticas, sin duda que su curiosidad y espíritu crítico fueron enormes, con la lectura constante de innumerables obras y remando, con valor y decisión, casi siempre contra corriente. Le encantaba la música sinfónica de Rimsky Korsakoff, y en especial su famosa Scherezade, como también la de Sergei Rachmaninov y su Rapsodia sobre un tema de Paganini, o la traviesa música de Maurice Ravel en los compases, melodía y ritmos reiterados de su famoso bolero.

Pero lo más grande de esta mujer, es que me abrió la posibilidad de los caminos de la libertad, y de la rebelión continua, contra viento y marea, en medio de una sociedad torpe y mojigata que la atacaba de muchas maneras, a veces no tan sutilmente, sólo por ser mi madre, y sin ver la generosa mujer que había en ella, la enfermera y la persona solidaria con muchas gentes, que estuvo cuidando a sus padres, hasta el final de sus días. Sé mirando hacia atrás, que fueron tiempos duros, y que no siempre estuvimos de acuerdo en todo, era entonces un muchacho difícil para un mujer valiente y generosa, pero a veces, muchas veces tan solitaria, demasiado solitaria tomando solita las más difíciles decisiones. Supo romper temprano con las cadenas del patriarcado, y rechazar la misoginia de los aparatos religiosos, en especial el de la Iglesia Católica, particularmente hegemónico en aquellos tiempos. A pesar de los ambientes reaccionarios y hostiles que pudieron rodearla muchas veces, abrigo la convicción de que permaneció fiel hasta el fin a las luchas de la clase trabajadora, a la memoria de Carlos Luis Fallas Sibaja(Calufa) a quien le dio sus cuidados como enfermera, durante sus últimos días, medio siglo atrás, pero también a las luchas por la dignificación de la mujer, con sus lecturas de Simone de Beauvoir, quien con gran atrevimiento llegó a decir en “El Segundo Sexo”(1949), aquello de la maternidad enajena y atonta a la mujer, haciéndola perder la perspectiva de desarrollo como mujer, como ser humano pleno. Hasta siempre camarada Rosa, siempre estarás en mis recuerdos de pensador libertario, y más cercano al anarquismo individualista, que al socialismo marxista que ambos asumimos en aquel entonces. Es a la mujer, aunque siga navegando contra corriente, y no la madre, a quien quería recordar en este día, en el que ella habría cumplido los noventa y un años.

(*)Sociólogo y escritor.

 

Enviado por el autor.